REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 30-06-20

“¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Al final del pasaje que la liturgia nos presenta para hoy como primera lectura (Am 3,1-8; 4,11-12), el profeta Amós nos refiere a la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra y cómo a pesar de ello, y de que salvó a Lot y los suyos de la catástrofe, el pueblo no se convirtió, no escuchó la voz del Señor: “Os envié una catástrofe como la de Sodoma y Gomorra, y fuisteis como tizón salvado del incendio, pero no os convertisteis a mí –oráculo del Señor-”.

¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos libra de una catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo magnánimo que Él ha sido con nosotros, y a la menor provocación le desobedecemos!

Se nos olvida a veces también que se nos ha librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe porque “nos lo merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares y amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la catástrofe en consideración a su tío Abraham (Gn 19,29). Si Dios está con nosotros, no hay calamidad de la que no podamos salvarnos, si esa es su voluntad. Ese es el mensaje que nos trae la lectura evangélica de hoy (Mt 8,23-27).

Nos narra el pasaje que Jesús subió a una barca y “sus discípulos lo siguieron”. Mientras navegaban por el lago de Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así, sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡Me encanta este simbolismo!). Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo: “¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma”.

Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos. Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.

Cuando nos embarcamos en la aventura del “seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Él durmiera, completamente ajeno a nuestra calamidad. Una vez más nuestra naturaleza humana nos traiciona; nos dejamos apantallar por nuestra pequeñez, nuestra impotencia, y se nos olvida su promesa (Cfr. Mt 28,20). “¿Dónde está Jesús?”. Es ahí cuando caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Entonces sentiremos el suave peso de la mano de Jesús sobre nuestro hombro, y veremos su sonrisa mientras nos dice: ¿Dónde está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu lado? Y la tormenta se calmará…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 02-04-20

“En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”.

La primera lectura de hoy (Gn 17,3-9) nos presenta la alianza que Yahvé Dios pacta con Abraham. Una alianza que por sus propios términos iba a ser perpetua. Una alianza que se trasmitiría por la carne (por herencia), por eso Dios utiliza un signo carnal para sellar la misma: la circuncisión. Dios le cambia el nombre a Abrán para significar su cambio de misión, y le llama Abraham, que quiere decir padre de muchedumbre de pueblos (Ab = padre, y ham = muchedumbre). Pero más allá de la herencia carnal, Abraham se convierte en “padre de la fe” para todos los que creen en las promesas de Dios.

En la lectura evangélica (Jn 8,51-59), Jesús alude a esa genealogía que comienza con Abraham: “Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría”.

En ocasiones anteriores hemos señalado que Juan resalta la divinidad de Jesús, ya que el objetivo principal de su evangelio es combatir una herejía (los “ebionistas”) que negaba la divinidad de Jesucristo (Cfr. Jn 20,30-31). De ahí que cuando Él aludió a Abraham de esa manera los judíos le dijeron: “No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” A lo que Jesús respondió: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy”. Jesús está diciendo que Él “es” antes de Abraham y “es” ahora, es eterno, por lo tanto es Dios. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). De igual modo fue presentado por Juan el Bautista: “A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo” (Jn 1,30).

Pero Jesús va más allá: “En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Eso resultaba inaceptable para los judíos que le escuchaban, quienes lo tildaron de endemoniado, diciéndole: “¿y tú dices: ‘Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre?’ ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?”

La actuación de Jesús sigue incomodando cada vez más al poder político-religioso de su época. El complot para eliminarlo se acrecienta. El cerco sigue cerrándose, pero todavía no ha llegado su hora. “Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo”.

La liturgia continúa acercándonos al Misterio Pascual de Jesús. Ya pasado mañana es la víspera del domingo de ramos. Ayer nos decía que en Él encontraríamos la Verdad y que esa Verdad nos haría libres. Hoy ha añadido: “quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Es decir, que además de ser libres, tendremos vida en plenitud, y vida eterna.

