REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 04-09-18

“¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Pues, lo mismo, lo íntimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios”. La primera lectura de hoy (1 Cor 2,10b-16), continúa el pensamiento de la primera lectura de ayer, y nos recuerda que para poder explicar a otros las verdades espirituales, “no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales”.

El relato evangélico, por su parte (Lc 4,31-37), nos narra el primer milagro de la “vida pública” de Jesús recogida en los evangelios sinópticos. Jesús acababa de pronunciar su “discurso programático” en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18-21). De ahí bajó a Cafarnaún, ciudad que se convirtió en el “centro de operaciones” de su actividad misionera. Nos dice el Evangelio que allí Jesús enseñaba en la sinagoga los sábados. Estando en la sinagoga, se suscitó el episodio del hombre endemoniado que nos narra la lectura de hoy, y la expulsión del demonio que le poseía.

Se trata de uno de los llamados “exorcismos” realizados por Jesús. Aunque los exégetas están de acuerdo que muchas de esas “posesiones” son en realidad enfermedades como epilepsia o desórdenes mentales, lo cierto es que, no importa cómo las cataloguemos, Jesús demuestra su poder sobre ellas. Poder que se manifiesta a través de su Palabra.

Actualizando ese pasaje a nuestra realidad, si nos examinamos a conciencia, podemos identificar aquellos “demonios” que nos impiden llegar a Jesús y nos mantienen alejados de Él y de su mensaje liberador. Esos demonios que cuando Jesús se nos acerca le gritan: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros?”

Si abrimos nuestro corazón al Amor de Jesús, y nuestros oídos a su Palabra, esta dirá a nuestros demonios: “¡Cierra la boca y sal!”. Entonces quedaremos liberados de esos demonios que nos mantenían encadenados, y que no pueden resistirse ante el poder esa Palabra que hacía decir a los que veían a Jesús: “¿Qué tiene su palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen.” De ese modo podremos predicar la Palabra de Dios, “no en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales”, tal como nos dice san Pablo en la primera lectura de hoy.

Es la victoria del Amor infinito de Jesús que vence nuestras debilidades, nuestras impurezas, nuestros egoísmos, nuestros “demonios”. Hoy es un buen día para hacer examen de conciencia y preguntarnos: ¿cuáles son mis “demonios”, esos que me impiden abrir mi corazón para recibir el torrente de Amor que Dios derrama sobre mí en el Espíritu Santo?

En este día pidamos a Jesús que con el poder infinito de su Palabra nos libere de todos aquellos demonios que nos mantienen encadenados y apartados de Él, para que podamos disfrutar de la verdadera libertad que representa el participar junto a Él de la filiación divina.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 03-09-18

“Yo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor 2,1-5).

Esa breve primera lectura que nos propone la liturgia para hoy, encierra el secreto de lo que es la verdadera predicación. Al leerla vino a mi memoria un libro escrito por el P. Emiliano Tardiff: Jesús está vivo. En ese libro el Padre Tardiff recordaba cómo cuando él comenzó a predicar preparaba unas homilías bien profundas, citando los grandes autores clásicos y teólogos modernos; las escribía y luego las leía para que no se quedara nada. Hasta que un día, poco antes de comenzar una predicación sintió la voz del Señor que le dijo: “Si tú que tienes tantos estudios y has leído tanto no eres capaz de grabártelo en la memoria solo para repetirlo, ¿cómo quieres que esta gente sencilla que no tiene la misma preparación que tú, lo grabe en su corazón para vivirlo?”

Ese día comprendió que aquello que él predicaba no era lo que la gente quería, lo que necesitaba escuchar, y cambió su predicación para testimoniar el poder de Dios, y lo que Él está haciendo ahora, hoy. En otras palabras, compartir con los demás las historias del amor de Dios, las maravillas que Dios había hecho en él, su experiencia de Dios. No de un Jesús distante que vivió hace dos mil años, sino de ese Jesús que está vivo y presente entre nosotros.

