REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 11-01-22

“Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios”… (Cántico de Ana)

La primera lectura para hoy (1 Sam 1,9-20) es continuación de la de ayer, y nos presenta la oración de Ana, madre de Samuel, quien le pedía un hijo al Señor, y cómo Dios escuchó su oración: “Ana concibió, dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel”.

Como Salmo (1Sam 2,1.4-5.6-7.8abcd), la liturgia nos presenta el “cántico de Ana”, que ésta entona luego del nacimiento de Samuel, y guarda un paralelismo asombroso con el Magníficat que la Virgen María proclama al escuchar de labios de su prima Isabel decir: “¡Feliz la ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”. Les invito a leer con detenimiento este hermoso cántico de Ana y compararlo con el Magníficat:

“Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria”.

El mensaje es claro: Aquél que pone su confianza en el Señor, el que “ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor”, verá la Gloria de Dios manifestarse en su vida. Así lo vivió Ana. María lo llevó un paso más allá. Ana tuvo que unirse a su esposo Elcaná para concebir, como otras tantas mujeres estériles que nos presentan las Sagradas Escrituras quienes concibieron gracias a la intervención divina (para Dios nada es imposible). En el caso de María, la llena de gracia, la concepción y nacimiento de Jesús representan la culminación: nacido de una mujer virgen, un regalo absoluto de Dios.

La lectura evangélica (Mc 1,21-28) nos presenta a ese hijo, Jesús, en pleno ministerio “enseñando” en la sinagoga de Cafarnaún, en donde todos se quedaban asombrados, especialmente porque “porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Él está consciente de que los profetas y la Ley adquieren plenitud en su persona y su mensaje (Cfr. Mt 5,17). Él es el hijo a quien el Padre ha entregado todo (Mt 11,27). Por eso tiene autoridad para expulsar demonios, como de hecho lo hace en la lectura de hoy. Los propios demonios así lo reconocen: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.

Ana concibió a pesar de su esterilidad y María concibió siendo virgen porque creyeron. Jesús prometió a “los que crean”, el poder de expulsar demonios (Cfr. Mc 16,17). “En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12). Y no se trata necesariamente de exorcismos espectaculares. ¿Cuántos demonios tienes? Odios, resentimientos, vagancia, tibieza… Todos huyen cuando permites que Jesús haga morada en tu corazón. ¡Piénsalo!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 29-11-21

Este hombre, un pagano, oficial del ejército opresor, odiado por todos, se encontraba en espera de Jesús. Tenía la certeza de que Jesús habría de venir y podía curar a su criado.

Comenzamos la primera semana de Adviento con una lectura de esperanza tomada del libro del profeta Isaías (2,1-5). Nos refiere a ese momento en que todos los pueblos, judíos y gentiles, pondrán su mirada en Jerusalén, en el monte Sión, que brillará como un faro en medio de la oscuridad y los atraerá hacia ella, “porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor”. Y entonces reinará la paz: “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra”.

Y como todas las lecturas escatológicas, nos remite al final de los tiempos y nos brinda un mensaje de esperanza. ¿Qué final de los tiempos? ¿El “fin del mundo”, o el fin de la “antigua alianza”? Como siempre, hay una “zona gris” en la cual ambos “finales” se confunden. Lo importante es que, como quiera que lo consideremos, el mensaje es uno de esperanza, de salvación, para aquellos que fijen su mirada en el Señor.

El Evangelio (Mt 8,5-11), por su parte, forma parte de ese grupo de Evangelios, sacados de varios evangelistas, que han sido escogidos para este tiempo porque nos pintan un cuadro de esa “espera” en la que todos estamos inmersos, y que se percibe más marcada en este tiempo del Adviento.