El llamado a la conversión está vigente. Todavía estamos a tiempo. Si creemos en Él y “le creemos” (tenemos fe), tendremos Vida. Anda, ¡atrévete! ¿Y sabes qué? Él te está esperando para darte el abrazo más tierno y cálido que hayas sentido. Entonces comprenderás…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 17-12-19, FERIA PRIVILEGIADA

La lectura evangélica de hoy, tomada de san Mateo (1,1-17), nos presenta la Genealogía de Jesús. Esta genealogía abarca cuarenta y dos generaciones (múltiplo de 7) desde Abraham hasta Jesús (v. 17), pasando por el rey David, de cuya descendencia nacería el Mesías esperado. Esta parecería ser una lectura aburrida. ¿A quién le interesan tantos nombres raros, muchos de los cuales son desconocidos para la mayoría de nosotros? ¿Por qué ese interés desmedido de establecer el linaje de Jesús?

Debemos recordar que Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías prometido. Por eso pasa el trabajo de establecer, de entrada, su nacimiento dentro de la estirpe de David. Esto se refleja también en el uso continuo de la frase “para que se cumpliese…”, a lo largo de todo su relato (en los primeros tres capítulos se repite seis veces). Es decir, su tesis es que en Jesús se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento relativas al futuro Mesías, que comenzaron desde el libro del Génesis.

Así, en la primera lectura de hoy (Gn 49,1-2.8-10), Jacob manda a reunir a sus doce hijos (de quienes saldrían las doce tribus de Israel), y les dice: “A ti, Judá, te alabarán tus hermanos; tu mano en la cerviz de tus enemigos; inclínense a ti los hijos de tu padre. Cachorro de león es Judá; de la presa, hijo mío, has vuelto; se recuesta, se echa cual león, o cual leona, ¿quién le hará alzar?” David fue el primero en reinar sobre ambos reinos, el de Judá y el de Israel, antes de que se dividieran, y su linaje continuó reinando sobre Judá. De esa estirpe es que nace José, “esposo de María, de la que nació Jesús, el Cristo” (v. 16), heredero del trono de David (Lc 1,32b).

Aunque sabemos que José no tuvo nada que ver con la concepción de Jesús en el seno virginal de María, al reconocerlo y darle su nombre se convirtió para todos los efectos legales en el padre de Jesús, a quien asumió como hijo suyo. De este modo se convirtió también en el padre espiritual de Jesús, a quien le transmitió toda la tradición de su pueblo, convirtiéndolo en un verdadero hijo de Israel.

Si comparamos los relatos de Mateo y Lucas, vemos cómo en el primero la figura principal es José, a quien el ángel le anuncia la concepción milagrosa de Jesús y le encomienda ponerle el nombre cuando nazca (tarea fundamental en la mentalidad bíblica), mientras María permanece como un personaje secundario que ni tan siquiera habla. En Lucas, por el contrario, María es la verdadera protagonista, el personaje alrededor del cual giran los primeros dos capítulos. En Lucas es a ella a quien el ángel anuncia el embarazo milagroso, recibe el nombre de “llena de gracia”, y se le encarga ponerle el nombre a Jesús.

María es también la figura clave, la protagonista del Adviento. En ella, concebida sin pecado original y preparada por el Padre desde la eternidad, nacida judía hija de Israel, se concentran todas las esperanzas del pueblo judío y de toda la humanidad. De ella recibimos al Salvador, y hoy sigue conduciéndonos hacia su Hijo.

Nuestra Señora del Adviento, ¡muéstranos el Camino!

REFLEXIÓN PARA EL DECIMONOVENO DOMINGO DEL T.O. (C) 11-08-19

La liturgia para este decimonoveno domingo del tiempo ordinario nos presenta como segunda lectura un fragmento de la carta a los Hebreos (11,1-2.8-19), que comienza con la definición de la fe que su autor nos brinda, y que es tal vez la más citada: “La fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven. Por ella recibieron testimonio de admiración los antiguos”.

Les invito a leer y meditar el capítulo 11 de la carta a los Hebreos, especialmente  los versículos 1-22, que nos presentan una magnífica catequesis sobre la fe, incluyendo un recuento de todos los personajes del Antiguo Testamento que perseveraron en la fe, y cómo su fe logró acercarlos a Dios y lograr su favor; desde el justo Abel, cuyos sacrificios eran agradables a Dios porque poseían el ingrediente de la fe, pasando por los patriarcas y Moisés, hasta Salomón y los profetas.

