REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 17-06-22

“No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra”…

El pasado miércoles de la décima semana del tiempo ordinario, leíamos el pasaje en el que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos” (Mt 5,17-19).

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5, 38-42), Jesús continúa su catequesis sobre la nueva interpretación de la Ley basada en el Amor. “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”.

Jesús está enfatizando la primacía de la Ley del Amor sobre la Ley del Talión (el “ojo por ojo y diente por diente”), nos está diciendo a nosotros, sus discípulos, que no debemos “pagar con la misma moneda”, que no debemos responder al mal con mal. Por el contrario, nos pide que respondamos con amor, que amemos a los que nos odian. Es un lenguaje duro y sumamente exigente.

Pero, ¡ojo! Tenemos que estar claros que no podemos tomar estos ejemplos que Jesús nos plantea en forma literal, pues se trata de una actitud interior, de corazón, que va más allá de la ley civil y de la justa defensa de nuestros derechos.

Lo que Jesús nos está diciendo es que el amor es la fuerza más poderosa del universo, pues proviene del mismo Dios, y que esa fuerza es la única capaz de superar el mal. La ley de los hombres busca restablecer el “equilibrio” en la sociedad, pero con eso no va eliminar la maldad del mundo. La única forma de superar el mal es con el “desequilibrio” del Amor, que es el mejor antídoto para la tendencia humana de caer en la venganza y en la tentación de combatir la violencia con la violencia.

¡Uf, qué difícil nos lo plantea Jesús! Difícil cuando lo vemos desde la perspectiva del mundo secular que nos llama a “dar a cada cual según se merece”, al éxito, al confort, a acumular posesiones, al egoísmo; la cultura del “yo”. Pero para el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha conocido su Amor, esa exhortación de parte de Jesús resulta fácil, y hasta lógica.

Cuando Dios se convierte en el centro de nuestras vidas, todo adquiere un nuevo significado al punto que todo lo demás lo estimamos “basura” (Cfr. Fil 8,8).

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Él te ha llamado por tu nombre y tan solo está esperando tu respuesta. Anda, ábrele la puerta. Y cuando te diga: “Sígueme”, no lo pienses; ¡síguelo! Créeme, no te arrepentirás.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 03-06-22

«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»

Ya en el umbral de Pentecostés, la liturgia nos propone como lectura evangélica (Jn 21,15-19) la conclusión del Evangelio según san Juan, que nos ha acompañado durante prácticamente toda la Pascua. Este pasaje constituye, junto a Mt 16,18 lo que tal vez sea el argumento bíblico más decisivo sobre el primado de Pedro en la Iglesia universal.

Jesús, en su infinita pero misteriosa sabiduría, ha escogido a uno de sus amigos íntimos para que “apaciente sus corderos”, “pastoree sus ovejas”. Sí, al mismo Pedro que, luego de haber asegurado que estaba dispuesto a dar su vida por Él (Jn 13,37), había terminado negándolo tres veces (Mt 26,69-75). Mientras las multitudes seguían y aclamaban a Jesús, era fácil decir que estaba dispuesto a dar la vida por Él. Cuando se vieron rodeados de soldados y amenazados, ese entusiasmo se esfumó. Trato de imaginarme la angustia, la frustración, la vergüenza que sintió Pedro al recordar las palabras de Jesús cuando le dijo que antes de que cantara el gallo le habría negado tres veces.

Ahora se encuentran por última vez, luego del suceso traumático de la muerte de Jesús y su posterior resurrección. Ya todos comprendían lo que Jesús les había adelantado sobre su resurrección. Una vez más el ambiente es de sobremesa; acababan de consumir parte del producto de la pesca milagrosa, y Jesús y su amigo Pedro tienen un “aparte”, probablemente tomando un corto paseo a orillas del lago de Tiberíades. Jesús quiere confiarle a Pedro el rebaño que con tanto amor Él había juntado. Por eso el diálogo gira en torno al principal requisito que tiene que cumplir el que vaya a asumir semejante tarea: el amor.

