En este año de San José, te invitamos a unirte a mí, junto a destacadas personalidades del mundo católico hispano, para disfrutar de una tarde de oración y vídeo-reflexiones sobre san José, el trabajador, donde podrás conocer más acerca esta figura tan especial y significativa en la vida de Nuestro Señor Jesucristo y en la historia de la salvación.
El evento virtual se llevará a cabo el día primero de mayo de 2021, fiesta de San José, Obrero.
Para tener acceso a todas las conferencias ese día, solo tienes que inscribirte visitando la página web: www.diadesanjose.com ¡Es totalmente gratis!
¡Aleluya, Aleluya,
Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!
“¿Qué has visto de camino, María, en la
mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos,
sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (de la
Secuencia para la liturgia del Domingo de la Resurrección del Señor).
Hoy es el día más importante en la liturgia de
la Iglesia. Celebramos el acontecimiento más importante en la historia de la
humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho el regalo de la Resurrección,
que hace realidad la promesa de vida eterna. “Si Cristo no hubiera resucitado,
vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). La Resurrección, y el encuentro con el
Resucitado, fueron los eventos que hicieron comprender a los apóstoles todo lo
que el Señor les había anunciado pero que ellos no habían comprendido a
cabalidad.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este día (Jn 20,1-9), es la versión de Juan de lo ocurrido en la
mañana gloriosa de aquél domingo en que Jesús resucitó. El pasaje nos muestra a
María Magdalena llegando al sepulcro de madrugada y encontrando quitada la
lápida del sepulcro. Inmediatamente dio razón del acontecimiento a Pedro y al
“discípulo a quien tanto quería Jesús”, quienes salieron corriendo hacia el
sepulcro. El segundo, que era más joven llegó primero y esperó que Pedro
llegara y entrara primero en la tumba vacía; tan solo había adentro “las vendas
en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo
con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. Leí en algún lugar una vez,
que en aquél tiempo cuando un artesano itinerante (como lo era Jesús) terminaba
su labor, se quitaba el delantal de trabajo y lo enrollaba; así el que le había
contratado sabía que había terminado. Jesús había culminado la labor que le
había encomendado el Padre; se había entregado por nosotros y por nuestra
salvación. Y como signo de ello, se quitó el sudario y lo enrolló…
Nos dice la Escritura que luego entró el más
joven, “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él
había de resucitar de entre los muertos”. El sepulcro vacío es el llamado
“signo negativo” de la resurrección de Jesús, que junto al “signo positivo”, es
decir, las apariciones, constituyen prueba irrefutable de que Jesús en efecto
ha resucitado.
Debemos recordar, por otro lado, que Jesús
resucitó con un cuerpo glorificado. Un misterio que no comprenderemos hasta que
tengamos la misma experiencia en el día
final, cuando entremos junto a Él en la Jerusalén celestial. Por eso podía
atravesar paredes (Jn 20,19) y al mismo tiempo comer (Lc 24, 30-31; Jn 21,
5.12-23), y por eso no todos podían verlo; solo aquellos a quienes Él se lo
permitía. Así lo vemos en la primera lectura de hoy (Hc 10,34a.37-43): “Dios lo
resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los
testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él
después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio
de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos”.
Hoy celebramos el evento más importante de la
historia de la salvación, la culminación del Misterio Pascual de Jesús, quien
venciendo la muerte nos liberó que la esclavitud, haciendo posible su promesa
de vida eterna para todo el que crea en Él (Jn 11, 25b-26). La fe nos permite
participar y ser testigos de la Resurrección. Por eso en la liturgia
eucarística exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.
Señor, resucita en mi corazón, para que yo
también pueda ser testigo de esa gloriosa Resurrección que celebramos hoy.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
La liturgia de hoy nos brinda como primera
lectura (Gn 37,3-4.12-13a.17b-28) la historia de José, uno de los doce hijos de
Jacob (Israel). Esta narración tiene el propósito de explicar la procedencia de
la tribu de José y el porqué de su preeminencia sobre las demás tribus. La
historia nos presenta cómo la providencia divina hace que un acto, producto de
la envidia y la maldad de los hermanos de José, desencadene una serie de
eventos que culminan con la salvación del pueblo.
Así, al final de la narración, José dirá a sus
hermanos: “El designio de Dios ha transformado en bien el mal que ustedes
pensaron hacerme, a fin de cumplir lo que hoy se realiza: salvar la vida a un
pueblo numeroso” (Gn 50,20).
