“El día en que su madre le reprendió por
atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: ‘Cuando
servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos
de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús’”. (CIC 2449).
Aunque la Fiesta universal de santa Rosa de
Lima es el 23 de agosto, en muchos países, como en su natal Perú y en Puerto
Rico, se celebra hoy 30 de agosto. Santa Rosa de Lima fue la primera santa
americana canonizada, patrona de las Américas y, al igual que Santa Catalina de
Siena, a quien siempre trató de imitar, terciaria dominica. La cita del
Catecismo de la Iglesia Católica que hemos transcrito resume la vida y misión
de esta insigne santa de nuestra Orden. Santa Rosa de Lima también es la
patrona del Laicado Dominico de Puerto Rico.
Santa Rosa supo ver el rostro de Jesús en los
enfermos, en los pobres, y en los más necesitados, comprendiendo que
sirviéndoles servía a Jesús, y que haciéndolo estaba haciéndose acreedora de
ese gran tesoro que es la vida eterna (Cfr. Mt 25,40.46). Comprendió que
valía la pena dejarlo todo con tal de servir a Jesús.
Durante su corta vida (vivió apenas treinta y
un años) supo enfrentar la burla y la incomprensión y combatir las tentaciones
que la asechaban constantemente. Su belleza física le ganaba el halago de
todos. Con tal de no sentir vanidad y evitar ser motivo de tentación para
otros, llegó al extremo de desfigurarse el rostro y las manos. Cuentan que en
una ocasión su madre le colocó una hermosa guirnalda de flores en la cabeza y
ella, para hacer penitencia por aquella vanidad, se clavó en la cabeza las
horquillas que sostenían la corona con tanta fuerza que luego resultó difícil
removerla.
La lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia propia de la Fiesta (Mt 13,44-46) nos presenta las parábolas del
tesoro y de la perla (dos de las llamadas “parábolas del Reino” que Mateo nos
narra en el capítulo 13 de su relato):
“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro
escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de
alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se
parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al
encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró”.
Rosa de Lima había encontrado ese gran tesoro
que es el amor de Dios, y ya todo palidecía, todo lo consideraba basura con tal
de ganar Su amor (Cfr. Flp 3,8). Por eso, aún durante la larga y
dolorosa enfermedad que precedió su muerte, su oración era: “Señor, auméntame
los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor”.
Cuando leemos las vidas de los grandes santos,
nos examinamos y comprendemos lo mucho que nos falta para alcanzar esa santidad
a la que todos estamos llamados (1 Pe 1,15). Si ellos, humanos igual que
nosotros, con nuestras mismas debilidades, lo lograron, nosotros también
podemos hacerlo.
Hoy, pidamos la intercesión de Santa Rosa de
Lima para que el Señor nos conceda la perseverancia para continuar en el camino
hacia la santidad.
La lectura evangélica que contemplamos en la
liturgia para hoy (Mt 19,23-30), es la continuación de la del joven rico que se
nos propusiera ayer. En esta lectura, Jesús dice a sus discípulos: “Os aseguro
que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: Más
fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en
el reino de Dios”. El “ojo de una aguja” a que se refiere Jesús era un pequeño
portón que tenían las puertas principales de las ciudades como Jerusalén, por
donde entraban los mercaderes después de la hora que se cerraban las mismas. Si
el mercader traía camellos, le resultaba bien difícil entrarlos por “el ojo de
la aguja”. Para poder lograrlo (no siempre podían), tenían que quitarle la
carga y entrarlo arrodillado. ¿Ven el simbolismo?
De nuevo vemos a Jesús poniendo el apego a la
riqueza como impedimento para alcanzar el reino de Dios, pero esta vez es, como
ocurre a menudo, en un diálogo aparte con sus discípulos, luego del episodio.