El pasaje que recoge el relato evangélico de hoy es el de la curación del criado del centurión. Cabe resaltar que no fue Jesús quien le llamó; fue él quien se le acercó tan pronto Jesús entró en Cafarnaún, en donde Jesús vivió durante su vida pública. Resulta obvio que este hombre, un pagano, oficial del ejército opresor, odiado por todos, se encontraba en espera de Jesús. Tenía la certeza de que Jesús habría de venir y podía curar a su criado. Más aún, tenía la certeza de que Jesús poseía el poder de curarlo sin tener que estar a su lado, sin tener que verlo. Por eso le esperaba, y lo hacía con esa “anticipación” del que espera algo maravilloso, lo que lleva a Jesús a decirle: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe”. El Adviento es un tiempo especial de gracia para todos. Ya se respira en el ambiente ese “algo” que no podemos describir y que llamamos con varios nombres, y que no es otra cosa que un anuncio de esperanza, confianza y fe en Dios; ese Dios que viene para todos, los de “cerca” y los de “lejos”, los pobres y los ricos, los tristes y los alegres, para traernos su regalo de salvación. Y la espera de ese evento nos causa excitación, nos llena de gozo.

En estos tiempos tan difíciles que estamos viviendo hay mucha gente desorientada, deprimida, ansiosa, desesperanzada. Personas que no han tenido la oportunidad de encontrarse con Jesús, pero que tienen buenos sentimientos, como el centurión. Tan solo hay que esperar; esperar con fe.

En este tiempo de Adviento, roguemos al Señor que nos conceda el espíritu de espera y la fe del centurión, para reconocerle y recibirle en nuestros corazones. Pidamos también ese don de manera especial para aquellos que se encuentran alejados, de manera que cuando se cante el Gloria en la Misa de Gallo, todos podamos decir al unísono: “¡Es Navidad!”

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 19-06-21

Las lecturas evangélicas que nos ofrece la liturgia continúan presentándonos el “discurso evangélico” o Sermón de la Montaña, que Mateo sitúa en su relato inmediatamente después de la invitación de Jesús a sus discípulos a seguirle para convertirse en “pescadores de hombres” (Mt 4,19). Podría decirse que el objetivo de este discurso es explicar a sus discípulos lo que conlleva ser “pescador de hombres”.

En la lectura que contemplamos hoy (Mt 6,24-34), Jesús remacha la importancia de que sus seguidores tengan claro que las cosas del Reino no pueden estar supeditadas al dinero; que no podemos vivir apegados al dinero porque este se convertirá en un obstáculo para el seguimiento. Ser discípulo implica, entre otras cosas, “seguir” al maestro e “imitar” al maestro. Y si algo caracterizó a Jesús toda su vida fue el desapego a las cosas materiales. Nació pobre y desnudo, teniendo por cuna un pajar, y murió también desnudo, clavado de un madero (estamos acostumbrados a ver la imagen de Cristo crucificado con un especie de taparrabo, pero en realidad a los crucificados se les colgaba desnudos).

“Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”. El texto original personifica al dinero con el nombre de Mammón, como un dios pagano, para que quede claro que Jesús no condena la riqueza en sí misma, sino el endiosarla al punto de “competir” con Dios por nuestra lealtad.

El dinero, las cosas materiales (como el alimento y el vestido) pueden quitarnos la libertad, al punto de “agobiarnos” (verbo que se utiliza cinco veces en este pasaje) para obtenernos o conservarlos. Jesús enfatiza el valor de la vida eterna por encima de esas preocupaciones.

El texto que le sigue es el que se refiere a los pájaros, “que ni siembran, ni siegan, ni almacenan”, y sin embargo el Padre celestial los alimenta; y a los lirios que “ni trabajan ni hilan” y a pesar de eso crecen. Este texto no debe entenderse como una exhortación a la holgazanería, a “vivir del cuento” como decimos en Puerto Rico. Tenemos que confiar en la Providencia Divina, pero también tenemos que hacer lo necesario para ganar nuestro sustento, como sembrar y cosechar, etc. (“el que no quiera trabajar, que no coma”. Cfr. 2 Tes 3,10). Lo que no podemos es permitir que esos afanes acaparen nuestro esfuerzo, agobiándonos al punto de privarnos de la libertad que nos permite aspirar al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra (la virtud de la esperanza).