Esta historia nos demuestra a nosotros cómo
Dios muchas veces permite que nos sucedan cosas que nos hieren, nos causan
daño, pero con el tiempo descubrimos que todo tenía un propósito. Alguien ha
dicho que “Dios escribe derecho en renglones torcidos”. Es en la prueba, en la mortificación, que nos
purificamos, como el oro en el crisol: “Por eso, ustedes se regocijan a pesar
de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente: así, la fe de
ustedes, una vez puesta a prueba, será mucho más valiosa que el oro perecedero
purificado por el fuego, y se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y de
honor el día de la Revelación de Jesucristo” (1 Pe 1,6-7).
Los hermanos de José lo vendieron por veinte
monedas, y al llevar a cabo ese acto detestable e inmoral, sin saberlo, estaban
contribuyendo a realizar un episodio importante en la historia del pueblo de
Israel y, de paso, al desarrollo de la historia de la salvación; esa que Yahvé
tenía dispuesta desde el principio (Cfr.
Gn 3,15).
Asimismo, cuando meditemos sobre la Pasión de
Nuestro Señor durante la Semana Santa, veremos cómo Jesús también es vendido
por treinta monedas de plata y posteriormente torturado y asesinado. Lo que
aparenta ser una derrota, un fracaso estrepitoso, se convierte en el acto de
amor más sublime en la historia de la humanidad, en la victoria definitiva
sobre el pecado y la muerte, dando paso a nuestra salvación. La “locura de la
cruz”, que cuando la miramos desde la óptica de la fe se convierte en “fuerza
de Dios” (Cfr. 1 Cor 1,18).
José, a quien sus hermanos desecharon, e
incluso conspiraron para matar, se convirtió en la salvación de sus hermanos y
de todo su pueblo. Asimismo Jesús, mediante su Misterio Pascual, se convirtió
en la salvación para toda la humanidad, incluyendo los que no le aman.
“La piedra que desecharon los arquitectos es
ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro
patente” (Sal 118,22; Mt 21,42).
Durante este tiempo de Cuaresma, meditemos
sobre el Misterio Pascual de Jesús y cómo Jesús, por amor, ofrendó su vida para
el perdón de los pecados de toda la humanidad, los cometidos y por cometer. Los
tuyos y los míos.
La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy es la versión de Mateo de la parábola de los “labradores asesinos”. Para una reflexión sobre la versión de Marcos sobre la misma ver: http://delamanodemaria.com/?p=5482.
Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la liturgia
continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha
presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles, incluso de
edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la historia
humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la
culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el
inicio de una nueva humanidad.
La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la
presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había
orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que
yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de
por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de
la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima
expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al
Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como
sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.
La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana, tomado también del libro
de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza que Ana entona después que entrega y consagra
a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la
inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como
lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no
importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es
capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar
el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el
abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo
tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.
Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios.
Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros;
que Dios es el Dios de los pobres, los anawim.
En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del
pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la
realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante
Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr.
Lc 14,11).
Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas
las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de
declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado
en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en
práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la
tierra” (Sal 123).
Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50).
En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad
necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros
corazones, como lo hizo en el de María.
Hasta ahora la liturgia nos ha estado
ofreciendo como primera lectura para el tiempo ordinario, pasajes del Antiguo
Testamento. A partir de esta 27ma semana, y hasta el final del tiempo ordinario
(semana 34), estaremos contemplando lecturas del Nuevo Testamento, comenzando
con las cartas de Pablo.
Y como para “despertarnos”, Pablo (Gál 1,6-12) arremete con ira santa contra aquellos falsos pastores que pretenden predicarnos un evangelio distinto al de Jesucristo, adaptando su mensaje a lo que su feligresía quiere escuchar.
Y es que como hemos dicho en innumerables
ocasiones, el mensaje de Cristo tiene unas exigencias que muchos prefieren
ignorar, concentrándose en las partes “bonitas”, como si la Cruz no fuera parte
integrante de ese mensaje de salvación. “El que quiera seguirme…”
El Evangelio (Lc 10,25-37), por su parte, nos
presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han
escrito “ríos de tinta” (ahora diríamos gigabytes y gigabytes de
data). Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma,
algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la
misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola
una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos.
Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación,
al igual que en las “parábolas del Reino”.
Hoy nos limitaremos a señalar que el relato
está precedido de una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas
y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31); mandamiento que
recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un
pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un
receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en
Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos
que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha
amado (Jn 13,34).
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al
pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me
refiero al pecado de omisión. Cuando
rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra,
obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de
conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan
ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las
veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la
vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme
la ropa…”
“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados
en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el
mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y
me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús
encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve
sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de
cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que
pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es
necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los
medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un
hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en
cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos
que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más
pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el
levita de la parábola!
