Como todos los años, ahora que estamos en el umbral del Adviento, quiero compartir con ustedes esta hermosa oración que llegó a mis manos hace muchos años…
A NUESTRA SEÑORA DEL ADVIENTO
Señora del Adviento, señora de los brazos vacíos,
señora de la preñez.
Cuánto deseamos que camines con nosotros.
Cuánto necesitamos de ti.
Mujer del pueblo que viajas presurosa y alegre a servir
a Isabel, a pesar de tu vientre pesado y fatigoso.
Entre las dos tejeréis esperanzas y sueños.
Señora del Adviento, señora de los brazos vacíos,
también nosotros estamos preñados de esperanzas y sueños.
Soñamos con que el canto de las aves no sea turbado.
Soñamos con nuestros niños sin temores,
durmiendo tranquilos al arrullo de un villancico.
Soñamos que nuestros viejos mueran
tranquilos y en paz murmurando una oración.
Soñamos con que algún día podremos volver a tener
sueños, utopías y esperanzas.
Señora del Adviento, visítanos como a tu prima.
Monta tu burrito y ven presurosa.
Nuestros corazones son pesebres
huecos y fríos donde hace falta que nazca tu hijo.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Is
25,6-10a) continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al
que todos serán invitados: “En aquel día preparará el Señor del universo para
todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín
de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados”. El mismo Jesús utilizaría
en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.
El profeta añade que en ese tiempo el Señor
“aniquilará la muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los
rostros”. Entonces todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien
esperábamos la salvación, y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa
salvación. De nuevo, esta lectura nos crea gran expectativa ante la inminente
llegada de los nuevos tiempos que el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia
entre nosotros. Tiempos de gozo y abundancia.
Del mismo modo, la lectura evangélica (Mt
15,29-37) nos muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él
acuden todos los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados,
sordomudos y muchos otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La
lectura nos dice que la gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones
milagrosas, sino porque esos portentos eran el signo más patente de la llegada
del Mesías. Así, la llegada del Mesías se convierte en una fiesta para todos
los que sufren (Cfr. Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el
sufrimiento y las lágrimas, para dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa,
derrama sobre todos su Santo Espíritu que se manifiesta como una estela de
alegría que deja tras de si.
¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de
los tiempos. No hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes
y unos pocos peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión
de Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos
del Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el
hambre de aquella multitud.
No obstante, si miramos a nuestro alrededor,
nos percatamos que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo
Testamento, especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia.
El Reino está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días
hablábamos del sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda
venida de Jesús que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se
establecerá definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese
sentido, el Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al
que le daban los primeros cristianos.
Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre,
como aquella muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se
encontró en el reparto fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las
necesidades de los demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía
los panes y los peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con
su generosidad propició el milagro.
En este tiempo de Adviento, compartamos
nuestro “pan”, material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del
Amor de Jesús, y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).
Comenzamos la primera semana de Adviento con
una lectura de esperanza tomada del libro del profeta Isaías (2,1-5). Nos
refiere a ese momento en que todos los pueblos, judíos y gentiles, pondrán su
mirada en Jerusalén, en el monte Sión, que brillará como un faro en medio de la
oscuridad y los atraerá hacia ella, “porque de Sión saldrá la ley, de
Jerusalén, la palabra del Señor”. Y entonces reinará la paz: “De las espadas
forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra
pueblo, no se adiestrarán para la guerra”.
Y como todas las lecturas escatológicas, nos
remite al final de los tiempos y nos brinda un mensaje de esperanza. ¿Qué final
de los tiempos? ¿El “fin del mundo”, o el fin de la “antigua alianza”? Como
siempre, hay una “zona gris” en la cual ambos “finales” se confunden. Lo
importante es que, como quiera que lo consideremos, el mensaje es uno de
esperanza, de salvación, para aquellos que fijen su mirada en el Señor.
El Evangelio (Mt 8,5-11), por su parte, forma
parte de ese grupo de Evangelios, sacados de varios evangelistas, que han sido
escogidos para este tiempo porque nos pintan un cuadro de esa “espera” en la
que todos estamos inmersos, y que se percibe más marcada en este tiempo del
Adviento.