Es decir, Jesús no nos está diciendo que podemos sentarnos a esperar que Él nos provea todas nuestras necesidades. Por el contrario, nos está diciendo que, al igual que lo hace con los pájaros, Dios va colmar con creces nuestra actividad, por más humilde que sea, especialmente cuando esa actividad está ligada al “Reino de Dios y su Justicia” (v.33). Lo demás, “se nos dará por añadidura”.

“Danos hoy nuestro pan de cada día…”

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (19) 18-06-21

“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz”.

En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Mt 6,19-23), Jesús comienza planteándonos un tema que es una constante en su enseñanza: el desapego de los bienes terrenales: “No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón”.

“Donde está tu tesoro allí está tu corazón…” Un tesoro es algo precioso, algo que valoramos por encima de otras cosas, cuya posesión nos causa satisfacción, orgullo, felicidad y, más aun, seguridad. Es algo que consideramos especialmente valioso. Por eso el perderlo nos causa tristeza, y hasta angustia.

Jesús nos invita a no poner nuestra confianza, ni nuestro corazón, en las cosas del mundo que por su propia naturaleza son efímeras. Las sedas y maderas más finas pueden ser carcomidas o roídas por la carcoma y la polilla o destruidas por el fuego, y las piedras y metales más preciosos pueden ser presa de los ladrones. Entonces sentiremos que hemos perdido lo más valioso en nuestras vidas.

Por eso Jesús nos invita a poner nuestra confianza, nuestra felicidad, nuestra seguridad en las cosas del cielo. “Bendito quien se fía de Yahvé, pues no defraudará Yahvé su confianza” (Jr 17,7).

“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!” ¿A qué ojo se refiere Jesús en este pasaje?

Mi gran amiga Minerva Maldonado me refirió en una ocasión al libro de Eclesiástico (Sirácides), en donde se recapitula la creación del hombre (Eclo 17,1-14). Allí se nos dice que Dios, al crear a los hombres “puso en ellos su ojo interior, haciéndolos así descubrir las grandes cosas que había hecho, para que alabaran su Nombre Santísimo y proclamaran la grandeza de sus obras”.

La implicación es clara. Si nos empeñamos en atesorar tesoros en la tierra, estos van a “enfermar” el “ojo interior” que Dios puso en nuestros corazones. Y estaremos a oscuras; y seremos incapaces de reconocer y admirar las maravillas de la creación. Eso, a su vez, nos impedirá alabar su Nombre Santísimo y proclamar la grandeza de sus obras.

Por eso se dice que quien atesora tesoros en la tierra vive en las tinieblas. El que tiene su corazón orientado hacia lo material vive una ceguera espiritual. Las cosas materiales se convierten en una venda que impide que la Luz del Amor de Dios llegue a él y se refleje en sus ojos. De ahí la necesidad de tener nuestros ojos fijos en las “cosas del cielo”, es decir, en Dios-Luz.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 26,1).

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de apartar todo aquello que opaque nuestro ojo interior, para que podamos contemplar su grandeza y alabarle por siempre.

Que tengan todos un hermoso fin de semana.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 24-03-21


“Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”. Y esa libertad es capaz de hacernos sentir libres aún en prisión.

La liturgia de hoy nos presenta dos lecturas que, aunque aparentan ser diferentes, tienen un tema común. El verdadero significado de la libertad.

La primera lectura, tomada del libro de Daniel (3,14-20.91-92.95), nos presenta la historia de los tres jóvenes Sidrac, Misac y Abdénago, quienes antes que postrarse ante un ídolo, prefirieron enfrentar la muerte y la tortura de ser arrojados a un horno encendido. La segunda, tomada del evangelio según san Juan (8,31-42), comienza con la que tal vez sea la frase más mal utilizada, o más citada fuera de contexto en todo el Nuevo Testamento: “La verdad os hará libres”.

La primera nos muestra cómo el Señor envió un ángel para salvar a aquellos jóvenes que se mantuvieron fieles a su Palabra. Se mantuvieron fieles y confiaron plenamente en Dios en medio de la prueba; y esa fidelidad y confianza absoluta en Dios, los hizo libres. En reflexiones anteriores hemos expresado que la “verdad” en términos bíblicos es el amor incondicional de Dios. Y ese amor es lo que hace que estos jóvenes, haciendo uso de la libertad que ese mismo amor les brinda, se nieguen a someterse a nadie que no sea a Dios, porque solo amándole a Él, correspondiendo a Su amor incondicional, encontramos la libertad plena.

