REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE PASCUA (A) 26-04-20

“Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos”.

La liturgia para este tercer domingo de Pascua nos presenta nuevamente el episodio de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35), que ya hemos contemplado el miércoles de la Octava de Pascua. Este pasaje nos enfatiza el cambio que experimenta todo el que tiene un encuentro con el Resucitado; la fe Pascual que nos impulsa a compartirla con todo el que se cruza en nuestro camino. Es la alegría de la Resurrección que la Iglesia celebra durante este tiempo especial de la Pascua que estamos viviendo.

La Primera Lectura (Hc 2,14.22-33) nos presenta un fragmento del discurso pronunciado por Pedro a raíz del evento de Pentecostés, que logró la conversión y bautismo de tres mil personas (2,41). Y al igual que la Segunda Lectura (1 Pe 1,17-21), el mensaje central es la fe Pascual, la muerte y resurrección de Jesucristo, que fue lo que le dio sentido a Su predicación. Como nos dice san Pablo: “Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe” (1 Cor 15,14).

En la Primera Lectura Pedro dice a los que le escuchan: “El patriarca David murió y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy. Pero era profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento sentar en su trono a un descendiente suyo; cuando dijo que ‘no lo entregaría a la muerte y que su carne no conocería la corrupción’, hablaba previendo la resurrección del Mesías. Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos. Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo”.

En la Segunda Lectura el mismo Pedro enfatiza la redención por la sangre derramada por Cristo en la cruz, que cobra sentido con la fe en la Resurrección: “Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza”.

Es la fe en la Resurrección; más aún, el encuentro con el Resucitado lo que despierta en nosotros la llama que hace germinar nuestra fe (“¿No ardía nuestro corazón…?”). Esa fe que fue plantada como una semilla en nuestras almas junto a las otras virtudes teologales el día de nuestro Bautismo, mediante la infusión del Espíritu Santo, y nos convirtió en miembros de la Iglesia, el “nuevo Pueblo de Dios”.

Al ascender a la Gloria luego de su resurrección a ocupar su lugar a la derecha del Padre, Jesús quiso darnos a todos la misma oportunidad que dio a los de Emaús; la oportunidad de tener un encuentro personal con Él, ya resucitado, habiendo vencido el pecado y la muerte. Para eso nos dejó su Palabra y su presencia real en la Eucaristía. Pero fue más allá, nos brindó la oportunidad del tener un encuentro con Él a cada paso de nuestro camino, en la persona de nuestros hermanos (Mt 25,40). Pero para eso necesitamos los ojos de la fe.

Señor: Abre en mí los ojos de la fe para que pueda reconocerte en el rostro de cada hermano que se cruza en mi camino, y permíteme actuar de tal manera que ellos también puedan ver Tu rostro reflejado en el mío, para que ellos también crean en Ti.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 04-04-20

Que la Semana Santa que está a punto de comenzar en la cuarentena que nos ha tocado vivir, se convierta para todos en un verdadero “retiro espiritual” que nos lleve a la unidad en la oración.

La lectura evangélica de hoy (Jn 11,45-47), nos presenta al Sanedrín tomando la decisión firme de dar muerte a Jesús: “Y aquel día decidieron darle muerte”. Esta decisión estuvo precedida por la manifestación profética del Sumo Sacerdote Caifás (“Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”), que prepara el escenario para el misterio de la Pasión que reviviremos durante la Semana Santa que comienza mañana, domingo de Ramos.

La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel (37,21-28), nos muestra a Dios que ve a su pueblo sufriendo el exilio y le asegura que no quiere que su pueblo perezca. El pueblo ha visto la nación desmembrarse en dos reinos: el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), y luego ambos destruidos a manos de sus enemigos en los años 722 a.C. y 586 a.C., respectivamente, y los judíos exiliados o desparramados por todas partes. “Yo voy a recoger a los israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías”.

