REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO OCTAVO DOMINGO DEL T.O. (B) 01-08-21

“Señor, danos siempre ese pan”.

La primera lectura de hoy (Ex 16,2-4.12-15) nos sirve de marco de referencia para el evangelio (Jn 6,24-35). Esta lectura nos presenta al pueblo en el desierto, luego de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto, “murmurando” contra Dios por haberlos enviado al desierto para morir de hambre, y a un Dios providente que les envía codornices y maná para saciar su hambre.

No habían pasado tres meses desde que Dios los había liberado de las plagas que envió sobre el pueblo egipcio, de haberlos liberado de la esclavitud en Egipto, y de haber separado las aguas del mar Rojo para huir del ejército del faraón, y ya se les había olvidado todo lo que Dios había hecho por ellos. Tan solo pensaban en hartarse de carne y pan.

Las codornices y el maná que Dios les provee son alimento material que tiene como propósito satisfacer el hambre corporal. Así mismo recibieron los judíos el pan de la multiplicación que Jesús les acababa de dar en la multiplicación de los panes que leyéramos el domingo pasado (Jn 6,1-15).

En el evangelio de hoy esas mismas personas siguen a Jesús hasta el otro lado del mar de Galilea y Jesús, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, sabe que lo han seguido por interés, que no han comprendido el significado del milagro: “Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él”.

Ante las preguntas de los que le seguían, Jesús les asegura que no fue Moisés quien les dio a comer pan en el desierto, sino el Padre, y que ahora el verdadero pan que Dios les da “es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo”. Se nos está presentando Él mismo como ese único pan capaz de satisfacer el hambre de eternidad, de vida eterna. Por eso se presenta diciendo: “Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed”. Ese “Yo soy” que repercute a lo largo del evangelio según san Juan (“Yo soy… la luz del mundo,… la resurrección y la vida,… la puerta,… el Buen Pastor,… la vid,… el camino, la verdad y la vida”.) nos evoca el nombre con que Yahvé se presentó a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14). De ese modo Jesús revela su divinidad.

Este pasaje también prefigura la Eucaristía, ese “pan” que no solo satisface el hambre corporal, sino que también es el alimento para el alma que nos da las fuerzas para llegar a la Casa del Padre.

Hoy, día del Señor, tenemos que preguntarnos: ¿Me acerco al Señor para que Él satisfaga mis necesidades materiales, o me acerco buscando ese alimento espiritual que da la fortaleza para continuar mi camino a la vida eterna?

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO SÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (B) 25-07-21

La multiplicación de los panes es un “signo” que va más allá de la mera multiplicación material. Ese pan “inferior”, por la bendición que Jesús pronuncia sobre él, se convierte en el verdadero “pan de vida”

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Juan del episodio de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6,1-15). Los sinópticos también recogen este pasaje (Mt 14,13-21; Mc 6,32-44; Lc 9,10-17), convirtiéndose en uno de los pocos milagros que recogen los cuatro evangelistas, lo que apunta a su historicidad y al impacto que ese episodio tuvo en los evangelistas. También puede influenciar el hecho de que lo relacionaban con el episodio del profeta Eliseo que nos presenta la primera lectura de hoy (2 Re 4,42-44).

El domingo pasado nos habíamos quedado en la antesala de este milagro en el evangelio según san Marcos. Hoy interrumpimos la lectura de Marcos, para dar paso a la versión de Juan, que sirve de preámbulo al “discurso del pan de vida” que cubre todo su capítulo 6, que estaremos leyendo durante cinco domingos consecutivos, hasta retomar a Marcos en el vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario.

De entrada hay que señalar tres detalles que hacen la versión de Juan diferente a la de los sinópticos: Los panes eran de cebada, que era un pan más asequible, el “pan de los pobres” (en la primera lectura los panes que trajeron a Eliseo eran de cebada); el hecho de que en esta versión es Jesús mismo quien reparte los panes, a diferencia de los sinópticos, en los cuales son los discípulos quienes hacen la repartición; y el énfasis de Juan en el hecho de que “estaba cerca la Pascua”. Todos estos elementos hacen de la narración de Juan una prefiguración, un anticipo de la última cena y la institución de la Eucaristía.

