REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL T.O. (C) 30-10-16

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La liturgia para hoy nos ofrece como lectura evangélica la historia de Zaqueo, el publicano (Lc 19,1-10). Nos cuenta el relato que Jesús llegó a la ciudad de Jericó y, mientras recorría la ciudad, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos, se enteró que Jesús venía, y quería ver quién era ese personaje de quien tanto se hablaba, “pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura”. Finalmente corrió y se trepó en un árbol junto al cual tenía que pasar Jesús. Cuando Jesús pasó por allí, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa”.

Zaqueo se bajó inmediatamente lleno de alegría y, ante las murmuraciones de la gente que cuestionaban que Jesús fuese a hospedarse en casa de un pecador, le recibió en su casa. Ya en otras ocasiones hemos dicho que en tiempos de Jesús lo publicanos eran despreciados, pues no solo cobraban impuestos para el imperio romano, sino que a ese impuesto le añadían otra suma, a veces mayor, como su ganancia.

Tan pronto se acomodaron en la casa de Zaqueo, este se puso en pie y manifestó que iba a dar la mitad de sus bienes a los pobres, y a restituir hasta cuatro veces lo que hubiese cobrado de más. A lo que Jesús exclama: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.

La actitud de Zaqueo contrasta marcadamente con la narración del joven rico (Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23), quien a pesar de haber llevado una vida “recta”, cumpliendo con los mandamientos, no pudo desprenderse de sus riquezas para seguir a Jesús.

Por otro lado, la referencia de Lucas a la baja estatura de Zaqueo que le impedía ver a Jesús, tal vez nos apunta a una función pedagógica. A veces nosotros somos “cortos de estatura”, lo que nos impide “ver” a Jesús. Zaqueo sintió la presencia de Jesús y quiso conocerle; no permitió que su corta estatura fuera un obstáculo. Se trepó en un árbol y no tuvo que decir nada; fue Jesús quien entonces “miró hacia arriba” y le habló pidiéndole posada. Zaqueo no vaciló un instante y lo recibió en su casa, y compartieron la mesa. “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3,20).

Zaqueo supo valorar la presencia de Jesús en su vida, y se dio cuenta que aquello que había encontrado era más valioso que toda su riqueza. Y estuvo dispuesto a dejarlo todo con tal de seguirle. Seguramente luego de repartir la mitad es sus bienes a los pobres, y restituir “cuatro veces más” lo que hubiese cobrado en exceso, se quedó él mismo en la pobreza. Podríamos decir que privó de la herencia material a sus hijos; pero les dejó una herencia mayor: Encontró a Jesús, que es el Amor, y lo compartió con ellos. Ello hizo exclamar a Jesús: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.

Señor, no permitas que mi baja estatura espiritual me impida verte. Antes bien, concédeme la valentía y el arrojo de Zaqueo para vencer cualquier obstáculo que se me presente, de manera que pueda recibirte en mi casa y llegar a conocerte al punto de no valorar nada por encima de tu amor.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O (2) 10-09-16

construyo sobre piedra

El evangelio de hoy (Lc 6,43-49) nos presenta la parte final del “Sermón del llano”, que es la versión que Lucas del Sermón de la Montaña del Evangelio de Mateo. Esta lectura nos presenta la parábola del árbol que da buenos frutos. “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

A renglón seguido nos explica lo que quiere decir con sus palabras: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

¿Y quién atesora bondad en su corazón? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica: “¿Por qué me llamáis “Señor, Señor” y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, … se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose”.

El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49b-50).

Jesús no condena la oración, ni la escucha de la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones, pero esa Palabra no deja huella permanente, cuyo gozo es pasajero. Me recuerda a aquél que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a estos a quienes Jesús compara con el que edificó su casa sobre tierra, sin cimiento.

No se trata pues, de confesar a Jesús de palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así obren, el Padre los reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).

¿En qué terreno he construido mi casa?