Los discípulos acaban de escuchar a Jesús pronunciarse en esos términos y están
confundidos, pues en la mentalidad judía la riqueza y la prosperidad son
sinónimos de bendición de Dios. ¿Cómo es posible que la riqueza, que es
bendición de Dios, sea un impedimento para alcanzar el Reino? Pero Jesús se
refiere a la conducta descrita en el Deuteronomio (8,11-18) que nos manda estar
alertas, no sea que: “cuando comas y quedes harto, cuando construyas hermosas
casas y vivas en ellas, cuando se multipliquen tus vacadas y tus ovejas, cuando
tengas plata y oro en abundancia y se acrecienten todos tus bienes, tu corazón
se engría y olvides a Yahvé tu Dios que te sacó de Egipto, de la casa de la
servidumbre”.
Lo que Jesús nos propone es comprender que
para seguirle tenemos que “desposeernos” de todo lo que pueda desviar nuestra
atención de Dios como valor absoluto. Tenemos que aprender a depender, no de
nuestra propia riqueza ni de aquello que pueda darnos “seguridad” humana, sino
de los demás, y ante todo, de Dios, recordando que solo siguiéndole a Él podemos
alcanzar la salvación. Por eso cuando los discípulos le preguntan: “Entonces,
¿quién puede salvarse?”, Él les mira y les contesta: “Para los hombres es
imposible; pero Dios lo puede todo”…. “El que por mí deja casa, hermanos o
hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y
heredará la vida eterna”.
Tarea harto difícil, la verdadera “pobreza
evangélica”, imposible para nosotros si dependemos de nuestros propios
recursos. Solo si nos abandonamos a Dios incondicionalmente podemos lograrlo,
porque “Dios lo puede todo” (Cfr. Lc 1,37).
En este pasaje se nos describe, además, la
renuncia a las cosas del mundo llevada al extremo, que encontramos en aquellos
que abrazan la vida religiosa abandonando “casa, hermanos o hermanas, padre o
madre, mujer, hijos o tierras” con tal de seguir a Jesús.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de aprender a desprendernos de todo lo que nos impide seguirle
plenamente; que podamos hacer de Él, y de su seguimiento, el valor absoluto en
nuestras vidas, para así ser acreedores a la vida eterna que Él nos tiene
prometida.
En este decimoquinto domingo de tiempo
ordinario, la primera lectura está tomada la profecía de Amós (Am 7,12-15).
Amós no fue muy bien visto en Israel (Reino del Norte), pues, además de ser un
simple pastor, era de Judá (Reino del Sur) y, para colmo, vino a denunciar las
infidelidades del pueblo de Israel contra Yahvé. Amasías, sacerdote de Betel (Betel
era una de dos capitales religiosas del Reino Israel – junto con Dan), se
siente amenazado, pues las denuncias de Amós le tocan directamente. Por eso se
queja ante el rey Jeroboam, e intenta expulsar a Amós.
Amós se le enfrenta con la valentía que caracteriza
a los enviados de Dios y contesta: “Yahvé me tomó de detrás del rebaño y me
dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel’.” Y la respuesta de Yahvé Dios a
Amasías, a través de su profeta, no se hace esperar (Am 7,17): “Tu mujer se
prostituirá en la ciudad, tus hijos y tus hijas caerán a espada, tu tierra será
repartida a cordel, tú mismo morirás en tierra impura (tierra extranjera,
manchada por la presencia de los ídolos), e Israel será deportado de su
tierra”. Esto ocurrió efectivamente en el año 722 a.C.
Dios nos habla continuamente y de muchas
maneras; sobre todo a través de su Palabra, nos señala el Camino y, como le
sucedió a Israel, esa Palabra de vida eterna cae en oídos sordos. Por eso
continuamos adorando nuestros “diosecillos”, que no hacen otra cosa que
mantenernos apegados a las cosas materiales, alejándonos cada vez más de Dios.
Hoy, día del Señor, hagamos un pequeño examen
de consciencia para tratar de identificar esos “ídolos” que nos esclavizan y
nos impiden, como al pueblo de Israel, acercarnos a Dios y ser acreedores de su
promesa de vida eterna.
