REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 30-09-21

“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.

El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).

“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para seguirle.

Probablemente Lucas incluye este relato para enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a todos nosotros a orar por las vocaciones.

No obstante, la Iglesia, especialmente después del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar, a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la pronunció; y tal vez más que entonces.

El papa Francisco nos ha exhortado a salir a la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos, laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

En los pasados días hemos estado leyendo cómo Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies” necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda de que la vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo, un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 09-07-21

“Por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas”.

La primera lectura de la liturgia para hoy (Gn 46,1-7.28-30) nos narra el desenlace de la historia de José, con la salida de Jacob y sus descendientes de la tierra de Canaán hacia Egipto, en donde se establecerán por cuatro siglos. Este pasaje sirve de preludio a la esclavitud en Egipto que dará paso a la figura de Moisés, que aparecerá al comienzo del libro del Éxodo.

En la lectura evangélica (Mt 10, 16-23), Jesús continúa las instrucciones a sus apóstoles (“los doce”) antes de enviarlos a proclamar la Buena Noticia del Reino. Jesús les advierte que no iban a ser recibidos bien en todos lados, que los enviaba como corderos en medio de lobos. Jesús es consciente que Él mismo no fue bien recibido entre los suyos (Cfr. Lc 4,24), es decir, contempla ese mismo fracaso entre las posibilidades de sus enviados.

Jesús es también consciente que el mensaje de amor que sus enviados van a predicar con entrega, con mansedumbre, será rechazado y hasta combatido con brutalidad y violencia por los adversarios de la Palabra. Los apóstoles serán de ese modo ejemplo de que el Reino de Dios se revela en la debilidad de Jesús y de sus enviados. San Pablo recogerá ese pensamiento cuando diga: “Él (Jesús) me respondió: ‘Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad’. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,9-10).

Pero a pesar de que les asegura que no los dejará solos, e inclusive que el Espíritu les sugerirá lo que tienen que decir cuando los arresten, les instruye que sean “sagaces como serpientes y sencillos como palomas”, que no se fíen de nadie. La mansedumbre no quiere decir que sean incautos o tontos. Por el contrario, al utilizar el ejemplo de la serpiente y la paloma, les dice que tienen que ser hábiles, inteligentes, cautos como la serpiente para discernir la presencia de lobos y no provocarlos innecesariamente, pero manteniendo al mismo tiempo la candidez, la simplicidad de las palomas, sin dobleces ni complicaciones.

Jesús siempre es claro con los que llama a seguirlo. El camino va a ser difícil, lleno de obstáculos, persecuciones e insultos. El que sigue a Jesús tiene que estar consciente que su recompensa no será en este mundo, sino en la vida eterna: “el que persevere hasta el final se salvará”. Y esa recompensa es la “corona de gloria que no se marchita” de que nos habla san Pedro (1 Pe 5,4).

Esas instrucciones de Jesús a los apóstoles son también para todos los que aceptamos el llamado de Jesús a participar de la misión evangelizadora. El Concilio Vaticano II dejó claramente establecido el papel de los laicos como “nuevos evangelizadores”. Ya no es una misión reservada a los ministros ordenados o consagrados (Apostilicam actuositatem). Nos toca a todos; a ti y a mí. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DÉCIMA TERCERA SEMANA DEL T.O (1) 28-06-21

“Tú, sígueme. Deja que los muertos entierren a sus muertos”.

Dos frases de Jesús, contenidas en el evangelio de hoy (Mt 8,18-22), resumen su mensaje. “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Tú, sígueme. Deja que los muertos entierren a sus muertos”.

Cuando Jesús nos habla a veces su mensaje es claro, pero a veces nos confunde, y hasta nos estremece, como sucede con la última frase, en la que Jesús le pide a su discípulo que incumpla una de las obras de misericordia corporales, enterrar a los muertos, con tal de seguirlo. Como siempre que abordamos la Biblia, no podemos hacerlo con una lectura literal del texto. Hay que ver el contexto en que se dice.