Jesús conoce lo que hay en nuestros corazones, al punto que las palabras a veces pueden hasta tornarse en obstáculos. Pero aun así le pregunta tres veces (el mismo número de las negaciones): “¿me amas más que éstos?”; “¿me amas?”; “¿me quieres?”. Nos dice la escritura que a la tercera pregunta Pedro “se entristeció”. Probablemente recordó las negaciones, y también cuando su mirada se cruzó con la de Jesús en casa de Caifás. Jesús sabe que Pedro lo ama, pero quiere que Pedro esté seguro que le ama. Porque la labor que le va a encomendar es una de amor, pues solo el que ama “hasta que le duela”, al punto de dar la vida, puede predicar el amor. Todo eso está implícito en la última palabra: “Sígueme”.

Jesús le está confiando su más preciado tesoro, y le está pidiendo que ese mismo amor que le tiene a Él, lo demuestre en su entrega incondicional a ese “rebaño”. Después de todo, la misión de Pedro, junto a los demás discípulos, va a ser solo una: predicar el Amor a todo el mundo. Esa es también nuestra misión, y sobre esa gestión hemos de rendir cuentas. Como nos dijo san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

Consciente del alcance y significado de la pregunta, cierra los ojos, examina tu corazón y contesta la pregunta que Jesús te está haciendo: “¿me amas?”

REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DE PASCUA 22-05-22

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Con esas palabras de Jesús a sus discípulos comienza el pasaje evangélico (Jn 14,23-29) que nos brinda la liturgia para este sexto domingo de Pascua. Este pasaje forma parte del “discurso de despedida de Jesús”, que transcurre en la sobremesa de la versión de Juan de la última cena.

Durante esta despedida Jesús ha estado enfatizando en la identidad entre el Padre y Él. Hoy insiste nuevamente en esa identidad, mientras prepara a sus discípulos para su partida: “Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo”. Pero les asegura que no los dejará solos, asegurándoles que “el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.

Ya en otras ocasiones hemos dicho que el Espíritu Santo es el amor que se profesan mutuamente el Padre y el Hijo, que se derrama sobre nosotros inundándonos con ese Amor que es la esencia misma de Dios. Por eso donde habitan el Padre y el Hijo habita el Espíritu Santo. El pasaje comenzaba diciendo que si amamos a Jesús y guardamos su Palabra, el Padre también nos amará, y ambos “harán morada en nosotros”. Pensemos el grado de intimidad que implica esa relación en la cual el Padre y el Hijo cohabitan con nosotros. Y el Espíritu, que es el Amor que Ellos a su vez se profesan, inunda toda la morada, es decir, todo nuestro cuerpo y alma.

Es el Espíritu quien nos instruye y nos recuerda las enseñanzas de Jesús. Así, ha guiado a la Iglesia desde sus comienzos, como vemos en la primera lectura de hoy (Hc 15,1-2.22-29), que nos refiere al primer Concilio de la Iglesia, en Jerusalén, en donde vemos al Espíritu Santo actuando en los apóstoles, guiando los primeros pasos de la Iglesia naciente. Los apóstoles y presbíteros, dóciles al Espíritu Santo, se reúnen y comunican así su decisión a los de Antioquía: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”.

Anteriormente hemos señalado que el protagonista del libro de los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo; al punto que se le conoce como el “Evangelio del Espíritu Santo”. No hay duda, los apóstoles actuaban asistidos y guiados por El Espíritu Santo que recibieron por partida doble; primero durante la primera aparición de Jesús luego de su Resurrección (Jn 20,22), y posteriormente en Pentecostés, cuando recibieron una “sobredosis” de Espíritu.

Y todo se reduce a una palabra: Amor. Porque “el que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Y esa manifestación tiene nombre y apellido: “Espíritu Santo”.

Es Jesús quien te hace una invitación y un ofrecimiento. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR 15-04-22

“Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores”.

Hoy no se celebra la Santa Misa. En su lugar, a la “hora nona” (las tres de la tarde), se celebra la Pasión del Señor con la Liturgia de la Palabra y la Adoración de la Cruz. Luego de la Adoración de la Santa Cruz, se distribuye la comunión con el pan consagrado el día anterior durante la Misa de la Cena del Señor. Es día de ayuno y abstinencia. También en este día se meditan las “siete palabras” de Jesús en la cruz. El propósito es recordar la crucifixión de Jesús y acompañarlo en su sufrimiento.

