REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 25-11-22

“Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Estamos en las postrimerías del tiempo ordinario. Mañana en la noche, con las vísperas del primer domingo de Adviento, comenzamos un nuevo año litúrgico.

La lectura evangélica (Lc 21,29-33) nos refiere a la segunda venida de Jesús en toda su gloria a instaurar su Reino que “no pasará”. Pero primero nos invita a estar atentos a los “signos de los tiempos” para que sepamos cuándo ha de ser. Como suele hacerlo, Jesús echa mano de las experiencias cotidianas de sus contemporáneos, que conocen de la agricultura: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Esa figura de los árboles que “echan brotes”, nos apunta a la primavera, que anuncia un “nuevo comienzo”, el “nuevo tiempo” que ha de representar el Reinado definitivo de Dios, la “nueva Jerusalén” del final de los tiempos. Ese Reino que Jesús inauguró hace casi dos mil años y que la Iglesia, pueblo de Dios, continúa madurando, como los brotes de los árboles en primavera, hasta que florezca y alcance su plenitud.

Muchos imperios, reinados, gobiernos, ideologías, ha surgido y desaparecido. Pero la Palabra de Dios se mantiene incólume a lo largo de la historia. Y la Iglesia (nosotros) está encargada de asegurarse que esa Palabra siga floreciendo para que la salvación alcance a todos. “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.

La primera lectura (Ap 20,1-4.11-21), por su parte, también nos remite la segunda venida de Jesús y al juicio que la acompañará, y cómo en ese momento seremos juzgados según nuestras obras: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras”… “La Muerte y el Hades fueron arrojados al lago de fuego –este lago de fuego es la muerte segunda– y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego”.

De nada nos vale ir a misa diaria, ni participar en incontables ceremonias litúrgicas, si no amamos, si no practicamos las obras de misericordia (Cfr. Mt 12,7; 25,31; St 2,17-18). Bien lo dijo San Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”.

En una homilía con relación a la parábola de las diez vírgenes (Mt 25,1-13), el papa Francisco también nos exhortaba a ver los signos de los tiempos y estar preparados para ese encuentro con Jesús en su segunda venida, para que no nos sorprenda dormidos.

Estamos a escasas horas del Adviento, y la liturgia de ese tiempo especial nos invita a estar atentos a esa segunda venida de Jesús y al nacimiento del Niño Dios, no solo en Belén, sino en nuestros corazones. Es momento propicio para hacer introspección y preguntarnos: Cuando me llegue el momento de ponerme de pie ante el “gran trono blanco”, ¿estará escrito mi nombre en el “libro de la vida”?

Todavía estamos a tiempo…

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (C) 20-11-22

Hoy es el trigésimo cuarto del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; solemnidad que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

La solemnidad de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. Quería el Papa motivar a los católicos a reconocer públicamente que la cabeza de la Iglesia es Cristo Rey. Posteriormente, se movió al último domingo del tiempo ordinario para resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal, colocándola entre un ciclo litúrgico y otro.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (2 Sam 5,1-3; Sal 121,1-2.4-5; Col 1,12-20; y Lc 23,35-43) nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel, nos presenta la unción de David como rey de Israel: “Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel”. Siglos más tarde, en el momento de Anunciación, el ángel dirá a la Virgen María: “Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,30-33). Jesús es el último rey de la estirpe de David, y su reino, que ya ha comenzado, no tendrá fin.

En la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, san Pablo nos reitera el señorío de Jesucristo: “Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”.

De ambas lecturas surge claramente que el Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera, según queda patente en el pasaje evangélico que contemplamos hoy, cuando el “buen ladrón” reconoce el señorío de Jesús al decirle: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús lo reitera cuando le contesta: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva al final de los tiempos, cuando el diablo, el pecado, el dolor y la muerte hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué promesa!

Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él mismo vendrá a tu encuentro.

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 23-10-22

“¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.

La primera lectura para este trigésimo domingo del tiempo ordinario (ciclo C), tomada del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18), nos habla de la Justicia Divina y cómo Dios escucha las súplicas del oprimido: “su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia”.

El Salmo (33) nos reitera que “el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él”.