El pasaje que recoge el relato evangélico de
hoy es el de la curación del criado del centurión. Cabe resaltar que no fue
Jesús quien le llamó; fue él quien se le acercó tan pronto Jesús entró en
Cafarnaún, en donde Jesús vivió durante su vida pública. Resulta obvio que este
hombre, un pagano, oficial del ejército opresor, odiado por todos, se
encontraba en espera de Jesús. Tenía la certeza de que Jesús habría de venir y podía
curar a su criado. Más aún, tenía la certeza de que Jesús poseía el poder de
curarlo sin tener que estar a su lado, sin tener que verlo. Por eso le
esperaba, y lo hacía con esa “anticipación” del que espera algo maravilloso, lo
que lleva a Jesús a decirle: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en
nadie tanta fe”. El Adviento es un tiempo especial de gracia para todos. Ya se
respira en el ambiente ese “algo” que no podemos describir y que llamamos con
varios nombres, y que no es otra cosa que un anuncio de esperanza, confianza y
fe en Dios; ese Dios que viene para todos, los de “cerca” y los de “lejos”, los
pobres y los ricos, los tristes y los alegres, para traernos su regalo de
salvación. Y la espera de ese evento nos causa excitación, nos llena de gozo.
En estos tiempos tan difíciles que estamos
viviendo hay mucha gente desorientada, deprimida, ansiosa, desesperanzada.
Personas que no han tenido la oportunidad de encontrarse con Jesús, pero que
tienen buenos sentimientos, como el centurión. Tan solo hay que esperar;
esperar con fe.
En este tiempo de Adviento, roguemos al Señor
que nos conceda el espíritu de espera y la fe del centurión, para reconocerle y
recibirle en nuestros corazones. Pidamos también ese don de manera especial
para aquellos que se encuentran alejados, de manera que cuando se cante el Gloria
en la Misa de Gallo, todos podamos decir al unísono: “¡Es Navidad!”
El tiempo litúrgico de Adviento abarca los cuatro domingos anteriores al 25 de diciembre, y las lecturas que nos brinda la liturgia para estos cuatro domingos nos llevan de la mano progresivamente desde la espera de la segunda venida del Señor, el tiempo presente, hasta el anuncio del nacimiento del Niño Dios, culminando en la Navidad. Hagamos un breve recorrido por la liturgia de este tiempo tan especial de Adviento que acabamos de comenzar.
El primer domingo, que celebramos hoy, comienza con la espera de la segunda venida del Señor. Es el domingo de la VIGILANCIA. Durante esta primera semana las lecturas bíblicas y la predicación son una invitación con las palabras del evangelio: “Velen y estén preparados, que no saben cuándo llegará el momento”.
Es importante que, como familia, nos hagamos un propósito que nos permita avanzar en el camino hacia la Navidad. ¿Qué les parece si nos proponemos revisar nuestras relaciones familiares? Como resultado deberemos buscar el perdón de quienes hemos ofendido y darlo a quienes nos hayan ofendido para comenzar el Adviento viviendo en un ambiente de armonía y amor familiar. Desde luego, esto deberá ser extensivo también a los demás grupos de personas con los que nos relacionamos diariamente, como la escuela, el trabajo, los vecinos, etc.
La segunda y tercera semanas continúan con la venida del Señor en el tiempo presente; el HOY.
La palabra clave para el segundo domingo es CONVERSIÓN, y tiene como nota predominante la predicación de Juan el Bautista. Durante la segunda semana, la liturgia nos invita a reflexionar con la exhortación del profeta Juan el Bautista: “Preparen el camino, Jesús llega” y, ¿qué mejor manera de prepararlo que buscando ahora la reconciliación con Dios?
En la primera semana buscamos la reconciliación con nuestro prójimo, nuestros hermanos. Ahora el llamado es a la reconciliación con Dios. Por eso la Iglesia y la predicación nos invitan a acudir al sacramento de la Reconciliación, que nos devuelve la amistad con Dios que habíamos perdido por el pecado. Esta semana nos presenta una magnífica oportunidad para averiguar los horarios de confesiones en los diferentes templos cercanos a nosotros, de manera que cuando llegue la Navidad estemos preparados para unirnos a Jesús y a nuestros hermanos en la Comunión sacramental.