En esta lectura tenemos que tomar ambas frases en conjunto y en el contexto de la vida de quien las pronuncia. Jesús abandonó su casa, el confort y la seguridad de su hogar para ir a proclamar la Buena Noticia del Reino: “para eso he sido enviado” (Lc 4,43). Por eso nos dice que no tiene dónde recostar la cabeza. Le advierte a su discípulo potencial sobre las exigencias que implica su seguimiento.

Jesús no solo abandonó su casa, sino que junto a ella abandonó también a su familia, especialmente a su madre, que era la persona que más amaba. Cuando Jesús le dice a su discípulo que seguirlo a Él es más importante que cumplir con el piadoso deber de enterrar a los muertos, lo hace con todo propósito, para recalcar la radicalidad del seguimiento, y que no hay nada más importante que el anuncio del Reino. Lo único que Jesús garantiza a los que deciden seguirle (además de las persecuciones y sufrimiento) es la vida eterna, la “corona que no se marchita” (Cfr. 1 Co 9,25).

El discípulo sigue al maestro, “se sienta a sus pies” a escucharlo, pero más importante aún, “comparte su destino”. Jesús nos está diciendo que su seguimiento tiene que ser radical; que tenemos que estar dispuestos a renunciar, dejar atrás todo lo que pueda convertirse en un obstáculo para seguirlo.

Ahí reside nuestro problema. Estamos apegados a muchas cosas y personas y, ante ellas, el seguimiento de Jesús toma un distante segundo plano. Ese “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”, se convierte para nosotros en “Señor, espera que me jubile” o, “Señor, déjame terminar de criar a mis hijos” o, “Señor, déjame terminar mis estudios” o, “Señor, déjame juntar suficiente dinero para comprar una casa, o un auto nuevo” … ¡Siempre hay una excusa válida para posponerlo! Mientras tanto, Él sigue llamando a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20).

Jesús quiere que le sigamos, pero ese seguimiento no puede ser a medias; no podemos ser cristianos “tibios”, part time: “Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (Ap 3,16). Palabras fuertes, pero Él quiere que no quede duda alguna sobre lo que espera de nosotros. Ese mismo Jesús te está pidiendo HOY que le sigas. ¿Cuál es tu excusa?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 15-04-21

“A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos”.

Durante el Tiempo Pascual la primera lectura que nos propone la liturgia es del Nuevo Testamento, especialmente el libro de los Hechos de los Apóstoles. Y en estas lecturas sobresale el testimonio de la fe Pascual de los Apóstoles inspirados y guiados por el Espíritu Santo, quien se nos presenta como el gran protagonista de este libro sagrado.

El libro de los Hechos de los Apóstoles se llama así porque recoge la actividad misionera de los apóstoles Pedro y Pablo. Pero sobre todo recoge la actividad divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia. Por eso se le ha llamado el “Evangelio del Espíritu Santo”. Como el Antiguo Testamento nos habla de Dios Padre y los relatos evangélicos de Jesucristo, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos habla del Espíritu Santo. Fue escrito por san Lucas, como secuela de su relato evangélico, para documentar esos primeros años del desarrollo de la Iglesia. Por eso se le considera también el primer libro de historia de la Iglesia.

En las lecturas de los días anteriores hemos visto cómo las autoridades judías, amenazadas por el éxito de la predicación de los apóstoles, les habían prohibido continuar predicando el Evangelio de Jesucristo y su Misterio Pascual. Por ello habían sido encarcelados.

La lectura de hoy (Hc 5,27-33) nos muestra a los apóstoles conducidos nuevamente ante el Sanedrín e increpados por haber continuado predicando el Evangelio a pesar de las advertencias, luego de haber sido liberados de la cárcel por un ángel del Señor. En ese momento se hacen realidad las palabras de Jesús a sus apóstoles: “A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos. Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes” (Mt 10,18-20).

Inspirados por el Espíritu Santo, Pedro y los apóstoles replicaron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen”. En la continuación de este pasaje, que leeremos mañana, veremos el resultado de estas palabras inspiradas.

