REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 06-10-21

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Lucas sobre el origen de la oración del Padrenuestro (Lc 11,1-4). Al igual que con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre Nuestro de Mateo (6,9-13), que es la que se incorpora eventualmente en la liturgia cristiana. Las diferencias tal vez se deban a la “versión” que utilizaban sus respectivas comunidades. Pero eso es materia de especulación.

Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan, los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una catequesis sobre la oración (en eso de la oración nuestros primos los judíos nos llevan mucha ventaja), sino que les enseñe una oración que contenga los elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos, la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra la actitud de Jesús hacia Dios, y por tanto de nosotros como sus seguidores.

Y lo primero que Jesús hace es algo que para nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como “Padre” (Abba), tal como Él mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar, llamándole “Abba”. Este sería definitivamente el “sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del Camino”, que más adelante, en Antioquía, después de la Pascua de Jesús, serían llamados cristianos (Hc 11,26). Así, el Padre Nuestro sería, en lo adelante, la manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”.

Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar: “Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.

Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, con la certeza de que él es quien único que puede repararlo.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 28-07-21

“El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”.

En la lectura evangélica (Mt 13,44-46) que nos ofrece la liturgia para hoy, volvemos a contemplar, en forma abreviada, dos de las siete parábolas del Reino: la del tesoro escondido y la de la perla de gran valor. ¿Por qué la insistencia de la Liturgia en repetir una y otra vez las parábolas del Reino?

Toda la misión de Jesús puede resumirse en una frase: “[T]engo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4,43). Habiendo sido esa la misión de Jesús, no puede ser otra la misión de la Iglesia. Por eso en sus últimas palabras antes de ascender al Padre, delegó esa misión a la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva (del Reino de Dios) a toda la creación” (Mc 16,15).

Anteriormente hemos señalado que Jesús nos está diciendo que en la vida del cristiano, de su verdadero seguidor, no puede haber nada más valioso que los valores del Reino. Por eso tenemos que estar dispuestos a “venderlo” todo con tal de adquirirlos, con tal de asegurar ese gran tesoro que es la vida eterna. Eso incluye dejar “casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos y campos” por el nombre de Jesús. O sea, que no puede haber nada que se interponga entre nosotros y los valores del Reino.

El que acepta esa misión de parte de Jesús, se llena de su Palabra, y pone su vida al servicio de esta, tiene “algo” que todos notan, tal como le sucedió a Moisés en la primera lectura de hoy (Ex 34,29-35). Nos relata el pasaje que cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las tablas que contenían Palabra de Dios “tenía radiante la piel de la cara”.

Aquí encontramos una marcada diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectura vemos cómo cuando los Israelitas vieron a Moisés con el rostro brillante (por haber visto a Dios cara a cara, como a un amigo) “no se atrevieron a acercarse a él”, y el mismo Moisés se cubría la cara con un velo. Y es que en el Antiguo Testamento Dios todavía no se había revelado plenamente; por eso ni tan siquiera se podía pronunciar su nombre.

No es hasta que la Palabra se encarna, haciéndose uno con nosotros en todo excepto en el pecado, que Dios se nos revela plenamente en la persona de Jesús. Ahora podemos verlo, escucharlo, tocarlo, caminar junto a Él. Es entonces que nos envía su Santo Espíritu que nos permite llamar Abba a aquél cuyo nombre era impronunciable.

Y ese Espíritu Santo, que es el Amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros, hace resplandecer nuestros rostros con ese “algo” imposible de describir que hace a todo el que se cruza en nuestro camino perciba la presencia de Dios y diga: “Yo quiero de eso”; esa “perla de gran valor” que los impulsa a vender todo lo que tienen con tal de adquirirla.

Hoy, pidamos al Señor que derrame su Espíritu Santo sobre nosotros, de modo que todo el que nos vea lo vea a Él.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 17-06-21

La lectura evangélica que contemplamos hoy (Mt 6,7-15) es la misma que leímos el martes de la primera semana de cuaresma. Se trata de la versión de Mateo del Padrenuestro, esa oración que rezamos los cristianos y que el mismo Jesús nos enseñó. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.

El relato de Mateo se da dentro del contexto del discurso evangélico de Jesús, el “Sermón de la Montaña”. Aquí, nos enfatiza que la actitud interior es lo verdaderamente importante, no la palabrería hueca, repetida sin sentido: “No uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis”.

Además de enseñarnos a dirigirnos al Padre como “Abba”, el nombre con que los niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), cuyo Reino esperamos, a aceptar Su santa voluntad, y a confiar en Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

Además de repetirlo mecánicamente (como los gentiles cuya “palabrería” Él critica), ¿en algún momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).

Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio la herramienta para hacerlo llevadero. Hace dos días Él mismo nos decía: “Amad a vuestros enemigos”. El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia lógica, obligada. Dios nos ama con amor de Madre, y nos pide que nos amemos unos a otros como Él nos ama (Jn 13,34b). ¿Qué madre no perdona a su hijo?

“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Y si abrimos nuestro corazón a ese Amor, se desbordará sobre nuestros hermanos, y el perdón no se hará esperar. Ni de nosotros a nuestros hermanos, ni de Dios a nosotros. ¡Entonces viviremos el Padrenuestro!

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (B) 30-05-21

Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Mt 28,16-20) es la conclusión del Evangelio según san Mateo. En ese pasaje Jesús afirma en forma inequívoca que todo el poder que se le ha dado, y que Él transmite a sus discípulos al enviarlos a hacer discípulos de todos los pueblos proviene del Dios Uno y Trino. Por eso los envía a bautizar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

Durante la cincuentena de Pascua, mientras nos preparábamos para la solemnidad de Pentecostés, leíamos el libro de los Hechos de los Apóstoles que centraba nuestra mirada en la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles recibirían en Pentecostés reunidos en torno a María, la madre de Jesús y madre nuestra, dando origen a la Iglesia misionera.

Eso le infunde un carácter Trinitario a la Iglesia, ya que esta nace de la promesa del Padre que se hace realidad en Pentecostés a fin de que la comunidad dé testimonio de Jesús; y es el Espíritu quien guía la obra de evangelización y le da la fuerza necesaria para dar testimonio de Jesús en medio de persecuciones y luchas.

“Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ‘¡Abba!’ (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Segunda lectura de hoy (Rm 8,14-17).

Es decir, que podemos participar de la vida eterna gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. La fórmula es sencilla: El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena, que es el Amor incondicional de Dios.

Esa identidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu es la que hace posible la promesa de Jesús a sus discípulos al final del Evangelio de hoy: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Porque donde está el Padre está el Hijo, y está también el Espíritu; y donde está el Espíritu están el Padre y el Hijo. De este modo, en la acción del Espíritu Santo se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad.

De eso se trata la Trinidad, pues todo el misterio de Dios se reduce al amor: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn 4,7-8).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 12-01-21

“Cállate y sal de él”. Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”.

Continuamos adentrándonos en el Tiempo ordinario. La figura de Cristo-predicador sigue tomando forma y, junto con ella, se va revelando la divinidad de Jesús. El misterio de la Encarnación.

Como primera lectura la liturgia nos sigue presentando la carta a los Hebreos (2,5-12). En este pasaje el autor de la carta enfatiza la naturaleza humana de Jesús, y cómo al hacerse uno de nosotros al punto de llamarnos “hermanos”, nos abrió el camino a la gloria eterna. “Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos. Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación”. El autor de la carta a los Hebreos nos resume en apenas tres oraciones valor redentor del sacrificio de Cristo.

Jesús muestra su superioridad (“puesto a someterle todo, nada dejó fuera de su dominio”), pero a la misma vez muestra su solidaridad total con nosotros. Es por eso que podemos llamar a Dios Abba, Padre, al igual que Jesús. Esa filiación divina que recibimos en el Bautismo que nos convierte en Hijos de Dios, hermanos de Jesús, y coherederos de la gloria.

En la lectura evangélica de hoy (Mc 1,21-28) vemos el comienzo de la misión de Jesús. Lo encontramos entrando a Cafarnaún. Apenas cuenta con cuatro discípulos, pero no espera, tiene que cumplir su misión y sabe que tiene poco tiempo. Lo vemos predicando en la sinagoga (algo no muy común en Jesús, que prefería hacerlo al descampado). Todos se maravillaban de la autoridad con que exponía su doctrina, porque lo hacía, no como lo escribas (que no aventuraban interpretar la ley a menos que su juicio estuviera avalado por las escrituras), “sino con autoridad”. Otra muestra de la divinidad de Jesús, quien había venido a dar plenitud a la Ley y los profetas (Mt 5,17). Todos perciben que Jesús habla con una autoridad que viene desde el interior de sí mismo y que solo puede venir del mismo Dios. Tal vez todavía no tienen claro que Él es Dios, pero este episodio constituye el primer atisbo de esa divinidad que se seguirá manifestando a través del Evangelio.

Y para que no quede duda sobre su “autoridad” y su superioridad sobre todo, la Escritura nos presenta a un hombre poseído por un “espíritu inmundo” que se encuentra con Jesús en la sinagoga. El espíritu increpa a Jesús y, una vez más, Jesús habla con autoridad: “Cállate y sal de él”. Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”. Todos estaban asombrados, confundidos, y se decían: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo”. Y eso, que estamos apenas comenzando, es el primer día de predicación de Jesús. ¡Abróchense los cinturones!