La segunda lectura, tomada de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (4,6-8.16-18) contiene una de las frases lapidarias del apóstol: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida”.

El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas (18,9-14), nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

En cambio, el publicano se mantenía en la parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció: “Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

La diferencia estaba en la actitud interior, en el corazón. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha” (Salmo). El Señor nos está diciendo que si reconocemos nuestros pecados y nuestra pobreza espiritual, y nos acercamos a Él con humildad, Él nos hará justicia.

Estamos acercándonos al final de tiempo ordinario para dar paso al Adviento y al llamado a la conversión que ese tiempo nos hace. No tenemos que esperar. El llamado a la conversión, aunque se enfatiza en los tiempos “fuertes” como Adviento y Cuaresma, es continuo. Abramos hoy nuestros corazones al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado y humillado (Cfr. Sal 50) en el sacramento de la Reconciliación. Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el abrazo más amoroso que hayamos recibido.

“Oh Padre amable y misericordioso, con las manos vacías nos presentamos ante ti. Perdónanos por las veces que presumimos por el bien que sólo con tu gracia pudimos hacer. Llena nuestra pobreza con tus dones, líbranos de despreciar a ninguno de nuestros hermanos y danos un corazón agradecido por todo lo que hemos recibido de ti. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).

Recuerda, si aún no has visitado la Casa del Padre, todavía estás a tiempo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES 20 DE DICIEMBRE DE 2021 – FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

Gruta de la Anunciación en Nazaret

Según sigue llegando a su fin el Adviento, las lecturas continúan repitiéndose, como cuando uno sabe que algo grande está a punto de suceder, y se sorprende repitiendo una frase o un nombre, producto de anticipar ese momento esperado.

La liturgia de hoy nos brinda nuevamente uno de los pasajes más hermosos de todas las Sagradas Escrituras, si no el más hermoso y conmovedor, la Anunciación de ángel a María (Lc 1,26-38). Todavía me estremece recordar la sensación que me arropó cuando tuve la dicha de estar en la gruta de la Anunciación, en Nazaret, hace unos años. Les aseguro que aún hoy se siente la fuerte presencia del Espíritu en ese santo lugar.

Junto a esa lectura, como primera lectura, leemos la profecía de Isaías (7,10-14), en la cual el profeta nos anuncia, casi siete siglos antes del suceso, el nacimiento de Jesús: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. Dios-con-nosotros. Dios hecho uno con nosotros. Dios humanado. Dios encarnado. Dios-en-nosotros. La culminación del plan de salvación que el mismo Dios había dispuesto desde la caída (Gn 3,15).

Y el éxito o el fracaso de ese plan de salvación dependían de una jovencita del pueblo de Nazaret llamada Mariam (María). “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Ese “hágase” de María hizo posible la culminación de la “plenitud de los tiempos” cuando “Dios envió a su Hijo, nacido de Mujer” (Gál 4,4) para hacer posible la instauración de su Reino en medio de la historia humana. Su humildad y desprendimiento, productos de la virtud de la caridad, al aceptar encarnar a un “Dios-hecho-hombre”, no para ella, sino para entregárselo a toda la humanidad, dieron paso a nuestra salvación.

El lugar del “hágase” sigue siendo aquí, “hoy”, en el mundo, que es el lugar en que todos y cada uno de nosotros está en disposición de escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Este es el lugar en donde el Verbo se hace carne, el lugar en que cada uno que acepta la Palabra de Dios, la pone en práctica y se deja poseer plenamente por la gracia, convirtiéndose en otro “cristo” y ofreciéndose a los demás. (Cfr. Gál 2,20).

Así María, con su ejemplo, nos sigue mostrando el camino para continuar la construcción del Reino que su Hijo vino a inaugurar. María está “aquí” para servir (“He aquí la esclava del Señor”), como lo hizo con su prima Isabel, a quien fue a servir sin pensar en los peligros del viaje, como veremos en el Evangelio de mañana.