Reiterando la promesa hecha al rey David (2 Sm 7,16), Yahvé le dice al pueblo a través del profeta: “Mi siervo David será su rey, el único pastor de todos ellos”. Para ese tiempo David había muerto hacía casi 400 años. Así que se refiere a aquél que ha de ocupar el trono de David, Jesús de Nazaret (Cfr. Lc 1,32b).

Mañana conmemoramos su entrada mesiánica en Jerusalén al son de los vítores de esa multitud anónima que lo seguía a todas partes (“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” – Mt 21,9), para dar comienzo al drama de su pasión y muerte.

Las palabras de Caifás en la lectura de hoy (“os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”) lo convierten, sin proponérselo, en instrumento eficaz del plan de salvación establecido por el Padre desde el momento de la caída. El mismo Juan nos apunta al carácter profético de esas palabras: “Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos”.

Ese era el plan que el Padre se había trazado desde el principio: reunir a los hijos de Dios dispersos, a toda la humanidad, alrededor del sacrificio salvador de Su Hijo, quien habría de morir por todos.

¡Cuánto le falta a la humanidad para poder alcanzar esa meta de estar “reunidos en la unidad”! Durante esta Semana Santa, en medio del mundo convulsionado que estamos viviendo, les invito a orar por la unidad de todas las naciones y razas, para que se haga realidad esa unidad a la que nos llama Jesús: Ut unum sint! (Jn 17,21).

Que la Semana Santa que está a punto de comenzar en la cuarentena que nos ha tocado vivir, se convierta para todos en un verdadero “retiro espiritual” que nos lleve a la unidad en la oración.

Demos gracias a Dios por esta oportunidad única que nos brinda. ¡Bendito seas por siempre, Señor!

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (C) 24-11-19

“Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos»”.

Hoy es el trigésimo cuarto del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; solemnidad que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

La solemnidad de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. Quería el Papa motivar a los católicos a reconocer públicamente que la cabeza de la Iglesia es Cristo Rey. Posteriormente, se movió al último domingo del tiempo ordinario para resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal, colocándola entre un ciclo litúrgico y otro.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (2 Sam 5,1-3; Sal 121,1-2.4-5; Col 1,12-20; y Lc 23,35-43) nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel, nos presenta la unción de David como rey de Israel: “Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel”. Siglos más tarde, en el momento de Anunciación, el ángel dirá a la Virgen María: “Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. Jesús es el último rey de la estirpe de David, y su reino, que ya ha comenzado, no tendrá fin.

En la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, san Pablo nos reitera el señorío de Jesucristo: “Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”.

De ambas lecturas surge claramente que el Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera, según queda patente en el pasaje evangélico que contemplamos hoy, cuando el “buen ladrón” reconoce el señorío de Jesús al decirle: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús lo reitera cuando le contesta: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva al final de los tiempos, cuando el demonio, el pecado, el dolor y la muerte hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué promesa!

Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él mismo vendrá a tu encuentro.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES 24-12-18, FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

La liturgia propia de hoy, 24 de diciembre, casi siempre pasa inadvertida, diluyéndose en el barullo de la celebración de la Vigilia la Natividad del Señor. No obstante, resulta conveniente que contemplemos las lecturas, pues completan una historia que culmina el tiempo de Adviento y nos coloca en el umbral de la Navidad propiamente.

La primera lectura (2 Sam 7,1-5.8b-12.14a.16) nos presenta al rey David, que ha logrado unificar las tribus, trayendo paz y estabilidad al pueblo, convirtiéndose en el primer rey que efectivamente reina sobre los reinos del Norte y del Sur. Habiendo terminado la etapa de las peregrinaciones, quiere construirle un templo a Dios: “Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda”. Pero Dios le deja saber por medio del profeta Natán que no será él quien le construya el templo (eso le tocará a su hijo Salomón). En cambio, le promete una descendencia, que siempre ha sido interpretada como un anuncio del rey mesiánico: “el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre” (Cfr. Lc 1,32).