La lectura evangélica nos presenta un pasaje donde Jesús nos dice que si nos mantenemos fieles su Palabra conoceremos esa verdad que nos hace libres. A la vez, contrapone el pecado a libertad: “Os aseguro que quien comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”.

Hoy día nos sentimos presionados a adorar otros ídolos. Nuestra sociedad secularista nos insta, a veces casi nos obliga, a “postrarnos” ante muchos “dioses”: el dinero, la fama, el poder, la fama, el sexo, el alcohol, entre otros tantos. Y se nos insta a ejercer nuestra “libertad” para adorarles. Pero perdemos de vista que al postrarnos ante esos dioses haciendo uso de esa aparente libertad, en realidad nos estamos esclavizando. Solamente sometiéndonos al amor incondicional de Dios, y compartiendo ese amor con nuestro prójimo, obtendremos la verdadera libertad, esa verdad que nos hará libres. De esa manera Jesús, al ser clavado y morir en la cruz, por amor, ejercitó al máximo su libertad, al punto de hacernos libres a nosotros. Y nosotros, al igual que Jesús, solamente seremos totalmente libres al someternos a la voluntad del Padre.

“La verdad nos hará libres”. No se trata de una libertad frente a la autoridad política o judicial. Se trata de la verdadera libertad; la libertad frente al pecado, la muerte, las tinieblas, a través de la persona de Cristo Jesús. “Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”. Y esa libertad es capaz de hacernos sentir libres aún en prisión.

“Ustedes, hermanos, han sido llamados para vivir en libertad, pero procuren que esta libertad no sea un pretexto para satisfacer los deseos carnales: háganse más bien servidores los unos de los otros, por medio del amor” (Gal 5, 13).

Esa misma libertad la podemos experimentar plenamente en este tiempo de “distanciamiento social” y cuarentena en nuestros hogares. Si abrimos nuestros corazones al amor incondicional de Dios, conoceremos la verdadera libertad de hijos de Dios. Entonces seremos felices aún en nuestro distanciamiento.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 15-03-21

“Anda, tu hijo está curado”.

Hoy la liturgia nos presenta al evangelista san Juan, quien dominará la liturgia por lo que resta de la Cuaresma. El pasaje que leemos hoy (Jn 4,43-54) es el de la curación del hijo de un funcionario real (un pagano). Este suceso ocurre después del encuentro de Jesús con Nicodemo y la Samaritana. Cabe señalar que este es uno de apenas siete milagros (“signos”) que nos narra el evangelio según san Juan (los sinópticos nos narran unos 23).

Jesús acababa de llegar a Caná de Galilea y este funcionario, que tenía un hijo muy enfermo en Cafarnaún, le pidió que fuera con él allá para curarlo. Jesús lo increpó diciéndole: “Como no veáis signos y prodigios, no creéis”. Aun así el funcionario insistió (estaba seguro de que Jesús podía curar a su hijo – la semilla de la fe).

Ante la insistencia del hombre Jesús le dijo: “Anda, tu hijo está curado”. La Escritura nos dice que “El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino”. Yendo de camino los criados vinieron a su encuentro y le dijeron que el niño estaba curado, y él pudo constatar que el milagro había ocurrido justo a la hora que Jesús le había dicho que su hijo estaba curado. El funcionario creyó que su hijo estaba curado y actuó conforme a esa creencia. En eso consiste la fe. Confió en la Palabra de Jesús y actuó de conformidad.

Lo curioso de este episodio es que es un pagano quien nos revela la verdadera naturaleza de la fe: una confianza plena y absoluta en la persona de Jesús, que le hace resistir los reproches iniciales de Jesús, y le impulsa a actuar según esa confianza, sin necesidad de ningún signo visible. Creyó en Jesús, y “le creyó” a Jesús. Eso fue suficiente para emprender el camino de regreso a su casa con la certeza de que Jesús le había dicho: “Anda, tu hijo está curado”. Él creyó que su hijo estaba sano, y su hijo fue sanado. “Y creyó él y toda su familia”.