“Hágase en mi según tu Palabra”. La plenitud de los tiempos está significada en la figura de María, que nos enseña la virtud de la espera, la escucha de la Palabra de Dios, y la colaboración con el plan de salvación dispuesto desde el principio por el Padre. Si emulamos el “hágase” de María, y lo convertimos en lema de nuestro diario vivir, podemos cambiar el rumbo tan preocupante que está tomando la historia de la humanidad.

En estos últimos días del Adviento, pidamos al Padre que nos ayude a seguir el ejemplo de María, para recibir a Jesús en nuestros corazones y nuestras vidas, y compartirlo con el mundo.

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO (C) 19-12-21

Lugar del nacimiento de Jesús dentro de la Basílica de la Natividad en Belén

La liturgia para hoy nos propone la misma lectura evangélica que leeremos el próximo martes 21 (Lc 1,39-45), la visita de María a Isabel. Como primera lectura se nos presenta un pasaje de la profecía de Miqueas (5,1-4), que anuncia al pueblo que el Mesías esperado nacerá en Belén: “Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemorables. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz, el resto de sus hermanos volverá junto con los hijos de Israel. Se mantendrá firme, pastoreará con la fuerza del Señor, con el dominio del nombre del Señor, su Dios; se instalarán, ya que el Señor se hará grande hasta el confín de la tierra. Él mismo será la paz”.

Este oráculo es bien conocido, pues Mateo lo cita en la visita de los magos, cuando Herodes manda a preguntar a los sumos sacerdotes y escribas que dónde habría de nacer el Mesías, y estos le responden: “En Belén de Judea,… porque así está escrito por el Profeta” (Mt 2,5-6). Juan también lo cita durante la discusión sobre el origen de Jesús: “¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?” (Jn 7,42). Podemos ver en esta lectura que el censo ordenado por el emperador Augusto que provocó que José tuviera que trasladarse a Belén con su mujer encinta, no fue pura casualidad. Estaba todo dispuesto en el plan de salvación trazado por el Padre desde la eternidad.

Esta profecía nos señala también el origen humilde (al igual que David) del Mesías, ya que la aldea de Belén era un lugar pobre. El linaje davídico del mesías esperado se refuerza con la frase: “Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial”.  De ahí que el ángel dijera a María en la anunciación que al niño que va a nacer: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (Lc 1,32b). Cabe señalar que aunque ambos evangelistas que mencionan las circunstancias del nacimiento de Jesús (Mateo y Lucas) enfatizan que José, esposo de María y padre putativo de Jesús, pertenecía a la estirpe de David, la tradición, recogida en los evangelios apócrifos nos señala que María también era del linaje de David.

Esta lectura es un ejemplo de lo que en días anteriores hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión. Y en María se hacen realidad todas las expectativas mesiánicas del pueblo judío; su “sí”, su “hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijo san Juan Pablo II: “Desde la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo anunciado por los profetas”.

Estamos a escasos días de la fecha. La liturgia nos ha llevado in crescendo hasta este momento en que nos encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de hacer inventario… ¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios?

La expectación del parto de la Bienaventurada Virgen María

Hoy celebramos la memoria litúrgica de la Expectación del parto de la Bienaventurada Virgen María, fecha en la que también comenzamos nuestras tradicionales misas de aguinaldo en expectación gozosa del nacimiento de nuestro Redentor. Te invitamos a ver este vídeo en el que te explicamos el origen y significado de esta festividad.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 16-12-21

“¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?”; “¿qué salisteis a ver?”; “¿qué salisteis a ver?”. 

Nietzsche dijo que sólo iba a creer en un Dios que pudiese bailar. Bailar es un signo de alegría, de gozo, de júbilo. El rey David “danzaba y giraba con todas sus fuerzas ante Yahvé, ceñido de un efod de lino (El efod o ephod es un vestido sacerdotal usado por los judíos; una de las vestiduras sacerdotales del Antiguo Testamento).” (2 Sam 6,14). El pasado domingo celebramos el “Domingo Gaudete (alégrate)”, una invitación a alegrarnos, porque el Señor viene.

Y en la primera lectura de hoy (Is 54,1-10), tomada del “segundo Isaías, o libro de la consolación, el profeta invita a su pueblo a hacer lo propio ante la promesa de Yahvé de que regresarían a su tierra y Jerusalén sería restaurada: “Exulta, estéril, que no dabas a luz; rompe a cantar, alégrate”… Hay que gritar de júbilo, porque el Señor “cambió el luto en danzas” (Sal 29).