Hoy celebramos la Fiesta de Nuestra Señora del
Carmen, también conocida simplemente como la Virgen del Carmen, Nuestra Señora
del Monte Carmelo, Flor del Carmelo, y Stella Maris (Estrella del Mar).
Esta es una de las advocaciones más antiguas,
si no la más antigua, de la Virgen María. Deriva su nombre del Monte Carmelo
(del hebreo Karmel, o Al-Karem, que quiere decir “jardín”), que
se yergue en la costa oriental del Mar Mediterráneo, a la vista del puerto
marítimo de Haifa. Fue en este monte que el profeta Elías tuvo la visión de la
nube (1 Re 18,44) que pondría fin a la sequía que había azotado la región.
Desde los primeros ermitaños que se
establecieron en el Monte Carmelo, se ha interpretado la nube de la visión de
Elías (1 Re 18,44) como un símbolo de la Virgen María Inmaculada. Una tradición
dice que Elías interpretó la visión de aquella nube como un símbolo de la
llegada del Salvador esperado, que nacería de una doncella inmaculada para
traer una lluvia de bendiciones. Desde entonces, aquella pequeña comunidad que
tenía por hogar el Monte Carmelo, se dedicó a rezar por la que sería madre del
Redentor, comenzando así la devoción a Nuestra Señora del Monte Carmelo.
Fue en ese lugar que, en el siglo XII, un
grupo de hombres, inspirados por el profeta Elías, fundó la orden de los
Carmelitas.
Dijimos que otro nombre por el cual se conoce
a la Virgen del Carmen es Estrella del Mar, o Stella Maris. Antes de que
existieran las brújulas, ni los medios de navegación electrónicos modernos, los
marineros se guiaban por las estrellas. Cuando los sarracenos invadieron el
Carmelo, los Carmelitas se vieron obligados a abandonar por un tiempo el
monasterio. Otra antigua tradición dice que antes de partir se les apareció la
Virgen mientras cantaban el Salve Regina y ella prometió ser para ellos su
Estrella del Mar. De aquí la analogía con La Virgen María quien como, estrella
del mar, nos guía por las aguas difíciles de la vida hacia el puerto seguro que
es Cristo. Por eso también es patrona de marineros, pescadores, y todos los que
se hacen a la mar.
En Puerto Rico, por ser fiesta litúrgica, se
contemplan las lecturas propias de la celebración.
Como primera lectura se nos presenta el pasaje
en que Zacarías (2,14-17) profetiza el jubiloso acontecimiento del nacimiento
del Salvador: “Grita de júbilo y alégrate, hija de Sión: porque yo vengo a
habitar en medio de ti –oráculo del Señor-”. “Hija de Sión” es uno de los
nombres que se le daban en el Antiguo Testamento al pueblo de Dios (en
referencia al Monte Sión, centro de la Historia de la Salvación).
Cuando en la Anunciación el ángel saluda a
María diciéndole “Alégrate, llena de gracia”, la Virgen está representando al
nuevo Pueblo de Dios. Por eso “Hija de Sión” es también uno de los títulos que
se dan a Nuestra Señora, invitada por Dios a una gran alegría, que expresa su
papel extraordinario de madre del Mesías, convirtiéndose en la mujer que desde
antaño veneraban los ermitaños del Monte Carmelo, sin conocer su identidad,
pero sí su misión de convertirse en madre del Redentor.
Hoy, en esta celebración de Nuestra Señora,
pidámosle que sea nuestra Estrella de Mar que nos dirija al puerto seguro que
es su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
La liturgia de hoy nos brinda como primera
lectura (Gn 37,3-4.12-13a.17b-28) la historia de José, uno de los doce hijos de
Jacob (Israel). Esta narración tiene el propósito de explicar la procedencia de
la tribu de José y el porqué de su preeminencia sobre las demás tribus. La
historia nos presenta cómo la providencia divina hace que un acto, producto de
la envidia y la maldad de los hermanos de José, desencadene una serie de
eventos que culminan con la salvación del pueblo.
Así, al final de la narración, José dirá a sus
hermanos: “El designio de Dios ha transformado en bien el mal que ustedes
pensaron hacerme, a fin de cumplir lo que hoy se realiza: salvar la vida a un
pueblo numeroso” (Gn 50,20).
Esta historia nos demuestra a nosotros cómo
Dios muchas veces permite que nos sucedan cosas que nos hieren, nos causan
daño, pero con el tiempo descubrimos que todo tenía un propósito. Alguien ha
dicho que “Dios escribe derecho en renglones torcidos”. Es en la prueba, en la mortificación, que nos
purificamos, como el oro en el crisol: “Por eso, ustedes se regocijan a pesar
de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente: así, la fe de
ustedes, una vez puesta a prueba, será mucho más valiosa que el oro perecedero
purificado por el fuego, y se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y de
honor el día de la Revelación de Jesucristo” (1 Pe 1,6-7).
