REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 19-04-21

“Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna”.

En ocasiones he visto una pegatina, de esas que se adhieren a los parachoques de los autos (lo que en “Castilla la Vieja” llaman un bumper sticker), que lee: “¿Crees en Cristo? ¡Que se te note!”. Algo así sucedió a Esteban en la primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (Hc 6,8-15).

Esteban estaba tan “lleno de gracia y poder”, que realizaba grandes prodigios y signos delante del pueblo, y predicaba con tanta elocuencia que nadie podía rebatir su discurso. Esa gracia y poder provenían de la efusión del Espíritu Santo que había recibido por la oración e imposición de manos de los Apóstoles (6,6) al ser ordenado como diácono. Tan grande era su fe, y el Espíritu obraba con tanto poder en él, que cuando fue apresado y conducido ante el Sanedrín, “todos los miembros del Sanedrín miraron a Esteban, y su rostro les pareció el de un ángel”.

En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe es “algo que se ve”. Porque los hombres y mujeres de fe actúan conforme a la Palabra de Jesús, en quien confían plenamente. Y eso se ve, la gente lo nota, y les hace decir: “Yo no sé lo que esa persona quiere, pero yo quiero de eso”. La persona que cree en Jesús, y le cree a Jesús, actúa diferente, despliega una seguridad que es contagiosa, y la gente le nota algo distinto en el rostro. Es sentirse amado por Dios y que Su voluntad es que todos alcancemos la salvación. Eso fue lo que los del Sanedrín vieron en Esteban, al punto que “su rostro les pareció el de un ángel”.

Durante esta semana vamos a continuar “degustando” el discurso del pan de vida contenido en el capítulo 6 del Evangelio según Juan, que comenzó el pasado viernes con el símbolo eucarístico de la multiplicación de los panes. Por eso estas lecturas, aunque se refieren a hechos anteriores a la Pasión, muerte y resurrección, las leemos en clave Pascual.

La lectura de hoy (Jn 6,22-29) nos presenta a esa multitud anónima que sigue a Jesús, impresionada por sus milagros. Acaban de presenciar la multiplicación de los panes y han saciado su hambre corporal. El gentío quiere seguirlo. Al no encontrarlo, fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.

Al encontrarlo, Jesús les cuestiona sus motivaciones para seguirle: “Os lo aseguro, me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios”. No se trata de que las motivaciones sean malas, pues se refieren a satisfacer necesidades humanas básicas. Lo que Jesús quiere transmitirles a ellos (y a nosotros) es que esas no son motivaciones válidas para seguirle.

“La obra que Dios quiere es ésta, que creáis en el que él ha enviado”, les dice Jesús. Y para creer tenemos que conocer su Amor. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,16). Y ese amor nos hará creer en el Resucitado, que es el pan de vida que puede saciar todas nuestras hambres y nos conduce a la vida eterna.

¡Señor, dame de ese Pan!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 16-04-21

“Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?”

La liturgia de hoy nos ofrece como primera lectura (Hc 5,34-42) la continuación del pasaje que leíamos ayer del libro de los Hechos de los Apóstoles en el que los apóstoles habían sido llevados ante el Sanedrín por predicar el Evangelio, después de haber sido liberados de la cárcel por un ángel del Señor. Veíamos también cómo el Señor había hecho efectiva su promesa de Mt 10,18-20, a los efectos de que el Espíritu hablaría por ellos cuando fueran apresados y llevados ante gobernantes y reyes.

Movido por el discurso de Pedro y los demás apóstoles, pero más aún por el Espíritu Santo, un fariseo y doctor de la Ley llamado Gamaliel, intervino y convenció a los del Sanedrín que les dejaran en libertad, aconsejándoles: “En el caso presente, mi consejo es éste: No os metáis con esos hombres; soltadlos. Si su idea y su actividad son cosa de hombres, se dispersarán; pero, si es cosa de Dios, no lograréis dispersarlos, y os expondríais a luchar contra Dios”. Fueron azotados y luego liberados, “contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús”, y continuaron predicando a pesar de que se les prohibió expresamente. Esta actividad, esta valentía, era producto del fuego que ardía en sus corazones por la fe Pascual, avivado por el Espíritu que habían recibido en Pentecostés, que fue el detonante para el comienzo de la Iglesia misionera.

