REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 02-03-16

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El pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Esa plenitud la encontramos en la Ley del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama, el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma de vida.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar como Cristo me ama?

La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos, el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12). Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos. Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).

El Concilio Vaticano II, convocado por san Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico” para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad de un nuevo ejercicio de aggiornamento en la Iglesia.

Recientemente ese mismo Espíritu nos regaló la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus promesas (Cfr. Mt 28,20).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 18-01-16

Banquete de Bodas Mt 12,1-14

El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy (Mc 2,18-22), es el paralelo del que leyéramos el 13er sábado del Tiempo Ordinario el año pasado (Mt 9,14-17), y contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús: “Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”. Es la primera vez que Jesús hace alusión su muerte, pero sus discípulos no lo captan.

Junto con el anuncio, Jesús recalca la novedad de su mensaje, que había resumido en el sermón de la montaña, recogido en el capítulo 5 de Mateo. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada (5,17). Por tanto, hay que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la ley del Amor. Es una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre viejo para revestirse del hombre nuevo de que nos habla san Pablo (Ef 4,22-24). En fin, se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios y con nuestro prójimo. No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado.

Este anuncio está implícito en la utilización por parte de Jesús de la figura del “novio” cuando los fariseos le cuestionan por qué sus discípulos no ayunan. De su contestación se desprende que sus discípulos no ayunan porque no tienen nada que esperar, ya que los tiempos mesiánicos han llegado, no tienen que hacer penitencia para la llegada de un Mesías que ellos ya le han encontrado.

Por eso Jesús nos dice que no se echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan. Este simbolismo del “vino nuevo” junto con la figura del “novio” lo veíamos también ayer en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su poder, nos brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que simboliza la novedad de su mensaje, que no es otra cosa que el Amor.

El problema es que nosotros muchas veces pretendemos aplicar nuestros propios criterios, nuestros viejos paradigmas al mensaje de Jesús. Queremos abrazarlo, recibirlo, pero no estamos dispuestos a vivir en forma radical la ley del Amor, no estamos dispuestos a amar y perdonar a todos, especialmente a los que más nos han herido, no estamos dispuestos a abrazar la cruz… “Si alguien quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24). Uf, ¡qué difícil!

Hoy, pidámosle al Padre que nos ayude a despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.

Que pasen todos una hermosa  semana, y no olviden visitar la Casa del Padre al menos una vez a la semana y, de ser posible, más de una vez. De paso, dejen a la entrada del templo sus “odres viejos”, y acepten el “odre nuevo” que allí se les ofrece… ¡Es gratis!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOTERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 04-07-15

“¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? “

El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy (Mt 9,14-17), contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús en el evangelio según san Mateo: “Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán” (9,15). Es la primera vez que Jesús hace alusión su muerte, pero sus discípulos no lo captan.

Este anuncio se da en el contexto de la respuesta de Jesús a la crítica que se le hace porque sus discípulos ayunaban. Siempre se les veía contentos, en ánimo de fiesta. Esa conducta resultaba escandalosa para los discípulos de Juan y de los fariseos, a quienes sus maestros les imponían un régimen estricto de penitencia y austeridad.

La respuesta de Jesús comienza ubicando a sus discípulos en un ambiente de fiesta: una boda, y se compara a sí mismo con el novio, y a sus discípulos con los amigos del novio. El discípulo de Jesús, el verdadero cristiano, es una persona alegre, porque se sabe amado por Jesús. Por eso, aun cuando ayuna lo hace con alegría, porque sabe que con su ayuno está agradando al Padre y a su Amado. Ya anteriormente había dicho a sus discípulos: “Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto” (Mt 6,17-18).

Junto con el anuncio, Jesús recalca la novedad de su mensaje, que había resumido en el sermón de la montaña. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada (5,17). Por tanto, había que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la ley del Amor. Se trata de una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre viejo para revestirse del hombre nuevo de que nos habla san Pablo (Ef 4,22-24).

No se trata de “echar remiendos” a la Ley: “Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor”. Se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.

Jesús está consciente que su mensaje representa un realidad nueva, totalmente incompatible con las conductas de antaño. Por eso añade que no “se echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan”. Esto significa que tenemos que dejar atrás las viejas actitudes que nos impiden escuchar su Palabra y ponerla en práctica.

Este simbolismo del “vino nuevo” lo vemos también en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su poder, nos brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que simboliza la novedad de su mensaje.

Hoy, pidamos al Padre que nos ayude a despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 11-03-15

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El pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Esa plenitud la encontramos en la Ley del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama, el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma de vida.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar como Cristo me ama?

La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos, el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12). Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos. Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).

El Concilio Vaticano II, convocado por san Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico” para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad de un nuevo ejercicio de aggiornamento en la Iglesia.

Hace un par de años ese mismo Espíritu nos regaló la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus promesas (Cfr. Mt 28,20).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES XXIII DEL T.O. (2) 10-09-14

Bienaventurados los pobres

El evangelio de hoy nos presenta la versión de Lucas de las Bienaventuranzas (6,20-26). Lucas nos presenta solo cuatro Bienaventuranzas, a diferencia de la versión de Mateo (5,1-11), que tiene ocho, y es la más conocida. Lucas le añade a su relato cuatro “ayes”, o “malaventuranzas”, en contrapunto con las cuatro Bienaventuranzas, enfatizando de ese modo el contraste entre la “vieja Ley” y la “nueva Ley” que Jesús nos propone, entre la Antigua Alianza y la Nueva Alianza, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento; signo inequívoco de que los tiempos mesiánicos han llegado.

La Antigua Ley, basada en el decálogo, contenía unas prescripciones de conducta específicas, cuyo cumplimiento en cierto modo aseguraba la felicidad y prosperidad en este mundo. La pobreza, la enfermedad, la esterilidad, eran consideradas producto del pecado. Si bien Jesús aseguró que no había venido a abolir la ley y los profetas (Mt 5,17), no es menos cierto que con las Bienaventuranzas los viró “patas arriba”. A eso se refería cuando dijo en ese mismo pasaje que había venido a darle plenitud (Cfr. Rom 13,8.10).

La fórmula que Jesús nos propone es bien sencilla: interpretar la ley desde la óptica del Amor. “Pues la ley entera se resume en una sola frase: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). Esto nos permite ver el mundo a través de los ojos de Jesús. Antes cumplíamos con la Ley por temor al castigo. Ahora lo hacemos por amor, o más aún, cuando amamos como Jesús nos ama (Cfr. Jn 13,34), cumplimos con la Ley. Como nos dice san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

Con las Bienaventuranzas Jesús le da contenido, le da vida a los diez mandamientos. Ya no se trata de una serie de normas escritas en piedra, ahora se trata de una ley escrita en nuestros corazones. Esto nos evoca la profecía de Ezequiel: “quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11,19b). O como dice el profeta Jeremías: “pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones” (31,33).

Si leemos las Bienaventuranzas conjuntamente con los ayes que le siguen, Jesús nos está diciendo que a los que ahora “les va bien” y por eso creen merecerlo todo, les será más difícil alcanzar la felicidad eterna, mientras a los débiles, los pobres, los marginados, los perseguidos por causa de Él, serán saciados, reirán, serán recompensados. Y como hemos dicho en ocasiones anteriores, la verdadera “pobreza” evangélica no implica necesariamente estar desposeído; lo que implica es el desapego a los bienes materiales. Se trata de poner a Dios y el amor al prójimo por encima de todos los bienes materiales. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Hoy pidamos al Señor que nos permita vivir a plenitud el espíritu de las Bienaventuranzas, para que seamos acreedores a su promesa de vida eterna.