REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 09-12-22

“Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado”…

“¿A quién se parece esta generación? Se parece a los niños sentados en la plaza, que gritan a otros: ‘Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado’. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: ‘Tiene un demonio’. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: ‘Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Pero los hechos dan razón a la sabiduría de Dios” (Mt 11,16-19).

Esta corta lectura evangélica es la que nos propone la liturgia para hoy viernes de la segunda semana de Adviento. Con esta parábola Jesús pone de manifiesto la actitud del pueblo que prefería mantenerse como estaba, y no tenía intención alguna de cambiar, de escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica. No querían “comprometerse”. Jesús los compara con unos niños jugando en la plaza. Mientras unos quieren estar alegres, otros prefieren estar tristes; no se ponen de acuerdo. El problema es que cuando se refiere a los adultos del tiempo de Jesús, “esta generación” (y los de la nuestra), no se trata de un juego, se trata de la vida eterna. Lo que ocurre es que cuando se trata de las cosas de Dios, del mensaje de Jesús, de su Evangelio, siempre hay una excusa. Es más fácil decir “no creo”, que aceptarlo y enfrentar las consecuencias que esa fe implica.

Por eso cuando vino Juan el Bautista, que predicaba su mensaje de penitencia y austeridad, no le aceptaron. “Tiene un demonio” decían; “es demasiado exigente”, decían otros. Esas mismas personas, cuando vino Jesús a predicar su mensaje de amor y fraternidad, y se juntaba con pecadores, y compartía con ellos la mesa y el vino, también lo rechazaron. “Es un comilón y borracho”. Hoy día no es diferente. Preferimos estar dentro de nuestra “zona de confort”. Que no venga nadie a decirme cómo tengo que actuar; no quiero comprometerme, no me interesa cambiar.

Estamos prácticamente a mitad del tiempo de Adviento; ese tiempo que nos llama a la conversión y penitencia, y a la preparación para la espera gozosa de Jesús. ¿Cuál es nuestra excusa para negarnos a entrar en el Adviento y vivir el gozo de la Navidad? ¿Asumimos la actitud de que si “nos tocan la flauta” nos negamos a bailar y si nos “cantan lamentaciones” nos negamos a llorar?

No hay duda. Resulta más cómodo vivir desde ahora una “Navidad por adelantado” con la fiesta, la comida, la bebida y la música “típicas” de la época, sin compromiso espiritual alguno, sin necesidad de cambio (me siento bien como estoy), porque si tomo en serio a Cristo y a su mensaje, me voy a “poner en evidencia” y me voy a ver obligado a decidir entre lo que me ofrece Cristo y lo que me ofrece el mundo.

Durante esta época de Adviento la Iglesia nos invita a dejar que Jesús entre en nuestras vidas, en nuestros corazones, con todas las consecuencias que ello implica; lo que yo llamo la “letra chica” que está implícita en el seguimiento del Evangelio. Pidamos al Señor que nos ayude a comprender que el momento de cambiar y comprometernos es “ahora”. Solo así seremos acreedores del Reino.

¡Piénsalo!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 06-12-22

“Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado”.

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para hoy, tomada del profeta Isaías (40,1-11), nos brinda el pasaje citado en el Evangelio que leíamos el pasado año (Ciclo C) para el segundo domingo de Adviento (Lc 3,1-6): “Una voz grita: ‘En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos –ha hablado la boca del Señor’”. Es un anuncio de los tiempos mesiánicos unido a un llamado a la preparación para esos tiempos en que el Señor ha de llegar para liberar a su pueblo; preparación que en términos nuestros implica un proceso de conversión que allane el camino para que Dios pueda llegar a nuestros corazones.

Concluye el pasaje haciendo uso de la imagen que vemos a menudo en el Antiguo Testamento de Dios como “pastor” y su pueblo como “rebaño”: “Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres”. Así ha de venir el Mesías esperado, como un pastor que cuida de sus ovejas. Y esa imagen del pastor que reúne a su rebaño y “toma en brazos los corderos y hace recostar las madres”, nos presenta el buen pastor que se preocupa por sus ovejas, las reúne y las cuida.

La lectura evangélica de hoy (Mt 18,12-14) nos presenta la parábola del pastor que tiene cien ovejas, una se le pierde, y deja las noventa y nueve que le quedan para ir en busca de la que se extravió. Jesús está familiarizado con la vida pastoril, sabe que una oveja sola está indefensa, no puede sobrevivir. Nos dice que el Padre que está en los cielos es como el buen pastor de la parábola, no deja de preocuparse por ninguna de sus ovejas, aunque se aleje. Cuando un alma de aleja de Él, no puede mantenerse indiferente. Esta parábola nos presenta a un Dios que no quiere que nos perdamos, que viene a nuestro encuentro. Y cuando nos encuentra se alegra más por habernos encontrado que por aquellas que ya estaban en el redil. Y ese día habrá fiesta en la casa del Padre “porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (Lc 15,24).