Por eso en la lectura evangélica de hoy (Mc
6,7-13), que es la versión de Marcos del envío de los “doce”, cuya versión de Mateo
leyéramos el jueves, Jesús instruye a sus apóstoles que, para poder llevar a cabo
su misión en forma efectiva tienen que despojarse de todas las cosas
materiales, de todo peso que pueda convertirse un lastre para el Camino: “los
fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos.
Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni
alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una
túnica de repuesto”.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Jesús no condena las posesiones materiales, especialmente aquellas que son producto del trabajo bendecido por Él. Lo que Jesús condena reiteradamente es el “apego” a esas posesiones que nos impide “dejarlo todo” para seguirle (Cfr. Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23); aquellas cosas que nos impiden amar al Señor nuestro Dios “con todo [nuestro] corazón, con toda [nuestra] alma, con todas [nuestras] fuerzas, y con toda [nuestra] mente (Cfr. Dt 6,5; Lc 10,27).
Que pasen un hermoso día en la PAZ del Señor
y, si aún no lo han hecho, no olviden visitarle en su Casa; Él les espera.
Cada vez que leo el pasaje evangélico que nos
ofrece la liturgia para hoy (Mt 9,9-13), trato de imaginar la escena. Se trata
de la vocación (el llamado) de Leví (Mateo) y la subsiguiente comida en casa de
este. Los tres evangelios sinópticos nos narran este pasaje.
Mateo, publicano (recaudador de impuestos) de
oficio, se encontraba sentado tras el mostrador de impuestos, y Jesús se le
acercó. Mateo debe haber sentido la presencia de alguien frente a su mostrador
y levantó la vista. Es imposible imaginar lo que Mateo percibió en aquellos
ojos, aquella mirada penetrante y tierna a la vez que se cruzó con la suya. Y
solo bastó una palabra, “sígueme” para que Mateo se levantara y lo siguiera. A
mí me impacta más la versión de Lucas (5,28) que dice que Mateo, “dejándolo
todo”, se levantó y lo siguió. “Dejándolo todo…” Nuevamente nos encontramos
ante la radicalidad del seguimiento.
Mateo era publicano, trabajaba para el
Imperio, el pueblo consideraba a los publicanos enemigos del pueblo; no solo
por “cooperar” con el poder imperial de Roma, sino porque le cobraban impuestos
en exceso a la gente y se quedaban con la diferencia. Por tanto, su trabajo era
un obstáculo para seguir a Jesús. Por eso tenía que “dejarlo todo”, y así lo
hizo. Dejó la mesa con sus cuentas y el dinero recaudado; dejó su vida pasada
para abrazar la nueva Vida a la que Jesús le llamaba. En ese momento él
probablemente no conocía los detalles, pero estoy seguro que supo ver en
aquella mirada intensa de Jesús la promesa de un mundo que las palabras no
podrían describir. Algo similar a lo que experimentó Saulo de Tarso en aquél encuentro
fugaz con el Resucitado en el camino a Damasco que cambió su vida para siempre.
Mateo tuvo un encuentro personal con Jesús y
su vida ya no sería la misma. Lo mismo nos ocurre cuando tenemos un encuentro
personal con Jesús. Resulta imposible mirarle a los ojos y no dejarse seducir.
“Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo, y me
venciste” (Jr 20,7).
Jesús te está diciendo: “Sígueme”. Nos lo
repite a diario; y no se cansa de hacerlo; y mientras más alejados estamos de
Él, con mayor insistencia nos llama. No importa lo que haya en nuestro pasado.
De eso se trata la conclusión del pasaje de hoy. Al levantarse Mateo, invitó a
Jesús y sus discípulos a comer a su casa, junto a otros publicanos y pecadores.
Al ver esto, los fariseos (¡qué muchos de estos hay en nuestros días!) se
acercaron a los discípulos (así son, cobardes, hablan a espaldas de los que
critican) diciéndoles: “¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y
pecadores?”