El tercer domingo se nos presenta como el domingo del TESTIMONIO. Y la figura clave es María, la Madre del Señor, que da testimonio sirviendo y ayudando al prójimo. Por eso la liturgia nos invita a recordar la figura de María, que se prepara para ser la madre de Jesús y que además está dispuesta a ayudar y servir a quien la necesita. El evangelio nos relata la visita de la Virgen a su prima Isabel y nos invita a repetir como ella: “¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?”
Sabemos que María está siempre acompañando a sus hijos en la Iglesia, por lo que nos disponemos a vivir esta tercera semana de Adviento, meditando acerca del papel que la Virgen María desempeñó. Se nos propone que fomentemos la devoción a María, rezando el Santo Rosario en familia.
A partir de la cuarta semana, la liturgia se orienta hacia la venida “en carne” del Señor, su nacimiento en Belén; el “ayer”. Es tiempo de espera activa, esperanza, anticipación…
Así, el cuarto domingo es el domingo del ANUNCIO del nacimiento de Jesús hecho a José y a María. Las lecturas bíblicas y la predicación dirigen su mirada a la disposición de la Virgen María ante el anuncio del nacimiento de su Hijo, y nos invitan a “aprender de María y aceptar a cristo que es la luz del mundo”. Como ya está tan próxima la Navidad, nos hemos reconciliado con Dios y con nuestros hermanos; ahora nos queda solamente esperar la gran Fiesta. Como familia debemos vivir la armonía, la fraternidad y la alegría que esta cercana celebración representa.
La liturgia nos ayuda a recordar que esta celebración manifiesta cómo todo el tiempo gira alrededor de Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre; Cristo el Señor del tiempo y de la historia.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
Estamos ya en las postrimerías del tiempo
ordinario. Mañana en la noche, con las vísperas del primer domingo de Adviento,
comenzamos el nuevo año litúrgico. La primera lectura de hoy (Dn 7,2-14),
continúa presentándonos visiones apocalípticas, pero esta vez es Daniel quien
tiene la visión. Antes de ayer leíamos la visión del rey Nabucodonosor sobre
una estatua compuesta de cuatro metales, representando cuatro imperios. Hoy
Daniel tiene una visión, típica del género apocalíptico en la que aparecen
cuatro “fieras”, que simbolizan también los cuatro imperios sucesivos, el
babilonio, el persa, el medo y el griego.
Pero lo verdaderamente importante de la visión
es el final. En medio de una visión del trono de Dios con todos los seres
aclamándole, Daniel dice que: “Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir
en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se
presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y
lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.
Esta lectura nos presenta el Reinado eterno de Dios que ha de concretizarse al
final de los tiempos, reino que “no pasa”.
Es en este pasaje donde se utiliza por primera
vez la frase “Hijo de hombre” que Jesús se aplicará a sí mismo, frase que
encontramos unas ochenta veces en los evangelios para referirse a Jesús. Ese Hijo
de hombre a quien toda la creación alaba y bendice, como nos dicen los
versos del “cántico de los tres jóvenes”, tomado del mismo libro de Daniel (3,75.76.77.78.79.80.81)
que nos presenta la liturgia de hoy como Salmo.
La lectura evangélica (Lc 21,29-33) nos
refiere nuevamente a la segunda venida de Jesús en toda su gloria a instaurar
su Reino que “no pasará”. Pero primero nos invita a estar atentos a los “signos
de los tiempos” para que sepamos cuándo ha de ser. Como suele hacerlo, Jesús
echa mano de las experiencias cotidianas de sus contemporáneos, que conocen de
la agricultura: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan
brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.
Esa figura de los árboles que “echan brotes”,
nos apunta a la primavera, que anuncia un “nuevo comienzo”, el “nuevo tiempo”
que ha de representar el Reinado definitivo de Dios, la “nueva Jerusalén” del final
de los tiempos. Ese Reino que Jesús inauguró hace casi dos mil años y que la
Iglesia, pueblo de Dios, continúa madurando, como los brotes de los árboles en
primavera, hasta que florezca y alcance su plenitud.