Estamos a escasos ocho (8) días de la Nochebuena, esa noche mágica en que nace nuestro Señor y Salvador; el Señor que era, que es, y que será; ese Señor que está vivo, que es la Vida, que nos da la Vida; que viene constantemente a nosotros, pero cuya venida celebramos especialmente en la Navidad. Y por eso nos regocijamos, y cantamos, y bailamos, y sentimos ese “cosquilleo”, ese “no-sé-qué” en todo nuestro ser.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el Adviento tiene también una dimensión escatológica, del final de los tiempos, que nos invita a esperar con alegría esa segunda venida de Jesús, cuando regrese a cerrar la historia para que podamos disfrutar de su presencia por toda la eternidad (Ap 22,4-5).

Los evangelios, por su parte, nos muestran a un Jesús alegre, que disfruta la compañía de sus amigos en las fiestas (Jn 2,1-12; 12,2). Por eso nuestra Iglesia es alegre; alegría que solo puede venir del Amor; de sabernos amados incondicionalmente por un Padre siempre dispuesto a perdonarnos (cfr. Lc 15,11-32) que celebra una fiesta cuando nos tornamos a Él.

En la lectura evangélica de hoy (Lc 7,24-30), continuación de la de ayer, Jesús nos pregunta tres veces: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?”; “¿qué salisteis a ver?”; “¿qué salisteis a ver?”. Tal parece que estuviera preguntándonos cómo estamos viviendo nuestro Adviento. ¿Qué salimos a ver? ¿Las luces de colores? ¿Los arbolitos de navidad? ¿Los pesebres? ¿Las decoraciones navideñas de casas y comercios? ¿En serio creemos que vamos a encontrar allí a Jesús?…

Si salimos a ver esas cosas no vamos a encontrar a Jesús, al igual que aquellos que salieron a ver un hombre “vestido con ropas finas”, y lo único que vieron fue un hombre vestido con piel de camello (Juan el Bautista) y por eso no lo reconocieron.

Para encontrar a Jesús tenemos que liberarnos de las luces de colores, del consumismo que caracteriza la Navidad, y salir al encuentro de los pobres y humildes. Solo allí encontraremos ese Amor que llena nuestro corazón de regocijo, que nos hace exultar y alegrarnos. Entonces podremos decir (dar testimonio) a todo el que se cruce en nuestro camino lo que Andrés le dijo a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41).

¡De eso se trata el Adviento; de eso de trata la Navidad!

Hoy celebramos la festividad de la Expectación del parto de la Bienaventurada Virgen María. Te invitamos a ver nuestro vídeo sobre esta hermosa fiesta en nuestro canal de YouTube, De la Mano de María TV

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 13-12-21

“Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto”.

En la primera lectura para hoy (Núm 24,2-7.15-17a) encontramos un anuncio temprano de la venida del futuro Mesías. Lo curioso del caso es que el anuncio viene de un pagano, Balaán, “vidente” a quien el rey de Moab había encargado  maldecir al pueblo de Israel, que tenía intenciones de atravesar su territorio, ya a finales del Éxodo, luego de cuarenta años de marcha a través del desierto de Sinaí.

No podemos perder de vista que el éxodo es el resultado de la primera vez que Dios decide “intervenir” en la historia y tomar partido con su pueblo que vivía esclavizado en Egipto. Por tanto, no podía permanecer con los brazos cruzados. Ante las pretensiones del rey moabita, Dios “toca el corazón” del vidente pagano, quien lejos de maldecir, bendice al pueblo de Israel y profetiza el futuro mesiánico, que vendrá, no solo para el pueblo de Israel, sino para todo el mundo. Inicialmente esta profecía se entendió cumplida en la persona del rey David, pero más adelante se interpretó por el pueblo, y los primeros cristianos, que se refería al Mesías esperado.