La multiplicación de los panes es un “signo” que va más allá de la mera multiplicación material. Ese pan “inferior”, por la bendición que Jesús pronuncia sobre él se convierte en el verdadero “pan de vida” (Cfr. Jn 6,35), que es un alimento fundamental, espiritual, que recibimos de manos de Jesús, por mera gratuidad. Y dentro del marco de la Pascua, se nos presenta Él mismo como alimento pascual.

Ya desde el capítulo 2, Juan nos había presentado a Jesús como el nuevo Templo. Ahora vemos a la gente acudiendo a la persona Jesús para celebrar la Pascua. Ya no hay que ir al Templo de Jerusalén a celebrar la Pascua, sino allí donde esté Jesús. En este mismo contexto, no debemos olvidar que antes de celebrar la Pascua los judíos tenían que purificarse. Por eso el profeta Jeremías (7,1-11) nos advertía que en vano buscaríamos al Señor en el Templo si no enmendamos nuestra conducta y nuestras acciones.

Del mismo modo, si nos acercamos a recibir el “pan de vida” de la Eucaristía sin habernos arrepentido de nuestros pecados con el firme propósito de enmendar nuestra conducta y nuestras acciones, y recibido la absolución sacramental, estaremos consumiendo, no el pan de vida, sino nuestra propia condenación (Cfr. 1 Cor 11,27).

El Señor, que es el verdadero Templo, nos espera hoy en el templo parroquial para ofrecerse Él mismo en su Palabra y en el Pan de Vida de la Eucaristía. No desperdiciemos esa oportunidad. Y si no puedes, o no estás preparado para recibirle sacramentalmente, arrepiéntete de todo corazón, ábrele la puerta de tu corazón, y Él “entrará en tu casa, y cenará contigo, y tú con Él” (Cfr. Ap 3,20).

Que pasen un hermoso domingo lleno de la PAZ que solo Él puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SANTO TOMÁS, APÓSTOL 03-07-21

Hoy celebramos la fiesta de Santo Tomás, apóstol.  La tradición nos dice que Tomás partió a evangelizar en Persia y en la India, donde fue martirizado el 3 de julio del año 72. La lectura que nos presenta la liturgia para esta fiesta es la narración de la primera aparición de Jesús a los apóstoles luego de su gloriosa resurrección (Jn 20,24-29). La Resurrección de Jesús culminó su Misterio Pascual, y con ella la Iglesia adquirió una nueva vida. “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14).

Cuando el Resucitado se apareció por primera vez a los apóstoles, Tomás no estaba con ellos. Al integrarse nuevamente al grupo, le dijeron: “Hemos visto al Señor”. Tomás, quien al igual que los demás no había captado el anuncio de la resurrección que Jesús les había hecho en innumerables ocasiones, reaccionó con incredulidad: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.

La actitud de Tomás es muy similar a  nuestra. Como reza el dicho popular: “Ver para creer”. En ocasiones nuestra fe flaquea. Entonces tratamos de aferrarnos a algo tangible, que nos brinde “seguridad” física; y nos preguntamos si en realidad “alguien” escucha nuestras oraciones, sobre todo cuando no vemos los resultados que queremos (Cfr. Hb 11,1).

En la lectura evangélica de hoy Jesús le dice a Tomás: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. ¡Qué diferencia con María, la que “creyó sin haber visto”! (Cfr. Lc 1,45;).

La fe es una de las virtudes teologales (llamadas también “infusas”) que recibimos en nuestro bautismo. Pero lo que en realidad recibimos es como una semilla que hay que alimentar e irrigar adecuadamente para que pueda germinar y dar fruto. Si la abandonamos corre el peligro de secarse y morir. Y el agua y alimento que necesita la encontramos en la oración, la Palabra y los sacramentos, especialmente la Eucaristía.

El problema estriba en que hoy día vivimos en un mundo secularizado, esclavo de la tecnología, en el que resulta más fácil creer lo que dice la internet (sin cuestionarnos la fuente ni las intenciones de quien escribe), que creer en Dios y en su Palabra salvífica, que es Palabra de Vida eterna (Cfr. Jn 6,68).

