REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 06-12-22

“Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado”.

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para hoy, tomada del profeta Isaías (40,1-11), nos brinda el pasaje citado en el Evangelio que leíamos el pasado año (Ciclo C) para el segundo domingo de Adviento (Lc 3,1-6): “Una voz grita: ‘En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos –ha hablado la boca del Señor’”. Es un anuncio de los tiempos mesiánicos unido a un llamado a la preparación para esos tiempos en que el Señor ha de llegar para liberar a su pueblo; preparación que en términos nuestros implica un proceso de conversión que allane el camino para que Dios pueda llegar a nuestros corazones.

Concluye el pasaje haciendo uso de la imagen que vemos a menudo en el Antiguo Testamento de Dios como “pastor” y su pueblo como “rebaño”: “Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres”. Así ha de venir el Mesías esperado, como un pastor que cuida de sus ovejas. Y esa imagen del pastor que reúne a su rebaño y “toma en brazos los corderos y hace recostar las madres”, nos presenta el buen pastor que se preocupa por sus ovejas, las reúne y las cuida.

La lectura evangélica de hoy (Mt 18,12-14) nos presenta la parábola del pastor que tiene cien ovejas, una se le pierde, y deja las noventa y nueve que le quedan para ir en busca de la que se extravió. Jesús está familiarizado con la vida pastoril, sabe que una oveja sola está indefensa, no puede sobrevivir. Nos dice que el Padre que está en los cielos es como el buen pastor de la parábola, no deja de preocuparse por ninguna de sus ovejas, aunque se aleje. Cuando un alma de aleja de Él, no puede mantenerse indiferente. Esta parábola nos presenta a un Dios que no quiere que nos perdamos, que viene a nuestro encuentro. Y cuando nos encuentra se alegra más por habernos encontrado que por aquellas que ya estaban en el redil. Y ese día habrá fiesta en la casa del Padre “porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (Lc 15,24).

Nos está diciendo que a Él no le importa la razón por la cual nos hayamos alejado; tan solo quiere que regresemos a su lado. Él nos está buscando, se hace cercano a nosotros. La misericordia de Dios, ese misterio de la actitud de Dios ante el pecado del hombre. Él quiere a todas sus ovejas, pero se siente especialmente alegre cuando encuentra una que estaba perdida; y estoy seguro que sonreirá cada vez que la vea junto a las demás ovejas de su rebaño.

Habíamos dicho que la palabra clave en esta segunda semana de Adviento es “conversión”; conversión que nos permitirá “preparar el camino” para que Dios, Buen Pastor, venga a nuestro encuentro, y podamos recibirlo en nuestros corazones. ¡Ven a mi encuentro, Señor, haz morada en mi corazón, y no permitas que me aleje de Ti!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 05-12-22

Nos dice la Escritura que Jesús, “viendo la fe que tenían” los amigos, dijo al paralítico: “Hombre, tus pecados están perdonados”.

La liturgia de Adviento continúa presentándonos al profeta Isaías como primera lectura. La de hoy (Is 35, 1-10), escrita durante el exilio en Babilona, le brinda consuelo y esperanza al pueblo que hace años sufre el cautiverio, y anuncia su regreso al Paraíso, la venida del Salvador esperado que transformará el desierto en Paraíso. El pasaje que contemplamos hoy sirve de preludio al “Libro de la Consolación” o “segundo Isaías”, que comprende los capítulos 40 al 55 de la profecía. De nuevo, Isaías nos presenta unos signos concretos que han de acompañar esos tiempos: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco, un manantial”. La lectura anuncia la abolición inminente de todas las maldiciones producto del pecado de Adán (Gn 3,16.18.19). Así la esperanza del regreso del pueblo cautivo en Babilonia se transforma a su vez en símbolo de la felicidad de los últimos tiempos.