Hemos dicho que el tiempo de Adviento es tiempo de preparación, de espera, de anticipación, de encaminarse hacia… Dios viene al encuentro de todos los que le esperan, pero no se impone a nadie. Él “toca a la puerta”, pero no nos obliga a recibirle. Se trata de un acto de fe. El que no quiere creer no va a aceptar ningún argumento, explicación ni evidencia, por más contundente que sea. Así, quien no quiere dejarse convencer por la persona y las palabras de Jesús, tampoco podrá serlo por ninguna discusión.

Ese es el caso que nos presenta la lectura evangélica de hoy (Mt 21,23-27). Luego de echar a los mercaderes del Templo, Jesús continúa moviéndose en sus alrededores y, estando allí, se le acercan unos sumos sacerdotes y ancianos para cuestionarle con qué autoridad les había echado: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?”.

Jesús les responde con otra pregunta: “Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?”. Ellos saben que no importa cómo contesten van a quedar en evidencia, pues si dicen que del cielo, quedan como no-creyentes, y si dicen que de los hombres, se ganan el desprecio del pueblo que tiene a Juan como un gran profeta, lo que en aquellos tiempos podía acarrearles incluso el linchamiento por blasfemos. Ante esa disyuntiva prefieren pasar por ignorantes: “No sabemos”. A lo que Jesús replicó: “Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”.

La réplica de Jesús había sido una invitación a recapacitar; más aún, una invitación a la conversión. Aquellos miembros del consejo se negaban a reconocer que Juan había sido enviado para allanar el camino para la llegada del Mesías: Jesús de Nazaret. Por eso se niegan a reconocer (o les resulta conveniente ignorar) el nuevo tiempo de salvación inaugurado con Jesús.

Hoy día no es diferente. Jesús se nos presenta como nuestro Salvador. Y el Adviento es buen tiempo para recapacitar, para la conversión. Solo así podremos reconocerle y aceptar su mensaje de salvación.

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE ADVIENTO (C) 12-12-21

Se le llama a ese tercer domingo de Adviento Gaudete que literalmente quiere decir “alégrense”, o “regocíjense”.

La liturgia de hoy reboza de alegría; el tipo de alegría que se contagia. Comenzamos esta tercera semana de Adviento encendiendo la vela rosada como símbolo de alegría. Por eso se le llama a ese tercer domingo de Adviento Gaudete que literalmente quiere decir “alégrense”, o “regocíjense”. La primera lectura (So 3,14-18a), al igual que el Salmo (Is 12,2-3.4bed.5-6) y la segunda lectura (Fil 4,4-7), nos transmiten ese gozo. “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén” (So 3,14).

El pasado domingo el Evangelio nos presentaba a Juan el Bautista predicar un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. En la lectura evangélica de hoy (Lc 3,10-18) Juan concretiza esa conversión en unas conductas específicas. Esto motivado por las preguntas: “¿Entonces, qué hacemos?” y “Maestro, ¿qué hacemos nosotros?”

Juan contestó la pregunta a la gente en términos generales: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”. También a unos publicanos: “No exijáis más de lo establecido”. En ocasiones anteriores hemos dicho cómo los publicanos eran tal vez los judíos más odiados por el pueblo pues, tras de cobrar impuestos para el imperio opresor, cobraban otro tanto de más para ellos. Finalmente contesta la pregunta a unos militares: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga”.

El pueblo intuía la llegada inminente de los tiempos mesiánicos tan esperados por el pueblo. La austeridad y la sabiduría de Juan los confunde y comienzan a preguntarse si no sería Juan el Mesías. La contestación de Juan no se hizo esperar: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Palabras poderosas y llenas de promesa, precedidas de una muestra de humildad absoluta que solo puede venir de un contacto, una relación estrecha con Dios que le hace reconocerlo en la persona de Jesús.

No podemos olvidar que Juan sintió la presencia del Espíritu con toda su fuerza cuando aún estaba en el vientre de su madre Isabel, al recibir la visita de la “llena de gracia”. Isabel fue la primera en recibir en su casa al Salvador, cuando este todavía se encontraba en el vientre de María. Y esa visita provocó que Isabel se llenara del Espíritu Santo (Lc 1, 41) y, con ella, la criatura que llevaba en su vientre. Estoy convencido que esa infusión de Espíritu marcó la vida de Juan para siempre con las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.