El Salmo (88) exalta la misericordia de Dios que se refleja en su fidelidad, y afianza la promesa hecha a David de un linaje perpetuo: “Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: ‘Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades’”.

La lectura evangélica (Lc 1,67-69) nos presenta el cántico de Zacarías. Zacarías había quedado mudo por dudar de la palabra del ángel que le anunció que su esposa Isabel iba a concebir y tener un hijo. El pasaje de hoy se da dentro del contexto de la presentación de su hijo en el Templo según mandaba la Ley. Cuando fueron a ponerle nombre al niño, Zacarías confirmó la petición de Isabel, escribiendo en una tabilla: “Juan es su nombre” (Lc 1,63). Ante el asombro de todos los presentes, a Zacarías “se le soltó la lengua” y comenzó a alabar a Dios.

Ayer escuchábamos de boca de María el canto del Magníficat. Hoy escuchamos el Benedictus, que es un canto de alabanza a Dios que nos anuncia el cumplimiento de todas las profecías del Antiguo Testamento en la persona de Jesús que va a nacer en “la Casa de David, su siervo”. Esto porque Dios ha sido fiel a su Alianza, visitando y redimiendo a su pueblo.

Lleno del Espíritu Santo, Zacarías anuncia que su hijo irá “delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”.

Hoy es víspera de Navidad, y este cántico nos llena de alegría, y sirve de culminación al tiempo de Adviento, en el cual hemos estado esperando, anticipando, preparándonos para el nacimiento, ya inminente, del Niño Dios.

Ya en unas horas habrá nacido la salvación del mundo. Entonces podremos exclamar: ¡Feliz Navidad!

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOSEXTO DOMINGO DEL T.O. (B) 22-07-18

Las lecturas que nos presenta la liturgia de hoy, especialmente la primera lectura (Jr 23,1-6), el Salmo 23(22) y el evangelio (Mc 6,30-34) nos presentan la figura del pastor y sus ovejas. Desde el Antiguo Testamento se había utilizado la figura de las ovejas y el rebaño para simbolizar el pueblo de Dios (Cfr. 1 Re 22,17; Ez 34). En el capítulo 34 de Ezequiel, Yahvé fustiga a los pastores que habían abandonado a su pueblo: “No han fortalecido a la oveja débil, no han curado a la enferma, no han vendado a la herida, no han hecho volver a la descarriada, ni han buscado a la que estaba perdida. Al contrario, las han dominado con rigor y crueldad. Ellas se han dispersado por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas las bestias salvajes. Mis ovejas se han dispersado y andan errantes por todas las montañas y por todas las colinas elevadas. ¡Mis ovejas están dispersas por toda la tierra, y nadie se ocupa de ellas ni trata de buscarlas!” (34,4-6).

En la primera lectura de hoy, Yahvé, a través del profeta Jeremías, promete que Él mismo se encargará de reunir a las ovejas dispersas y proveerles pastores que cumplan su misión de pastorearlas como buenos pastores. Y va más allá: “suscitaré a David un vástago legítimo: reinará como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra. En sus días se salvará Judá, Israel habitará seguro”.

El Salmo 23 (22) nos brinda la imagen del Buen Pastor que cuida de su rebaño, protegiéndolo de los lobos y proveyéndole agua y pasto en abundancia. Figura que Marcos toma en el pasaje evangélico: “Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma”. Sus discípulos estaban cansados, probablemente Él también; pero como Buen Pastor antepuso las necesidades y el bienestar de su rebaño a las suyas, y a las de sus discípulos a quienes había enviado también a “pastorear”. Por eso se dispuso de inmediato a fortalecer a las ovejas débiles, curar a las enfermas, vendar a las heridas, hacer volver a las descarriadas, y buscar a las que estaban perdidas (Cfr. Ez 34,4).