En el Evangelio de hoy (Lc 5,17-26) vemos a Jesús que encarna la profecía. Se trata de la versión de Lucas de la curación del paralítico cuyos amigos, ante la imposibilidad de acercar su amigo paralítico a Jesús para que lo curara, logran trepar la camilla, abren un boquete en el techo, y lo descuelgan frente a Jesús. Nos dice la Escritura que Jesús, “viendo la fe que tenían” los amigos, dijo al paralítico: “Hombre, tus pecados están perdonados”. Ante la incredulidad y el escándalo causado por sus palabras en los fariseos y maestros de la ley que estaban presentes, Jesús les replicó: “¿Qué es más fácil: decir ‘tus pecados quedan perdonados’, o decir ‘levántate y anda’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados… –dijo al paralítico–: A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa”. ¿Qué mayor prueba de la llegada de los tiempos mesiánicos? ¿Qué mayor prueba de que Jesús es el Mesías en quien se cumplen las promesas del Antiguo Testamento? La lectura termina con los presentes diciendo: “Hoy hemos visto cosas admirables”.

Ayer decíamos que la palabra clave para esta segunda semana de Adviento es conversión. El Evangelio de ayer domingo nos hablaba de “preparar” caminos, “allanar” senderos, para recibir al Señor que llega. Cuando se trata del tiempo de preparación para recibir a Jesús en nuestros corazones (la perspectiva de “hoy” del Adviento), los valles, colinas y pedregales que tienen que ser allanados y preparados son nuestras tibiezas, nuestra indolencia, nuestros pecados, que impiden al Señor entrar en nuestros corazones; todo aquello que nos convierte en “paralíticos espirituales”, y obstaculiza la conversión a que somos llamados durante este tiempo de Adviento por voz de Juan el Bautista.

La pregunta obligada es: ¿Con cuál de los personajes nos identificamos? ¿Sufrimos de “parálisis espiritual” que nos impide recibir a Jesús en nuestros corazones, o somos de los amigos que ponen su confianza Jesús y ayudan al paralítico? Hagamos examen de conciencia…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA CUATRA SEMANA DEL T.O. (2) 26-11-22

“Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.

Hoy concluimos el año litúrgico. Mañana comienza un nuevo año con ese “tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido contemplando en días recientes.

Luego de la frase de esperanza que pronunciara en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la del final de los tiempos, la parusía. A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final, que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular. Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra”.

Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima “como la trampa de un cazador”. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.

Jesús nunca nos pide algo sin darnos las “herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2 Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Fil, 4). Leí en algún lugar que “la oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).

Si examinamos las vidas de los grandes santos y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos vivir las palabras de la primera lectura de hoy (Ap 22,1-7), uno de mis pasajes favoritos de la Biblia: “Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos”. Yo quiero estar allí. ¿Y tú?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 25-11-22

“Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Estamos en las postrimerías del tiempo ordinario. Mañana en la noche, con las vísperas del primer domingo de Adviento, comenzamos un nuevo año litúrgico.

La lectura evangélica (Lc 21,29-33) nos refiere a la segunda venida de Jesús en toda su gloria a instaurar su Reino que “no pasará”. Pero primero nos invita a estar atentos a los “signos de los tiempos” para que sepamos cuándo ha de ser. Como suele hacerlo, Jesús echa mano de las experiencias cotidianas de sus contemporáneos, que conocen de la agricultura: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Esa figura de los árboles que “echan brotes”, nos apunta a la primavera, que anuncia un “nuevo comienzo”, el “nuevo tiempo” que ha de representar el Reinado definitivo de Dios, la “nueva Jerusalén” del final de los tiempos. Ese Reino que Jesús inauguró hace casi dos mil años y que la Iglesia, pueblo de Dios, continúa madurando, como los brotes de los árboles en primavera, hasta que florezca y alcance su plenitud.

Muchos imperios, reinados, gobiernos, ideologías, ha surgido y desaparecido. Pero la Palabra de Dios se mantiene incólume a lo largo de la historia. Y la Iglesia (nosotros) está encargada de asegurarse que esa Palabra siga floreciendo para que la salvación alcance a todos. “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.

La primera lectura (Ap 20,1-4.11-21), por su parte, también nos remite la segunda venida de Jesús y al juicio que la acompañará, y cómo en ese momento seremos juzgados según nuestras obras: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras”… “La Muerte y el Hades fueron arrojados al lago de fuego –este lago de fuego es la muerte segunda– y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego”.

De nada nos vale ir a misa diaria, ni participar en incontables ceremonias litúrgicas, si no amamos, si no practicamos las obras de misericordia (Cfr. Mt 12,7; 25,31; St 2,17-18). Bien lo dijo San Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”.

En una homilía con relación a la parábola de las diez vírgenes (Mt 25,1-13), el papa Francisco también nos exhortaba a ver los signos de los tiempos y estar preparados para ese encuentro con Jesús en su segunda venida, para que no nos sorprenda dormidos.

