REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (C) 06-03-22

“En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo”.

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a reconciliarnos con Él. Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno. De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino.

La lectura evangélica de hoy (Lc 4,1-13) nos presenta la versión de Lucas de las tentaciones en el desierto. En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su muerte y resurrección.

La lectura nos presenta al demonio tentando a Jesús durante todo el tiempo que estuvo en el desierto. Hacia el final, Jesús sintió hambre, es entonces cuando el diablo redobla su tentación (siempre actúa así). Aprovechándose de esa necesidad básica del hombre: el hambre, y reconociendo que Jesús es Dios y tiene el poder, le propone convertir una piedra en pan para calmar el hambre física. Creyó que lo tenía “arrinconado”. Pero Jesús, fortalecido por cuarenta días de oración y ayuno, venció la tentación.

Del mismo modo Jesús vence las otras dos tentaciones: poder y gloria terrenal a cambio de postrarse ante Satanás, y tentándolo a Él para que haga alarde de su divinidad saltando al vacío sin que su cuerpo sufra daño alguno.

Finalmente, el demonio se retiró sin lograr que Jesús cayera en la tentación, pero no se dio por vencido; se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, buscando nuestro punto débil; como un león rugiente (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar.

Tiempo de cuaresma, tiempo de penitencia, tiempo de conversión, tiempo de volvernos arrepentidos hacía Dios y experimentar su infinita misericordia. Es siempre un milagro el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir lo que la tradición de la Iglesia llama las obras de misericordia corporales y espirituales”. En eso consiste la verdadera conversión, el sacrificio que agrada al Señor (Cfr. Os 6,6).

En este tiempo de cuaresma, reconcíliate con Dios, reconcíliate con tu hermano…

Que pasen un hermoso fin de semana lleno de la PAZ que solo el sabernos amados incondicionalmente por Dios puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DESPUÉS DE CENIZA 05-03-22

El publicano, odiado por todos, contado, junto con las prostitutas y los criminales entre el grupo de los “pecadores” por la sociedad del tiempo de Jesús, se sintió amado, tal vez por primera vez en su vida.

“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía. El Señor te dará reposo permanente, en el desierto saciará tu hambre”. Con este oráculo del Señor comienza la primera lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Is 58, 9b-14).

Continuamos en la tónica de las prácticas penitenciales a las que se nos llama en el tiempo de Cuaresma. Este pasaje que leemos hoy nos evoca aquel del profeta Oseas: “Porque yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos (6,6)”. Jesús se hará eco de este pasaje en Mt 12,7: “Si hubieran comprendido lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificio”.

Nos encontramos ante el imperativo del amor que constituye el fundamento y el objeto del mensaje de Jesús. Jesús nos está invitando a ayunar de todas las cosas que nos apartan de Él, de todo sentimiento o actitud que nos aparte de nuestros hermanos, pues “cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).

Por eso, cada vez que nos despojamos de todo sentimiento y actitud negativos contra nuestro prójimo, cada vez que “partimos nuestro pan” con el hambriento, nuestra luz “brillará en las tinieblas” (Cfr. Mt 5,15; Lc 11,33), y “el Señor en el desierto saciará nuestra hambre”. Cuando hablamos de partir nuestro pan con el hambriento, no se trata solo de saciar su hambre corporal, implica también compartir nuestro tiempo, brindar consuelo y apoyo al necesitado, y enseñar al que no sabe. Entonces Él saciará nuestra hambre de Él mismo en el desierto de nuestras vidas.

Como podemos apreciar, todas las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales, no son más que manifestaciones del Amor de Dios que se derrama sobre y a través de nosotros a toda la humanidad.

La lectura evangélica (Lc 5,27-32) nos presenta la versión de Lucas de la vocación de Leví (Mateo). Mateo era un hombre embebido en la rutina diaria de su trabajo como cobrador de impuestos. Pero al cruzar su mirada con la de Jesús, y escuchar su voz instándole a seguirle, comprendió en un instante que su vida, como él la conocía, no tenía sentido, que había “algo más”, y ese algo era Jesús. Jesús y el amor incondicional que percibió en Su mirada.

El publicano, odiado por todos, contado, junto con las prostitutas y los criminales entre el grupo de los “pecadores” por la sociedad del tiempo de Jesús, se sintió amado, tal vez por primera vez en su vida. Mateo comprendió de momento cuán vacía había sido su vida hasta entonces. Y allí y entonces, aquél amor que percibió en la mirada de Jesús abrasó su alma y provocó su conversión. “Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió”.