La Liturgia de la Palabra para este día consta de la lectura del cuarto “Cántico del Siervo de Yahvé” (Is 52,13-53,12) – profecía del Mesías en su Misterio Pascual, el Salmo 30 (2.6.12-13.15-16.17.25) – con la invocación de Jesús en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”, el pasaje de la Carta a los Hebreos donde se proclama el sentido sacerdotal de la vida de Jesús y especialmente en la Pasión (Hb 4,14-16;5,7-9) y, finalmente, el relato de esta según san Juan (18,1–19,42).

La primera lectura, que a mí siempre me conmueve, no solo profetiza, sino que explica el verdadero sentido de la Pasión redentora de Jesús: “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién meditó en su destino?… El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación… Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores”.

Y todo fue por amor…

El salmo nos presenta la última de las siete palabras de Jesús en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. En la sexta palabra Jesús anuncia al Padre que la misión que Él le había encomendado estaba cumplida (Jn 19,30). Ahora reclina la cabeza sobre su pecho y, estando ya próximo el sábado, llegó la hora de descansar, como lo hizo el Padre al concluir la creación (Cfr. Gn 1,31.2,2).

No sé exactamente qué pasaría por su mente en esos momentos, pero prefiero creer que su último pensamiento humano fue para su Madre bendita. Eso le hizo recordar aquellas palabras que había aprendido de niño en el regazo de su Madre, las palabras con que todos los niños judíos encomendaban su alma a Dios al acostarse: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.

Señor, ayúdame a comprender y apreciar el sacrificio supremo de la Cruz, ofrecido por Ti inmerecidamente para nuestra salvación. Amén.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES SANTO 13-04-22

El confesionario está abierto… ¡Todavía estamos a tiempo!

Ya estamos en el umbral de la Pasión. Es Miércoles Santo. Mañana celebraremos la Misa vespertina “en la cena del Señor”, y pasado mañana será el Viernes Santo. El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia para hoy es precisamente la preparación de la cena, y la versión de Mateo de la traición de Judas (Mt 26,14-25). Pero el énfasis parece estar en la traición de Judas, pues comienza y termina con esta. Los preparativos y la cena parecen ser un telón de fondo para el drama de traición.

La lectura comienza así: “En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, se presentó a los sumos sacerdotes y les propuso: ‘¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?’ Ellos se ajustaron con él en treinta monedas (Mateo es el único que menciona la cantidad acordada de “treinta monedas” Marcos y Lucas solo mencionan “dinero”). Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo”.

La trama de la traición continúa desarrollándose durante la cena: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Luego sigue un intercambio entre Jesús y sus discípulos, que culmina con Judas preguntando: “¿Soy yo acaso, Maestro?”, a lo que Jesús respondió: “Tú lo has dicho”. Esto ocurría justo antes de la institución de la Eucaristía.

Siempre que escucho la historia de la traición de Judas, recuerdo mis días de infancia y adolescencia cuando en mi pueblo natal se celebraba la quema de una réplica de Judas. Era como si emprendiéndola contra Judas, el pueblo entero tratara de echarle a este toda la culpa por la muerte de Jesús; como si dijéramos: “Si yo hubiese estado allí, no lo hubiese permitido”.

La realidad es que la traición de Judas fue el último evento de una conspiración de los poderes ideológico-religiosos de su tiempo, que llevaban tiempo planificando la muerte de Jesús. La suerte de Jesús estaba echada. Judas fue un hombre débil de carácter que sucumbió ante la tentación y se convirtió en un “tonto útil” en manos de los poderosos.

Es fácil echarle culpa a otro; eso nos hace sentir bien, nos justifica. Pero se nos olvida que Jesús murió por los pecados de toda la humanidad, cometidos y por cometer. Eso nos incluye a todos, sin excepción. Todos apuntamos el dedo acusador contra Judas, pero, ¿y qué de Pedro? ¿Acaso no traicionó también a Jesús? ¡Ah, pero Pedro se arrepintió y siguió dirigiendo la Iglesia, mientras Judas se ahorcó! Esta aseveración suscita tres preguntas, que cada cual debe contestarse: ¿Creen ustedes que Dios dejó de amar a Judas a raíz de la traición? ¿Existe la posibilidad de que Judas se haya arrepentido en el último instante de su vida? De ser así, ¿puede Dios haberlo perdonado?

¿Y qué de los demás discípulos, quienes a la hora de la verdad lo abandonaron, dejándolo solo en la cruz?