Estamos a escasas horas del Adviento, y la liturgia de ese tiempo especial nos invita a estar atentos a esa segunda venida de Jesús y al nacimiento del Niño Dios, no solo en Belén, sino en nuestros corazones. Es momento propicio para hacer introspección y preguntarnos: Cuando me llegue el momento de ponerme de pie ante el “gran trono blanco”, ¿estará escrito mi nombre en el “libro de la vida”?

Todavía estamos a tiempo…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 23-11-22

“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19).

Jesús continúa su “discurso escatológico” que comenzara ayer; habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la destrucción la ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente, cuando Lucas escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas escribe su evangelio entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los Apóstoles, nos narra las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas, y otros, y cómo los apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la cárcel por predicar el Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados. Tal y como Jesús anuncia que habría de ocurrir.

El mismo libro nos narra que ellos salían de la cárcel contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la oportunidad de predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y magistrados. Más aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les dijo: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia; características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la verdad; verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar plenamente en Él y en sus promesas; Amor que hace que Jesús diga a sus discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya Isaías nos transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’” (Is 43,1-3). Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?

Jesús es consistente en sus exigencias, pero igual lo es en sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se retracta de sus promesas.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 22-11-22

“Alguien como un Hijo de hombre, que tenía en la cabeza una corona de oro y en su mano una hoz afilada”.

En la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Lc 21,5-11), un fragmento del Evangelio que leímos el pasado domingo XXXIII de este ciclo C, Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy familiar para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una especie de “código” que todos comprendían.

Esta lectura nos sitúa en el comienzo del último discurso de Jesús, el llamado “discurso escatológico”, en el cual se mezclan dos eventos: el fin de Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero un símbolo del segundo. De hecho, todas las lecturas que hemos estado contemplando durante el final del tiempo ordinario tienen sabor escatológico; tratan de la destrucción de Jerusalén, el final de los tiempos, el juicio, y la instauración del Reinado de Dios al final de la historia.

En otras ocasiones hemos dicho que, al enfrentarnos a estas lecturas, no podemos hacer una lectura literal de los textos, so pena de caer en interpretaciones erróneas y pasar por alto su sentido profundo.

La primera lectura (Ap 14,14-19), participa del mismo género y nos presenta dos eventos distintos.

En el primero el “Hijo del Hombre” (Cfr. Dn 7,13-14) siega la mies metiendo su oz afilada, “y la tierra quedó segada”, y nos apunta, por un lado, al Juicio por parte del Hijo, a quien el Padre “le ha dado poder para juzgar porque es Hijo del Hombre” (Jn 5,27), y por otro lado al que Él mismo nos presenta en la parábola de cizaña (Mt 25,31-34), donde esta será quemada y el trigo recogido en el granero del Señor.

Al comienzo del pasaje que contemplamos hoy, Juan nos presenta un detalle importante sobre este Hijo del Hombre. Nos dice que “tenía en la cabeza una corona de oro”. Esto apunta su Señorío, a su carácter del Rey del Universo cuya solemnidad celebramos el último domingo del tiempo ordinario; el que ha de juzgar a las naciones (Jl 4,12).

El segundo episodio, distinto al primero, nos presenta la siega de las uvas, no por manos del Hijo de Hombre, sino por un ángel que sale del santuario y es instruido a meter la oz y vendimiar las uvas, echándola luego en “el gran lagar de la ira de Dios”. El lagar es el lugar donde se pisan las uvas para extraer el mosto.  Esta imagen nos remite a Ap 19,15: “De su boca sale una espada afilada para herir con ella a los paganos; él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de la furiosa cólera de Dios, el Todopoderoso”. El juicio de los impíos.

No hay duda, el Juicio es real y todos seremos sometidos a él. Allí se separarán los justos de los impíos, los buenos de los malos, las ovejas de las cabras, el trigo de la cizaña. Y los primeros entrarán a la casa del Padre, y los otros al fuego eterno, donde será el “llanto y el rechinar de dientes” (Lc 13,28).