Nos está diciendo que a Él no le importa la razón por la cual nos hayamos alejado; tan solo quiere que regresemos a su lado. Él nos está buscando, se hace cercano a nosotros. La misericordia de Dios, ese misterio de la actitud de Dios ante el pecado del hombre. Él quiere a todas sus ovejas, pero se siente especialmente alegre cuando encuentra una que estaba perdida; y estoy seguro que sonreirá cada vez que la vea junto a las demás ovejas de su rebaño.

Habíamos dicho que la palabra clave en esta segunda semana de Adviento es “conversión”; conversión que nos permitirá “preparar el camino” para que Dios, Buen Pastor, venga a nuestro encuentro, y podamos recibirlo en nuestros corazones. ¡Ven a mi encuentro, Señor, haz morada en mi corazón, y no permitas que me aleje de Ti!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 05-12-22

Nos dice la Escritura que Jesús, “viendo la fe que tenían” los amigos, dijo al paralítico: “Hombre, tus pecados están perdonados”.

La liturgia de Adviento continúa presentándonos al profeta Isaías como primera lectura. La de hoy (Is 35, 1-10), escrita durante el exilio en Babilona, le brinda consuelo y esperanza al pueblo que hace años sufre el cautiverio, y anuncia su regreso al Paraíso, la venida del Salvador esperado que transformará el desierto en Paraíso. El pasaje que contemplamos hoy sirve de preludio al “Libro de la Consolación” o “segundo Isaías”, que comprende los capítulos 40 al 55 de la profecía. De nuevo, Isaías nos presenta unos signos concretos que han de acompañar esos tiempos: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco, un manantial”. La lectura anuncia la abolición inminente de todas las maldiciones producto del pecado de Adán (Gn 3,16.18.19). Así la esperanza del regreso del pueblo cautivo en Babilonia se transforma a su vez en símbolo de la felicidad de los últimos tiempos.

En el Evangelio de hoy (Lc 5,17-26) vemos a Jesús que encarna la profecía. Se trata de la versión de Lucas de la curación del paralítico cuyos amigos, ante la imposibilidad de acercar su amigo paralítico a Jesús para que lo curara, logran trepar la camilla, abren un boquete en el techo, y lo descuelgan frente a Jesús. Nos dice la Escritura que Jesús, “viendo la fe que tenían” los amigos, dijo al paralítico: “Hombre, tus pecados están perdonados”. Ante la incredulidad y el escándalo causado por sus palabras en los fariseos y maestros de la ley que estaban presentes, Jesús les replicó: “¿Qué es más fácil: decir ‘tus pecados quedan perdonados’, o decir ‘levántate y anda’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados… –dijo al paralítico–: A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa”. ¿Qué mayor prueba de la llegada de los tiempos mesiánicos? ¿Qué mayor prueba de que Jesús es el Mesías en quien se cumplen las promesas del Antiguo Testamento? La lectura termina con los presentes diciendo: “Hoy hemos visto cosas admirables”.

Ayer decíamos que la palabra clave para esta segunda semana de Adviento es conversión. El Evangelio de ayer domingo nos hablaba de “preparar” caminos, “allanar” senderos, para recibir al Señor que llega. Cuando se trata del tiempo de preparación para recibir a Jesús en nuestros corazones (la perspectiva de “hoy” del Adviento), los valles, colinas y pedregales que tienen que ser allanados y preparados son nuestras tibiezas, nuestra indolencia, nuestros pecados, que impiden al Señor entrar en nuestros corazones; todo aquello que nos convierte en “paralíticos espirituales”, y obstaculiza la conversión a que somos llamados durante este tiempo de Adviento por voz de Juan el Bautista.

La pregunta obligada es: ¿Con cuál de los personajes nos identificamos? ¿Sufrimos de “parálisis espiritual” que nos impide recibir a Jesús en nuestros corazones, o somos de los amigos que ponen su confianza Jesús y ayudan al paralítico? Hagamos examen de conciencia…

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO (A) 04-11-22

“Una voz grita en el desierto: ‘Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos’”, porque Jesús llega.