Es decir, no se trata de creer o no en los signos, se trata de creerle o no creerle a Jesús. El que le cree a Jesús y actúa conforme a esa confianza, verá manifestarse la gloria de Dios. El que no le cree a Jesús podrá presenciar mil prodigios, pero nunca recibirá la gracia de los mismos, nunca verá manifestarse en él la gloria de Dios.

Por eso se ha dicho que la fe es el “gatillo” que “dispara” el poder de Dios. Ese es nuestro problema, creemos pero no tenemos fe, aunque nos consideremos personas “de fe”. Basta con escuchar las palabras de Jesús: “Si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Una sola pregunta: ¿Puedo yo mover montañas?

En esta Cuaresma oremos: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 04-03-21

“Un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico”.

La primera lectura que nos propone la liturgia para hoy (Jr 17,5-10) nos recuerda que solo obtendremos la bendición del Señor si ponemos nuestra confianza en Él, y no en nuestras propias fuerzas o habilidades (nuestra “carne”): “Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto”.

Esta opción, esta decisión ocurre en lo más profundo de nuestro corazón, el que Jeremías tilda de “falso y enfermo”. Y el resultado de nuestros actos dependerá de si optamos por uno u otro camino, si confiamos en nuestras propias fuerzas, o en Dios.

En este tiempo de Cuaresma se nos llama a la conversión y, del mismo modo, no podemos lograr esa conversión por nuestras propias fuerzas; esa conversión solo es posible con la ayuda del Santo Espíritu de Dios.

El relato evangélico (Lc 16,19-31) nos presenta la parábola del rico epulón y el mendigo Lázaro. Aunque el nombre del rico no se menciona en el relato, se le llama el rico “epulón” y muchas personas creen que ese es su nombre (y hasta lo escriben con mayúscula), lo cierto es que epulón es un adjetivo que significa: “hombre que come y se regala mucho”.

La parábola, con cierto aire escatológico (del final de los tiempos), nos muestra el contraste entre un hombre rico que gozaba de banquetear y darse buena vida, y un pobre mendigo que se acercaba a la puerta de la casa del rico con la esperanza de comer algo “de lo que tiraban de la mesa del rico”. De la lectura no surge que el hombre rico fuera malo. Tan solo que era rico y que disfrutaba de su riqueza (que de por sí no es malo), lo que nos da a entender que ponía su confianza en esa riqueza y de nada le sirvió, a juzgar por el final que tuvo. El pobre, por el contrario, dentro de su pobreza, puso su confianza en el Señor y eso le llevó a la felicidad eterna, al “seno de Abraham”, al sheol que iban las almas de los justos en espera de la llegada del Redentor, pues las puertas del paraíso estaban cerradas. Esas son las almas que Jesús fue a liberar cuando decimos en el Credo que “descendió a los infiernos” (pero eso será objeto de otra enseñanza).

En esta parábola hallan eco las palabras de Jeremías, que parecen tomadas del Salmo 1. La Cuaresma nos prepara para la gloriosa Resurrección de Jesús, pero la Palabra, como el pasaje de hoy, nos interpela, nos llama a hacer una opción, recordándonos que también habrá un juicio. ¿En qué o en quién vamos a poner nuestra confianza? ¿En nuestra fuerzas, nuestras capacidades, nuestras habilidades, nuestras posesiones materiales? ¿O, por el contrario, vamos a poner nuestra confianza en nuestro Señor y Salvador y seguir sus enseñanzas?

La opción es nuestra…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 25-02-21

“Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor”.

Todas las lecturas de hoy nos refieren la oración, enfatizando la oración impetratoria o de petición fervorosa.

La primera lectura, tomada del libro de Ester (3,6; 4,11-12.14-16.23-25), nos presenta a la reina Ester pidiendo fervorosamente la protección de Dios en un momento de gran peligro en que temía por su vida. La plegaria de Ester refleja su total confianza en el Señor y sus promesas, confianza que solo puede emanar de la fe. Esa fe se refleja en la manera en que Ester actuó inmediatamente después de su oración. Actuó conforme a su certeza en que Dios había escuchado su oración. En eso consiste la fe.