No se trata ya de decir a la gente quién es Dios, sino qué significa Dios en mi vida, cómo esta ha cambiado desde que comencé mi relación amorosa con Él, y compartir esa experiencia con los demás. Yo pasé por el mismo proceso que el P. Tardiff, y la lectura de ese libro cambió mi predicación. Es la diferencia entre mostrar a alguien una foto de las cataratas del Niágara, y llevarle allí a contemplarlas en toda su majestuosidad, sintiendo el ruido, la vibración, cómo la piel se humedece con el rocío que invade todo el litoral.

Precisamente, ese fue el secreto de la predicación de Pablo, quien se valió, no de su sabiduría (de hecho, era un hombre con muchos estudios) ni de su elocuencia, sino de su conocimiento del Crucificado, producto de aquél encuentro en el camino a Damasco (Hc 9,1-22), y cómo ese encuentro había cambiado su vida para siempre.

Ese es el evangelio que todos estamos llamados a predicar con nuestro ejemplo de vida. Compartir con todos nuestra experiencia de Jesús, y cómo ese encuentro con el Jesús resucitado ha cambiado nuestras vidas, como lo hizo con Pablo, “para que su fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”.

He aquí el proyecto que les propongo para la semana que comienza. Y no teman, recuerden que “para Dios, todo es posible” (Mt 19,26).

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN 08-08-18

La Orden de Predicadores (Dominicos) celebra hoy la Solemnidad de nuestro padre y fundador Santo Domingo de Guzmán, y en esta fecha celebramos la liturgia propia de la solemnidad, apartándonos de las lecturas correspondientes al tiempo ordinario.

Como primera lectura propia de la Solemnidad, se nos ofrece un texto de la Primera Carta del Apóstol san Pablo a los Corintios (2,1-10a), que nos presenta el secreto de la predicación de Pablo: “Cuando vine a ustedes a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a ustedes débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”. Pablo termina este pasaje diciendo: “«Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman». Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”.

Ahí está el secreto de la evangelización: predicar a Jesús muerto y resucitado, y las maravillas que ha obrado en cada uno de nosotros a través de su Santo Espíritu. El Padre Emiliano Tardiff lo expresó de manera elocuente: “Un evangelizador es ante todo un testigo que tiene experiencia personal de la muerte y resurrección de Cristo Jesús y que transmite a los demás, más que una doctrina, una persona que está viva que comunica vida y vida en abundancia. Después, solo después y siempre después, se debe enseñar la catequesis y la moral. A veces estamos muy preocupados en que la gente cumpla los mandamientos de Dios antes de que conozcan al Dios de los mandamientos”.

De Santo Domingo se dice que “hablaba con Dios y de Dios”. Hablaba con Dios porque era hombre de oración, estudio de la Palabra y contemplación de la verdad revelada a través del estudio. El fruto de esa contemplación, que es el conocimiento de Dios, es lo que le permitía “hablar de Dios”, es decir, compartir con otros su experiencia de Dios como “una persona que está viva que comunica vida y vida en abundancia”. Ese fue el secreto de Pablo, y el secreto de Domingo de Guzmán, y es el ejemplo que debemos emular.

Como lectura evangélica contemplamos a Lc 9,57-62, que nos presenta dos frases que resumen las exigencias del seguimiento de Jesús: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Jesús no solo abandonó su casa, sino que junto a ella abandonó también a su familia, especialmente a su madre, que era la persona que más amaba. Cuando Jesús le dice a su discípulo que seguirlo a Él es más importante que cumplir con el piadoso deber de enterrar a los muertos, lo hace con todo propósito, para recalcar la radicalidad del seguimiento, y que no hay nada más importante que el anuncio del Reino.

Domingo de Guzmán vivió esa radicalidad en el seguimiento de Jesús, e imprimió a la Orden ese carisma que me honro compartir.

¡Santo Domingo de Guzmán, ruega por nosotros!

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (A) 18-06-17

Foto del milagro eucarístico de Lanciano tomada durante nuestra peregrinación en el año 2012. En este milagro, la Ostia se convirtió en tejido de corazón humano, y el vino en sangre humana tipo AB.

Hoy la Iglesia está de fiesta. Celebramos la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, conocida por su nombre el latín: Corpus Christi. Esta solemnidad surge en la Iglesia universal mediante la bula Transiturus firmada por el papa Urbano IV el 8 de septiembre  de 1264, que la fijó para el jueves después de la octava de Pentecostés (en Puerto Rico, por disposición de la Conferencia Episcopal, se celebra el domingo siguiente – hoy).