La Iglesia nos llama a la conversión durante la Cuaresma. Y la liturgia de hoy nos da la fórmula. Fijemos nuestros ojos en la mirada amorosa de Jesús, y abramos nuestros corazones a Su amor incondicional. ¿Quién puede resistirse?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE CENIZA 02-03-22

“Conviértete y cree en el Evangelio”.

Hoy celebramos el miércoles de ceniza. Comenzamos el tiempo “fuerte” de Cuaresma. Durante este tiempo especial la Iglesia nos invita a prepararnos para la celebración de la Pascua de Jesús.

La Cuaresma fue inicialmente creada como la tercera y última etapa del catecumenado, justo antes de recibir los tres sacramentos de iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía. Durante ese tiempo, junto a los catecúmenos, la iglesia entera, los ya bautizados, vivían como una renovación bautismal, un tiempo de conversión más intensa.

Como parte de la preparación a la que la Iglesia nos invita durante este tiempo, nos exhorta a practicar tres formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Estas tres formas de penitencia expresan la conversión, con relación a nosotros mismos (el ayuno), con relación a Dios (la oración), y a nuestro prójimo (limosna). Y las lecturas que nos brinda la liturgia para este día, nos presentan la necesidad de esa “conversión de corazón”, junto a las tres prácticas penitenciales mencionadas.

La primera lectura, tomada del profeta Joel (2,12-18), nos llama a la conversión de corazón, a esa metanoia de que hablará Pablo más adelante; esa que se da en lo más profundo de nuestro ser y que no es un mero cambio de actitud, sino más bien una transformación total que afecta nuestra forma de relacionarnos con Dios, con nuestro prójimo, y con nosotros mismos: “oráculo del Señor, convertíos a mí de todo corazón con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos”.

En la misma línea de pensamiento encontramos a Jesús en la lectura evangélica (Mt 6,1-6.16-18). En cuanto a la limosna nos dice: “cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.

Respecto a la oración: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará”.

Y sobre el ayuno nos dice: “Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.

Al igual que la conversión, las prácticas penitenciales del ayuno, la oración y la limosna, han de ser de corazón, y que solo Él se entere. Esa es la única penitencia que agrada al Señor. La “penitencia” exterior, podrá agradar, y hasta impresionar a los demás, pero no engaña al Padre, “que está en lo escondido” y ve nuestros corazones.

Al comenzar esta Cuaresma, pidamos al Señor que nos permita experimentar la verdadera conversión de corazón, al punto que podamos decir con san Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20).

Hoy te invito a acudir al Templo a recibir la ceniza; no por costumbre o tradición ni como un rito exterior vacío, sino como signo de conversión y penitencia interior.

Recuerda que hoy es día se ayuno y abstinencia.

REFLEXIÓN PARA EL OCTAVO DOMINGO DEL T.O. (C) 27-02-22

“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este octavo domingo del tiempo ordinario (Lc 6,39-45), constituye el tercer fragmento de lo que se conoce como el “sermón del llano” o “sermón de la llanura” de Jesús que comenzó con las Bienaventuranzas (en paralelo con el discurso o “sermón de la montaña” que nos narra Mateo).

Jesús utiliza la figura de la vista (“ciego” – “ojo”), que nos evoca la contraposición luz-tinieblas (Cfr. Jn 12,46), para recordarnos que no debemos seguir a nadie a ciegas, como tampoco podemos guiar a otros si no conocemos la Luz. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El mensaje es claro: No podemos guiar a nadie hacia la Verdad si no conocemos la Verdad. No podemos proclamar el Evangelio si no lo vivimos, porque terminaremos apartándonos de la verdad y arrastrando a otros con nosotros hacia la oscuridad del pecado.

Ese peligro se hace más patente cuando caemos en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos juzgado a nosotros mismos, cuando pretendemos enseñarles a otros cómo poner su casa en orden cuando la nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.

Con toda probabilidad Jesús estaba pensando en los fariseos cuando pronunció esas palabras tan fuertes. De hecho, en el relato de Mateo Jesús dirige esas palabras a los fariseos (Mt 7, 1-7; 16-20). Pero esa verdad no se limita a los fariseos, de ahí que en la versión de Lucas encontramos a Jesús dirigiéndose a sus discípulos (a nosotros). Somos muy dados a juzgar a los demás con severidad, pero cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos) toda clase de justificaciones e inclusive nos negamos a ver nuestras propias faltas; nos tornamos “ciegos”.