“El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero”. Vemos cómo la fe Pascual es la que les lanza con valentía y coherencia, inspirados y asistidos por el Espíritu Santo, a predicar la Buena Noticia del Reino en la persona de Jesucristo.

Esto los llevará (junto a miles a través de la historia) a dar testimonio, incluso con sus vidas, de su fe en el Resucitado. Si nosotros estuviéramos tan llenos de fe Pascual como aquellos apóstoles, y nos dejáramos guiar por el Espíritu santo como ellos, estaríamos proclamando esa fe con valentía en nuestros hogares, nuestros lugares de trabajo, nuestras comunidades y, hoy en día, en las redes sociales. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 15-02-21

“¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”.

“En aquel tiempo, se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”. Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla” (Mc 8,11-13). Este corto pasaje que nos propone la liturgia para hoy lunes de la sexta semana del tiempo ordinario como lectura evangélica, nos invita a reflexionar sobre nuestra fe.

Aquellos se negaban a aceptar el anuncio de Reino de parte de Jesús porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Sabemos por los relatos evangélicos que Jesús era un maestro del debate. Imagino que cuando los fariseos se sintieron acorralados ante los argumentos contundentes de Jesús, en un intento de quedar bien delante de los que les escuchaban, decidieron ponerle a prueba exigiendo un signo del cielo. Un riesgo para ellos y una tentación para Jesús; la oportunidad de demostrar su poder, como cuando el demonio tentó a Jesús en el desierto luego de ayunar por cuarenta días: “Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4,3). Pero Jesús no vino a demostrar su poder sino a servir, a dar su vida por la salvación de todos. Los milagros que hace son producto de su amor y misericordia infinitos, no para demostrar su poder.

Aun así, los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz… Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución (Cfr. Jn 18,36). El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra.

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos un “milagrito” para afianzar esa “conversión”? ¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús? ¡Ah!, pero para percibir ese milagro hace falta fe…

Pienso en esos “televangelistas” con su espectáculo multitudinario en el cual los ciegos recuperan la vista, los tullidos caminan, los sordos recuperan la audición y el habla, etc., etc., y me pregunto: ¿Acaso los que presencian esos portentos creerían igual si no tuvieran esos “signos”? La Buena Noticia del Reino, ¿necesita de “signos” visibles para ser creída? Esas personas creen creer porque “ven”… (Cfr. Jn 20,25). ¿Es eso fe?

A veces el verdadero milagro consiste en la felicidad que produce el saberse amado por Dios en medio de la enfermedad, del dolor, de las dificultades y de las pérdidas, y confiar en su promesa de Vida eterna.

Que pasen una hermosa semana…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 13-02-21

Tomando los siete panes, dijo la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran.

Hoy la liturgia nos ofrece como lectura evangélica la “segunda multiplicación de los panes” (Mc 8,1-10). Como veremos más adelante, Marcos aprovecha la narración de esta segunda multiplicación para enfatizar lo que ha venido presentado en las lecturas de los días anteriores, que la mesa de Jesús está abierta a todos, judíos y paganos. También nos apunta hacia el sacramento que constituirá el culmen del culto cristiano: la Eucaristía.

La narración comienza diciendo que había “mucha gente” que seguía a Jesús y “no tenían qué comer”. A renglón seguido Marcos destaca una vez más la dimensión humana de Jesús; nos presenta a un Jesús capaz de sentimientos profundos, un Jesús rico en misericordia, que se compadece de los que tienen hambre y  comparte su pan: “Me da lástima (otras traducciones dicen que sintió “compasión”) de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino. Además, algunos han venido desde lejos”. Esta última aseveración también nos apunta a la universalidad de la redención en la persona de Cristo Jesús, haciéndose eco de la referencia a “los que vienen de lejos”, frase utilizada en el libro de Josué (9,6), y en Is 60,4 para referirse a los paganos.

Esto último adquiere mayor relevancia cuando tomamos en cuenta que Marcos escribe para los paganos de la región itálica. Estos comprenden el mensaje que se les quiere transmitir: Ellos, que han “venido desde lejos”, también están invitados al banquete eucarístico de los tiempos mesiánicos.