Por supuesto, ninguna reflexión sobre la fe puede prescindir de Abraham, el “padre de la fe”. Abraham, por sus actos, nos mostró inicialmente el camino a seguir en el camino de la fe. Abandonó su tierra, su patria y su parentela para ir a un lugar que no conocía, pero que el Señor le había prometido que sería para él y su descendencia. Para ese entonces Abraham tenía setenta y cinco años (Gn 12,4) y su esposa era estéril.

Creyó en la promesa de una descendencia numerosa a pesar de su avanzada edad y la esterilidad de su esposa Sara. Después que finalmente su esposa dio a luz a Isaac, el hijo de la promesa, no vaciló cuando Yahvé le pidió que le ofreciera su hijo en sacrificio. “Porque pensaba que Dios tiene poder incluso para resucitar a los muertos. Por eso recobró a su hijo. Esto es un símbolo para nosotros”. Abraham creyó en Dios y en su Palabra salvífica. Es decir, creyó en Dios y le creyó a Dios. No en balde es considerado el padre de la fe por las tres grandes religiones monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islam.

Como nos dice esa segunda lectura: “Precisamente por esto, de un solo hombre, ya casi muerto, nació una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y como los incontables granos de arena que hay en las playas del mar”. Abraham tuvo que esperar veinticinco años para que se cumpliera la promesa del hijo, que nació cuando él ya tenía cien años. Pero nunca dejó de confiar en la palabra de Dios; nunca perdió la fe.

En este día del Señor, pidamos el don de la fe en las promesas de Dios. Que no busquemos nuestra seguridad en las cosas visibles y palpables, sino en sus promesas, y en aquella verdad que Él nos ha revelado y que nos hace verdaderamente libres (Jn 8,32): su Amor incondicional. Que tengan un día del Señor lleno de paz y colmado de bendiciones. Y si aún no has visitado la Casa del Padre, todavía estás a tiempo. Recuerda, ¡Él te espera!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 18-07-19

“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (Ex 3,13-20) es continuación de la que leíamos ayer. Es la culminación del pasaje de la zarza ardiendo. Dios se ha presentado ante Moisés, le ha hablado y le ha encomendado una misión: la liberación de su pueblo de la esclavitud en Egipto. Dios le instruye ir a los suyos para compartir con ellos la buena noticia de que Dios no los ha abandonado, que se ha compadecido de ellos y ha decidido venir en su auxilio.

Moisés le plantea una realidad. Para los judíos el nombre tiene gran importancia, pues indica “el ser” profundo. Tener nombre indica que es alguien vivo, que existe, que no es una cosa abstracta, imprecisa, impersonal, que no es producto de la imaginación de Moisés. Si le preguntan que quién es el que le ha enviado, ¿qué les dirá? Dios le contesta: “‘Soy el que soy’; esto dirás a los israelitas: ‘Yo-soy’ (יהוה = YHWH) me envía a vosotros’”. Se trata de Yahvé, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob.

Los judíos llevaban siglos viviendo en un ambiente de idolatría, tal vez muchos se habían contaminado, olvidando al Dios de los patriarcas. Yahvé les recuerda que Él es fiel, que cumple sus promesas, que no se ha olvidado de ellos, que viene a sacarlos de allí y llevarlos a la tierra que había prometido a Abraham y a su descendencia.

A veces nos dejamos contaminar por el secularismo que nos rodea (con todos los “ídolos” modernos) y llegamos a pensar que Dios nos ha abandonado, e inclusive nos olvidamos de Él.

La lectura evangélica de hoy (Mt 11,28-30), también continuación de la de ayer, es una de las más cortas que nos ofrece la liturgia, una sola oración. En ella Jesús nos recuerda que Dios no nos abandona; que Él (que es Dios) está cerca de nosotros. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

“Venid a mí…” Nos dice que nos acerquemos, que vayamos hacia Él con confianza. “Y yo os aliviaré”. Nos está ofreciendo Su hombro para aliviar nuestro cansancio, y Su abrazo para aliviar nuestros pesares. Se ofrece a ser nuestro “cirineo”. “Cargad con mi yugo y aprended de mí”. Nos invita a ser sus discípulos, a vivir la ley del Amor, que es un yugo llevadero y una carga ligera; no como el yugo de la Ley, que al carecer del Amor se torna en una carga insoportable. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Nos señala el camino a seguir. Se trata de asumir una nueva forma de vida, libre de los legalismos aplastantes, que podría resumirse en un amor incondicional al prójimo, producto de una experiencia amorosa con el Padre. Más que una carga, es un imperativo de Amor.