Muchos imperios, reinados, gobiernos,
ideologías, ha surgido y desaparecido. Pero la Palabra se mantiene incólume a
lo largo de la historia. Y la Iglesia (nosotros) está encargada de asegurarse
que esa Palabra siga floreciendo para que la salvación alcance a todos. “El
cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.
Estamos a escasas horas del Adviento, y la
liturgia de ese tiempo especial nos invita a estar atentos a esa segunda venida
de Jesús y al nacimiento del Niño Dios, no solo en Belén, sino en nuestros
corazones. Solo así podremos convertirnos en la savia que hace brotar las
flores de la salvación en el árbol de la Iglesia.
Hoy es el trigésimo cuarto y último domingo del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; fiesta que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.
Todas las lecturas que nos propone la liturgia
para hoy (Dn 7,13-14; Sal 92, 1ab.1c-2-5); Ap 1,5-8; y Jn 18,33b-37) nos
apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a
esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación
de su Reino por toda la eternidad.
La primera lectura, tomada de la profecía de
Daniel, de género apocalíptico, nos presenta la figura de un “hijo de hombre”,
refiriéndose a ese misterio del Dios humanado, el Dios-con-nosotros, que es la
persona de Jesús con su doble naturaleza, divina y humana: “Le dieron poder
real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio
es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.
La lectura del libro del Apocalipsis nos
reitera el señorío de Jesucristo, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Pero
a la misma vez lo presenta como “el testigo fiel” que, como decíamos ayer, es
sinónimo de “mártir”, lo que nos apunta hacia la verdadera fuente se su poder:
el Amor. “Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre,
nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la
gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Juan utiliza el mismo lenguaje
de Daniel al describir la visión de Jesús que “viene en las nubes”, añadiendo
que cuando Él venga reinará sobre todos, incluyendo a “los que lo atravesaron”
(Cfr. Jn 19,37), que tendrán que
verlo llegar en toda su gloria. La lectura cierra con una proclamación solemne
por parte del Dios Trino: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y
el que viene, el Todopoderoso”, el principio y el fin de la historia.
De ambas lecturas surge claramente que el
Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino
que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera.
Jesús lo reitera al comparecer ante Pilato en el pasaje evangélico que
contemplamos hoy: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este
mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos.
Pero mi reino no es de aquí”. Más adelante Jesús añade: “Soy rey. Yo para esto
he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. En
ocasiones anteriores hemos dicho que el término “verdad”, según utilizado en
las Sagradas Escrituras, se refiere a la fidelidad del Amor de Dios.
El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero
se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva
al final de los tiempos, cuando el demonio, el pecado, el dolor y la muerte
hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y
llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de
los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué
promesa!
Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él
mismo vendrá a tu encuentro.
Continuamos el tiempo de Navidad, que nos
llevará hasta la Fiesta de la Epifanía. La liturgia de esta semana está
dominada por san Juan apóstol y evangelista (primera y segunda lecturas).
Durante todo el Adviento estuvimos
preparándonos, anticipando la llegada del Salvador, a quien hemos encontrado en
la Navidad; Emmanuel, “Dios-con-nosotros”. En la primera lectura (1 Jn
2,22-28), Juan nos hace un llamado a no alejarnos de ese Dios que ha “acampado”
entre nosotros. Nos exhorta a acampar en Él como Él lo ha hecho entre nosotros.
Y el verbo que resuena a lo largo de toda la lectura es “permanecer”. La
invitación de Juan es a que permanezcamos en Él (que es uno con el Padre), en Su
palabra, en Su “unción”. De ese modo no nos dejaremos engañar por los
“anticristos”, y seremos acreedores de Su promesa de vida eterna. Juan llama
anticristos a todos los que no creen que Jesús es el Mesías enviado por Dios
que ha asumido nuestra carne mediante el misterio de la Encarnación.
El llamado de Juan es apropiado para esta
época en que todavía estamos celebrando la Navidad y el comienzo de un nuevo
año calendario. Si esa alegría desparece junto a los árboles de Navidad, las
guirnaldas, las bombillas de colores, y los Belenes, lo que tuvimos fue una
“ilusión” de Navidad, quiere decir que Jesús no nació en nuestros corazones.
