REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 31-10-20

“Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor”

La primera lectura de hoy está tomada de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (18b-26) que, como hemos dicho en otras ocasiones, fue escrita mientras Pablo estaba en prisión en Roma. Este pasaje nos presenta la actitud que debe tener el verdadero cristiano ante la adversidad, confiado en que el Señor dispone todo para nuestro bien (Cfr. Rm 8,28), incluyendo la pérdida de lo más preciado que tenemos: la libertad.

Por eso les dice a los de Filipos que se alegra de estar en prisión, y de su posible martirio: “yo me alegro; y me seguiré alegrando, porque sé que esto será para mi bien, gracias a vuestras oraciones y al Espíritu de Jesucristo que me socorre”. ¡Y pensar que a veces nos quejamos y apesadumbramos por nimiedades!

En el Evangelio (Lc 14,1.7-11), Jesús se percata que los convidados a la fiesta a la que había sido invitado se estaban peleando por los primeros puestos. En la cultura judía había todo un sistema de jerarquías que determinaba el orden en que las personas iban a sentarse en todos los lugares, desde el Templo hasta en la mesa de comer. ¡Cuántos de esos tenemos aún hoy día en nuestras comunidades!

Jesús, como siempre, aprovecha la oportunidad para proponerles una parábola: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: “Cédele el puesto a éste.” Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba.” Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Esta enseñanza de Jesús está en la columna vertebral de su doctrina, y es un corolario del Amor. “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35; Mt 20,27)”. Él mismo la pondrá en práctica al lavarles los pies a sus discípulos (Jn 13,4-9), tarea reservada a los esclavos o a los siervos en su tiempo. Luego de la última cena, cuando los discípulos comienzan a discutir sobre quién debía ser considerado más grande, Jesús les amonesta diciendo: “Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor” (Lc 22,26).

Jesús nos invita a seguirle y hemos aceptado la invitación. El verdadero discípulo sigue al maestro, pero sobre todo imita al maestro. Jesús nos sienta la pauta. La pregunta obligada es: ¿Estás dispuesto a seguirle?

Señor, líbranos de los falsos orgullos que nos llevan a crear “grupos” entre nuestra comunidad parroquial que excluyen a otros que consideran “inferiores”, ya bien sea por diferencias raciales, sociales, económicas, intelectuales o profesionales. Por el contrario, haznos acoger con sincera fraternidad a todos los miembros de nuestra comunidad, con el mismo amor con que Jesús nos acoge a nosotros.

Lindo fin de semana a todos; y no olviden visitar la Casa de Padre, aunque sea de manera virtual. En su Mesa hay lugar para todos…

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LOS SANTOS SIMÓN Y JUDAS, APÓSTOLES 28-10-20

“Subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios”.

Hoy la Iglesia Universal celebra la Fiesta de los Santos Simón y Judas, apóstoles. Estos apóstoles tenían nombres en común con otros de los “doce”. Por eso los evangelistas y los propios apóstoles se referían a ellos como “Zelote” (o “Celotes”) y “Tadeo”, respectivamente para diferenciarlos de Simón Pedro y Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús.

Como primera lectura para esta celebración, la liturgia nos ofrece el fragmento de la carta a los Efesios (2,19,22), en la que san Pablo nos recuerda que somos “ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”, que estamos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por eso decimos que nuestra Iglesia es “apostólica”.

El relato evangélico que nos brinda la liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce”. Este pasaje, que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc 23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su actividad salvadora, se alimentaba constantemente de ese diálogo silencioso con su Padre celestial.

La elección de los apóstoles no fue la excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba “compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una “visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.

Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración, personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía Jesús.

Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE está disponible; no tenemos que “textearle” ni llamarlo para saber si está en casa, o si puede recibirnos. Tan solo tenemos que pensarle.

Es cierto, no todos podemos dedicar una noche, o un día completo a la oración, pero si sumamos las horas que pasamos “descansando”, “chateando”, o viendo la tele, tendremos una medida de cuánto tiempo podemos dedicar a la oración. Estoy seguro que Simón y Judas lo hicieron.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 03-09-20

Y tú, ¿te apuntas en la tripulación?