Y yo, ¿tengo claro quién es Jesús? ¿He sido testigo de su poder? Cuando hablo de Él, ¿presento una imagen de “estampita” sobre su persona, o soy capaz de presentar mi experiencia del poder de Jesús y cómo ha obrado en mí?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 17-10-20

“Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

Hoy continuamos la lectura de la Carta a los Efesios (1,15-23) que comenzáramos ayer. Al final del pasaje que contemplamos hoy vemos cómo Pablo entra ya “en materia” con lo que constituye el tema central de la Carta a los Efesios: la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. “Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

La lectura comienza con una acción de gracias de parte de Pablo por la fe de los destinatarios de la carta, unida a una oración pidiéndole a Dios que les conceda el “espíritu de sabiduría” y revelación a fin de que lleguen a conocer plenamente a Jesucristo. ¿Qué mejor podríamos pedir para alguien? Si llegamos a conocer a Jesús y su Palabra, que es el Amor, conoceremos la verdad, y esa verdad es la que nos proporcionará la libertad que solo los hijos de Dios y hermanos de Jesucristo pueden disfrutar (Cfr. Jn 8,32).

Pero no se detiene ahí. Continúa pidiendo a Dios que “ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”.

Las implicaciones de lo que Pablo está pidiendo para sus hermanos de Éfeso son más profundas de lo que parece a simple vista. ¡Le está pidiendo a Dios que derrame sobre ellos la misma fuerza y poder que utilizó para resucitar a su Hijo! Cuando pedimos a Dios, y sobre todo cuando pedimos por nuestros hermanos, tenemos que aprender a ser generosos en nuestras peticiones, recordando que estamos pidiendo a nuestro “Abba”, que siempre nos escucha y no se cansa de prodigar dones a sus hijitos (Cfr. Mt 8,7-8). Y esa “fuerza” que resucitó a Jesús no es otra que la fuerza del Espíritu que el mismo Jesús nos prometió. Pero tenemos que invocarla y dejarnos arropar de ella. Y al igual que el amor, que mientras más se reparte más crece, mientras más la pedimos para nuestros hermanos, con mayor fuerza la recibimos.

Ese mismo Espíritu es el que nos permite incorporarnos a la Iglesia, que es el “cuerpo” de Cristo, donde encontramos su esencia misma, su persona, el Cristo total, la continuación de su obra eterna en el tiempo y el espacio.

Hoy, pidamos a Dios como lo hacemos en la liturgia eucarística: “no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, de manera que siga derramando sobre ella su Santo Espíritu, para que sea lo que Él quiere que sea, a pesar de nuestra fragilidad humana.

Lindo fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre, aunque sea de forma virtual.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 08-10-20

“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Este es el párrafo final del Evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Lc 11,5-13). Y debemos leerlo dentro del contexto del Padrenuestro que Jesús acaba de enseñar a sus discípulos.

En el Padrenuestro Jesús nos ha enseñando a tratar a Dios como Abba, con la misma confianza y familiaridad con que un niño trata a su padre. ¿Cuántas veces vemos a los niños pedirle algo a su padre, y si no lo consiguen de inmediato, seguir insistiendo hasta ponerse impertinentes, hasta que el padre, con tal de “quitárselos de encima”, siempre que se trate de algo que no les malcríe o les dañe, los complacen?

La parábola nos presenta a un amigo que le pide tres panes al otro en medio de la noche (acaba de decirnos que tenemos que pedir al Padre “el pan nuestro de cada día”). Ante la negativa inicial del segundo, el primero sigue insistiendo, hasta que el amigo “si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”. Jesús nos está enseñando que, siendo hijos del Padre, podemos y debemos ser insistentes en nuestra oración. Que debemos reiterar nuestras peticiones, como el amigo impertinente de la parábola, o como la viuda que comparece ante el juez inicuo de la que nos hablará Jesús más adelante (Lc 18,4-5).

Con la oración final de este pasaje Jesús reitera nuestra filiación divina, y nos recuerda que la mejor respuesta que Dios puede brindarnos a nuestras oraciones es, ¡nada más ni nada menos que el Espíritu Santo! “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Ese Espíritu Santo que derrama sus siete dones sobre nosotros y nos da la fortaleza para superar las pruebas y aceptar la voluntad del Padre. “Quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”.