Jesús les escuchó y su contestación no se hizo
esperar: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad,
aprended lo que significa ‘misericordia quiero y no sacrificios’: que no he
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Jesús no vino a buscar a los justos para llevarlos
a cielo. Él vino para ofrecerse a sí mismo como víctima propiciatoria por todos
los pecados de la humanidad, cometidos y por cometer, incluyendo los tuyos y
los míos, porque Él quiere que todos nos salvemos (1 Tim 2,4; 2 Pe 3,9).
Que pasen un hermoso fin de semana. No olviden
visitar la Casa del Padre. Él les espera…
La liturgia nos brinda hoy la continuación de
la lectura evangélica de ayer, que nos relataba el episodio del hombre rico que
se marchó triste cuando Jesús le dijo que para conseguir la vida eterna tenía
que vender todo lo que tenía y repartir el dinero que obtuviera entre los
pobres. Lo que Jesús le pedía estaba más allá de su capacidad, pues vivía muy
apegado a sus bienes.
Hoy leemos (Mc 10,28-31) cómo, cuando el
hombre se va decepcionado, Pedro toma la palabra y le dice a Jesús: “Ya ves que
nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Aunque Marcos no lo
explicita en su relato, en la versión de Mateo (Mt 19,27b) Pedro le formula una
pregunta: “¿Qué nos tocará a nosotros?” (Otras versiones dicen: “¿Qué
recibiremos?”). Probablemente están pensando todavía en puestos y privilegios…
Jesús le contesta: “Os aseguro que quien deje
casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por
el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos
y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones–, y en la edad futura,
vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”.
Jesús enfatiza el seguimiento radical que Él
espera de los que nos llamamos sus discípulos. Lo hemos repetido en
innumerables ocasiones. En el seguimiento de Jesús no hay términos medios, no
hay condiciones, no hay tiempo de espera. Cuando Jesús nos dice “Sígueme”, o lo
seguimos, o nos quedamos a la vera del camino. Como decimos en Puerto Rico: “Se
nos va la guagua (autobús, colectivo, etc.)”
Lo que Jesús nos pide para alcanzar la
salvación no es fácil. Nos exige romper con todas las estructuras que generan
apegos, para entregarnos de lleno a una nueva vida donde lo verdaderamente
importante son los valores del Reino. Solos no podemos. Entonces podemos
preguntarnos: ¿quién podrá salvarse? Solo Dios salva; solo quien se abandona
totalmente a la voluntad de Dios alcanza la vida eterna. Como decía Jesús a sus
discípulos en la lectura evangélica de ayer: “Es imposible para los hombres, no
para Dios. Dios lo puede todo”.
La promesa de hoy no se trata de cálculos
aritméticos. No podemos esperar “cien casas”, o “cien” hermanos, o padres, o
madres, o hijos biológicos, o tierras a cambio de dejar los que tenemos ahora.
Lo que se nos promete es que vamos a recibir algo mucho más valioso a cambio. Y
no hablamos de valor monetario. ¿Quién puede ponerle precio al amor de Dios; a
la vida eterna; a la “corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5,4)? Para los
que creemos en Jesús y le creemos a Jesús, la vida eterna no es promesa vacía,
es una realidad de mayor valor que todo aquello a que podamos renunciar para
seguirle.
Pero, contrario a la predicación de las
llamadas “iglesias de la prosperidad”, ese premio no viene solo, viene
acompañado de persecuciones, de “cruces” aquí en este mundo. En eso Jesús es
consistente también (Cfr. Mt 16,24;
Lc 14,27). Y para los que le creemos a Jesús, aun esas persecuciones se
convierten en un premio (Cfr. Hc
5,41).