Jesús es el Buen Pastor, el único que puede guiarnos “por el sendero justo” que nos conduce al Padre. A su lado nos sentimos protegidos de los lobos que nos acechan día y noche esperando a que nos apartemos del Pastor para devorarnos. Sin Él estamos indefensos; tan indefensos como las ovejas, que sin su pastor se desorientan y se exponen a todo tipo de peligros, incluyendo morir de hambre o sed, o hasta la misma muerte.

Hoy domingo, día del Señor, digamos confiadamente, y conscientes del profundo significado de lo que decimos: “El Señor es mi pastor; nada me falta”.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 24-03-18

La lectura evangélica de hoy (Jn 11,45-47), nos presenta al Sanedrín tomando la decisión firme de dar muerte a Jesús: “Y aquel día decidieron darle muerte”. Esta decisión estuvo precedida por la manifestación profética del Sumo Sacerdote Caifás (“Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”), que prepara el escenario para el misterio de la Pasión que reviviremos durante la Semana Santa que comienza mañana, domingo de Ramos.

La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel (37,21-28), nos muestra a Dios que ve a su pueblo sufriendo el exilio en Babilonia y le asegura que no quiere que su pueblo perezca. El pueblo ha visto la nación desmembrarse en dos reinos: el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), y luego ambos destruidos a manos de sus enemigos en los años 722 a.C. y 586 a.C., respectivamente, y los judíos exiliados o desparramados por todas partes. “Yo voy a recoger a los israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías”.

Reiterando la promesa hecha al rey David (2 Sm 7,16), Yahvé le dice al pueblo a través del profeta: “Mi siervo David será su rey, el único pastor de todos ellos”. Para ese tiempo David había muerto hacía casi 400 años. Así que se refiere a aquél que ha de ocupar el trono de David, Jesús de Nazaret (Cfr. Lc 1,32b).

Mañana conmemoramos su entrada mesiánica en Jerusalén al son de los vítores de esa multitud anónima que lo seguía a todas partes (“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” – Mt 21,9), para dar comienzo al drama de su pasión y muerte.

Las palabras de Caifás en la lectura de hoy (“os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”) lo convierten, sin proponérselo, en instrumento eficaz del plan de salvación establecido por el Padre desde el momento de la caída. El mismo Juan nos apunta al carácter profético de esas palabras: “Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos”.

Ese era el plan que el Padre se había trazado desde el principio: reunir a los hijos de Dios dispersos, a toda la humanidad, alrededor del sacrificio salvador de Su Hijo, quien habría de morir por todos.

¡Cuánto le falta a la humanidad para poder alcanzar esa meta de estar “reunidos en la unidad”! Durante esta Semana Santa, en medio del mundo convulsionado que estamos viviendo, les invito a orar por la unidad de todas las naciones y razas, para que se haga realidad esa unidad a la que nos llama Jesús: Ut unum sint! (Jn 17,21).

Que la Semana Santa que está a punto de comenzar sea un tiempo de penitencia y contemplación de la pasión salvadora de Cristo, y no un tiempo de vacaciones y playa.

REFLEXIÓN PARA EL 24 DE DICIEMBRE DE 2016

La liturgia propia de hoy, 24 de diciembre, casi siempre pasa inadvertida, diluyéndose en el barullo de la celebración de la Vigilia la Natividad del Señor. No obstante, resulta conveniente que contemplemos las lecturas, pues completan una historia que culmina el tiempo de Adviento y nos coloca en el umbral de la Navidad propiamente.

La primera lectura (2 Sam 7,1-5.8b-12.14a.16) nos presenta al rey David, que ha logrado unificar las tribus, trayendo paz y estabilidad al pueblo, convirtiéndose en el primer rey que efectivamente reina sobre los reinos del Norte y del Sur. Habiendo terminado la etapa de las peregrinaciones, quiere construirle un templo a Dios: “Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda”. Pero Dios le deja saber por medio del profeta Natán que no será él quien le construya el templo (eso le tocará a su hijo Salomón). En cambio, le promete una descendencia, que siempre ha sido interpretada como un anuncio del rey mesiánico: “el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre” (Cfr. Lc 1,32).