En esta celebración proclamamos Su presencia verdadera, real y sustancial bajo la las especies de Pan y Vino. Por eso las lecturas que nos presenta la liturgia están relacionadas con la Eucaristía, el sacramento alrededor del cual gira toda la liturgia de la Iglesia, y en el que se hace presente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

La primera lectura (Dt 08,02-03.14b-16a) nos presenta la figura del maná, aquél pan misterioso que alimentó al pueblo de Israel durante su marcha por el desierto, pan que saciaba el hambre corporal pero no daba Vida, pues los que lo comían estaban destinados a morir. “Él te afligió haciéndote pasar hambre y después te alimento con el maná —que tú no conocías ni conocieron tus padres— para enseñarte que no solo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios”. La Palabra, que sale de la boca de Dios, es la verdadera fuente de Vida. Esa Palabra que luego se encarnaría (Jn 1,14) y se nos daría a Sí misma como alimento para darnos Vida eterna.

La segunda lectura, tomada de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (10,16-17), nos recuerda que la Eucaristía es el pan que nos une al cuerpo místico de Cristo, haciéndonos uno con Él por medio de la Iglesia. “Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”.

Pablo se refiere al misterio de la Eucaristía, que el mismo Jesús nos presenta en el Evangelio de hoy (Jn 6,51-58): “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Ante la incredulidad de los judíos que le escuchaban (“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”), Jesús reitera su mensaje: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.

Y para que los judíos acabaran de entender, les refiere a la primera lectura de hoy: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre”.

“El que come este pan vivirá para siempre”… Es una promesa y una invitación de parte de Jesús. Él te está esperando… ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 13-06-17

“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt 5,13-16). En esta corta lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy, Jesús utiliza dos imágenes para  expresar cómo debe ser nuestro anuncio de Reino.

La primera de ella, “sal del mundo” nos hace preguntarnos, ¿cómo puede volverse sosa la sal? En la antigüedad, la sal se usaba en unas rocas (cristales) que se sumergían en los alimentos y se sacaban una vez sazonados, para volverse a usar, hasta que la roca se tornaba insípida. Entonces se descartaba.

La segunda de ellas, la lámpara que se enciende y no se pone debajo del celemín, sino en el candelero para que alumbre, es más obvia para nosotros.

Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos, que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones utilizar una roca de sal para sazonar la sopa, o traer un candil al caer la noche para iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esas imágenes sencillas, domésticas, familiares, para enseñarnos la actitud que debemos tener respecto a la Palabra de Dios que recibimos.

No podemos ser efectivos en nuestro anuncio de la Buena Noticia del Reino si no nos alimentamos continuamente con la Palabra y la Eucaristía, pues llegará un momento en que nuestro mensaje perderá su sabor, se tornará “soso”. Podremos continuar entre nuestros hermanos, pero ya no seremos eficaces en nuestro anuncio del Reino

Por otro lado, esa Palabra de Vida eterna no es para esconderla, sino para ponerla en un lugar visible, para que todos se beneficien de su Luz.

Jesús nos ha dicho que todos estamos llamados a ser “luz del mundo”. Y ¿cómo podemos ser “luz del mundo”? En la primera lectura de hoy (2 Cor 1,18-22) san Pablo nos brinda una pista: siendo fieles a la Palabra, consistentes en nuestro mensaje. “Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado, no fue primero «sí» y luego «no»; en él todo se ha convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un «sí». Y por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya”. Por eso el Salmo (118) nos dice: “La explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes”.

El mensaje de Jesús es claro y es uno. No podemos “acomodarlo” a nuestros gustos o deseos o, peor aún, amoldarlo a lo que quieren escuchar aquellos a quienes lo proclamamos. La Palabra a veces duele, como el fuego de la lámpara que quema, pero ilumina nuestro camino…

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (A) 11-06-17

Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 3,16-18) Jesús reafirma en forma inequívoca la identidad entre el Padre y Él, y cómo un en acto de amor nos “entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.