El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas de la “pesca milagrosa” (Lc 5,1-11). La mayoría de los exégetas enfatizan de este pasaje el simbolismo de la barca como imagen de la Iglesia, Pedro como cabeza de la Iglesia, y el echar las redes como la predicación de la Iglesia (que se configura con la expresión de Jesús al final del pasaje: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”). No obstante, teniendo en mente que en el relato de Lucas “discípulo” es sinónimo de “cristiano”, dividiremos el pasaje en tres partes: la gente que “se agolpaba” alrededor de Jesús para escuchar su Palabra, los discípulos que confían en esa Palabra y se hacen a la mar en contra de toda lógica, y los que lo abandonan todo para seguir a Jesús (“…dejándolo todo, lo siguieron”).

La primera distinción que establece el relato es entre aquellos que lo escuchaban y los discípulos que confían en su Palabra. Simón es un pescador profesional, él sabe que la noche es el momento propicio para la pesca (“nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada”). Ahora viene Jesús, que es un artesano que “no sabe de pesca”, y le dice: “Rema mar adentro, y echa las redes para pescar”. Están cansados, lo que Jesús le pide es contrario a su experiencia. Aun así, Pedro decide confiar en Su palabra (“por tu palabra, echaré las redes”), con resultados extraordinarios: “Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a lo socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían”.

Pedro y los discípulos que le acompañaban confiaron en Jesús y en su Palabra. Por los resultados maravillosos obtenidos comprendieron, no solo la necesidad de creer en Su Palabra, sino que no hay tal cosa como un tiempo propicio para predicar el Evangelio que Jesús nos envía a predicar (Cfr. Mc 16,15-20). Hay que hacerlo “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Y cuando Jesús está sentado en nuestra barca, como lo estaba en la de Simón, el resultado no se hace esperar. Pero para lograr ese resultado tenemos que “echarnos a la mar”. No podemos permanecer tranquilos en la orilla. Como nos ha dicho el papa Francisco, tenemos que abrir las puertas de la Iglesia, no para que la gente entre, sino para salir nosotros a la calle. Tenemos que escuchar su Palabra, confiar en ella, y actuar conforme a ella. Solo así nos convertiremos en “pescadores de hombres”.

Luego viene la verdadera actitud del discípulo; dejarlo todo y seguirle. Esta es tal vez la parte más difícil, sobre todo por el apego natural que sentimos por las cosas de este mundo. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no tenemos que tomar esto literalmente. Lo que esto significa es que pongamos a Jesús como el centro de nuestras vidas, que todas las cosas terrenales palidezcan, se conviertan en secundarias, a nuestro seguimiento de Jesús.

Y tú, ¿te apuntas en la tripulación?

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. (A) 28-06-20

“El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro”.

El Evangelio que nos propone la liturgia para este décimo tercer domingo del tiempo ordinario (Mt 10,37-42), es uno de esos que nos estremece, sobre todo los primeros versículos, por la dureza y radicalidad del lenguaje que Jesús utiliza para describirnos en forma gráfica lo que Él espera de los que respondemos “Sí” a su llamado. Si en algo Jesús es consistente es en esa radicalidad que Él espera en el seguimiento: “El que pone la mano en el arado” … “Vende todo lo que tienes” … “Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente,” …

Sin embargo, el pasaje que contemplamos hoy va más allá. Describe, no solo la actitud que espera de sus apóstoles (evangelizadores), sino también del que los escucha (evangelizados). Por eso podemos dividirlo en dos partes.

En los primeros tres versículos Jesús nos pide que para ser dignos de Él no podemos querer a nuestra familia inmediata más que a Él, que tenemos que coger nuestra cruz de cada día y seguirlo, y remata diciéndonos que “el que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Palabras fuertes, duras, difíciles de asimilar; que hicieron que muchos de los que le seguían decidieran abandonarlo y pusieron a pensar inclusive a los Doce, al punto que Jesús, percibiéndolo, les preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,66-67).