Ester reconoce su pequeñez, su impotencia, su soledad (“estoy sola y no tengo otro defensor fuera de ti”), y pone toda su confianza en Dios con una certeza que solo puede emanar de la fe verdadera.

La lectura evangélica (Mt 7,7-12), por su parte, nos evoca esa plegaria de Ester. En este pasaje Jesús nos enseña a pedir con la confianza en que nuestro Padre que está en el cielo siempre está dispuesto a darnos si le pedimos con ese mismo espíritu. Ya la antífona del Salmo (137) nos había puesto en “sintonía”: “Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor”.

El Evangelio nos dice: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!”

El abandono a la voluntad y providencia de Dios que surge de la verdadera fe no se manifiesta sentándose a esperar que Él nos provea nuestras necesidades. Por el contrario, tenemos que “actuar” de conformidad con esa confianza, esa certeza de que Dios escucha nuestra plegaria. Si no buscamos no hallaremos; si no llamamos no se nos abrirá.

En su libro Ser como Dios manda (pp.49-50),Benjamín Oltra Colomer nos dice: “Creyente no es el que posee a Dios, sino el que se deja poseer por él. No eres tú quien posee la Revelación, si eres creyente, es ella la que te posee a ti. Es la Palabra de Dios la que embarga, hipoteca y guía tu vida dirigiendo tus pasos y haciendo que aceptes la voluntad de Dios como propia”.

Cuando llegamos a ese grado de compenetración con Dios en la oración, Su voluntad guía nuestra súplica, y nuestra petición coincide con Su voluntad, que siempre coincide con el mayor bien para nosotros. Por tanto, no pediremos nada que sea contrario a Su voluntad. Entonces Dios siempre nos dará lo que le pedimos, porque todo lo que le pidamos será “bueno”.

Durante este tiempo de Cuaresma, pidamos al Señor que nos permita crecer en la fe de tal manera que nuestra oración de petición vaya siempre precedida de una acción de gracias (Cfr. Jn 11,41).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 21-07-20

Estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él.

En la primera lectura de hoy (Mi 7,14-15.18-20) encontramos la confesión de fe del profeta Miqueas. Una fe que comprende la magnitud y el alcance de la misericordia divina. Una fe que confía en la fidelidad de Dios a pesar de nuestras infidelidades: “¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia”. Es la fe que permite al profeta denunciar las infidelidades de su pueblo y seguir adelante con la certeza de que el Dios que los ha enviado mantendrá su fidelidad para con él por siempre.

Muchas veces cargamos nuestra fe de ritos y preceptos que se tornan en campanas huecas, pues abandonamos lo esencial que es el amor y la misericordia divina, que cuando se derrama en nuestros corazones nos hace comprender que la voluntad del Padre está precisamente en el Amor, y en repartir ese Amor entre nuestros hermanos. Como he dicho en ocasiones anteriores, muchas veces nuestra fe se limita a dar “cumplimiento” a unos preceptos, pero somos incapaces de practicar la caridad y la justicia con nuestros hermanos, especialmente los más necesitados. Por eso se dice que la palabra “cumplimiento” está compuesta por dos palabras: “cumplo” y “miento”.

El Salmo (84,2-4.5-6.7-8), aunque con la mentalidad del Antiguo Testamento, nos enfatiza la misericordia divina: “Señor, has sido bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados, has reprimido tu cólera, has frenado el incendio de tu ira”.

El evangelio de hoy (Mt 12,46-50) nos presenta a Jesús quien, ante la llamada de sus familiares, contestó: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.