La lectura evangélica (Jn 6,1-15) es la versión de Juan de la multiplicación de los panes y los peces, que Juan coloca “cerca de la Pascua”, con el propósito de colocar el milagro en un contexto eucarístico, relacionándolo con la última cena de los evangelios sinópticos.

La narración nos dice que Jesús preguntó a uno de los discípulos que con qué iban a alimentar la multitud que los había seguido hasta aquél paraje. Obviamente se trata de una pregunta con un fin pedagógico, que además aparenta intentar presentar a Jesús como el nuevo Moisés (Cfr. Dt 18,18), planteando una pregunta similar a la que hizo Moisés a Yahvé cuando el pueblo estaba hambriento (Nm 11,13). Lo mismo parece insinuar con el comentario inicial de que Jesús se marchó al otro lado del lago de Galilea. Da la impresión de un éxodo, un paso a través del mar a otro lugar en el que Dios alimentará a su pueblo.

Juan coloca la multiplicación de los panes como prólogo al discurso del pan de vida que ocupa el capítulo 6 de su relato evangélico, en donde más adelante Jesús se refiere al pan que Moisés dio a comer a sus antepasados en el desierto y cómo estos murieron a pesar de ello, y cómo el que coma del pan que Él les ofrece resucitará en el último día. Es también en este “discurso” que Juan pone en boca de Jesús uno de sus siete “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14): “Yo soy el pan de Vida” … A diferencia de los sinópticos, Juan no narra la última cena, pero la sustituye con este discurso.

Pero hay un personaje que casi siempre pasamos por alto; aquél muchacho anónimo que estuvo dispuesto a compartir todo el alimento que tenía: cinco panes de cebada y un par de peces. Un acto de generosidad que hizo posible aquel milagro. ¡Cuántas veces nos abstenemos de ayudar al prójimo pensando que lo que tenemos es poco para resolver su problema, para llenar sus necesidades! ¿Qué eran cinco panes y dos peces para una multitud de cinco mil hombres? Como dijéramos en otra ocasión, tal vez el verdadero milagro fue que la generosidad de aquél joven provocó la generosidad de todos los que dentro de aquella “multitud” tenían algo de comer y lo compartieran con los demás.

Señor, danos de ese pan, y permite que además de saciarnos el hambre corporal, nos permita compartirlo con otros para que produzca en ellos y nosotros más hambre de Ti.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 02-05-20

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida” que hemos estado contemplando durante esta semana.

En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”

Lejos de suavizar o justificar sus palabras, reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.

Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y “beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los “discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.

Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.

Las palabras de Jesús siempre son motivo de controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc 2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre” de su sacrificio.

Los que queremos perseverar, los que queremos permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”, no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

En la Eucaristía encontramos alimento, y en la Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de su sangre.

En estos tiempos en que nos hemos visto privados de sentarnos a la mesa del Señor de forma sacramental, profundicemos en su Palabra. Allí tendremos un encuentro personal con Él, y diremos con Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Que pasen un hermoso fin de semana en la Paz del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 01-05-20

Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.

Hemos estado leyendo como primera lectura el libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a evangelizar el mundo entero.

En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios, en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los confines de la tierra. Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.

¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo evitarlo, era una fuerza superior a la de él.

El perseguidor se enamoró del perseguido y se sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los gentiles”.

La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda que lo has tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a tiempo.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59) continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 29-04-20

“… y yo lo resucitaré en el último día”.

“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8). Esa promesa de Jesús se hace realidad en la primera lectura que nos ofrece la liturgia de hoy (Hc 8,1-8). Él les había pedido a los apóstoles que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre (la promesa del Espíritu Santo). De hecho, durante los primeros siete capítulos de los Hechos de los Apóstoles, estos permanecen en Jerusalén.

La lectura de hoy nos narra que luego del martirio de Esteban se desató una violenta persecución contra la Iglesia en Jerusalén, que hizo que todos, menos los apóstoles, se dispersaran por Judea y Samaria. Y cumpliendo el mandato de Jesús, “al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo el Evangelio”. Así comenzó la expansión de la Iglesia por el mundo entero, una misión que al día de hoy continúa.

La lectura nos recalca que el mayor perseguidor de la Iglesia era Saulo de Tarso: “Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres”. Sí, el mismo Saulo de Tarso que luego sería responsable de expandir la Iglesia por todo el mundo pagano, mereciendo el título de “Apóstol de los gentiles”. Son esos misterios de Dios que no alcanzamos a comprender.