El Salmo (88) exalta la misericordia de Dios que se refleja en su fidelidad, y afianza la promesa hecha a David de un linaje perpetuo: “Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: ‘Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades’”.

La lectura evangélica (Lc 1,67-69) nos presenta el cántico de Zacarías. Zacarías había quedado mudo por dudar de la palabra del ángel que le anunció que su esposa Isabel iba a concebir y tener un hijo. El pasaje de hoy se da dentro del contexto de la presentación de su hijo en el Templo según mandaba la Ley. Cuando fueron a ponerle nombre al niño, Zacarías confirmó la petición de Isabel, escribiendo en una tabilla: “Juan es su nombre” (Lc 1,63). Ante el asombro de todos los presentes, a Zacarías “se le soltó la lengua” y comenzó a alabar a Dios.

Ayer escuchábamos de boca de María el canto del Magníficat. Hoy escuchamos el Benedictus, que es un canto de alabanza a Dios que nos anuncia el cumplimiento de todas las profecías del Antiguo Testamento en la persona de Jesús que va a nacer en “la Casa de David, su siervo”. Esto porque Dios ha sido fiel a su Alianza, visitando y redimiendo a su pueblo.

Lleno del Espíritu Santo, Zacarías anuncia que su hijo irá “delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”.

Hoy es víspera de Navidad, y este cántico nos llena de alegría, y sirve de culminación al tiempo de Adviento, en el cual hemos estado esperando, anticipando, preparándonos para el nacimiento, ya inminente, del Niño Dios.

Ya en unas horas habrá nacido la salvación del mundo. Entonces podremos exclamar: ¡Feliz Navidad!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 17-12-16

La lectura evangélica de hoy, tomada de san Mateo (1,1-17), nos presenta la Genealogía de Jesús. Esta genealogía abarca cuarenta y dos generaciones (múltiplo de 7) desde Abraham hasta Jesús (v. 17), pasando por el rey David, de cuya descendencia nacería el Mesías esperado. Esta parecería ser una lectura aburrida. ¿A quién le interesan tantos nombres raros, muchos de los cuales son desconocidos para la mayoría de nosotros? ¿Por qué ese interés desmedido en establecer el linaje de Jesús?

Debemos recordar que Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías prometido. Por eso pasa el trabajo de establecer, de entrada, su nacimiento dentro de la estirpe de David. Esto se refleja también en el uso continuo de la frase “para que se cumpliese…”, a lo largo de todo su relato (en los primeros tres capítulos se repite seis veces). Es decir, su tesis es que en Jesús se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento relativas al futuro Mesías, que comenzaron desde el libro del Génesis.

Así, en la primera lectura de hoy (Gn 49,1-2.8-10), Jacob manda a reunir a sus doce hijos (de quienes saldrían las doce tribus de Israel), y les dice: “A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos, se postrarán ante ti los hijos de tu padre. Judá es un león agazapado, has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se tumba como león o como leona, ¿quién se atreve a desafiarlo? No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos”. David fue el primero en reinar sobre ambos reinos, el de Judá y el de Israel, antes de que se dividieran, y su linaje continuó reinando sobre Judá. De esa estirpe es que nace José, “esposo de María, de la que nació Jesús, el Cristo” (v. 16), heredero del trono de David (Lc 1,32b).

Aunque sabemos que José no tuvo nada que ver con la concepción de Jesús en el seno virginal de María, al reconocerlo y darle su nombre se convirtió para todos los efectos legales en el padre de Jesús, a quien asumió como hijo suyo. De este modo se convirtió también en el padre espiritual de Jesús, a quien le transmitió toda la tradición de su pueblo, convirtiéndolo en un verdadero hijo de Israel.