Los apóstoles creyeron esa Palabra de Vida eterna. El mismo Tomás, a pesar de su incredulidad inicial, no tuvo que meter los dedos en las manos ni la mano en el costado del Señor para hacer una profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”

Por eso, hoy, en la fiesta de Santo Tomás, apóstol, digamos a Nuestro Señor: “Señor Jesús, al celebrar hoy con admiración y alegría la fiesta de santo Tomás, te pedimos que nosotros –tus discípulos- y cuantos nos rodean y no te conocen por la fe experimentemos tu presencia en nuestras vidas mostrándote llagado y resucitado, predicador del Reino y pastor de ovejas perdidas, salvador y amigo. Amén” (oración tomada de Dominicos 2003).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 08-06-21

“Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo”.

“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt 5,13-16). En esta corta lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy, Jesús utiliza dos imágenes para  expresar cómo debe ser nuestro anuncio de Reino.

La primera de ella, “sal del mundo” nos hace preguntarnos, ¿cómo puede volverse sosa la sal? En la antigüedad, la sal se usaba en unas rocas (cristales) que se sumergían en los alimentos y se sacaban una vez sazonados, para volverse a usar, hasta que la roca se tornaba insípida. Entonces se descartaba.

La segunda de ellas, la lámpara que se enciende y no se pone debajo del celemín, sino en el candelero para que alumbre, es más obvia para nosotros.

Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos, que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones utilizar una roca de sal para sazonar la sopa, o traer un candil al caer la noche para iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esas imágenes sencillas, domésticas, familiares, para enseñarnos la actitud que debemos tener respecto a la Palabra de Dios que recibimos.

No podemos ser efectivos en nuestro anuncio de la Buena Noticia del Reino si no nos alimentamos continuamente con la Palabra y la Eucaristía, pues llegará un momento en que nuestro mensaje perderá su sabor, se tornará “soso”. Podremos continuar entre nuestros hermanos, pero ya no seremos eficaces en nuestro anuncio del Reino

Por otro lado, esa Palabra de Vida eterna no es para esconderla, sino para ponerla en un lugar visible, para que todos se beneficien de su Luz.

Jesús nos ha dicho que todos estamos llamados a ser “luz del mundo”. Y ¿cómo podemos ser “luz del mundo”? En la primera lectura de hoy (2 Cor 1,18-22) san Pablo nos brinda una pista: siendo fieles a la Palabra, consistentes en nuestro mensaje. “Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado, no fue primero «sí» y luego «no»; en él todo se ha convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un «sí». Y por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya”. Por eso el Salmo (118) nos dice: “La explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes”.

El mensaje de Jesús es claro y es uno. No podemos “acomodarlo” a nuestros gustos o deseos o, peor aún, amoldarlo a lo que quieren escuchar aquellos a quienes lo proclamamos. La Palabra a veces duele, como el fuego de la lámpara que quema, pero ilumina nuestro camino…

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (B) 06-06-21

Hoy Jesús nos invita a participar de ese sacrificio, único y eterno, ofrecido para nuestra salvación, comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre.

Hoy la Iglesia está de fiesta. Celebramos la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, conocida por su nombre el latín: Corpus Christi. En esta celebración proclamamos la presencia verdadera, real y sustancial de Jesucristo bajo la las especies de pan y vino. Por eso las lecturas que nos presenta la liturgia están relacionadas con la Eucaristía, el sacramento alrededor del cual gira toda la liturgia de la Iglesia, y en el que se hace presente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

La primera lectura, tomada del libro del Éxodo (24,3-8) nos presenta la ratificación de la Alianza del Sinaí en la persona de Moisés, quien “mandó a algunos jóvenes israelitas ofrecer al Señor holocaustos, y vacas como sacrificio de comunión. Tomó la mitad de la sangre, y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después, tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: ‘Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos’. Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: ‘Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos’”.

Sabemos que el pueblo de Israel incumplió la Alianza del Sinaí, apartándose de los términos de la misma.

La segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos (9,11-15) enfatiza el carácter definitivo y la superioridad del sacrificio de Cristo, cuya sangre derramada en la Cruz selló la Nueva Alianza, obteniendo así para nosotros el perdón de los pecados, la liberación eterna: “Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar con las cenizas de una becerra tienen poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo. Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna”.

La lectura evangélica nos narra la versión de Marcos (14,12-16.22-26) de la institución del sacramento de la Eucaristía que Jesús nos dejó como memorial de ese sacrificio, con cuya sangre compró para nosotros la salvación, la vida eterna: “Mientras comían. Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: ‘Tomad, esto es mi cuerpo’. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: ‘Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos’”.