Jesús nos invita a ser compasivos, indulgentes y misericordiosos con nuestros hermanos. “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá” (Mt 7,1-2).

Jesús nos está proponiendo un proceso de introspección, de autoexamen, que nos permita tomar conciencia de nuestra propia hipocresía, reconocer nuestros pecados, y hacer propósito de enmendar nuestra conducta de modo que sea agradable a Dios. Solo así podremos salir de nuestra “ceguera espiritual” y ver la Luz que nos permita guiar a nuestros hermanos hacia ella mediante la corrección fraterna sin juzgarlos ni criticarlos.

Tenemos pues que convertirnos (esa “conversión” a que se nos llama en el tiempo de Cuaresma que está a punto de comenzar) en seres humanos nuevos, en otros “cristos” (Gál 2,20), para entonces poder proponer un cambio de vida a nuestros hermanos, especialmente con nuestra conducta.

Hoy te invito a unirte al Santo Padre en oración por el pueblo de Ucrania. Jesús, en Ti confío…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 14-02-22

“¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”.

“En aquel tiempo, se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”. Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla” (Mc 8,11-13). Este corto pasaje que nos propone la liturgia para hoy lunes de la sexta semana del tiempo ordinario como lectura evangélica, nos invita a reflexionar sobre nuestra fe.

Aquellos se negaban a aceptar el anuncio de Reino de parte de Jesús porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Sabemos por los relatos evangélicos que Jesús era un maestro del debate. Imagino que cuando los fariseos se sintieron acorralados ante los argumentos contundentes de Jesús, en un intento de quedar bien delante de los que les escuchaban, decidieron ponerle a prueba exigiendo un signo del cielo. Un riesgo para ellos y una tentación para Jesús; la oportunidad de demostrar su poder, como cuando el demonio tentó a Jesús en el desierto luego de ayunar por cuarenta días: “Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4,3). Pero Jesús no vino a demostrar su poder sino a servir, a dar su vida por la salvación de todos. Los milagros que hace son producto de su amor y misericordia infinitos, no para demostrar su poder.

Aun así, los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz… Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución (Cfr. Jn 18,36). El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra.

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos un “milagrito” para afianzar esa “conversión”? ¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús? ¡Ah!, pero para percibir ese milagro hace falta fe…

Pienso en esos “televangelistas” con su espectáculo multitudinario en el cual los ciegos recuperan la vista, los tullidos caminan, los sordos recuperan la audición y el habla, etc., etc., y me pregunto: ¿Acaso los que presencian esos portentos creerían igual si no tuvieran esos “signos”? La Buena Noticia del Reino, ¿necesita de “signos” visibles para ser creída? Esas personas creen creer porque “ven”… (Cfr. Jn 20,25). ¿Es eso fe?

A veces el verdadero milagro consiste en la felicidad que produce el saberse amado por Dios en medio de la enfermedad, del dolor, de las dificultades y de las pérdidas, y confiar en su promesa de Vida eterna.

Que pasen una hermosa semana…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE EPIFANÍA 07-01-22

“Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino”…

Ayer celebrábamos la solemnidad de la Epifanía del Señor, esa manifestación de Dios a todas las naciones. Durante esta semana la liturgia seguirá presentándonos “signos”, pequeñas “epifanías”, a través de una serie de gestos que manifiestan a Cristo. Aquél Niño que fue adorado en Belén por los magos de oriente, se nos manifiesta en el Evangelio que leemos hoy (Mt 4,12-17.23-25) como el Mesías y el Maestro enviado por Dios.

Comienza la lectura con la decisión de Jesús de cambiar de domicilio, de Nazaret a Galilea, tan pronto de entera que Juan el Bautista había sido apresado. Allí se establecen en la ciudad de Cafarnaún, a orillas del Mar de Galilea, que se convertiría en el “centro de operaciones” de su gestión misionera. Una vez apresado Juan, Jesús comprendió que la labor de aquél había culminado. Ahora le correspondía a Él desplegar su misión evangelizadora.

Mudarse de Nazaret a Cafarnaún representaba un cambio drástico, era mudarse del “ambiente protegido” de una comunidad pequeña en que todos se conocían, a una ciudad cosmopolita donde habitaban muchos extranjeros paganos. Mateo ve en ese gesto de Jesús el cumplimiento de la profecía de Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Jesús llega a traer la Luz a los paganos que vivían en las tinieblas porque no le conocían.