En la primera lectura (Ga 3,1-5), Pablo nos recuerda el ingrediente principal de la oración, y el requisito para recibir el Espíritu: “Contestadme a una sola pregunta: ¿recibisteis el Espíritu por observar la ley o por haber respondido a la fe? ¿Tan estúpidos sois? ¡Empezasteis por el espíritu para terminar con la carne! ¡Tantas magníficas experiencias en vano! Si es que han sido en vano. Vamos a ver: Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿por qué lo hace? ¿Porque observáis la ley o porque respondéis a la fe?”

No basta con ser “bueno”; ¡hay que tener fe!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMO QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 15-07-20

“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”.

El evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy (Mt 11,25-27) contiene una de mis frases favoritas de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”.

Jesús parece referirse a los “sabios” y “entendidos” de su tiempo (los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la ley), quienes cegados por su conocimiento de la “ley” creían saberlo todo. Por eso eran incapaces de asimilar el mensaje sencillo pero profundo de Jesús. “Yo les aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc 10,13).

Siempre que leo este pasaje evangélico pienso en Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia y terciaria dominica, quien a pesar de ser mujer, sencilla, y analfabeta, logró poseer una profundidad teológica tal que le llevó a ser consejera de papas, haciéndola acreedora del título de “doctora de la Iglesia”. Ella, en su sencillez, logró compenetrarse con el misterio de Dios con la misma intensidad que un niño o niña se lanza en brazos de su padre, al punto que ya nada más existe…

Jesús nos está pidiendo que nos hagamos como niños, para que podamos conocer y reconocer al Abba que Él nos presenta: “nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Por eso escogió sus discípulos de entre la gente sencilla, creyentes que no estaban “contaminados” por el ritualismo y legalismo excesivo de los sacerdotes y fariseos. Escogió la tierra buena sobre a la que estaba llena de abrojos (Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8).

Dios es difícil de alcanzar, nadie lo ha visto nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos dé a conocer al Padre. Pero para conocer al Padre primero tenemos que reconocer nuestra incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la oportunidad de conocerle a Él a través de su Palabra, y a través de Él al Padre. Parece un trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va dirigido: Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él conoce al Padre (Jn 14,6-7).

Padre, Señor de cielo, en este día te pido que me des la humildad y sencillez de espíritu para reconocer mi incapacidad para conocerte por mí mismo, y para ver el rostro de tu Hijo en todos mis hermanos, especialmente los que más necesitan de tu piedad y misericordia y, a través de Él y de su Palabra, llegar algún día a conocerte.

Así comenzaremos desde ahora a tener un atisbo de ese día en que finalmente le veamos cara a cara: “Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,4-5).

¡Qué promesa, hermanos!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 18-06-20

“Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino”…

En el Sermón de la Montaña que hemos estado leyendo en estos días, Jesús agrupa algunos consejos sobre la oración dados por Él en varias ocasiones.

En el evangelio que leíamos ayer Jesús nos decía: “cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido”. Nos estaba enseñando la importancia de ese tiempo “a solas” con el Señor, ese “coloquio amoroso” tan necesario para desarrollar esa relación filial íntima con el Padre. Cuando hablo a mis estudiantes de este tema siempre lo comparo con esas palabras que los novios se dicen al oído. Palabras cuyo contenido solo ellos conocen, y que van cimentado esos lazos de amor que siguen creciendo día a día. Así tiene que ser nuestra relación con Dios.

En la lectura de hoy (Mt 6,7-15), Jesús nos recalca la importancia de la oración personal, al aconsejarnos que no seamos  “como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso”. A lo que se refiere Jesús es que si no acompañamos nuestra plegaria comunitaria, en alta voz, con la oración personal, íntima, aquella se convierte en meras palabras que de tanto repetirlas llegan perder su sentido y eficacia.

Jesús nos enseña la importancia de alabar, de dar gracias, antes de pedir. Mucha veces nuestra oración, aún la personal, se convierte en un listado de peticiones y quejas, olvidándonos de que el Padre, que “ve en lo escondido”, ya conoce nuestras necesidades. Nos recuerda que toda conversación (así debe ser la verdadera oración) con el Padre debe comenzar dándole las gracias por la vida, por el privilegio de permitirnos dirigirnos a Él como verdaderos hijos.

Además de enseñarnos a dirigirnos al Padre como Abba, el nombre con que los niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), cuyo Reino esperamos, a aceptar Su santa voluntad, y a confiar en Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

Además de repetirlo mecánicamente (como los gentiles cuya “palabrería” Él critica), ¿en algún momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).

Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio la herramienta para hacerlo llevadero. Hace dos días Él mismo nos decía: “Amad a vuestros enemigos”. El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia lógica, obligada.

Finalmente, hemos de abandonarnos a Su santa Voluntad, confiados en que Él en su infinita bondad y misericordia, nos concederá todo y solo lo que nos conviene.