El mejor ejemplo de aquellos que lo dejan todo
por seguir a Jesús lo encontramos en los sacerdotes y religiosos(as) que
abandonan patria y parentela para dedicar su vida al Evangelio. Hoy, pidamos
especialmente por ellos, para que el Señor les colme de alegría, sabiendo que
desde ya están recibiendo su premio.
“Si alguno se viene conmigo y no pospone a su
padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus
hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su
cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26-27). Así comenzaba el
Evangelio que contemplábamos en la liturgia de ayer. La radicalidad del
seguimiento. Para el verdadero discípulo de Jesús no puede haber nada más
importante que Él. Ante Él todo lo demás palidece, incluyendo los bienes y
hasta los lazos de parentesco más estrechos. No puede haber nada que se
anteponga a Él; nada que “compita” con Él; nada que sea un obstáculo entre Él y
nosotros.
En la primera lectura de hoy (Fil 3,3-8a) san
Pablo comienza por describirse a sí mismo, y la posición privilegiada que
ocupaba dentro del esquema social y religioso del pueblo judío: “circuncidado a
los ocho días de nacer, israelita de nación, de la tribu de Benjamín, hebreo
por los cuatro costados y, por lo que toca a la ley, fariseo; si se trata de
intransigencia, fui perseguidor de la Iglesia, si de ser justo por la ley, era
irreprochable”. A lo que yo añadiría que Saulo de Tarso venía de una familia de
comerciantes acaudalada y, no solo era fariseo, sino que había estudiado en la
escuela del maestro de fariseos más prestigioso de su época, llamado Gamaliel.
Pablo venía de un ambiente religioso basado en
medios humanos, en el estricto cumplimiento de unas reglas de conducta, en unos
“títulos”. Sin embargo, cuando tuvo aquél encuentro personal con Jesús en el
camino a Damasco, su vida cambió. Lo abandonó todo por el Reino. “Todo eso que
para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo
lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús,
mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a
Cristo”.
No hay duda que Pablo está siguiendo el modelo
evangélico del perfecto discípulo que nos presenta Jesús. Una vez conocemos a
Jesús y optamos por el Reino, ya no hay marcha atrás (Cfr. Lc 9,62); no puede
haber nada más importante. Todos los “valores” de este mundo son inútiles para
nuestra salvación y, más aún, pueden convertirse en obstáculos. Por eso tenemos
que estar dispuestos a desprendernos de ellos, dejarlos atrás, como el exceso de
carga que se arroja por la borda del buque a punto de zozobrar para poder
mantenerlo a flote. “Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo”…
Señor, al igual que hiciste con Pablo, quita
de mis ojos las “escamas” que me impiden verte y conocerte en toda tu grandeza,
de manera que, conociéndote, todo lo demás lo estime “basura” con tal de
ganarte.
La lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc 15,1-10) nos presenta dos de las “parábolas de la misericordia”, la de la “oveja perdida”, y la “moneda perdida”. Para un comentario sobre esta lectura, les referimos a una reflexión nuestra anterior sobre la misma.
El Evangelio de hoy (Lc 13,18-21) nos presenta
dos “extractos” del discurso parabólico de Jesús acerca del Reino, y nos
presenta dos perspectivas del Reino: la extensión del mismo, representada por
el grano de mostaza, y su intensidad, representada por la levadura.
Cuando Jesús intenta explicar a sus discípulos
la naturaleza del Reino, está consciente que no resulta fácil hacerlo en una
manera que sea comprensible, pues se trata de algo “que no es de este mundo”
(Jn 18,36), algo que ya ha llegado pero que todavía no ha alcanzado su plenitud
(“Ya, pero todavía…”). Por eso tiene que recurrir a comparaciones, al uso de
parábolas.