De hecho, si comparamos la primera multiplicación de los panes con esta segunda, vemos más claro aún la relación entre la Eucaristía y la universalidad de la salvación. Así, por ejemplo, la primera ocurre en territorio judío para los judíos; la segunda ocurre en territorio pagano (la Decápolis). En la primera Jesús “bendijo” los panes, mientras que en la segunda pronunció la “acción de gracias” (eu-caristein en griego), un término familiar para los paganos, que sería adoptado por los cristianos para referirse a la celebración del sacramento que constituye el culmen de la liturgia, el banquete eucarístico al que todos estamos invitados y en el cual Jesús se nos ofrece a sí mismo como “pan de vida” (Cfr. Jn 6,35).

Además, en ambos relatos hay un sobrante, una sobreabundancia de panes, símbolo de un alimento que es inagotable y, por tanto, debe ponerse a disposición de los demás.

Hoy nosotros, como Iglesia, hemos recibido la misión de anunciar la Palabra, la Buena Noticia del Reino a todos los pueblos de la tierra. Y ese anuncio va unido a un “dar de comer”, a practicar las obras de misericordia, a “servir” en el sentido más amplio de la palabra. Como hemos señalado en otras ocasiones, no tenemos que hacer milagros espectaculares como la multiplicación de los panes, pero sí podemos atender, acompañar, dedicar nuestro tiempo y compartir nuestros recursos, por escasos que sean, con los más necesitados. Entonces estaremos efectuando una verdadera “multiplicación” del mensaje inagotable de caridad, paz, esperanza y bienestar que Jesús nos legó en su actitud hacia los más necesitados.

Que tengan un hermoso fin de semana y, los que puedan, no olviden visitar la Casa del Señor. Allí hay pan en abundancia.

REFLEXIÓN PARA EL QUINTO DOMINGO DEL T.O. (B) 07-02-21

No tenemos que hacer portentos como Jesús; a veces el mejor milagro que podemos hacer es regalar una sonrisa que refleje el Amor de Dios…

Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este quinto domingo del Tiempo Ordinario giran en torno al tema de la predicación, el anuncio del Reino.

En la segunda lectura, tomada de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (9,16-19.22-23), encontramos la famosa frase del apóstol: “¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!”. En este pasaje san Pablo nos presenta las características del verdadero apóstol, del enviado por el Señor a predicar la Buena Nueva del Reino (es decir, todos y cada uno de nosotros): “Porque, siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles. Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos”. En otras palabras, que el seguidor de Jesús ha de seguir los pasos del Maestro, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Esa es la mejor predicación, traducir nuestra fe en obras (Cfr. St 2,18).

El Evangelio (Mc 1,29-39) nos narra la curación de la suegra de Pedro. Una vez más vemos a Jesús curando enfermos, echando demonios, demostrando su poder. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Marcos quiere presentar a los paganos un Jesús poderoso en obras, por eso, de todos los evangelistas, es quien pone más énfasis en los milagros de Jesús, presentándolo como el gran taumaturgo o hacedor de milagros.

La lectura nos dice que después de curar a la suegra de Pedro, al anochecer “le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios”. Todos esos milagros y demostraciones de poder por parte de Jesús constituyen un anuncio de que el Reino ha llegado pero, como sucede con muchos, en ocasiones no podemos ver más allá de los milagros y el beneficio que estos puedan brindarnos. Queremos y buscamos a un Jesús “milagrero” que resuelva nuestro “problema” inmediato, y pasamos por alto el hecho de que ese milagro es manifestación del Amor de Dios.

Al final de la jornada, luego de descansar un rato, Jesús se levantó y, como tantas veces, se marchó al descampado y allí se puso a orar, a retomar ese diálogo continuo con al Padre. Es allí donde los discípulos lo encuentran, lo interrumpen y le dicen: “Todo el mundo te busca”. La pregunta que me hago es: ¿para qué lo buscaban? ¿Por curiosidad, para verle hacer milagros? ¿Para que obrara un milagro en ellos? De todos los que lo “buscaban”, ¿cuántos lo hacían porque querían escuchar Su Palabra para ponerla en práctica? ¿Cuántos habían captado el mensaje detrás de los milagros?