“No merezco desatarle la correa de sus sandalias”. En el mundo de la época desatar las sandalias era tarea de esclavos. Ante la presencia del Mesías, Juan reconoce su pequeñez, se declara sencillamente sin derechos. Durante su gestación en el vientre de Isabel, al recibir la visita de la “esclava del Señor” (Lc 1,38), Juan se “contagió” de la gracia de María, esa gracia que nos hace comprender que la verdadera libertad, la verdadera grandeza, está en hacerse “esclavo” del Señor.

Y desde ese momento Juan comenzó a vivir su Adviento. Adviento que culminaría al bautizar a Jesús en el Jordán y serle revelado por el Espíritu que ese era el Hijo de Dios, lo que le hizo exclamar lleno de júbilo ante todos al encontrase más tarde con Jesús: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,24-34).

Y tú, ¿te has encontrado con Jesús? ¿Estás dispuesto a confesar tu fe en Él ante todos como lo hizo Juan? Todavía nos quedan trece días para el nacimiento del Niño Dios en el pesebre, en nuestros corazones. Aún estamos a tiempo para “preparar el camino del Señor, allanar sus senderos” (Lc 3, 4), y recibirle con los brazos abiertos. Anda, ¡anímate!… ¡alégrate! Él está esperando.

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO (C) 05-12-21

“Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”.

La liturgia continúa su recorrido por el Adviento y nos hallamos en el segundo domingo. La liturgia para el primer domingo nos traía como tema principal la espera de la segunda venida del Señor, el “mañana”, el sentido escatológico del Adviento. Por eso la liturgia nos invitaba a estar “vigilantes”, en espera.

En esta segunda semana el tema de las lecturas es la venida del Señor en el tiempo presente, el “hoy”. La liturgia de este domingo nos invita a la conversión, que es la nota predominante de la predicación de Juan el Bautista en el Evangelio que leemos hoy (Lc 3,1-6) y se proyectará hasta la tercera semana de Adviento. Durante esta semana la liturgia nos exhorta a reflexionar sobre las palabras de Juan: “Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”, porque Jesús llega. Lucas nos quiere dejar saber que la actividad de Juan es el cumplimiento de la profecía de Isaías, y para eso echa mano de un texto del profeta (40,3-5): “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios”.

Y, ¿qué mejor manera de “preparar el camino” que buscando reconciliarnos con el Señor? En aquél entonces Juan predicaba un “bautismo de conversión para perdón de los pecados” como preparación para la llegada del Salvador. Hoy, durante esta segunda semana de Adviento, la Iglesia nos invita a acudir al sacramento de la reconciliación, que nos reconcilia con Dios y nos devuelve la amistad que habíamos perdido por el pecado. De este modo, cuando llegue la Navidad, estaremos en posición de unirnos sacramentalmente con Jesús y nuestros hermanos en la Eucaristía, del mismo modo que los discípulos de Juan Bautista estuvieron en disposición de recibir y aceptar a Jesús cuando se hizo entre ellos.

Durante esta semana podemos buscar en los diferentes templos que tenemos cerca, los horarios de confesiones disponibles, para que cuando llegue la Navidad, estemos bien preparados interiormente, uniéndonos a Jesús y a nuestros hermanos en la Eucaristía. No dejemos pasar esta oportunidad que se nos brinda. El momento es AHORA. Créeme, no te vas a arrepentir. Entonces sentiremos el bálsamo sanador de la Misericordia de Dios y podremos decir con el salmista: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares… El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres…”

“Oh Dios, Padre nuestro: Ahora en nuestro tiempo sabemos cómo perforar montañas, y nivelar colinas para construir autopistas, pero hemos perdido el camino que nos lleva al corazón de los otros y hacia ti. Que tu Hijo venga a nosotros para hacernos lo bastante creativos y audaces para construir avenidas de justicia y amor que nos hagan encontrarnos los unos a los otros y encontrarte a ti, nuestro Dios vivo. Te lo pedimos en el nombre de aquél a quien esperamos y que nos espera, Jesucristo nuestro Señor” (Oración Colecta).