Algunos ven en esas palabras del Jesús un gesto de menosprecio hacia su Madre. Sin embargo, analizando las palabras de Jesús, hemos de preguntarnos: ¿Quién cumplió la voluntad del Padre mejor que su madre María? Si tomamos en cuenta que los relatos evangélicos (especialmente el evangelio según san Lucas) nos muestran a María totalmente entregada a escuchar la Palabra de Dios (Cfr. Lc 1,38), estas palabras se convierten en una verdadera alabanza de parte de Jesús a su Madre. Jesús quiere enfatizar que al “nuevo pueblo de Dios”, que es el sujeto de la Nueva Alianza, ya no se pertenece por herencia ni lazos de sangre (como era con el pueblo judío y la Antigua Alianza) sino por lazos de Amor, por escuchar la Palabra del Padre y cumplir su voluntad.

Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Somos verdaderamente hermanos de Jesús? Hay una forma fácil de determinarlo, un “test”: ¿hago la voluntad del padre? Lo bueno de esta prueba es que el mismo Jesús nos ha dado la contestación. San Juan de la Cruz lo resumió en una hermosa frase: “a la tarde de la vida te examinarán en el amor”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 01-04-20

«Entonces, ¿cómo es que veo cuatro hombres, sin atar, paseando por el fuego sin sufrir daño alguno? Y el cuarto parece un ser divino».

La liturgia de hoy nos presenta dos lecturas que, aunque aparentan ser diferentes, tienen un tema común. El verdadero significado de la libertad.

La primera lectura, tomada del libro de Daniel (3,14-20.91-92.95), nos presenta la historia de los tres jóvenes Sidrac, Misac y Abdénago, quienes antes que postrarse ante un ídolo, prefirieron enfrentar la muerte y la tortura de ser arrojados a un horno encendido. La segunda, tomada del evangelio según san Juan (8,31-42), comienza con la que tal vez sea la frase más mal utilizada, o más citada fuera de contexto en todo el Nuevo Testamento: “La verdad os hará libres”.

La primera nos muestra cómo el Señor envió un ángel para salvar a aquellos jóvenes que se mantuvieron fieles a su Palabra. Se mantuvieron fieles y confiaron plenamente en Dios en medio de la prueba; y esa fidelidad y confianza absoluta en Dios, los hizo libres. En reflexiones anteriores hemos expresado que la “verdad” en términos bíblicos es el amor incondicional de Dios. Y ese amor es lo que hace que estos jóvenes, haciendo uso de la libertad que ese mismo amor les brinda, se nieguen a someterse a nadie que no sea a Dios, porque solo amándole a Él, correspondiendo a Su amor incondicional, encontramos la libertad plena.

La lectura evangélica nos presenta un pasaje donde Jesús nos dice que si nos mantenemos fieles su Palabra conoceremos esa verdad que nos hace libres. A la vez, contrapone el pecado a libertad: “Os aseguro que quien comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”.

Hoy día nos sentimos presionados a adorar otros ídolos. Nuestra sociedad secularista nos insta, a veces casi nos obliga, a “postrarnos” ante muchos “dioses”: el dinero, la fama, el poder, la fama, el sexo, el alcohol, entre otros tantos. Y se nos insta a ejercer nuestra “libertad” para adorarles. Pero perdemos de vista que al postrarnos ante esos dioses haciendo uso de esa aparente libertad, en realidad nos estamos esclavizando. Solamente sometiéndonos al amor incondicional de Dios, y compartiendo ese amor con nuestro prójimo, obtendremos la verdadera libertad, esa verdad que nos hará libres. De esa manera Jesús, al ser clavado y morir en la cruz, por amor, ejercitó al máximo su libertad, al punto de hacernos libres a nosotros. Y nosotros, al igual que Jesús, solamente seremos totalmente libres al someternos a la voluntad del Padre.

“La verdad nos hará libres”. No se trata de una libertad frente a la autoridad política o judicial. Se trata de la verdadera libertad; la libertad frente al pecado, la muerte, las tinieblas, a través de la persona de Cristo Jesús. “Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”. Y esa libertad es capaz de hacernos sentir libres aún en prisión.

Esa misma libertad la podemos experimentar plenamente en este tiempo de “distanciamiento social” y cuarentena en nuestros hogares. Si abrimos nuestros corazones al amor incondicional de Dios, conoceremos la verdadera libertad de hijos de Dios. Entonces seremos felices aún en nuestro distanciamiento.