No pretendo justificar a Judas. Tan solo quiero recalcar que él no fue el único que traicionó a Jesús, ni será el último. ¿Quiénes somos nosotros para juzgarlo? Hoy debemos preguntarnos: ¿Cuántas veces te he traicionado, Señor? ¿Cuáles han sido mis “treinta monedas”?

El confesionario está abierto… ¡Todavía estamos a tiempo!

REFLEXIÓN PARA EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA (C) 03-04-22

“Yo tampoco de condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

Hoy celebramos la liturgia correspondiente al quinto domingo de Cuaresma. El pasado domingo leíamos la parábola del hijo pródigo o, como se conoce también, la parábola del padre misericordioso (Lc 15, 1-3.11-32). En esa parábola se nos presentaba el amor de un padre que perdona a su hijo, quien se había marchado luego de pedirle a su parte de la herencia al padre (lo que equivalía a decirle que para él ya su padre estaba muerto), y habiendo malgastado la herencia regresa a su hogar.

La lectura evangélica que se nos presenta para hoy (Jn 8,1-11) también trata sobre el perdón, la misericordia, pero no es una parábola, es un episodio real en la vida de Jesús. El pasaje trata sobre una mujer que había sido sorprendida en adulterio y es traída delante de Jesús. No se trataba de una mera sospecha, la mujer había sido “sorprendida”.

Para comprender el episodio hay que ponerlo en contexto. Jesús estaba “enseñando” en el templo. En las lecturas de los días anteriores hemos visto cómo el malestar de los escribas, fariseos y sumos sacerdotes hacia la persona de Jesús había continuado creciendo. Por eso habían decidido “eliminarlo”. Y vieron en esta situación una oportunidad para acusarlo o, al menos, desacreditarle ante sus seguidores.

Por eso le dicen: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” Una pregunta “cargada”. Si contestaba que sí, echaba por tierra todo lo que había predicado sobre el amor y el perdón. Si contestaba que no, lo acusaban de violar la ley de Moisés. Por eso Jesús decide ignorarlos, mientras “inclinándose, escribía con el dedo en el suelo”. Me imagino la ira que esta actitud de Jesús despertó en ellos. Por eso insisten en su pregunta. Ante su insistencia, Jesús “se incorporó y les dijo: ‘El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra’.” Y continuó escribiendo en el suelo, mientras todos los que se disponían a lapidar la mujer fueron escabulléndose uno a uno, “empezando por los más viejos”, hasta que solo quedaron Jesús y la mujer.

Luego se suscita el diálogo entre Jesús y la mujer, que constata que todos sus acusadores se habían desaparecido sin condenarla. Entonces Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

A diferencia de los fariseos, que se creían superiores a los demás y estaban prestos a levantar el dedo acusador contra cualquiera que cometiera la más mínima transgresión a la ley, Jesús, el Verbo encarnado, libre de mancha de pecado, no nos juzga, no nos condena. Tan solo nos pide que no pequemos más. Se trata de la misericordia, de la manifestación más pura del amor. El amor de una madre…

En lo que resta de esta Cuaresma, hagamos un examen de conciencia. ¿Con cuanta facilidad juzgamos a nuestro prójimo? ¿Con cuánta facilidad le condenamos? Cuando juzgamos a los demás es porque nos creemos superiores a ellos; porque no tenemos de qué ser juzgados ni condenados.

“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra…”

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR 25-03-22

Gruta de la Anunciación, debajo del altar mayor de la Basílica de la Anunciación en Nazaret.

Hoy celebramos la Solemnidad de la Anunciación del Señor, ese hecho salvífico que puso en marcha la cadena de eventos que culminó en el Misterio Pascual de Jesús, selló la Nueva y definitiva Alianza, y abrió el camino para nuestra salvación. La Iglesia celebra esta Solemnidad el 25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento de Jesús.

La primera lectura que nos presenta la liturgia para esta celebración está tomada del profeta Isaías (7,10-14; 8,10), que termina diciendo: “Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”.

El Evangelio, tomado del relato de Lucas, nos brinda la narración tan hermosa del evangelista sobre el anuncio de la Encarnación de Jesús (1,26-38), uno de los pasajes más citados y comentados de las Sagradas Escrituras. No creo que haya un cristiano que no conozca ese pasaje.