Allí hace un llamado a la conversión, a judíos y gentiles por igual, como preparación para la llegada del Reino que “está cerca”, desplegando su labor como predicador itinerante por toda la Galilea, mientras llevaba a cabo signos que constituían manifestaciones o pequeñas “epifanías” de su persona: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba”. Este es el “anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión” que contemplamos como el tercero de los misterios luminosos o “de luz” que fueron instituidos por san Juan Pablo II mediante la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, el 16 de octubre de 2002.

El pasaje que contemplamos hoy no nos dice qué decía Jesús en sus predicaciones; eso lo veremos a lo largo de todo el relato evangélico. Pero el mensaje central está ahí: ¡El Reino ha llegado!; Dios se ha manifestado, se ha hecho presente entre nosotros, se nos ha revelado en toda su plenitud en la persona de su Hijo, y a través de Él nos llama a la conversión, nos invita a cambiar nuestras vidas para convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20). Así, esa conversión implica auxiliar nuestros hermanos, especialmente a los enfermos, los pobres, los desposeídos, tal como Cristo nos enseñó. Esta será la señal de que su Espíritu está obrando en nosotros, y que Él mismo habita entre nosotros.

¡Que se te note!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 14-12-21

“Un hombre tenía dos hijos…”

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este martes de la tercera semana de Adviento (Mt 21,28-32), termina con una de esas sentencias “fuertes” de Jesús que nos estremecen: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. Y en el meollo de todo está la frase “le creyeron”. Como hemos repetido en tantas ocasiones, la fe implica, no solo “creer” en Jesús, sino “creerle” a Jesús, creer en su Palabra salvífica. Y ese creer en Jesús se manifiesta al poner en práctica, actuar acorde a esa Palabra, a dar TESTIMONIO. Es la culminación del proceso de conversión a que la Iglesia nos exhorta en este tiempo especial de Adviento.

La lectura nos presenta a dos hijos que escuchan las mismas palabras del padre. Uno le dice que no, pero luego recapacita y va a hacer lo que el padre le pidió. El otro se muestra “obediente” y le dice que sí, pero luego no lo hace. Con esta parábola Jesús está “retratando” a los sumos sacerdotes y ancianos, quienes daban “cumplimiento” (“cumplo” y “miento”) exterior a la Ley, ofreciendo toda clase de sacrificios y holocaustos, mientras en sus corazones se creían superiores a los demás y no practicaban la misericordia (“Porque yo quiero misericordia, no sacrificio…” – Os 6,6). ¿A cuántos de nosotros estará “retratando” Jesús?

En la primera lectura el profeta Sofonías (3,1-2.9-13) denuncia la incredulidad, la falta de fe y la soberbia del pueblo: ¡Ay de la ciudad rebelde, impura, tiránica! No ha escuchado la llamada, no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios”. Entonces anuncia que la Palabra de Dios será acogida por otros pueblos: “purificaré labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos lo sirvan a una. Desde las orillas de los ríos de Cus mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda”.

No obstante, el profeta suscita la esperanza de una restauración del pueblo de Israel en la persona de los humildes, de aquellos que confían en el Señor, los “pobres de espíritu”, los anawim, los “pobres de Yahvé” por quienes Jesús siempre mostró preferencia (Cfr. Bienaventuranzas): “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”.

De todos los atributos de Dios el que más sobresale es la Misericordia, producto de su Amor incondicional de Dios-Madre, que hace que nunca nos rechace cuando nos acercamos a Él con el corazón contrito y humillado (Sal 50,19), no importa cuán grande sea nuestro pecado. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre (Lc 15,22-24).

Las lecturas de hoy nos invitan una vez más a la conversión. Si aún no te has reconciliado, todavía estás a tiempo. Recuerda, no importa tu pecado, Él te recibirá con el abrazo más tierno que hayas experimentado. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha…” (Sal 33).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 13-12-21

“Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto”.

En la primera lectura para hoy (Núm 24,2-7.15-17a) encontramos un anuncio temprano de la venida del futuro Mesías. Lo curioso del caso es que el anuncio viene de un pagano, Balaán, “vidente” a quien el rey de Moab había encargado  maldecir al pueblo de Israel, que tenía intenciones de atravesar su territorio, ya a finales del Éxodo, luego de cuarenta años de marcha a través del desierto de Sinaí.