Hoy Jesús nos invita a participar de ese sacrificio, único y eterno, ofrecido para nuestra salvación, comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre, “pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga” (1 Cor 11,26).

El Señor ha dispuesto la mesa y te extiende una invitación. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 23-04-21

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.”

Hemos estado leyendo como primera lectura el libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a evangelizar el mundo entero.

En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios, en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los confines de la tierra.

¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo evitarlo, era una fuerza superior a la de él.

El perseguidor se enamoró del perseguido y se sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los gentiles”.

La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a tiempo.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59) continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA 11-04-21

“¡Señor mío y Dios mío!”

Hoy celebramos el segundo domingo de Pascua, también conocido como domingo de la Divina Misericordia.

La primera lectura (Hc 4,32-35) nos narra cómo las primeras comunidades cristianas “daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor”, y cómo por ese gesto “Dios los miraba a todos con mucho agrado”.

No olvidemos que hoy concluye la “Octava” de Pascua y, por tanto, la celebración que comenzó el domingo de Pascua de Resurrección y se prolongó hasta hoy. De ahí que la lectura evangélica (Jn 20,19-31) nos presenta las primeras dos apariciones de Jesús a sus discípulos. La primera el mismo día de la Resurrección, encontrándose encerrados en la estancia superior, por temor a las autoridades judías, luego de que Pedro y Juan encontraran la tumba vacía. La segunda tiene lugar una semana después (un día como hoy), pero esta vez los discípulos estaban fortalecidos por la presencia del Resucitado. Ahora la controversia giraba en torno a la incredulidad de Tomás.

Este pasaje, que es la conclusión del evangelio según san Juan, es sumamente denso y lleno de símbolos. Nos limitaremos a dos, comenzando con el segundo: la incredulidad de Tomás.

La pregunta obligada es: ¿Dónde estaba Tomás cuando el Señor se apareció a los discípulos por primera vez? De seguro estaba vagando, triste y desilusionado porque Jesús había muerto; había visto esfumarse en una horas todas sus expectativas, sus sueños mesiánicos. Se había separado del grupo. Por eso no tuvo la experiencia de Jesús resucitado; como nos pasa a nosotros cuando nos alejamos de la Iglesia. Cuando regresó se negaba a creer porque no lo había visto. Pero esta vez no se alejó, se mantuvo en comunión con sus hermanos, se congregó, y entonces tuvo el encuentro con Jesús resucitado. Igual nos pasa a nosotros cuando regresamos la Iglesia y nos congregamos para la celebración eucarística; los ojos de la fe nos permiten tener un encuentro con Jesús resucitado. Por eso en el rito de la consagración decimos, al igual que Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”

Jesús concluye el pasaje diciendo: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Los discípulos tuvieron la dicha de ver a Jesús resucitado. Nosotros por fe creemos que Él se hace presente con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, en las especies de pan y vino durante la celebración eucarística; presencia tan real como lo fue la aparición a los discípulos en aquél primer domingo de Resurrección. ¡Y por ello Jesús nos llama dichosos, bienaventurados!

El otro aspecto que hay que resaltar es la institución del Sacramento de la Reconciliación. Jesús conoce nuestra naturaleza pecadora y no quiso dejarnos huérfanos: “exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’”. Es el “Tribunal de la Divina Misericordia”, la  manifestación más patente de la Misericordia Divina; llamado así porque es el único Tribunal en el cual uno, al declararse culpable, es absuelto.

Durante la Cuaresma y Semana Santa la Iglesia nos hizo un llamado a reconciliarnos. Si no lo hiciste entonces, recuerda que HOY es el domingo de la Divina Misericordia. ¡Anda, declárate culpable; te garantizo que saldrás absuelto!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA OCTAVA DE PASCUA 07-04-21

“¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado estos días?”

Continuamos nuestro camino en la Octava de Pascua con las apariciones del Resucitado a sus discípulos. Hoy la liturgia nos brinda la narración de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35).

El relato nos presenta a dos discípulos que salían de Jerusalén rumbo a una aldea llamada Emaús. Iban decepcionados, alicaídos. El Mesías en quien habían puesto todas sus esperanzas había muerto. Habían oído decir que estaba vivo, pero no parecían estar muy convencidos. En otras palabras, les faltaba fe o, al menos, esta se había debilitado con la experiencia traumática de la Pasión y muerte de Jesús.