Jesús vio a Pablo y entendió que esa era la persona que Él necesitaba para llevar a cabo la titánica labor de evangelizar el mundo pagano. Un individuo en quien convergían tres grandes culturas, la judía (fariseo), la griega (criado en la ciudad de Tarso) y la romana (era ciudadano romano). Decide “enamorarlo” y se le aparece en el camino a Damasco en ese episodio que todos conocemos, mostrándole toda su gloria. Ahí se cumple lo que Él mismo nos dice en la lectura evangélica de hoy (Jn 6,35-40): “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (v. 40). Pablo vio a Jesús ya glorificado, creyó en Él, y recibió la promesa de vida eterna.

Continuamos leyendo el capítulo 6 de Juan, el llamado “discurso del pan de vida”. El versículo final del pasaje de hoy que acabamos de citar se da en el contexto de que Jesús dice a sus discípulos (y a nosotros), que Él no está aquí para hacer Su voluntad, “sino la voluntad del que me ha enviado”. Y la voluntad del Padre es que todos nos salvemos, “que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.

Y esa salvación, esa vida eterna la comenzamos a disfrutar desde ahora, en la medida en que creamos en el Resucitado y nos hagamos uno con Él. En la fe, y por la fe, recibimos su llamada amorosa, creemos, y nos ponemos en marcha hacia la meta que es Él mismo.

Lo bueno es que todos estamos invitados, sin excepción: “al que venga a mí no lo echaré afuera”. El hombre fue echado del Paraíso, pero en Jesús encontramos el perdón y la gracia que nos devuelven el favor de Dios y la vida eterna.

Que esa promesa guie nuestra vida y nuestra oración.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 28-04-20

“Señor Jesús, recibe mi espíritu”… “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.

Continuamos nuestra ruta Pascual en la liturgia. Como primera lectura (Hc 7,51-8,1a) retomamos la historia de Esteban. San Esteban, diácono, se había convertido en un predicador fogoso, lleno del Espíritu Santo, que le daba palabra y valentía para enfrentar a sus perseguidores. Hoy se nos presenta su testimonio final del martirio.

Esteban continuó denunciando a sus interlocutores y acusándolos de no haber reconocido al Mesías y de haberle dado muerte. Esto enfureció tanto a los ancianos y escribas que decidieron darle muerte. La Escritura nos dice que antes de que lo asesinaran Esteban “lleno de Espíritu Santo” tuvo una visión: “vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios”. Fue como si el Señor quisiera confirmarle que su fe era fundada. ¡Jesús vive!, el Resucitado está ya en la Gloria a la derecha del Padre, y justo antes de entregar su vida por esa verdad, esta le fue revelada por parte del Padre.

Aquí Lucas nos presenta un paralelismo entre la muerte de Esteban y la de Jesús. Ambos fueron llevados ante el Sanedrín y acusados con falsos testimonios, ambos son ajusticiados fuera de la ciudad, y ambos encomiendan su espíritu a Dios y piden perdón para sus victimarios: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”… “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.

Siempre que leo este pasaje la pregunta es obligada. Enfrentado con la misma situación, ¿actuaría yo con la misma valentía que Esteban? Estamos celebrando la Pascua en la que se nos invita a creer que Jesús resucitó, más no solo como un hecho histórico o algo teórico, sino que estamos llamados a “vivir” esa misma Pascua, a imitar a Cristo, quien nos amó hasta el extremo, al punto de dar su vida por nosotros.

Cuando tomamos el paso y damos el “sí” definitivo a Jesús y a su Evangelio, vamos a enfrentar dificultades, pruebas, persecuciones, burlas… Nuestras palabras van a resultar “incómodas” para mucha gente, y la reacción no se hará esperar. Y cuando no encuentren argumentos para rebatirnos, recurrirán a la calumnia y los falsos testigos. Con toda probabilidad nunca nos veamos obligados a ofrendar nuestras vidas, pero nos encontraremos en situaciones que nos harán preguntarnos si vale la pena seguir adelante. Es en esos momentos que debemos recordar el ejemplo del diácono Esteban.