Señor, ayúdame a tener la confianza de acercarme a Ti como se acerca un niño a su padre con un juguete roto, con la certeza de que él es quien único puede repararlo…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 08-07-19

” ¡Animo, hija! Tu fe te ha curado”.

El tema de la fe sigue dominando la liturgia. Y la primera lectura de hoy (Gn 28,10-22a), continúa narrando la historia de la descendencia de Abraham, que es también el comienzo de la historia del pueblo de Israel, y la historia de nuestra fe, pues nosotros somos herederos de la fe de Abraham, a quien las tres grandes religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo e islam) llaman el “padre de la fe”.

En este pasaje Yahvé reitera a Jacob, el hijo de Isaac, las promesas que había hecho a Abraham al establecer su Alianza con él: “La tierra sobre la que estás acostado, te la daré a ti y a tu descendencia. Tu descendencia se multiplicará como el polvo de la tierra, y ocuparás el oriente y el occidente, el norte y el sur; y todas las naciones del mundo se llamarán benditas por causa tuya y de tu descendencia. Yo estoy contigo; yo te guardaré dondequiera que vayas, y te volveré a esta tierra y no te abandonaré hasta que cumpla lo que he prometido”. Jacob creyó en Yahvé y en su Palabra.

La lectura evangélica (Mt 9,18-26), por su parte, nos narra dos milagros de Jesús en los cuales resalta la fe de los recipientes del milagro: la revivificación de la hija de Jairo y la curación de la hemorroísa. Aunque Mateo no menciona el nombre del personaje (Jairo), Marcos y Lucas lo identifican por nombre en sus relatos paralelos. Mateo es bien parco en ambos relatos, mientras Marcos y Lucas se explayan en los detalles (Mc 5,21-42; Lc 40-56).

En el caso de la mujer que sufría flujos de sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se curaría, y actuó conforme a lo que creía: se acercó entre la multitud hasta tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es algo “que se ve”. La fe de aquella mujer le permitió recibir el milagro. Por eso la lectura nos dice que Jesús se volvió hacia ella y le dijo: “¡Ánimo hija! Tu fe te ha curado”. Y en aquel momento quedó curada.

El pasaje que leemos hoy comienza con Jairo (a quien él identifica como “un personaje”) diciéndole a Jesús que su hija había muerto, añadiendo: “Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá”. Nuevamente nos encontramos ante la importancia de la fe. Jairo creyó, y actuó conforme a lo que creía. Ante la muerte de su hija, realizó un acto de fe.

Al llegar Jesús a casa de Jairo encontró “a los flautistas y el alboroto de la gente” (signo de que la niña había muerto), y dijo a todos: “¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida”. Nos dice la lectura que todos se reían de Él, y que una vez echaron la gente, “entró Él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie”.

En ocasiones anteriores hemos dicho que no basta con creer (hasta el demonio “cree” en Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe. Entonces veremos manifestarse la gloria de Dios.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOTERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 02-07-19

“¡Señor, sálvanos que nos hundimos!”

La liturgia de hoy nos presenta como primera lectura (Gn 19,15-29) la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra a causa de la degeneración y los pecados que la arropaban, y cómo Yahvé salvó las vidas de Lot, su esposa y sus dos hijas. Dios envió sus ángeles a decir a Lot: “Anda, toma a tu mujer y a esas dos hijas tuyas, para que no perezcan por culpa de Sodoma”. Una sola condición puso: que no miraran hacia atrás (Cfr. Lc 9,62).

Cuando llegaron al lugar escogido y comenzó a llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot, tal vez sintiéndose segura, desobedeció a Dios, miró hacia atrás, y se convirtió en estatua de sal. ¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos libra de una catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo magnánimo que Él ha sido con nosotros, y a la menor provocación le desobedecemos!