Por otro lado, según de radical es en sus exigencias, así de firme es también en sus promesas: “el que pierda su vida por mí la encontrará”. A eso se refiere Pablo en la segunda lectura (Rm 6,3-4.8-11) cuando dice a los de Roma: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva… pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más…” Esa fe era la que llevaba a aquellos primeros cristianos de Roma a abrazar el martirio entonando cánticos de alabanza.

La segunda parte del Evangelio va dirigida a los que acogemos el mensaje de Evangelio y a los portadores de este: “El que os recibe a vosotros…” Del mismo modo que los primeros versículos nos incomodan, los últimos nos tranquilizan, nos apaciguan, nos llenan de esperanza. Jesús promete a todo el que recibe y acoge a sus enviados, aunque sea con un gesto tan sencillo como “un vaso de agua”, su justa recompensa en la vida eterna. Y si sabemos reconocer a Jesús en cada uno de “estos pobrecillos”, lo que hagamos por ellos lo estaremos haciendo por Él, y seremos acreedores a “nuestra paga”.

La magnanimidad de Dios con los que acogen a sus enviados es una constante en las Escrituras. Así lo vemos en la primera lectura (1Re 4,8-11.14-16a) cuando aquella mujer reconoció en la persona de Eliseo a “un hombre de Dios”, a “un santo”, y eso fue suficiente para que le brindara comida y albergue. Ese gesto, agradable ante los ojos de Dios le valió su “justa paga” en la forma de una maternidad tardía.

Estas lecturas, especialmente el Evangelio, nos invitan a hacer introspección y preguntarnos: ¿seré acreedor a mi “justa paga”?

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DEL T.O. (A) 26-01-20

El relato evangélico que la liturgia dispone para este tercer domingo del tiempo ordinario  (Mt 4,12-23), nos narra la vocación de los primeros discípulos, “Simón, al que llaman Pedro, y Andrés, su hermano”, y “a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan” todos pescadores en el mar de Galilea. En ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra vocación viene del verbo latino vocare, que quiere decir llamar. Así, la vocación es un llamado, en este caso de parte de Jesús.

Esto ocurría en Galilea, en donde Jesús se había establecido luego del arresto de Juan Bautista, dando cumplimiento a la profecía de Isaac que contemplamos hoy como primera lectura (Is 8,23b–9,3). Se estableció en territorio pagano para comenzar su misión de llevar la Buena Noticia del Reino todas las naciones: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”. Él es consciente que la tarea es difícil y su tiempo es corto. Por eso necesita formar un equipo de trabajo, escoger unos colaboradores que le ayuden en su tarea, y la continúen una vez Él haya regresado al Padre.

Los llamados de Jesús siempre son directos, sin rodeos, al grano. “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Una mirada penetrante y una palabra o una frase; imposible de resistir. Siempre que leo la vocación de cada uno de los apóstoles trato de imaginar los ojos, la mirada de Jesús, y la firmeza de su voz. Y se me eriza la piel. Por eso la respuesta de los discípulos es inmediata y se traduce en acción, no en palabras. Nos dice la lectura que Andrés y Simón, “inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”. En cuanto a los hijos de Zebedeo nos dice la lectura que “inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron”. En estos últimos vemos, no solo la inmediatez del seguimiento, sino también la radicalidad del mismo. Dejaron, no solo la barca, sino a su padre también. “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26; Mt 10,37). Dejarlo todo con tal de seguir a Jesús.

Mateo utiliza el lenguaje de la pesca en el escenario del mar de Galilea, y la frase “pescadores de hombres” con miras al objetivo de su relato evangélico, dirigido a los judíos que se habían convertido al cristianismo, con el propósito de demostrar que Jesús es el mesías prometido en quien se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Así, alude también a la profecía de Ezequiel, que utiliza la metáfora del mar, la pesca abundante y la variedad de peces (Ez 47,8-10) para significar la misión profética a la que Jesús llama a sus discípulos, dirigida a convertir a todos, judíos y paganos.