No podemos perder de vista que el éxodo es el resultado de la primera vez que Dios decide “intervenir” en la historia y tomar partido con su pueblo que vivía esclavizado en Egipto. Por tanto, no podía permanecer con los brazos cruzados. Ante las pretensiones del rey moabita, Dios “toca el corazón” del vidente pagano, quien lejos de maldecir, bendice al pueblo de Israel y profetiza el futuro mesiánico, que vendrá, no solo para el pueblo de Israel, sino para todo el mundo. Inicialmente esta profecía se entendió cumplida en la persona del rey David, pero más adelante se interpretó por el pueblo, y los primeros cristianos, que se refería al Mesías esperado.

Hemos dicho que el tiempo de Adviento es tiempo de preparación, de espera, de anticipación, de encaminarse hacia… Dios viene al encuentro de todos los que le esperan, pero no se impone a nadie. Él “toca a la puerta”, pero no nos obliga a recibirle. Se trata de un acto de fe. El que no quiere creer no va a aceptar ningún argumento, explicación ni evidencia, por más contundente que sea. Así, quien no quiere dejarse convencer por la persona y las palabras de Jesús, tampoco podrá serlo por ninguna discusión.

Ese es el caso que nos presenta la lectura evangélica de hoy (Mt 21,23-27). Luego de echar a los mercaderes del Templo, Jesús continúa moviéndose en sus alrededores y, estando allí, se le acercan unos sumos sacerdotes y ancianos para cuestionarle con qué autoridad les había echado: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?”.

Jesús les responde con otra pregunta: “Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?”. Ellos saben que no importa cómo contesten van a quedar en evidencia, pues si dicen que del cielo, quedan como no-creyentes, y si dicen que de los hombres, se ganan el desprecio del pueblo que tiene a Juan como un gran profeta, lo que en aquellos tiempos podía acarrearles incluso el linchamiento por blasfemos. Ante esa disyuntiva prefieren pasar por ignorantes: “No sabemos”. A lo que Jesús replicó: “Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”.

La réplica de Jesús había sido una invitación a recapacitar; más aún, una invitación a la conversión. Aquellos miembros del consejo se negaban a reconocer que Juan había sido enviado para allanar el camino para la llegada del Mesías: Jesús de Nazaret. Por eso se niegan a reconocer (o les resulta conveniente ignorar) el nuevo tiempo de salvación inaugurado con Jesús.

Hoy día no es diferente. Jesús se nos presenta como nuestro Salvador. Y el Adviento es buen tiempo para recapacitar, para la conversión. Solo así podremos reconocerle y aceptar su mensaje de salvación.

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE ADVIENTO (C) 12-12-21

Se le llama a ese tercer domingo de Adviento Gaudete que literalmente quiere decir “alégrense”, o “regocíjense”.

La liturgia de hoy reboza de alegría; el tipo de alegría que se contagia. Comenzamos esta tercera semana de Adviento encendiendo la vela rosada como símbolo de alegría. Por eso se le llama a ese tercer domingo de Adviento Gaudete que literalmente quiere decir “alégrense”, o “regocíjense”. La primera lectura (So 3,14-18a), al igual que el Salmo (Is 12,2-3.4bed.5-6) y la segunda lectura (Fil 4,4-7), nos transmiten ese gozo. “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén” (So 3,14).

El pasado domingo el Evangelio nos presentaba a Juan el Bautista predicar un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. En la lectura evangélica de hoy (Lc 3,10-18) Juan concretiza esa conversión en unas conductas específicas. Esto motivado por las preguntas: “¿Entonces, qué hacemos?” y “Maestro, ¿qué hacemos nosotros?”

Juan contestó la pregunta a la gente en términos generales: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”. También a unos publicanos: “No exijáis más de lo establecido”. En ocasiones anteriores hemos dicho cómo los publicanos eran tal vez los judíos más odiados por el pueblo pues, tras de cobrar impuestos para el imperio opresor, cobraban otro tanto de más para ellos. Finalmente contesta la pregunta a unos militares: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga”.

El pueblo intuía la llegada inminente de los tiempos mesiánicos tan esperados por el pueblo. La austeridad y la sabiduría de Juan los confunde y comienzan a preguntarse si no sería Juan el Mesías. La contestación de Juan no se hizo esperar: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Palabras poderosas y llenas de promesa, precedidas de una muestra de humildad absoluta que solo puede venir de un contacto, una relación estrecha con Dios que le hace reconocerlo en la persona de Jesús.

No podemos olvidar que Juan sintió la presencia del Espíritu con toda su fuerza cuando aún estaba en el vientre de su madre Isabel, al recibir la visita de la “llena de gracia”. Isabel fue la primera en recibir en su casa al Salvador, cuando este todavía se encontraba en el vientre de María. Y esa visita provocó que Isabel se llenara del Espíritu Santo (Lc 1, 41) y, con ella, la criatura que llevaba en su vientre. Estoy convencido que esa infusión de Espíritu marcó la vida de Juan para siempre con las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.