Eso no detiene a Jesús, que dice a sus discípulos: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido”. Esa fue la misión de Jesús, anunciar la Buena Noticia de que el Reino ya está aquí; y es la misión que encomendaría a sus discípulos antes de partir (Mc 16,15). Es lo que nos dice a nosotros ahora a través de la Palabra.

Y al igual que Jesús, nuestra predicación ha de ir acompañada de obras que den testimonio de la misma. No tenemos que hacer portentos como Jesús; a veces el mejor milagro que podemos hacer es aconsejar o alentar a alguien, visitar a un enfermo, acoger a alguien que sufra discrimen o rechazo, hacer una llamada telefónica, o tal vez regalar una sonrisa que refleje el Amor de Dios… Ese acto se convertirá en un testimonio de que el Reino ha llegado.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 30-01-21

Lo mismo nos ocurre a nosotros cada vez que nos enfrentamos a las pruebas de la vida y nos parece que el Señor “duerme”.

En días recientes Marcos nos estuvo narrando una serie de parábolas relacionadas con el Reino. En la lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc 4, 35-41) comienza la narración de una serie de cuatro milagros que Jesús realizará en presencia de sus discípulos, con exclusión de la muchedumbre que le seguía a todas partes. Jesús quiere demostrarles que el Reino a que se refería en las parábolas ya ha llegado, que está entre nosotros.

El hecho de que realice esos portentos solo para beneficio de su círculo íntimo, los Doce, pone de relieve el deseo de Jesús de instruir a esos que van a estar a cargo de continuar propagando la Buena Noticia del Reino. Nadie puede hablar de un Reino que dice que ha llegado, si no lo cree. De lo contrario, su mensaje estará hueco, y será incapaz de convencer a los que lo escuchan.

En este primer milagro vemos a Jesús ejerciendo poder sobre los elementos, específicamente sobre el viento y el mar. Jesús da por terminada una jornada de trabajo e invita a sus discípulos a ir “a la otra orilla” del lago de Tiberíades. “Vamos a la otra orilla”, les dice; lejos del gentío; quiere estar a solas con ellos, pero a la vez quiere demostrarles lo difícil que ha de ser su trabajo, y la importancia de permanecer constantes en la fe, aún en medio de las dificultades. Abandonan Galilea y se dirigen a tierra de paganos, lugar donde aún no se ha escuchado la palabra de Dios; verdadero “territorio de misión”. Así nos llama a todos.

No bien habían salido, se desató un fuerte huracán que levantó las olas, y amenazaban con hacer zozobrar la embarcación (Cfr. Sir 2,1). En el lenguaje bíblico el mar es siempre lugar de peligro y se le asocia con el maligno. Y la tormenta es, por su parte, símbolo de momentos de crisis, tanto personales como colectivas.

Trato de imaginar la escena: Los discípulos asustados, temerosos por sus vidas, mientras el Señor duerme plácidamente en la popa de la lancha, aparentemente ajeno a todo lo que sucede a su alrededor. ¡Cuántas veces en nuestras vidas nos enfrentamos a una situación difícil e inesperada y nos parece que el Señor “duerme”, aparentando estar ajeno a lo que nos ocurre!