Nosotros los cristianos no debemos preocuparnos ni perder sueño por el día ni la hora. Lo importante es estar preparados, para que cuando llegue el novio, nos encuentre con las lámparas encendidas y aceite para alimentarlas. Así entraremos con Él a la sala nupcial (Mt 25,1-13).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 18-11-22

Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios. Esa triste realidad fue la hizo que Jesús llorara ante la vista de la ciudad de Jerusalén (Lc 19,41).

“Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 16-11-22

Dos de ellos habían negociado el oro y lo habían multiplicado.

El Evangelio de hoy (Lc 19,11-28) nos presenta la versión de Lucas de la “parábola de los talentos” que leemos en el relato evangélico de Mateo (Mt 25,14-30). Lucas coloca este relato inmediatamente después del relato de Zaqueo que leíamos en la liturgia de ayer y, además de darle un sabor escatológico, lo enmarca en un contexto histórico contemporáneo a Jesús con el cual los que le escuchaban podían relacionarse. Resulta que un tal Arquelao, quien estaba a cargo de la ciudad de Jericó, había marchado a Roma para pedir un título de rey al emperador, y un grupo de sus enemigos habían conspirado para que se denegara su petición.

Además, para el tiempo en que Lucas escribe su relato, ya los detractores del cristianismo comenzaban a burlarse y a cuestionar la veracidad de la promesa de la segunda venida de Jesús para instaurar su Reino definitivo. “¿Dónde está la promesa de su Venida? Nuestros padres han muerto y todo sigue como al principio de la creación” (2 Pe 3,4). Los contemporáneos de Jesús, los que le escuchaban, y hasta sus discípulos, tenían la noción de que el Reino de Dios se iba a concretizar de un momento a otro. No habían comprendido el “ya, pero todavía” que mencionáramos en días recientes.

Hemos de tener presente que cuando Jesús cuenta esta parábola, ya se está acercando a Jerusalén, la Pascua está “a la vuelta de la esquina”. Hay expectativa. ¿Qué mejor momento para que Jesús proclame su Reinado definitivo? Por eso le recibirán entre vítores y palmas en unos días, cuando haga su entrada en Jerusalén. Jesús lo sabe y quiere sacarles del error (su Reino no es de este mundo, Jn 18-36).

Por eso les propone la parábola del hombre que se marchó “a tierras lejanas” a buscar un título de rey y encomendó una “mina” (onza) de oro a cada uno de sus empleados. Al regresar les pidió cuentas. Dos de ellos habían negociado el oro y lo habían multiplicado. Como premio, el hombre les dio autoridad sobre un número de ciudades equivalente a las veces que lo habían multiplicado. En cambio, al que lo guardó para que no se le perdiera por temor a perderlo, y se lo devolvió sin ganancia, lo regañó diciendo a los presentes: “Quitadle a éste la onza y dádsela al que tiene diez”. Cuando le cuestionan su actitud, el hombre contestó: “Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.

¿Qué nos quiere decir Jesús con ésta parábola? En primer lugar, que Él se va a marchar para regresar, más nadie sabe cuándo, excepto el Padre (Cfr. Mt 24,36). Pero antes de irse nos va a encomendar su Palabra. ¿Qué vamos a hacer con ella? Tenemos que hacerla producir, fructificar, multiplicarse; cada cual según su capacidad. “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” (Mc 16,15). Y los que así lo hagan, recibirán su justa recompensa. Si, por el contrario, nos la guardamos y no la hacemos producir, se nos quitará hasta esa misma Palabra, con todas las promesas que contiene.

Señor, danos la valentía y sagacidad para “negociar” tu Palabra de manera que rinda fruto en abundancia, y así ser merecedores de la gloria eterna.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 15-11-22

“Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.

La liturgia de hoy nos presenta como lectura evangélica la historia de Zaqueo, el publicano (Lc 19,1-10). Como hemos meditado esta lectura hace apenas dos semanas, hoy nos concentraremos en le primera lectura, tomada del libro del Apocalipsis (3,1-6.14-22).

Esta lectura, como todas que hemos venido leyendo en la liturgia de finales del tiempo ordinario, tiene un sabor escatológico, del final de los tiempos, y abarca las cartas que Juan, repitiendo las palabas que el Señor le instruye, envía a las iglesias (comunidades) de Sardes (1-6) y Laodicea (14-22).