Centraremos nuestra atención en el último versículo del mismo: “María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel”.

“Hágase”… No podemos encontrar otra palabra que exprese con mayor profundidad la fe de María. Es un abandonarse a la voluntad de Dios con la certeza que Él tiene para nosotros un plan que tal vez no comprendemos, pero que sabemos que tiene como finalidad nuestra salvación, pues esa es la voluntad de Dios. En la Anunciación, María, con su “hágase”, hizo posible el misterio de la Encarnación y dio paso a la plenitud de los tiempos y a nuestra redención. Así nos proporcionó el modelo a seguir para nuestra salvación.

Por eso podemos decir que “hágase” no es una palabra pasiva; por el contrario, es una palabra activa; es inclusive una palabra con fuerza creadora, la máxima expresión de la voluntad de Dios reflejada a lo largo de toda la historia de la salvación. Desde el Génesis, cuando dentro del caos inicial Yahvé dijo: “Hágase la luz” (Gn 1,2), hasta Getsemaní, cuando Jesús utilizó también la fuerza del “hágase” para culminar su sacrificio salvador: “Padre, si es posible aparta de mí esta copa; pero hágase tu voluntad y no la mía” (Lc 22,42).

El consentimiento de María a la propuesta del ángel, significado en su “hágase”, hizo posible que en ese momento se realizara sobre la tierra todo ese misterio de amor y misericordia predicho desde la caída del hombre (Gn 3,15), anunciado por los profetas, deseado por el pueblo de Israel, y anticipado por muchos (Mt 2,1-11).

Proyectando nuestra mirada hacia el Misterio Pascual, estoy seguro que la fuerza del “hágase” hizo posible que María se mantuviera erguida, con la cabeza en alto, al pie de la cruz en los momentos más difíciles. Asimismo, ese hágase de María al pie de la cruz, unido al de su Hijo, transformó las tinieblas del Gólgota en el glorioso amanecer de la Resurrección. Esa era la voluntad de Dios, y María lo comprendió, actuó de conformidad, y ocurrió.

¡Gracias, Mamá María!

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REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (C) 20-03-22

“Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”. Así finaliza el salmo responsorial de la liturgia para hoy (Sal 102).

La lectura evangélica de hoy nos presenta un pasaje compuesto de dos partes. La primera contiene una catequesis de Jesús sobre las desgracias que ocurren a diario en las que perecen varias personas y su relación con la retribución, y la segunda parte nos brinda la parábola de la higuera (Lc 13,1-9): “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’ Pero el viñador contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas’”.

En la primera parte Jesús hace ver que, contrario a la creencia de su época que toda desgracia era producto del pecado, todos estamos sujetos a morir repentinamente. Dios no puede desearnos mal, por eso Jesús deja claro que las muertes que se reseñan no son “castigo de Dios”. Pero termina con un llamado a la conversión y una advertencia: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.

La parábola nos presenta la misericordia divina (representada en la persona del viñador), y la urgencia de escuchar el llamado a la conversión. La parábola nos recuerda que esas muertes repentinas que vemos a nuestro alrededor deben provocar un proceso de introspección en nosotros. No sabemos el día ni la hora. Nuestro tiempo es finito y debemos aprovecharlo.

El día de nuestro bautismo el Espíritu Santo plantó en nosotros tres semillas: la fe, la esperanza y la caridad. Y desde ese momento el Señor está esperando que den fruto. Dios se nos presenta como el Dios de la paciencia. Él no castiga; Él espera, como el viñador (“déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”). Nos allana el camino a la conversión y nos invita a seguirle. Pero no sabemos cuándo llegará nuestra hora. Y si para entonces no hemos dado fruto…

Dios es un Dios de amor y misericordia; es infinitamente paciente, nos da una y otra, y otra oportunidad (conoce nuestra débil naturaleza y nuestra inclinación al pecado). Pero también es un Dios justo.

Esta Cuaresma nos ofrece “otra oportunidad” de conversión (Él no se cansa). No sabemos si el Viñador ya le dijo al Dueño: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 11-03-22

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.

El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.

Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud” (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.

Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.

La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, a sabiendas de van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.

El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.

“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.

Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.

Señor, durante esta Cuaresma y durante todo el año, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.