Hoy Jesús nos llama a ser “pescadores de hombres” en un ambiente no muy distinto al de la Galilea de tiempos de Jesús. Y la respuesta que Él espera de nosotros no es una palabra, ni una explicación o excusa (Cfr. Lc 9,59-61); es una acción, como la del mismo Mateo, quien cuando Jesús le dijo: “sígueme”, “dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5,27; Mt 9,9; Mc 2,14). ¿Cuál va ser tu respuesta?

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. (C) 08-09-19

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para este vigésimo tercer domingo del tiempo ordinario (Lc 14,25-33), Jesús nos enumera tres condiciones para ser discípulos suyos. Después del lenguaje utilizado por Jesús en el pasaje que leyéramos el pasado domingo (Lc 14,1.7-14), en el que nos hablaba del “banquete”, hoy nos estremece con un lenguaje chocante, desconcertante, y hasta hiriente.

Todavía nos estamos saboreando el pasaje del banquete, en el que parece ser que para entrar en el Reino lo único que tenemos que hacer es aceptar la invitación, cuando nos toma desprevenidos con una aseveración que “nos saca la alfombra de debajo de los pies”. Nos dice la escritura que Jesús se volvió a los que le seguían y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta traducción que utiliza la liturgia es en realidad una versión “aguada” del lenguaje original que se traduce como el que no “odia” a su padre y a su madre, etc.

Es obvio que Jesús quiere estremecernos, quiere ponernos a pensar, quiere que entendamos la radicalidad del seguimiento que nos va a exigir. Por eso no podemos interpretar ese “odiar” de manera literal; se trata de un recurso pedagógico. No se trata de que rompamos los lazos afectivos con nuestra familia. Lo que Jesús quiere de nosotros es una disponibilidad total; que el seguimiento sea radical, absoluto; que ni tan siquiera la familia pueda ser obstáculo para el seguimiento; ni tan siquiera el sagrado deber de enterrar a los muertos (Lc 9,60).

Todavía no nos recuperamos del golpe inicial cuando nos lanza la segunda condición para el discipulado: “Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. ¡Uf! Esto de seguir a Jesús no parece cosa fácil… Cabe señalar que en el momento en que Jesús pronuncia estas palabras, la crucifixión para el que decidiera seguirle era una posibilidad real. Quiere enfatizar que seguirle siempre implica un riesgo. En nuestro tiempo no hay crucifixión, pero sí hay muchas “cruces” que tenemos que soportar si decidimos seguir a Jesús. Y si somos verdaderos discípulos las llevamos y soportamos con amor, y por amor a Jesús.

Jesús termina su enumeración de las condiciones para seguirle, con la renuncia total a todos aquellos bienes que puedan convertirse en obstáculo: “el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. El discípulo no solo “sigue” al maestro, sino que lo imita. Jesús nació pobre, teniendo por cuna un pesebre y por vestimenta unos pañales (Lc 2,7). Así mismo murió: clavado a una cruz y desnudo, teniendo como única posesión una túnica que echaron a suerte entre los soldados romanos que le crucificaron (Jn 19,23-24).

El mensaje de Jesús es sencillo y se resume en una sola palabra: AMOR. Pero se trata de un amor incondicional, el amor que siente el que está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Maestro; el que está dispuesto a tomar su cruz para seguirlo, el que está dispuesto a dar la vida por sus amigos (Jn 15,13)…

Si aún no lo has hecho, no olvides visitar la Casa del Padre; Él te espera.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 05-09-19

“No temas; desde ahora serás pescador de hombres”.

El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas de la “pesca milagrosa” (Lc 5,1-11). La mayoría de los exégetas enfatizan de este pasaje el simbolismo de la barca como imagen de la Iglesia, Pedro como cabeza de la Iglesia, y el echar las redes como la predicación de la Iglesia (que se configura con la expresión de Jesús al final del pasaje: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”). No obstante, teniendo en mente que en el relato de Lucas “discípulo” es sinónimo de “cristiano”, dividiremos el pasaje en tres partes: la gente que “se agolpaba” alrededor de Jesús para escuchar su Palabra, los discípulos que confían en esa Palabra y se hacen a la mar en contra de toda lógica, y los que lo abandonan todo para seguir a Jesús (“…dejándolo todo, lo siguieron”).