El tono de estas cartas, aunque parece ser un tanto pesimista, en realidad es una llamada de alerta para aquellas comunidades que, a pesar de haber recibido la Palabra de Dios y aceptado su mensaje, han perdido el ardor inicial de la conversión y caído en la rutina. Algo así como lo que nos pasa cuando asistimos a un retiro y salimos de allí enardecidos a “llevarnos el mundo de frente”, pero con el tiempo comenzamos a enfriarnos.

Aquellas comunidades, cuya fe se había enardecido por las persecuciones y la “inminencia” del fin de los tiempos, se habían “acostumbrado” a las persecuciones que se habían convertido en parte del diario vivir y parecían menos cruentas, dejando ser un signo de la cercanía del Reino. También habían sido testigos de la caída de Jerusalén y la destrucción de Templo sin que llegara el día final, lo que hacía que esos eventos perdieran su significado escatológico. Habían caído en la tibieza espiritual…

Por eso les dice a los de Sardes: “tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto”, y a los de Laodicea: “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca”. Una fe vacía, sin obras (Cfr. St 2.15).

La actitud de aquellas primeras comunidades cristianas no dista mucho de nuestras comunidades del siglo XXI. Hemos caído en la rutina, hemos perdido la capacidad de interpretar los signos de los tiempos, las persecuciones de los cristianos parecela algo distante; nuestra fe se ha entibiado, hemos perdido el sentido del anuncio del Reino.

Pero el Señor siempre viene en nuestro auxilio. Nosotros podremos entibiarnos, y hasta enfriarnos, pero el ardor de Su amor infinito y su deseo de que todos nos salvemos (1 Tim 2,4) permanece inalterado.

Por eso nos dice: “sé vigilante y reanima lo que te queda y que estaba a punto de morir …  Acuérdate de cómo has recibido y escuchado mi palabra, y guárdala y conviértete”; y luego remata con esa hermosa afirmación llena de amor: “Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete. Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.

El Señor nos está “regañando”, pero lo hace con la dulzura y el amor que una madre corrige al hijo de sus entrañas.

Hoy te pregunto: ¿le abrirás tu puerta? Todavía estamos a tiempo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 14-11-22

“Recobra la vista, tu fe te ha salvado”.

Ya en la recta final del tiempo ordinario, la primera lectura (Ap 1,1-4; 2,1-5a) y el Evangelio (Lc 18,35-43) que nos presentan la liturgia para hoy, tienen un denominador común: la importancia de perseverar en la fe. En la primera, el ángel de la Iglesia de Éfeso le dice: “Conozco tus obras, tu fatiga y tu aguante; sé que no puedes soportar a los malvados, que pusiste a prueba a los que se llamaban apóstoles sin serlo y descubriste que eran unos embusteros. Eres tenaz, has sufrido por mi y no te has rendido a la fatiga; pero tengo en contra tuya que has abandonado el amor primero. Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”.

Es un retrato de nuestro propio proceso de conversión; esa conversión (metanoia) que comienza con nuestro primer “enamoramiento” con Jesús, y que no termina hasta que cerramos los ojos por última vez. Luego de esa primera experiencia íntima con Jesús nos lanzamos a laborar en la construcción de Reino con un entusiasmo y confianza absolutos, impulsados por el amor, con la certeza de que sin Él nada, y con Él todo. Pero con el pasar del tiempo seguimos nuestro trabajo pastoral, y cada vez dependemos menos y menos de Él; nos creemos “creciditos” y que ya no necesitamos de Él. Comenzamos a depender de nuestras propias habilidades. Caemos en la rutina. Abandonamos el “primer amor”. No nos damos cuenta, pero nuestra fe se ha debilitado. Y el Señor, rico en misericordia (Sal 86,15), lejos de castigarnos, nos reprende e instruye: “Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”. A veces necesitamos una caída, un golpe que nos despierte de nuestro letargo espiritual. Entonces el Señor nos tiende su mano y nos “enamora” de nuevo.

El Evangelio, por su parte, nos muestra lo que es la perseverancia en la fe. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Lo que hace es gritar con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha salvado”. De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que no olvidemos aquel “primer amor” que nos hizo entregarnos a Él en cuerpo y alma, con la certeza de que “sin Él nada, y con Él todo”. Y si nos hemos apartado de ese amor, que reconozcamos que hemos caído, y tengamos la humildad de reconocer nuestra ceguera espiritual pidiéndole: “Señor, que vea otra vez”. Créanme, Él nos va “enamorar” nuevamente.