Si comparamos los relatos de Mateo y Lucas, vemos cómo en el primero la figura principal es José, a quien el ángel le anuncia la concepción milagrosa de Jesús y le encomienda ponerle el nombre cuando nazca (tarea fundamental en la mentalidad bíblica), mientras María permanece como un personaje secundario que ni tan siquiera habla. En Lucas, por el contrario, María es la verdadera protagonista, el personaje alrededor del cual giran los primeros dos capítulos. En Lucas es a ella a quien el ángel anuncia el embarazo milagroso, recibe el nombre de “llena de gracia”, y se le encarga ponerle el nombre a Jesús.

María es también la figura clave, la protagonista del Adviento. En ella, concebida sin pecado original y preparada por el Padre desde la eternidad, nacida judía hija de Israel, se concentran todas las esperanzas del pueblo judío y de toda la humanidad. De ella recibimos al Salvador, y hoy sigue conduciéndonos hacia su Hijo.

Nuestra Señora del Adviento, ¡muéstranos el Camino!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 15-12-16

Nietzsche dijo que sólo iba a creer en un Dios que pudiese bailar. Bailar es un signo de alegría, de gozo, de júbilo. El rey David “danzaba y giraba con todas sus fuerzas ante Yahvé, ceñido de un efod de lino (El efod o ephod es un vestido sacerdotal usado por los judíos; una de las vestiduras sacerdotales del Antiguo Testamento).” (2 Sam 6,14). El pasado domingo celebramos el “Domingo Gaudete (alégrate)”, una invitación a alegrarnos, porque el Señor viene.

Y en la primera lectura de hoy (Is 54,1-10), tomada del “segundo Isaías, o libro de la consolación, el profeta invita a su pueblo a hacer lo propio ante la promesa de Yahvé de que regresarían a su tierra y Jerusalén sería restaurada: “Exulta, estéril, que no dabas a luz; rompe a cantar, alégrate”… Hay que gritar de júbilo, porque el Señor “cambió el luto en danzas” (Sal 29).

Estamos a escasos nueve (9) días de la Nochebuena, esa noche mágica en que nace nuestro Señor y Salvador; el Señor que era, que es, y que será; ese Señor que está vivo, que es la Vida, que nos da la Vida; que viene constantemente a nosotros, pero cuya venida celebramos especialmente en la Navidad. Y por eso nos regocijamos, y cantamos, y bailamos, y sentimos ese “cosquilleo”, ese “no-sé-qué” en todo nuestro ser.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el Adviento tiene también una dimensión escatológica, del final de los tiempos, que nos invita a esperar con alegría esa segunda venida de Jesús, cuando regrese a cerrar la historia para que podamos disfrutar de su presencia por toda la eternidad (Ap 22,4-5).

Los evangelios, por su parte, nos muestran a un Jesús alegre, que disfruta la compañía de sus amigos en las fiestas (Jn 2,1-12; 12,2). Por eso nuestra Iglesia es alegre; alegría que solo puede venir del Amor; de sabernos amados incondicionalmente por un Padre siempre dispuesto a perdonarnos (cfr. Lc 15,11-32) que celebra una fiesta cuando nos tornamos a Él.

En la lectura evangélica de hoy (Lc 7,24-30), continuación de la de ayer, Jesús nos pregunta tres veces: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?”; “¿qué salisteis a ver?”; “¿qué salisteis a ver?”. Tal parece que estuviera preguntándonos cómo estamos viviendo nuestro Adviento. ¿Qué salimos a ver? ¿Las luces de colores? ¿Los arbolitos de navidad? ¿Los pesebres? ¿Las decoraciones navideñas de casas y comercios? ¿En serio creemos que vamos a encontrar allí a Jesús?…

Si salimos a ver esas cosas no vamos a encontrar a Jesús, al igual que aquellos que salieron a ver un hombre “vestido con ropas finas”, y lo único que vieron fue un hombre vestido con piel de camello (Juan el Bautista) y por eso no lo reconocieron.