Si, por el contrario, la Navidad continúa dentro de nosotros durante todo el
año, Dios obrará maravillas en nuestras vidas. Y esas maravillas no
necesariamente se reflejarán en milagros espectaculares. El verdadero milagro
será nuestra forma de enfrentar la vida cotidiana y los retos que esta nos
lanza, con la certeza de que Dios habita en nosotros y nosotros en Él.
En la segunda lectura retomamos el Evangelio
según san Juan (1,19-28) con el testimonio de Juan el Bautista. Todos estaban
deseosos de la llegada del Mesías y se preguntaban si Juan lo sería. Veían en
Juan una actitud diferente; hablaba con la autoridad que proporciona el “creer”
lo que se dice. Así, Juan se convierte en la “voz” de la Palabra. Entre la
multitud anónima había un grupo de fariseos, quienes ante la negativa de Juan
sobre su identidad con el Mesías, le preguntan que por qué bautiza. Juan no
entra en discusiones sobre su bautismo, y se limita a señalar: “Yo bautizo con
agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y
al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”.
“En medio de ustedes hay uno que no conocen”.
Dios está entre nosotros todos los días de nuestra vida, pero no lo reconocemos
(Cfr. Mt 25,40). Si la Navidad no fue
para nosotros una celebración fugaz, sino una experiencia que ha de permanecer
en nuestros corazones a lo largo del año que comienza, nos convertiremos, al
igual que Juan Bautista, en testigos de Jesús, en la “voz” de la Palabra hecha
carne. Y al igual que Juan, allanaremos el camino para que otros lo conozcan y
reciba en sus corazones. Así, todo el año será Navidad…
El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la
primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de
Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la
voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan
medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu
Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una
palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase
nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión”
(metanoia), que literalmente se
refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en
que andaba y tomar otra dirección.
Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el
llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan Bautista, otra
de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo
monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la
tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)
El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta
a un Jesús misericordioso que se apiada ante
el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría
todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el
Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. Tercer misterio luminoso del
Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se
compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que
no tienen pastor”.
Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se
comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya
a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del Reino.
Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor
misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que
necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores
a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no
se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos
ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el
reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.
“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que
el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se salven, esa es
su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos que experimentar
nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un
arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una
transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de
nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos,
iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a
nuestros hermanos y lograr su conversión.
En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que
derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Is 25,6-10a)
continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al que
todos serán invitados: “En aquel día preparará el Señor del universo para todos
los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de
vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados”. El mismo Jesús utilizaría
en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.
El profeta añade que en ese tiempo el Señor “aniquilará la
muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. Entonces
todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien esperábamos la salvación,
y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa salvación. De nuevo, esta lectura
nos crea gran expectativa ante la inminente llegada de los nuevos tiempos que
el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia entre nosotros. Tiempos de gozo y
abundancia.
Del mismo modo, la lectura evangélica (Mt 15,29-37) nos
muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él acuden todos
los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos
otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La lectura nos dice que la
gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones milagrosas, sino porque esos
portentos eran el signo más patente de la llegada del Mesías. Así, la llegada
del Mesías en se convierte en una fiesta para todos los que sufren (Cfr.
Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el sufrimiento y las lágrimas, para
dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa, derrama sobre todos su Santo
Espíritu que se manifiesta como una estela de alegría que deja tras de si.
¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de los tiempos. No
hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes y unos pocos
peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión de
Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos del
Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el hambre de
aquella multitud.
No obstante, si miramos a nuestro alrededor, nos percatamos
que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo Testamento,
especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia. El Reino
está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días hablábamos del
sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda venida de Jesús
que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se establecerá
definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese sentido, el
Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al que le daban
los primeros cristianos.
Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre, como aquella
muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se encontró en el reparto
fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las necesidades de los
demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía los panes y los
peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con su generosidad
propició el milagro.
En este tiempo de Adviento, compartamos nuestro “pan”,
material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del Amor de Jesús,
y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).