Se nos olvida a veces también que se nos ha librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe “porque nos lo merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares y amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la catástrofe en consideración a su tío Abraham. “Así, cuando Dios destruyó las ciudades de la vega, arrasando las ciudades donde había vivido Lot, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe”.

Si Dios está con nosotros, no hay calamidad de la que no podamos salvarnos, si esa es su voluntad. Ese es el mensaje que nos trae la lectura evangélica de hoy (Mt 8,23-27).

Nos narra el pasaje que Jesús subió a una barca y “sus discípulos lo siguieron”. Mientras navegaban por el lago de Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así, sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡Me encanta este simbolismo!). Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo: “¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma”.

Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos. Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.

Cuando nos embarcamos en la aventura del “seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Jesús durmiera, completamente ajeno a nuestra calamidad. ¿Dónde está Jesús? Es ahí cuando caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Entonces veremos la sonrisa de Jesús que nos dirá: ¿Dónde está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu lado? Y la tormenta se calmará…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 26-06-19

“Por sus frutos los conoceréis…”

Como primera lectura para hoy (Gn 15,1-12.17-18), la liturgia continúa presentándonos la historia de Abrán y las promesas divinas que culminarán en la Alianza entre Dios y él y su descendencia (Cfr. Gn 17).

Abraham se presenta a todo el pueblo judeo-cristiano como modelo de fe y de respuesta a Dios. Yahvé le ordenó dejar tierra, patria y parentela a cambio de una triple promesa: tierra, descendencia y bendición. Esa palabra de Dios se convirtió para él en mandato, promesa y anuncio, y su respuesta fue obediencia, esperanza y fe. La fe de Abrán fue la que hizo posible la Alianza entre Dios y su pueblo.

En este pasaje Dios le reitera a Abrán su promesa de una descendencia numerosa, esta vez comparándola con las estrellas del cielo. Más adelante, cuando pacte con él la Alianza, le cambiará el nombre por Abraham, que quiere decir “padre de muchedumbre de pueblos” (del hebreo “Ab” = Padre, y “ham” = muchedumbre). Abraham confió y esperó pacientemente durante veinticinco años el nacimiento del “hijo de la promesa”. Tenía setenta y cinco años cuando salió de Ur de Caldea, y cien cuando nació Isaac (Gn 21,5).

¡Cuán diferente ocurre con nosotros, que si Dios no nos “complace” nuestras peticiones con premura nos desesperamos, y hasta renegamos de Él!

La lectura nos presenta también a Dios reiterando la promesa de una tierra abundante: “A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates”.

En la lectura evangélica (Mt 7,15-20) Jesús advierte a sus discípulos contra los falsos profetas: “Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis”. Jesús nos señala que los falsos profetas son exteriormente iguales a los auténticos. Y cuando hablamos de “profetas” nos referimos también laicos comprometidos, movimientos, religiosos, y hasta sacerdotes. Jesús lo vivió en su tiempo en la persona de los fariseos y escribas, personas muy “religiosas” y “cumplidoras de la ley”, quienes bajo esa “piel de oveja” ocultaban un lobo rapaz.

Hemos dicho en otras ocasiones que, desgraciadamente, el fariseísmo está “vivo y coleando” en nuestra realidad religiosa. Aunque afortunadamente no es la norma, existen en nuestra Iglesia los “lobos cubiertos con piel de oveja”. Pero Jesús nos da la fórmula para descubrirlos: “Por sus frutos los conoceréis”. Hay que ver cómo actúan, eso los delata inmediatamente, pues el verdadero seguidor de Cristo es una persona humilde y dócil al Espíritu.

Jesús utiliza la metáfora del árbol: “Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos”.

Pero más que levantar un dedo acusador contra aquellos que podamos considerar “falsos profetas”, examinemos nuestra propia vida y nuestra fe. Mis actuaciones, ¿son realmente un reflejo de mi disposición interior, o son una “piel de oveja” que oculta el lobo rapaz que habita en mi interior? Mis actuaciones en la vida parroquial, ¿guardan relación con mis pensamientos y mis actuaciones cuando “nadie me ve”? ¿Soy un árbol sano?