Los hermanos de José lo vendieron por veinte
monedas, y al llevar a cabo ese acto detestable e inmoral, sin saberlo, estaban
contribuyendo a realizar un episodio importante en la historia del pueblo de
Israel y, de paso, al desarrollo de la historia de la salvación; esa que Yahvé
tenía dispuesta desde el principio (Cfr.
Gn 3,15).
Asimismo, cuando meditemos sobre la Pasión de
Nuestro Señor durante la Semana Santa, veremos cómo Jesús también es vendido
por treinta monedas de plata y posteriormente torturado y asesinado. Lo que
aparenta ser una derrota, un fracaso estrepitoso, se convierte en el acto de
amor más sublime en la historia de la humanidad, en la victoria definitiva
sobre el pecado y la muerte, dando paso a nuestra salvación. La “locura de la
cruz”, que cuando la miramos desde la óptica de la fe se convierte en “fuerza
de Dios” (Cfr. 1 Cor 1,18).
José, a quien sus hermanos desecharon, e
incluso conspiraron para matar, se convirtió en la salvación de sus hermanos y
de todo su pueblo. Asimismo Jesús, mediante su Misterio Pascual, se convirtió
en la salvación para toda la humanidad, incluyendo los que no le aman.
“La piedra que desecharon los arquitectos es
ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro
patente” (Sal 118,22; Mt 21,42).
Durante este tiempo de Cuaresma, meditemos
sobre el Misterio Pascual de Jesús y cómo Jesús, por amor, ofrendó su vida para
el perdón de los pecados de toda la humanidad, los cometidos y por cometer. Los
tuyos y los míos.
La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy es la versión de Mateo de la parábola de los “labradores asesinos”. Para una reflexión sobre la versión de Marcos sobre la misma ver: http://delamanodemaria.com/?p=5482.
La lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc
10,25-37), nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta
parábola se han escrito “ríos de tinta”. Además de la historia que nos presenta
la misma, edificante por demás, algunos exégetas ven en la compasión del
samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del
samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de
Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un
reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del
Reino”.
Hoy nos limitaremos a señalar que el relato
está precedido de una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas
y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. Este mandamiento se recoge en
el Shemá que recitan los judíos (Dt
6,4-5) a diario y hasta lo escriben en un pergamino que colocan la jamba
derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, (“Escucha, Israel: … Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu fuerza”), junto al mandato sobre el prójimo
contenido en Lev 19,18. Luego Jesús llevará este último mandamiento un paso más
allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino
como Él
nos ha amado (Jn 13,34). ¡Uf!
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al
pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me
refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he
pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en
nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones
en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios: robar, matar, fornicar,
mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo
que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde,
y si me detengo… Voy a ensuciarme la ropa…”
“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados
en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el
mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y
me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús
encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve
sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de
cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que
pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es
necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los
medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un
hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en
cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos
que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más
pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el
levita de la parábola!
Hoy celebramos la solemnidad de la Natividad
de San Juan Bautista, patrono de la Arquidiócesis de San Juan, Puerto Rico. La
Iglesia habitualmente recuerda el día de la muerte de los santos y santas. Esta
fiesta es una de dos excepciones (la otra es la Virgen María, cuyo nacimiento
celebramos el 8 de septiembre). Estos dos nacimientos, junto al de Jesús el 25
de diciembre, son los únicos nacimientos que la Iglesia celebra.
Para este día la liturgia nos presenta como
primera lectura el “segundo canto del Siervo” del libro del profeta Isaías
(49,1-6), uno de los cantos vocacionales más hermosos de la Biblia, y que puede
muy bien referirse al llamado particular de cada uno de nosotros.
“Antes de que mis padres escogieran mi nombre,
Dios ya lo tenía en su pensamiento. Me llamó por mi nombre, y existí; me dio mi
nombre, y gracias a él los demás pueden dirigirse a mí, y yo puedo responder,
ser responsable. Dios sigue pronunciando mi nombre, y de ese modo me llama a
ponerme incesantemente en marcha, a estar en continuo crecimiento”. Cada vez
que leo el evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 1,57-66.80), viene
a mi mente este pasaje tomado de uno de mis libros favoritos, Te he llamado
por tu nombre, de Piet Van Breemen.