La primera distinción que establece el relato es entre aquellos que lo escuchaban y los discípulos que confían en su Palabra. Simón es un pescador profesional, él sabe que la noche es el momento propicio para la pesca (“nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada”). Ahora viene Jesús, que es un artesano que “no sabe de pesca”, y le dice: “Rema mar adentro, y echa las redes para pescar”. Están cansados, lo que Jesús le pide es contrario a su experiencia. Aun así, Pedro decide confiar en Su palabra (“por tu palabra, echaré las redes”), con resultados extraordinarios: “Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a lo socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían”.

Pedro y los discípulos que le acompañaban confiaron en Jesús y en su Palabra. Por los resultados maravillosos obtenidos comprendieron, no solo la necesidad de creer en Su Palabra, sino que no hay tal cosa como un tiempo propicio para predicar el Evangelio que Jesús nos envía a predicar (Cfr. Mc 16,15-20). Hay que hacerlo “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Y cuando Jesús está sentado en nuestra barca, como lo estaba en la de Simón, el resultado no se hace esperar. Pero para lograr ese resultado tenemos que “echarnos a la mar”. No podemos permanecer tranquilos en la orilla. Como nos ha dicho el papa Francisco, tenemos que abrir las puertas de la Iglesia, no para que la gente entre, sino para salir nosotros a la calle. Tenemos que escuchar su Palabra, confiar en ella, y actuar conforme a ella. Solo así nos convertiremos en “pescadores de hombres”.

Luego viene la verdadera actitud del discípulo; dejarlo todo y seguirle. Esta es tal vez la parte más difícil, sobre todo por el apego natural que sentimos por las cosas de este mundo. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no tenemos que tomar esto literalmente. Lo que esto significa es que pongamos a Jesús como el centro de nuestras vidas, que todas las cosas terrenales palidezcan, se conviertan en secundarias, a nuestro seguimiento de Jesús.

Y tú, ¿te apuntas en la tripulación?

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOSEXTO DOMINGO DEL T.O. (C) 21-07-19

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 10,38-42) nos narra el episodio de cuando Jesús hace un alto en su última subida a Jerusalén para visitar a las hermanas Marta y María. Mientras Marta parecía una hormiguita tratando de tener todo dispuesto para servir al huésped distinguido que tenían, María, “sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra”. Marta, quien aparenta tener mucha confianza con Jesús, le pide que regañe a María, y le diga que la ayude con los preparativos. Esta petición de Marta suscita la famosa frase de Jesús que constituye el meollo de esta perícopa: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.

El mensaje de Jesús es claro: Solo una cosa es necesaria; escuchar y acoger la palabra de salvación que Él ha venido a traer. Lo que Marta está haciendo no está mal; ella quiere servir al Señor, pero lo verdaderamente importante no es el mensajero; es el mensaje de salvación que trae su Palabra. En su afán de servir, Marta se desenfoca y olvida que Jesús no vino a ser servido sino a servir (Mt 20,28). Jesús no quiere que le sirvan; quiere que acojan el mensaje de salvación que Él ha venido a traer. Por eso María ha escogido lo que debe, lo que Jesús considera verdaderamente necesario, se ha concentrado en la escucha de la Palabra, actitud que Él mismo nos ha señalado es más importante que cualquier relación, incluyendo la de parentesco (Cfr. Lc 6,46-49; 8,15.21).

Con su actitud, María se convierte en el modelo del verdadero discípulo de Jesús y de toda la comunidad creyente. En los cursos de formación cristiana que impartimos, al discutir el tema del “discipulado”, utilizamos este pasaje para ilustrar dos de las seis características del discípulo de Jesús: “se sienta a los pies del Maestro” y “escucha al Maestro”. El verdadero discípulo tiene que escuchar la palabra, acogerla, y vivirla. Así lo hizo también María, la Madre de Jesús y su primera discípula, quien “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19.51).