¡Cuidado! Jesús es misericordioso pero también es severo: “El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego”.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 25-06-19

La primera lectura de hoy (Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de Abrán (todavía Yahvé no le había cambiado en nombre a Abraham – Gn 17,5) y los de su sobrino Lot. Cabe señalar que aunque la narración se refiere a Lot como “hermano” de Abrán, era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).

Abrán, hombre de Dios, antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Lot, por supuesto escogió las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn 12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su promesa de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el polvo”. Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de retener las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot (hermano de su padre Harán) y podía imponer su autoridad.

Si nos encontráramos en una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?

Abrán fue más allá. Cuando Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para adorarle y darle gracias.

La lectura evangélica para hoy (Mt 7,6.12-14) podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros”. Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al Evangelio. Los perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una actitud “cerrada” hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos que ser prudentes al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a aquellos que se muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio. El mismo Jesús más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no fuese bien recibido en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se marcharan a otro lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).

La segunda es la llamada “regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo que hizo Abrán con su sobrino.

La tercera es “Entrad por la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El que quiera seguirme…”

¿Te animas?

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO 23-06-19

Hoy celebramos la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, conocida por su nombre el latín: Corpus Christi. Esta solemnidad surge en la Iglesia universal mediante la bula Transiturus firmada por el papa Urbano IV el 8 de septiembre  de 1264, que la fijó para el jueves después de la octava de Pentecostés (en Puerto Rico y en otros países, por consideraciones pastorales, se celebra el domingo siguiente). No obstante, el origen de la celebración se relaciona con un Movimiento Eucarístico originado en la Abadía de Cornillón (Bélgica), de donde surgieron otras costumbres eucarísticas, como la Exposición y Bendición con el Santísimo Sacramento y el uso de campanillas en la Santa Misa durante la elevación.

La liturgia para hoy nos presenta tres lecturas, todas relacionadas con la Eucaristía, el sacramento alrededor del cual gira toda la liturgia de la Iglesia, y en la que se hace presente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, quien antes de marcharse de este mundo, quiso dejarnos el regalo de su presencia (Cfr. Mt 28,20).

La primera lectura (Gn 14,18-20) nos presenta a Melquisedec, rey-sacerdote de Salem, celebrando un rito de bendición con pan y vino en favor de Abram (todavía Yahvé no le había cambiado el nombre por “Abraham”). Muchos ven en este pasaje una prefiguración del sacrificio que Jesús ofrecería siglos más tarde.

La segunda lectura (1 Cor 11,23-26) nos presenta la narración más antigua que conocemos sobre la institución de la Eucaristía, cuyas palabras todavía conservamos en nuestra liturgia eucarística: “Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía’”.

Jesús fue claro y directo en sus palabras: “Esto es mi cuerpo”; “la nueva alianza sellada con mi sangre”. Por eso hoy celebramos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no como algo que ocurrió en el pasado, sino como algo vivo, presente entre nosotros en las especies eucarísticas. ¡Jesús está vivo! Es una presencia “real y efectiva”, no simbólica ni metafórica. Por eso se puede reservar en el tabernáculo, y puede ser objeto de adoración, y llevada a los enfermos. Esto es un dogma de fe de nuestra Iglesia, algo que nos caracteriza como cristianos-católicos.

La liturgia ha escogido como pasaje evangélico para hoy la versión de Lucas de la multiplicación de los panes (Lc 9,11b-17), un episodio que aparece en los sinópticos y en Juan. Y aunque hay algunas variaciones menores en los cuatro relatos, todos coinciden en la multitud de personas, en la escasez de los alimentos, en la actitud de los discípulos, en el número de personas y, sobre todo, en el hecho de que Jesús, al igual que haría después en la última cena, antes de repartir los alimentos, pronunció la bendición sobre ellos.

Jesús satisfizo el hambre física de aquella multitud. Hoy en día, cada vez que el sacerdote, actuando in persona Christi pronuncia la bendición sobre las especies eucarísticas, Jesús mismo, su cuerpo, sangre, alma y divinidad, se “multiplica” para saciar nuestra hambre de Él y hacerse uno con nosotros.

Oremos para que el Espíritu Santo nos dé una auténtica hambre del Señor.