Los discípulos se apresuran a despertarlo con un grito de angustia unido a un sentido de abandono: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Sigo imaginando la escena. Jesús se despierta, y poniéndose de pie increpa al viento y dice al lago: “¡Silencio, cállate! Se levanta, y mirándolos con una mezcla de desilusión y ternura, les dice: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”

Tal parece que los discípulos habían olvidado que el Señor iba en su barca, aunque durmiera. Lo mismo nos ocurre a nosotros cada vez que nos enfrentamos a las pruebas de la vida y nos parece que el Señor “duerme”. Nos acobardamos. Nuestra falta de fe nos hace pensar que el Señor nos ha abandonado o, cuando menos, está ajeno a nuestros problemas. Se nos olvida que mientras Él esté en nuestra barca, aunque aparente dormir, estará velando por nosotros. Y si ponemos nuestra confianza en Él, increpará al viento y la tormenta cesará. ¡Confía!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 27-01-21

“Salió el sembrador a sembrar…”

La liturgia nos invita hoy a continuar leyendo el evangelio según san Marcos (4,1-20). A partir de este punto en el relato, Marcos nos va a presentar cinco sermones de Jesús y cuatro milagros, todos en presencia de sus discípulos a quienes había instituido apóstoles (Mc 3,13-10), como para afianzar su relación con ellos, que ya constituían su círculo íntimo.

La lectura de hoy nos presenta a Jesús “enseñando” otra vez junto al lago. Esa palabra coloca a Jesús ejerciendo la función propia de un rabino, enseñar. Hemos visto a lo largo del relato de Marcos cómo la fama de Jesús ha seguido creciendo, y a donde quiera que vaya le siguen multitudes. Una vez más, había tanta gente que tuvo que subirse a una barca y retirarse de la orilla mientras la gente permanecía en ella, y “les enseñó mucho rato con parábolas, como él solía enseñar”.

La parábola es el recurso literario preferido por Jesús para comunicar sus enseñanzas, especialmente con relación al Reino. Estas consisten en una breve narración de un suceso, imaginario o real, del que podemos deducir, por comparación, una enseñanza moral, o una verdad que trasciende nuestra experiencia. El Reino es un misterio, algo que está más allá de nuestra comprensión, pero relacionándolo con situaciones concretas que forman parte de nuestra experiencia cotidiana, podemos tener al menos un atisbo de esa “otra” realidad trascendente. El pueblo de Galilea entendía de árboles y pájaros, conocía el color y la historia del trigo y la amenaza de la cizaña, sabía de semillas, de la tierra, de la pesca, de las costumbres de las aves de rapiña, conocía la vida de las zorras y cómo cobija una gallina a sus polluelos, etc. Y Jesús aprovecha esas experiencias para comunicarles la Buena Noticia del Reino (Cfr. Lc 4,43).

Nos dice la lectura que en esta ocasión Jesús les narró la parábola del sembrador, en la que un hombre regó semillas que cayeron en cuatro tipos de terreno: la orilla del camino, terreno pedregoso, entre zarzas, y en tierra buena, y cómo solamente las últimas nacieron, crecieron y dieron fruto. Lo curioso de esta parábola es que al retirarse el gentío, los discípulos pidieron a Jesús que les explicara la parábola, y Jesús procedió a explicárselas, no sin antes advertirles que “a vosotros se os han comunicado los secretos del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta en parábolas”. Más adelante veremos a Jesús repitiendo ese gesto de hablar a la gente en parábolas y explicarle su significado a los discípulos en privado: “Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo” (Mc 4,33-34).

¿Por qué esa doble vara? Algunos ven en ese gesto de Jesús, que hoy catalogaríamos de discriminatorio, la importancia que los “doce” (y sus sucesores, los obispos) iban a tener en la Iglesia. El fundamento para lo que hoy llamamos el “magisterio” de la Iglesia.

Que pasen un hermoso día en la PAZ del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 13-01-21

“… se marchó al descampado y se puso a orar”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida de Jesús.

Hoy encontramos a Jesús que sale de la sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al punto que de una se ve la otra.

Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.

Tan pronto se enteró la gente que Jesús estaba allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a todos, liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la misión de Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús continúa curando nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e impedimentos a nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan solo tenemos que acercarnos a Él.

Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, hacia el final de su misión redentora, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt 26,36-44).

Podemos decir que la actividad salvadora de Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre. Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas, incluyendo al realizar muchos de sus milagros.

Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo (ora et labora). Él siempre, aún en los días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre el tiempo que Él merece? ¿Podrías dedicarle al menos cinco minutos hoy? Anda, ¡Él te espera!