Este pasaje tenemos que leerlo en su contexto: La conversación de Jesús con Nicodemo que ocupa más de la primera mitad del capítulo 3 del Evangelio según san Juan, en la cual Jesús acaba de decirle a Nicodemo que “el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios”.

Durante la cincuentena de Pascua, mientras nos preparábamos para la solemnidad de Pentecostés, leíamos el libro de los Hechos de los Apóstoles que centraba nuestra mirada en la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles y los otros discípulos congregados en torno a ellos recibirían en Pentecostés junto a María, la madre de Jesús y madre nuestra, dando origen a la Iglesia misionera.

Eso le infunde un carácter Trinitario a la Iglesia, ya que esta nace de la promesa del Padre que se hace realidad en Pentecostés a fin de que la comunidad dé testimonio de Jesús; y es el Espíritu quien guía la obra de evangelización y le da la fuerza necesaria para dar testimonio de Jesús en medio de persecuciones y luchas.

Es decir, que podemos participar de la vida eterna gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. La fórmula es sencilla: El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena, que es el Amor incondicional de Dios. Por eso decimos en el Credo nicenoconstantinopolitano: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria…”

Esa identidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu es la que hace posible la promesa de Jesús a sus discípulos al final del Evangelio según san Mateo: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Porque donde está el Padre está el Hijo, y está también el Espíritu; y donde está el Espíritu están el Padre y el Hijo. De este modo, en la acción del Espíritu Santo se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad.

Por eso Pablo termina su segunda carta a los Corintios (segunda lectura de hoy) diciendo: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros” (2 Co 13,13).

De eso se trata la Trinidad, pues todo el misterio de Dios se reduce al amor: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn 4,7-8).

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 25-05-17

Bema de Corinto; lugar donde Pablo predicó el Evangelio a los gentiles en esa ciudad.

La liturgia pascual continúa narrándonos la misión evangelizadora de Pablo. En el pasaje que contemplábamos ayer lo vimos en Atenas predicado en el areópago. A pesar de que logró algunas conversiones no tuvo el éxito esperado, y la lectura de hoy (Hc 18,1-8) nos lo muestra abandonando Atenas y dirigiéndose a Corinto.

Allí se encontró con Aquila y su mujer Priscila, con quienes se juntó. Contrario a lo que el Espíritu le dictaba, Pablo insistía en continuar tratando de convertir a los judíos, tal vez motivado por su formación como fariseo. El fracaso de Pablo con los judíos de Corinto fue rotundo. Tan solo Crispo, el jefe de la sinagoga, se convirtió. Ante los insultos y la férrea oposición de los judíos, Pablo se sacudió la ropa y les dijo: “Vosotros sois responsables de lo que os ocurra, yo no tengo culpa. En adelante me voy con los gentiles”. Y así lo hizo.

Pablo permaneció en Corinto por aproximadamente un año y medio, en donde logró muchas conversiones entre los gentiles, que conformaron una comunidad cristiana a la que luego escribiría dos cartas. Pablo pasó muchos dolores de cabeza con esa comunidad, pero no se rindió; continuó predicando hasta que la semilla plantada dio fruto.

A nosotros muchas veces nos ocurre lo mismo en medio del mundo arropado por el secularismo en que nos ha tocado vivir. Vemos que nuestra predicación no rinde los frutos que esperamos o, al menos, no tan rápido como quisiéramos. Tal vez inclusive puede que sea otro quien coseche los frutos. Pero así es la semilla del Reino, que se siembra y va creciendo bajo tierra, fuera de nuestra vista, hasta que el día propicio germina y da fruto. Es ahí donde entra en juego el Espíritu Santo que nos da el don de la paciencia que nos hace madurar; madurez que nos aviva la esperanza (Rm 5,3) y nos permite seguir adelante.

La lectura evangélica (Jn 16,16-20) continúa narrando la sobremesa de la última cena y el discurso de despedida de Jesús, quien sigue tratando de explicar a sus discípulos su muerte inminente y su posterior resurrección, algo que no entenderán hasta que ocurra. Jesús intenta explicarle estos misterios utilizando una especie de juego de palabras: “Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver”. Como no comprenden, trata de explicárselos de otra manera: “Pues sí, os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”.