Para encontrar a Jesús tenemos que liberarnos de las luces de colores, del consumismo que caracteriza la Navidad, y salir al encuentro de los pobres y humildes. Solo allí encontraremos ese Amor que llena nuestro corazón de regocijo, que nos hace exultar y alegrarnos. Entonces podremos decir (dar testimonio) a todo el que se cruce en nuestro camino lo que Andrés le dijo a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41).

¡De eso se trata el Adviento; de eso de trata la Navidad!

REFLEXIÓN PARA EL UNDÉCIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 12-06-16

pecadora perdonada

Todas las lecturas de la liturgia para este undécimo domingo del tiempo ordinario tienen un hilo conductor: la Misericordia de Dios reflejada en el perdón de los pecados.

La primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel (12,7-10.13), nos presenta el pasaje en el que Yahvé, por medio del profeta Natán, enfrenta al rey David con sus pecados, recordándole todas las bendiciones que ha derramado sobre él: “¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal?”. David reconoce sus pecados, y en un acto de arrepentimiento exclama: “¡He pecado contra el Señor!” La respuesta no se hace esperar: “El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás”. Es la manifestación de la misericordia divina. “Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: ‘Confesaré al Señor mi culpa’, tú perdonaste mi culpa y mi pecado” (Sal 31). Dios perdona al pecador arrepentido.

En la segunda lectura (Gál 2,16.19-21) el apóstol san Pablo nos recuerda que si fuera por la Ley todos estaríamos muertos para la vida eterna. Solo si nos unimos al sacrificio de Cristo, quien nos amó hasta entregarse por nosotros, podemos alcanzar la salvación. “Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús”. Si nos convertimos en otros “cristos” viviendo nuestra fe en Él, podremos decir con Pablo “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, porque la “justificación” es una transformación en Cristo por medio de la gracia.

La lectura evangélica (Lc 7,36-8,3) nos presenta el pasaje de “la pecadora perdonada”.

El Antiguo Testamento nos había presentado la misericordia de Dios. Los relatos evangélicos nos muestran un Jesús que se atribuye a sí mismo el poder de perdonar los pecados, poder que solo le pertenece a Dios. Jesús no se limita a enseñarnos que el Padre está dispuesto a perdonarnos nuestros pecados, sino que Él mismo perdona los pecados. La explicación a esta actitud de Jesús nos la da Él mismo: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30).

Desde el comienzo de su misión mesiánica Jesús deja claro que Él tiene poder para perdonar los pecados: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados” (Cfr. Mc 2,10). Vemos cómo en los relatos evangélicos repite en numerosas ocasiones: “tus pecados te son perdonados”, o frases similares que resultan blasfemas para los escribas y fariseos quienes no reconocían la divinidad de Jesús.

En el pasaje de hoy encontramos a una pecadora que se postra ante Jesús, lava sus pies con sus lágrimas, los unge con perfume y los besa. Esa mujer arrepentida nos proporciona la clave para obtener el perdón de los pecados (siempre volvemos a lo mismo, ¿no?): el Amor. “‘Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama’. Y a ella le dijo: “Tus pecados están perdonados’”. Es el amor lo que nos lleva al arrepentimiento y a buscar la reconciliación. Aquella pecadora conoció el amor de Jesús y le reciprocó con la misma intensidad de sus pecados. Y en ese amor conoció el perdón, que es fruto del Amor.

Más tarde, luego de su Resurrección, Jesús confiaría ese “ministerio” del perdón de los pecados a los apóstoles (Jn 20,22-23) y a sus sucesores, quienes conferirán el perdón, no por sí mismos, sino por el poder del Dios Uno y Trino, que es Amor.

Hoy es un buen día para reconciliarte con el Señor. ¡Aprovecha ese regalo tan hermoso que Jesús te dejó!