La lectura evangélica es continuación de la de ayer y sigue presentándonos el “discurso del pan de vida” del capítulo 6 de Juan (6,30-35). La conversación entre Jesús y la multitud que había alimentado en la multiplicación, gira en torno a la diferencia entre el pan que Moisés “dio” al pueblo en el desierto y el pan de Dios, “que es el que baja del cielo y da vida al mundo” (Cfr. Sal 77,24). Cuando la multitud, cautivada por esa promesa le dice: “Señor, danos siempre de este pan”, Jesús responde con uno de los siete “Yo soy” que encontramos en el relato de Juan: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.

Nuestra fe Pascual nos permite reconocer a Jesús, glorioso y resucitado, como el “pan de vida” que se nos da a Sí mismo en las especies eucarísticas, y que es el único capaz de saciar todas nuestras hambres, especialmente el hambre de esa vida eterna que podemos comenzar a disfrutar desde ahora si nos unimos a Él en la Eucaristía, “el pan que baja del cielo y da vida al mundo”.

Señor, te pedimos que, durante este tiempo de distanciamiento social que nos ha privado de la comunión sacramental, se acreciente nuestra fe Pascual y nuestra hambre por el Pan vivo bajado del cielo. Amén.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 27-04-20

En ocasiones he visto una pegatina, de esas que se adhieren a los parachoques de los autos (lo que en Castilla la Vieja llaman un bumper sticker), que lee: “¿Crees en Cristo? ¡Que se te note!”. Algo así sucedió a Esteban en la primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (Hc 6,8-15).

Esteban estaba tan “lleno de gracia y poder”, que realizaba grandes prodigios y signos delante del pueblo, y predicaba con tanta elocuencia que nadie podía rebatir su discurso. Esa gracia y poder provenían de la efusión del Espíritu Santo que había recibido por la oración e imposición de manos de los Apóstoles (6,6) al ser ordenado como diácono. Tan grande era su fe, y el Espíritu obraba con tanto poder en él, que cuando fue apresado y conducido ante el Sanedrín, “todos los miembros del Sanedrín miraron a Esteban, y su rostro les pareció el de un ángel”.

En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe es “algo que se ve”. Porque los hombres y mujeres de fe actúan conforme a la Palabra de Jesús, en quien confían plenamente. Y eso se ve, la gente lo nota, y les hace decir: “Yo no sé lo que esa persona quiere, pero yo quiero de eso”. La persona que cree en Jesús, y le cree a Jesús, actúa diferente, despliega una seguridad que es contagiosa, y la gente le nota algo distinto en el rostro. Es la certeza de que Dios le ama y que su voluntad es que todos alcancemos la salvación. Eso fue lo que los del Sanedrín vieron en Esteban, al punto que “su rostro les pareció el de un ángel”.

Durante esta semana vamos a continuar “degustando” el discurso del pan de vida contenido en el capítulo 6 del Evangelio según Juan, que comenzó el pasado viernes con el símbolo eucarístico de la multiplicación de los panes. Por eso estas lecturas, aunque se refieren a hechos anteriores a la Pasión, muerte y resurrección, las leemos en clave Pascual.

La lectura de hoy (Jn 6,22-29) nos presenta a esa multitud anónima que sigue a Jesús, impresionada por sus milagros. Acaban de presenciar la multiplicación de los panes y han saciado su hambre corporal. El gentío quiere seguirlo. Al no encontrarlo, fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.

Al encontrarlo, Jesús les cuestiona sus motivaciones para seguirle: “Os lo aseguro, me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios”. No se trata de que las motivaciones sean malas, pues se refieren a satisfacer necesidades humanas básicas. Lo que Jesús quiere transmitirles a ellos (y a nosotros) es que esas no son motivaciones válidas para seguirle.

“La obra que Dios quiere es ésta, que creáis en el que él ha enviado”, les dice Jesús. Y para creer tenemos que conocer su Amor. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,16). Y ese amor nos hará creer en el Resucitado, que es el pan de vida que puede saciar todas nuestras hambres y nos conduce a la vida eterna.

¡Señor, dame de ese Pan!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 24-09-20

“Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?”

La liturgia de hoy nos ofrece como primera lectura (Hc 5,34-42) la continuación del pasaje que leíamos ayer del libro de los Hechos de los Apóstoles en el que los apóstoles habían sido llevados ante el Sanedrín por predicar el Evangelio, después de haber sido liberados de la cárcel por un ángel del Señor. Veíamos también cómo el Señor había hecho efectiva su promesa de Mt 10,18-20, a los efectos de que el Espíritu hablaría por ellos cuando fueran apresados y llevados ante gobernantes y reyes.