Desde la eternidad, Dios ya nos había pensado
y, más aún, sabía nuestro nombre; y ese nombre va atado a una misión que Él
mismo ha encomendado a cada uno de nosotros. Por eso somos únicos, irrepetibles;
y por eso nuestra misión, aunque parezca sencilla, forma parte de ese plan
maestro de Dios que llamamos historia de la salvación.
Ese fue el caso de Juan el Bautista. Al igual
que ocurre muchas veces hoy día, pretendían poner al niño el mismo nombre de su
padre: Zacarías. Pero Dios tenía otros planes. “¡No! Se va a llamar Juan”,
exclamó su madre Isabel, inspirada tal vez por el Espíritu Santo con que María
la había contagiado en la Visitación (Lc 1,39-56); el mismo nombre que el Ángel
le había anunciado a Zacarías al informarle que su esposa, la que llamaban
estéril, iba a dar a luz un hijo. Por eso Zacarías escribe en una tablilla:
“Juan es su nombre”; y en cumplimento de lo profetizado por el ángel (1,20)
recupera su voz.
El nombre escogido por Dios para el niño,
Juan, significa “Dios es propicio” (o misericordioso), y también “Don de Dios”,
y apunta a la inminencia y la importancia del camino que Juan habrá de preparar:
“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”, porque Jesús llega (Cfr. Lc 3,4). Cuando Dios piensa nuestro
nombre, en el mismo va implícita la misión que tenemos que desempeñar en la
vida, es decir nuestra vocación.
En esta solemnidad de San Juan Bautista,
pidamos al Señor que nos ayude a discernir cuál es la misión que Él tenía en
mente para cada uno de nosotros el día en que nos llamó por nuestro nombre, y
existimos…
¡Aleluya, Aleluya,
Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!
“¿Qué has visto de camino, María, en la
mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos,
sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (de la
Secuencia para la liturgia del Domingo de la Resurrección del Señor).
Hoy es el día más importante en la liturgia de
la Iglesia. Celebramos el acontecimiento más importante en la historia de la
humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho el regalo de la Resurrección,
que hace realidad la promesa de vida eterna. “Si Cristo no hubiera resucitado,
vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). La Resurrección, y el encuentro con el
Resucitado, fueron los eventos que hicieron comprender a los apóstoles todo lo
que el Señor les había anunciado pero que ellos no habían comprendido a
cabalidad.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este día (Jn 20,1-9), es la versión de Juan de lo ocurrido en la
mañana gloriosa de aquél domingo en que Jesús resucitó. El pasaje nos muestra a
María Magdalena llegando al sepulcro de madrugada y encontrando quitada la
lápida del sepulcro. Inmediatamente dio razón del acontecimiento a Pedro y al
“discípulo a quien tanto quería Jesús”, quienes salieron corriendo hacia el
sepulcro. El segundo, que era más joven llegó primero y esperó que Pedro
llegara y entrara primero en la tumba vacía; tan solo había adentro “las vendas
en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo
con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. Leí en algún lugar una vez,
que en aquél tiempo cuando un artesano itinerante (como lo era Jesús) terminaba
su labor, se quitaba el delantal de trabajo y lo enrollaba; así el que le había
contratado sabía que había terminado. Jesús había culminado la labor que le
había encomendado el Padre; se había entregado por nosotros y por nuestra
salvación. Y como signo de ello, se quitó el sudario y lo enrolló…
Nos dice la Escritura que luego entró el más
joven, “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él
había de resucitar de entre los muertos”. El sepulcro vacío es el llamado
“signo negativo” de la resurrección de Jesús, que junto al “signo positivo”, es
decir, las apariciones, constituyen prueba irrefutable de que Jesús en efecto
ha resucitado.
Debemos recordar, por otro lado, que Jesús
resucitó con un cuerpo glorificado. Un misterio que no comprenderemos hasta que
tengamos la misma experiencia en el día
final, cuando entremos junto a Él en la Jerusalén celestial. Por eso podía
atravesar paredes (Jn 20,19) y al mismo tiempo comer (Lc 24, 30-31; Jn 21,
5.12-23), y por eso no todos podían verlo; solo aquellos a quienes Él se lo
permitía. Así lo vemos en la primera lectura de hoy (Hc 10,34a.37-43): “Dios lo
resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los
testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él
después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne
testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos”.
Hoy celebramos el evento más importante de la
historia de la salvación, la culminación del Misterio Pascual de Jesús, quien
venciendo la muerte nos liberó que la esclavitud, haciendo posible su promesa de
vida eterna para todo el que crea en Él (Jn 11, 25b-26). La fe nos permite
participar y ser testigos de la Resurrección. Por eso en la liturgia
eucarística exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.
Señor, resucita en mi corazón, para que yo
también pueda ser testigo de esa gloriosa Resurrección que celebramos hoy.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!