Son tantas las alusiones de Jesús al Reino
citadas por Lucas, que resultaría impráctico citarlas todas en tan breve
espacio. A manera de ejemplo, comienza diciendo que Él ha venido a anunciar la
“buena nueva” del Reino de Dios (4,43); declara “bienaventurados” a los pobres,
porque a ellos les pertenece el Reino (6,20); envía a los “doce” a proclamar el
Reino (9,2); anuncia que el Reino “está cerca” (10,9-11); cuando enseña a sus
discípulos a orar les instruye que digan: “venga a nosotros tu Reino”; dice que
de los niños, y de los que son como ellos es el Reino (18,16); y finalmente, el
buen ladrón le dice a Jesús: “acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino” (23,42).
El Reino, eso por lo que hay que dejar casa,
mujer, hermanos, padre e hijos (18,29), rebasa toda comprensión por parte de
los discípulos. Pero para que no se desanimen, les asegura que con los pocos
recursos que tienen, pueden llevar a cabo su misión.
Para ello recurre primero al grano de mostaza,
la semilla más pequeña de todas (los representa a ellos, los humildes comienzos
del Reino), que cuando se planta y crece se convierte en un arbusto en el que anidan
los pájaros. El Reino es algo que crece, que “brota” de la tierra, como lo hace
una semilla cuando germina; es la vida misma que se abre paso poco a poco para
romper la tierra que la aprisiona, y alzarse sobre ella. Nos enseña que el
Reino no es algo estático, circunscrito a unos límites territoriales o
temporales. Tiene que crecer y ha de seguir creciendo, aunque a veces su
crecimiento sea lento, casi imperceptible.
La levadura, por su parte, le imparte a la
imagen del Reino que Jesús quiere transmitir ese elemento de potencia de transformación
que ocurre de forma casi imperceptible, como cuando la masa se mezcla con la
levadura viva y se deja cubierta para esperar que fermente, y se transforma en una hogaza lista para ser metida
en el horno. El Reino ha de seguir transformándose, creciendo, hasta llegar a
su plenitud en el día final, cuando se lleven a cabo las bodas del Cordero (Cfr. Ap 21).
Jesús nos envía a proclamar la buena noticia
del Reino. Tenemos que seguir regando la semilla para que germine, rogándole al
Señor que envíe operarios a su mies (Mt 9,38; Lc 10,2). Anda, ¡atrévete!; la
paga es abundante: la Vida eterna (Cfr.
Rm 6,23; Mt 10,32).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy
es la versión de Lucas de la “pesca milagrosa” (Lc 5,1-11). La mayoría de los
exégetas enfatizan de este pasaje el simbolismo de la barca como imagen de la
Iglesia, Pedro como cabeza de la Iglesia, y el echar las redes como la
predicación de la Iglesia (que se configura con la expresión de Jesús al final
del pasaje: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”). No obstante,
teniendo en mente que en el relato de Lucas “discípulo” es sinónimo de
“cristiano”, dividiremos el pasaje en tres partes: la gente que “se agolpaba”
alrededor de Jesús para escuchar su Palabra, los discípulos que confían en esa
Palabra y se hacen a la mar en contra de toda lógica, y los que lo abandonan
todo para seguir a Jesús (“…dejándolo todo, lo siguieron”).
La primera distinción que establece el relato
es entre aquellos que lo escuchaban y los discípulos que confían en su Palabra.
Simón es un pescador profesional, él sabe que la noche es el momento propicio
para la pesca (“nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada”).
Ahora viene Jesús, que es un artesano que “no sabe de pesca”, y le dice: “Rema
mar adentro, y echa las redes para pescar”. Están cansados, lo que Jesús le
pide es contrario a su experiencia. Aun así, Pedro decide confiar en Su palabra
(“por tu palabra, echaré las redes”), con resultados extraordinarios: “Hicieron
una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a lo socios
de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y
llenaron las dos barcas, que casi se hundían”.
Pedro y los discípulos que le acompañaban
confiaron en Jesús y en su Palabra. Por los resultados maravillosos obtenidos
comprendieron, no solo la necesidad de creer en Su Palabra, sino que no hay tal
cosa como un tiempo propicio para predicar el Evangelio que Jesús nos envía a
predicar (Cfr. Mc 16,15-20). Hay que
hacerlo “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Y cuando Jesús está sentado en
nuestra barca, como lo estaba en la de Simón, el resultado no se hace esperar.