Jesús sabe lo que van hablando; Él conoce nuestros corazones. Aun así, se acerca a ellos y les pregunta. Ellos no le reconocen, sus ojos están cegados por los acontecimientos. Le relatan sus experiencias y comparten con Él su tristeza y desilusión. Jesús los confronta con las Escrituras: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?” Pero no se limitó a eso. Con toda su paciencia se sentó a explicarles lo que de Él decían las Escrituras, “comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas”.

Ellos se interesan por lo que está diciéndoles aquél “forastero” que encontraron en el camino. No quieren que se marche. Se sienten atraídos hacia Él, pero todavía no le reconocen. Más adelante, luego de reconocerle, dirán cómo les “ardía el corazón” cuando les hablaba y les explicaba las Escrituras.

Le invitan a compartir la cena con ellos. Allí, “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Ese gesto de Jesús, el mismo que compartió con sus discípulos en la última cena, hizo que se les abrieran los ojos de la fe. El relato continúa diciéndonos que tan pronto le reconocieron, Jesús “desapareció”. Desapareció de su vista física, pero habían tenido la oportunidad de ver el cuerpo glorificado del Resucitado, y esa “presencia” permaneció con ellos, al punto que regresaron a Jerusalén a informar lo ocurrido a los “once” y sus compañeros, quienes ya estaban diciendo “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.

Este pasaje está tan lleno de símbolos, que resulta imposible abordarlos todos en este espacio limitado. Nos limitaremos a comparar el camino de Emaús con nuestra propia vida, y el encuentro de estos con Jesús, con la Eucaristía.

Durante nuestro diario vivir, nos enfrentamos a los avatares que la vida nos lanza, ilusiones, decepciones, alegrías, fracasos. Y nuestra vista se va nublando al punto que nos imposibilita ver a Jesús que camina a nuestro lado.

Llegado el domingo, nos congregamos para la celebración eucarística y, al igual que los discípulos de Emaús, primero escuchamos las Escrituras y se nos explican. Eso hace que “arda nuestro corazón”. Finalmente, en la liturgia eucarística que culmina la celebración, nuestros ojos se abren y reconocemos al Resucitado. Es entonces que exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”. Y al igual que ocurrió a aquellos discípulos, Jesús “desaparece” de nuestra vista, pero su presencia, y el gozo que esta produce, permanecen en nuestros corazones. De ahí salimos con júbilo a enfrentar la aventura de la vida con nuevos bríos, y a proclamar: “¡Él vive!”

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA (B) 28-02-21

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

La liturgia de hoy nos presenta el pasaje de la Transfiguración del Señor (Mc 9,2-10). El pasaje nos narra que Jesús tomó consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro, Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado (la tradición nos dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.

Esta narración está tan preñada de simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos. Trataremos, por tanto, de resumir lo que la Transfiguración representó para los discípulos a quienes Jesús les concedió el privilegio de presenciarla, sobre todo en la versión de Marcos que contemplamos hoy.

Los discípulos ya habían comprendido que Jesús era el Mesías esperado; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a duda la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro. En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

Concluye la lectura diciéndonos que luego de escuchar esas palabras miraron a su alrededor y no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Es entonces que Jesús les dice “No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos” (el famoso “secreto mesiánico” del Evangelio según san Marcos). Pero ellos todavía no acertaban a comprender el alcance de aquellas palabras, eso de “resucitar de entre los muertos”. A pesar de que Jesús se los anuncia en más de una ocasión, no es hasta después de la Resurrección cuando, iluminados por el Espíritu Santo que reciben en Pentecostés, comprenden plenamente el alcance de estas.

La segunda lectura de hoy, tomada de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,31b-34), nos recuerda que gracias a esa Resurrección que aquellos apóstoles no supieron comprender en aquel momento, pero que ya Pablo conocía, Jesucristo “está a la derecha de Dios” e “intercede por nosotros”. Vemos cómo la liturgia cuaresmal ya comienza a apuntarnos hacia la culminación de este tiempo tan especial.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de la gloriosa Resurrección de Jesús, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Jesús no solo resucitó, sino que también quiso permanecer con nosotros en la Eucaristía. Por eso Pablo dice al comienzo de esa segunda lectura: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.

Pidamos al Padre que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de su Hijo y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

Que pasen un hermoso fin de semana y, recuerda, el Señor te espera en su casa.