Los discípulos no entendían en aquel momento que Jesús tenía que morir y luego resucitar, para con su muerte y resurrección abrirnos las puertas a la vida eterna. Antes de la última cena se los había dicho y tampoco lo habían comprendido: “Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

¡Cuántas veces en nuestras vidas no podemos “ver” a Jesús en medio de la oscuridad que nos rodea! ¡Cuántas veces sentimos ese vacío, esa ausencia! Pero cuando tenemos la certeza de que si perseveramos en la oración, “dentro de poco” volveremos a verlo y “nuestra tristeza se convertirá en alegría”, nos sentimos consolados. Para eso tenemos que creer en Jesús y creerle a Jesús. Porque para Él no hay desierto ni abismo que no pueda conquistar.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LOS APÓSTOLES FELIPE Y SANTIAGO 03-04-17

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de los apóstoles Felipe y Santiago.

Como primera lectura, hoy nos apartamos momentáneamente del libro de los Hechos de los Apóstoles para visitar la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15, 1-8). En este pasaje encontramos a Pablo reiterando la proclamación de su fe pascual a los cristianos de la comunidad de Corinto: “Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último, se me apareció también a mí”.

Como parte de la proclamación de fe pascual, Pablo nos presenta a Santiago y los demás apóstoles (lo que incluiría a Felipe) como testigos de la Resurrección. Ese es nuestro Camino de salvación, el único Camino que nos ha de conducir al Padre, como nos recuerda Jesús en la lectura evangélica.

Se trata de un Cristo que nos amó “hasta el extremo”, que murió por nuestros pecados. Por eso, si nos adherimos plenamente a Él (como tiene que ser, pues para Jesús no hay términos medios; el seguimiento ha de ser radical), no solo anunciaremos lo que sabemos de Él que hemos recibido de las Escrituras y la santa Tradición, sino que daremos testimonio con nuestra propia vida, que se convertirá en predicación viviente de la Buena Noticia del amor salvador de Jesús para toda la humanidad.

En la lectura evangélica (Jn 14,6-14), Jesús nos lanza otro de sus “Yo soy” típicos del evangelio según san Juan, que enfatizan la identidad de Jesús con el Padre: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”.

Vemos cómo Felipe, a pesar de creer que conoce a Jesús, le pide una prueba, una manifestación del Padre. Jesús le cuestiona que cómo es posible que, conociéndole a Él, pida que le “muestre” al Padre, reiterando que “yo estoy en el Padre, y el Padre en mí”. Pero Jesús va más allá; nos asegura que el que cree en Él, podrá también hacer las maravillas que Él hace, “y aún mayores”. Tan solo hay que pedir al Padre en nombre de Jesús.

A veces creemos conocer a Jesús, nos consideramos personas de fe, creemos en Jesús; pero, ¿creemos en su Palabra?, ¿vemos al Padre en Él?, ¿verdaderamente creemos que todo lo que pidamos en Su nombre, Él lo hará “para que el Padre sea glorificado” en Él?

Señor, hoy que celebramos la Fiesta de los apóstoles Felipe y Santiago, concédenos la gracia de convertirnos en testigos del Resucitado mediante nuestro testimonio de vida, para que todos le conozcan y, conociéndole crean en la Buena Noticia y le reconozcan como el único Camino que conduce a Ti.

Pidámosle al Espíritu Santo que acreciente en nosotros la virtud teologal de la fe para que podamos reconocer en Jesús el camino que nos conduce al Padre.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 17-09-16

sembrador

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 8,4-15), la parábola del sembrador, es uno de esos que no requiere interpretación, pues el mismo Jesús se encargó de explicarla a sus discípulos. La conclusión destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Como primera lectura tenemos la continuación de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,35-37.42-49). El pasaje que contemplamos hoy es secuela de la primera lectura que leyéramos el pasado jueves (1 Cor 15,1-11), que nos presentaba la veracidad del hecho de la resurrección de Jesús. Hoy Pablo aborda el tema de nuestra resurrección. La manera en que lo plantea apunta a que la controversia que pretende explicar surge no tanto del “hecho” de la resurrección, sino del “cómo”: “¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. La controversia parece girar en torno a la diferencia entre la concepción judía y la concepción griega de la relación entre el alma y el cuerpo, y cómo esto podría afectar el “proceso” de la resurrección.

Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas profundas (cosa que tampoco haremos aquí), Pablo le plantea a sus opositores el ejemplo de la semilla, que para poder tener plenitud de vida, tiene que morir primero: “Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual”. De esta manera Pablo explica la naturaleza del cuerpo glorificado (Cfr. Fil 3,21) que hemos de adquirir en el día final cuando todos resucitaremos (Jn 5,29; Mt 25,46); ese día en que esperamos formar parte de esa enorme muchedumbre, “imposible de contar”, de gentes que comparecerán frente al Cordero a rendirle culto por toda la eternidad, vestidas con túnicas blancas y palmas en las manos (Cfr. Ap 7,9.15).

El “hecho” de la resurrección no está en controversia. En cuanto al “cómo”, eso es una cuestión de fe. Si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús y a su Palabra salvífica, tenemos la certeza de que si Él lo dijo, por su poder lo va a hacer. “Para Dios, nada es imposible” (Lc 1,37). Jesús resucitó gracias a su naturaleza divina; y gracias al Espíritu que nos dejó, y a su presencia en la Eucaristía, nosotros también participamos de su naturaleza divina. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Mañana, cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O (2) 13-09-16

CARISMAS

La primera lectura de la liturgia para hoy (1 Cor 12,14.27-31a) está enmarcada dentro de los capítulos 12 al 14 de la primera Carta a los Corintios, que nos presentan a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Pablo, preocupado por las divisiones que amenazaban la integridad de la joven comunidad de Corinto (que ya veíamos en la primera lectura de ayer), aprovecha la coyuntura para enfatizar que la unidad está en la diversidad.

Debemos recordar que, a diferencia de la Antigua Alianza que se “heredaba” por la carne, la Nueva Alianza en la persona de Cristo se transmite por la infusión del Espíritu que recibimos en nuestro Bautismo. Así todos, al ser bautizados en un mismo Espíritu, a pesar de nuestras diferencias étnicas, sociales, económicas, de género, pasamos a formar parte de un todo, del “nuevo pueblo de Dios” que es la Iglesia.

La lectura de hoy está enmarcada en los versículos precedentes: “Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común. El Espíritu da a uno la sabiduría para hablar; a otro, la ciencia para enseñar, según el mismo Espíritu; a otro, la fe, también en el mismo Espíritu. A este se le da el don de curar, siempre en ese único Espíritu; a aquel, el don de hacer milagros; a uno, el don de profecía; a otro, el don de juzgar sobre el valor de los dones del Espíritu; a este, el don de lenguas; a aquel, el don de interpretarlas. Pero en todo esto, es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como él quiere” (ver. 4-11).

El Espíritu nos ha dotado a cada cual con unos talentos, unos dones, que podemos y debemos poner al servicio de nuestras comunidades. Podemos señalar, entre otros, la música o el canto, la animación, la cocina, la lectura, la enseñanza (en todas sus manifestaciones), la predicación, la contabilidad, el confortar a los enfermos, la habilidad de limpiar, ayudar en el altar, utilizar computadoras y otros medios electrónicos, orar, organizar. En fin, son tantos que resulta difícil enumerarlos. Como decimos en nuestros cursos de formación, la persona que barre y trapea el templo parroquial es tan importante para el buen funcionamiento de la comunidad, como el que predica en un retiro, o el que imparte la catequesis. “Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo” (ver. 12).

La Oración Colecta para hoy nos dice: “Señor, Tú nos enriqueces a cada uno de nosotros con dones y  con personalidades diferentes, obra del mismo Espíritu Santo. Danos a todos y a cada uno de nosotros la mentalidad y actitudes de nuestro Señor Jesucristo, única cabeza del cuerpo, para que juntos contribuyamos, con las riquezas y diversidad de talentos recibidos, a edificar tu Iglesia, que es el único cuerpo místico de tu Hijo, Jesucristo nuestro Señor”. ¡Lindo día!