“No merezco desatarle la correa de sus sandalias”. En el mundo de la época desatar las sandalias era tarea de esclavos. Ante la presencia del Mesías, Juan reconoce su pequeñez, se declara sencillamente sin derechos. Durante su gestación en el vientre de Isabel, al recibir la visita de la “esclava del Señor” (Lc 1,38), Juan se “contagió” de la gracia de María, esa gracia que nos hace comprender que la verdadera libertad, la verdadera grandeza, está en hacerse “esclavo” del Señor.

Y desde ese momento Juan comenzó a vivir su Adviento. Adviento que culminaría al bautizar a Jesús en el Jordán y serle revelado por el Espíritu que ese era el Hijo de Dios, lo que le hizo exclamar lleno de júbilo ante todos al encontrase más tarde con Jesús: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,24-34).

Y tú, ¿te has encontrado con Jesús? ¿Estás dispuesto a confesar tu fe en Él ante todos como lo hizo Juan? Todavía nos quedan trece días para el nacimiento del Niño Dios en el pesebre, en nuestros corazones. Aún estamos a tiempo para “preparar el camino del Señor, allanar sus senderos” (Lc 3, 4), y recibirle con los brazos abiertos. Anda, ¡anímate!… ¡alégrate! Él está esperando.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 10-12-21

“¿A quién se parece esta generación? Se parece a los niños sentados en la plaza, que gritan a otros: ‘Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado’. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: ‘Tiene un demonio’. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: ‘Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Pero los hechos dan razón a la sabiduría de Dios” (Mt 11,16-19).

Esta corta lectura evangélica es la que nos propone la liturgia para hoy viernes de la segunda semana de Adviento. Con esta parábola Jesús pone de manifiesto la actitud del pueblo que prefería mantenerse como estaba, y no tenía intención alguna de cambiar, de escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica. No querían “comprometerse”. Jesús los compara con unos niños jugando en la plaza. Mientras unos quieren estar alegres, otros prefieren estar tristes; no se ponen de acuerdo. El problema es que cuando se refiere a los adultos del tiempo de Jesús, “esta generación” (y los de la nuestra), no se trata de un juego, se trata de la vida eterna. Lo que ocurre es que cuando se trata de las cosas de Dios, del mensaje de Jesús, de su Evangelio, siempre hay una excusa. Es más fácil decir “no creo”, que aceptarlo y enfrentar las consecuencias que esa fe implica.

Por eso cuando vino Juan el Bautista, que predicaba su mensaje de penitencia y austeridad, no le aceptaron. “Tiene un demonio” decían; “es demasiado exigente”, decían otros. Esas mismas personas, cuando vino Jesús a predicar su mensaje de amor y fraternidad, y se juntaba con pecadores, y compartía con ellos la mesa y el vino, también lo rechazaron. “Es un comilón y borracho”. Hoy día no es diferente. Preferimos estar dentro de nuestra “zona de confort”. Que no venga nadie a decirme cómo tengo que actuar; no quiero comprometerme, no me interesa cambiar.

Estamos prácticamente a mitad del tiempo de Adviento; ese tiempo que nos llama a la conversión y penitencia, y a la preparación para la espera gozosa de Jesús. ¿Cuál es nuestra excusa para negarnos a entrar en el Adviento y vivir el gozo de la Navidad? ¿Asumimos la actitud de que si “nos tocan la flauta” nos negamos a bailar y si nos “cantan lamentaciones” nos negamos a llorar?

No hay duda. Resulta más cómodo vivir desde ahora una “Navidad por adelantado” con la fiesta, la comida, la bebida, la música “típicas” de la época, sin compromiso espiritual alguno, sin necesidad de cambio (me siento bien como estoy), porque si tomo en serio a Cristo y a su mensaje, me voy a “poner en evidencia” y me voy a ver obligado a decidir entre lo que me ofrece Cristo y lo que me ofrece el mundo.

Durante esta época de Adviento la Iglesia nos invita a dejar que Jesús entre en nuestras vidas, en nuestros corazones, con todas las consecuencias que ello implica; lo que yo llamo la “letra chica” que está implícita en el seguimiento del Evangelio. Pidamos al Señor que nos ayude a comprender que el momento de cambiar y comprometernos es “ahora”. Solo así seremos acreedores del Reino.

¡Piénsalo!