Pero para lograr ese resultado tenemos que “echarnos a la mar”. No podemos
permanecer tranquilos en la orilla. Como nos ha dicho el papa Francisco,
tenemos que abrir las puertas de la Iglesia, no para que la gente entre, sino
para salir nosotros a la calle. Tenemos que escuchar su Palabra, confiar en ella,
y actuar conforme a ella. Solo así nos convertiremos en “pescadores de
hombres”.
Luego viene la verdadera actitud del
discípulo; dejarlo todo y seguirle. Esta es tal vez la parte más difícil, sobre
todo por el apego natural que sentimos por las cosas de este mundo. Como hemos
dicho en ocasiones anteriores, no tenemos que tomar esto literalmente. Lo que
esto significa es que pongamos a Jesús como el centro de nuestras vidas, que
todas las cosas terrenales palidezcan, se conviertan en secundarias, a nuestro
seguimiento de Jesús.
“El día en que su madre le reprendió por
atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: ‘Cuando
servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos
de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús’”. (CIC 2449).
Aunque la Fiesta universal de santa Rosa de Lima es el 23 de agosto, en muchos países, como el nuestro (Puerto Rico), se celebra mañana 30 de agosto, que por ser este año en domingo, no se celebra.
Santa Rosa de Lima fue la primera santa americana canonizada, patrona de las Américas y, al igual que Santa Catalina de Siena, a quien siempre trató de imitar, terciaria dominica. La cita del Catecismo de la Iglesia Católica que hemos transcrito resume la vida y misión de esta insigne santa de nuestra Orden. Santa Rosa de Lima también es la patrona del Laicado Dominico de Puerto Rico.
Santa Rosa supo ver el rostro de Jesús en los
enfermos, en los pobres, y en los más necesitados, comprendiendo que
sirviéndoles servía a Jesús, y que haciéndolo estaba haciéndose acreedora de
ese gran tesoro que es la vida eterna (Cfr. Mt 25,40.46). Comprendió que
valía la pena dejarlo todo con tal de servir a Jesús.
Durante su corta vida (vivió apenas treinta y
un años) supo enfrentar la burla y la incomprensión y combatir las tentaciones
que la asechaban constantemente. Su belleza física le ganaba el halago de
todos. Con tal de no sentir vanidad y evitar ser motivo de tentación para
otros, llegó al extremo de desfigurarse el rostro y las manos. Cuentan que en
una ocasión su madre le colocó una hermosa guirnalda de flores en la cabeza y
ella, para hacer penitencia por aquella vanidad, se clavó en la cabeza las
horquillas que sostenían la corona con tanta fuerza que luego resultó difícil
removerla.
La lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia propia de la Fiesta (Mt 13,44-46) nos presenta las parábolas del
tesoro y de la perla (dos de las llamadas “parábolas del Reino” que Mateo nos
narra en el capítulo 13 de su relato):
“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro
escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de
alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se
parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al
encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró”.
Rosa de Lima había encontrado ese gran tesoro
que es el amor de Dios, y ya todo palidecía, todo lo consideraba basura con tal
de ganar Su amor (Cfr. Flp 3,8). Por eso, aún durante la larga y
dolorosa enfermedad que precedió su muerte, su oración era: “Señor, auméntame
los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor”.
Cuando leemos las vidas de los grandes santos,
nos examinamos y comprendemos lo mucho que nos falta para alcanzar esa santidad
a la que todos estamos llamados (1 Pe 1,15). Si ellos, humanos igual que
nosotros, con nuestras mismas debilidades, lo lograron, nosotros también
podemos hacerlo.
Hoy, pidamos la intercesión de Santa Rosa de
Lima para que el Señor nos conceda la perseverancia para continuar en el camino
hacia la santidad.