Movido por el discurso de Pedro y los demás apóstoles, pero más aún por el Espíritu Santo, un fariseo y doctor de la Ley llamado Gamaliel, intervino y convenció a los del Sanedrín que les dejaran en libertad, aconsejándoles: “En el caso presente, mi consejo es éste: No os metáis con esos hombres; soltadlos. Si su idea y su actividad son cosa de hombres, se dispersarán; pero, si es cosa de Dios, no lograréis dispersarlos, y os expondríais a luchar contra Dios”. Fueron azotados y luego liberados, “contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús”, y continuaron predicando a pesar de que se les prohibió expresamente. Esta actividad, esta valentía, era producto del fuego que ardía en sus corazones por la fe Pascual, avivado por el Espíritu que habían recibido en Pentecostés, que fue el detonante para el comienzo de la Iglesia misionera.

La lectura evangélica (Jn 6,1-15) es la versión de Juan de la multiplicación de los panes y los peces, que Juan coloca “cerca de la Pascua”, con el propósito de colocar el milagro en un contexto eucarístico, relacionándolo con la última cena de los evangelios sinópticos.

La narración nos dice que Jesús preguntó a uno de los discípulos que con qué iban a alimentar la multitud que los había seguido hasta aquél paraje. Obviamente se trata de una pregunta con un fin pedagógico, que además aparenta intentar presentar a Jesús como el nuevo Moisés (Cfr. Dt 18,18), planteando una pregunta similar a la que hizo Moisés a Yahvé cuando el pueblo estaba hambriento (Nm 11,13). Lo mismo parece insinuar con el comentario inicial de que Jesús se marchó al otro lado del lago de Galilea. Da la impresión de un éxodo, un paso a través del mar a otro lugar en el que Dios alimentará a su pueblo.

Juan coloca la multiplicación de los panes como prólogo al discurso del pan de vida que ocupa el capítulo 6 de su relato evangélico, en donde más adelante Jesús se refiere al pan que Moisés dio a comer a sus antepasados en el desierto y cómo estos murieron a pesar de ello, y cómo el que coma del pan que Él les ofrece resucitará en el último día. Es también en este “discurso” que Juan pone en boca de Jesús uno de sus siete “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14): “Yo soy el pan de Vida” … A diferencia de los sinópticos, Juan no narra la última cena, pero la sustituye con este discurso.

Pero hay un personaje que casi siempre pasamos por alto; aquél muchacho anónimo que estuvo dispuesto a compartir todo el alimento que tenía: cinco panes de cebada y un par de peces. Un acto de generosidad que hizo posible aquel milagro. ¡Cuántas veces nos abstenemos de ayudar al prójimo pensando que lo que tenemos es poco para resolver su problema, para llenar sus necesidades! ¿Qué eran cinco panes y dos peces para una multitud de cinco mil hombres? Como dijéramos en otra ocasión, tal vez el verdadero milagro fue que la generosidad de aquél joven provocó la generosidad de todos los que dentro de aquella “multitud” tenían algo de comer y lo compartieran con los demás.

Señor, danos de ese pan, y permite que además de saciarnos el hambre corporal, nos permita compartirlo con otros para que produzca en ellos y nosotros más hambre de Ti.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 11-05-19

“… ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida” que hemos estado contemplando durante esta semana.

En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”

Lejos de suavizar o justificar sus palabras, reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.

Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y “beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los “discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.

Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.

Las palabras de Jesús siempre son motivo de controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc 2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias del mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre” de su sacrificio.

Los que queremos perseverar, los que queremos permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”, no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

En la Eucaristía encontramos alimento, y en la Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de su sangre.

Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la mesa de la Palabra dispuestas para ti.

¡Acércate! Él te está esperando…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 10-05-19

Continuamos leyendo como primera lectura el libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a evangelizar el mundo entero.

En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios, en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los confines de la tierra. Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.

¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo evitarlo, era una fuerza superior a la de él.

El perseguidor se enamoró del perseguido y se sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los gentiles”.

La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda que lo has tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a tiempo.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59) continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.