Eso no quiere decir que debemos abandonar el servicio al Señor; lo que significa es que en el afán de servir no podemos apartarnos de la escucha de la Palabra, que es la que la que guía, y da sentido y significado a nuestro servicio. De ese modo nuestro servicio se convierte en una respuesta a la Palabra y en verdadera “predicación”, pues al poner en práctica esa Palabra, estamos evangelizando.

En una ocasión leí un comentario sobre este pasaje en el que el autor, cuyo nombre no recuerdo, decía que probablemente Jesús, después de contestarle a Marta, se dirigió a María y le dijo: “Anda, ahora ve a ayudar a tu hermana”. Ora et labora.

Hoy, pidamos al Señor que abra nuestros oídos, y más aún, nuestros corazones, para escuchar, acoger, y poner en práctica su Palabra salvífica.

Si no lo has hecho aún, todavía estás a tiempo de visitar la Casa del Padre para escuchar su Palabra, como lo hizo María de Betania. Recuerda, Él te espera.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ 14-09-18

Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre en este día.

Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz, símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor 1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y de vida.

Por eso el verdadero discípulo de Cristo no teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es la paradoja de la Cruz.

La primera lectura de hoy nos presenta una prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo, arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado, nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia, de perdón. Si nos acercamos la cruz con la mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).

Si no lo has hecho aún, ve hoy a la Casa del Padre y mira hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los brazos abiertos…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 06-09-18

El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas de la “pesca milagrosa” (Lc 5,1-11). La mayoría de los exégetas enfatizan de este pasaje el simbolismo de la barca como imagen de la Iglesia, Pedro como cabeza de la Iglesia, y el echar las redes como la predicación de la Iglesia (que se configura con la expresión de Jesús al final del pasaje: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”). No obstante, teniendo en mente que en el relato de Lucas “discípulo” es sinónimo de “cristiano”, dividiremos el pasaje en tres partes: la gente que “se agolpaba” alrededor de Jesús para escuchar su Palabra, los discípulos que confían en esa Palabra y se hacen a la mar en contra de toda lógica, y los que lo abandonan todo para seguir a Jesús (“…dejándolo todo, lo siguieron”).

La primera distinción que establece el relato es entre aquellos que lo escuchaban y los discípulos que confían en su Palabra. Simón es un pescador profesional, él sabe que la noche es el momento propicio para la pesca (“nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada”). Ahora viene Jesús, que es un artesano que “no sabe de pesca”, y le dice: “Rema mar adentro, y echa las redes para pescar”. Están cansados, lo que Jesús le pide es contrario a su experiencia. Aun así, Pedro decide confiar en Su palabra (“por tu palabra, echaré las redes”), con resultados extraordinarios: “Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a lo socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían”.

Pedro y los discípulos que le acompañaban confiaron en Jesús y en su Palabra. Por los resultados maravillosos obtenidos comprendieron, no solo la necesidad de creer en Su Palabra, sino que no hay tal cosa como un tiempo propicio para predicar el Evangelio que Jesús nos envía a predicar (Cfr. Mc 16,15-20). Hay que hacerlo “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Y cuando Jesús está sentado en nuestra barca, como lo estaba en la de Simón, el resultado no se hace esperar. Pero para lograr ese resultado tenemos que “echarnos a la mar”. No podemos permanecer tranquilos en la orilla. Como nos ha dicho el papa Francisco, tenemos que abrir las puertas de la Iglesia, no para que la gente entre, sino para salir nosotros a la calle. Tenemos que escuchar su Palabra, confiar en ella, y actuar conforme a ella. Solo así nos convertiremos en “pescadores de hombres”.

Luego viene la verdadera actitud del discípulo; dejarlo todo y seguirle. Esta es tal vez la parte más difícil, sobre todo por el apego natural que sentimos por las cosas de este mundo. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no tenemos que tomar esto literalmente. Lo que esto significa es que pongamos a Jesús como el centro de nuestras vidas, que todas las cosas terrenales palidezcan, se conviertan en secundarias, a nuestro seguimiento de Jesús.

Y tú, ¿te apuntas en la tripulación?