La liturgia continúa su recorrido por el Adviento y nos hallamos en el segundo domingo. La liturgia para el primer domingo nos traía como tema principal la espera de la segunda venida del Señor, el “mañana”, el sentido escatológico del Adviento. Por eso la liturgia nos invitaba a estar “vigilantes”, en espera.

En esta segunda semana el tema de las lecturas es la venida del Señor en el tiempo presente, el “hoy”. La liturgia de este domingo nos invita a la conversión, que es la nota predominante de la predicación de Juan el Bautista en el Evangelio que leemos hoy (Mt 3,1-12) y se proyectará hasta la tercera semana de Adviento. Durante esta semana la liturgia nos exhorta a reflexionar sobre las palabras de Juan: “Una voz grita en el desierto: ‘Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos’”, porque Jesús llega. Mateo nos quiere dejar saber que la actividad de Juan es el cumplimiento de la profecía de Isaías, y para eso echa mano de un texto del profeta (40,3-5): “¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies! Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor”.

Y, ¿qué mejor manera de “preparar el camino” que buscando reconciliarnos con el Señor? En aquél entonces Juan predicaba un “bautismo de conversión para perdón de los pecados” como preparación para la llegada del Salvador. Hoy, durante esta segunda semana de Adviento, la Iglesia nos invita a acudir al sacramento de la reconciliación, que nos reconcilia con Dios y nos devuelve la amistad que habíamos perdido por el pecado. De este modo, cuando llegue la Navidad, estaremos en posición de unirnos sacramentalmente con Jesús y nuestros hermanos en la Eucaristía, del mismo modo que los discípulos de Juan Bautista estuvieron en disposición de recibir y aceptar a Jesús cuando se hizo entre ellos.

Durante esta semana podemos buscar en los diferentes templos que tenemos cerca, los horarios de confesiones disponibles, para que cuando llegue la Navidad, estemos bien preparados interiormente, uniéndonos a Jesús y a nuestros hermanos en la Eucaristía. No dejemos pasar esta oportunidad que se nos brinda. El momento es AHORA. ¡Anda, anímate!

“Oh Dios y Padre nuestro: Tu Espíritu de sabiduría y poder estaba vivo y operante en Jesús, tu Hijo. Derrama sobre nosotros ese mismo Espíritu, para que demos hoy testimonio de tu fidelidad y tu amor. Y danos siempre hermanos inspirados por ti -profetas como Juan el Bautista – que nos despierten cuando nos sentimos auto-satisfechos, y nos inspiren a preparar el camino para la plena venida de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, por los siglos de los siglos.” (Oración después de la comunión).

Que el Espíritu ilumine nuestro camino a la conversión de corazón, para que podamos un día fundirnos en uno con nuestro Señor y Salvador. ¡Ven Señor Jesús!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 03-12-22

“Rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.

El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión” (metanoia), que literalmente se refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección.

Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan Bautista, otra de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)

El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta a un Jesús misericordioso que se apiada ante el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. Tercer misterio luminoso del Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”.

Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del Reino (sale a las periferias – ¿le suena familiar?).

Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se salven, esa es su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos que experimentar nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a nuestros hermanos y lograr su conversión.

En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 22-09-22

“Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse”.

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 9,7-9) es uno de esos que tenemos que leer dentro del contexto en que se suscita la trama. Jesús acaba de enviar a los “doce”, y el revuelo que causan despierta la curiosidad de Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, que fue el responsable de la matanza de los niños inocentes e hizo huir a Egipto a la Sagrada Familia.

Herodes escucha el nombre de Jesús de Nazaret como responsable de ese barullo y quiere saber quién es. La Escritura nos dice que “Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado (él había hecho decapitar a Juan el Bautista), otros que había aparecido Elías, y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”.

Herodes había oído hablar de los milagros de Jesús, de cómo Él y sus discípulos echaban demonios. En el relato paralelo de Mateo, esta “fama” de Jesús, además de evocarle la muerte del Bautista, le despierta el remordimiento que sentía por la muerte de este, a quien se vio obligado a matar por culpa de Herodías (Mt 14,1-12).

Termina el pasaje diciendo que Herodes “tenía ganas de ver a Jesús”. Muchas veces la curiosidad se convierte en la chispa que enciende la fe. Herodes tuvo la oportunidad de su vida: la posibilidad de tener un encuentro personal con Jesús. Irónicamente eso no ocurriría hasta que Herodes jugara un papel importante en el misterio pascual de Jesús, específicamente en su pasión y muerte.

Cuando Pilato envió a Jesús ante Herodes (Lc 23,7-11) este se puso contento, pues tenía deseos de conocerle (Lucas es el único evangelista que narra este pasaje). Ahí se pone de manifiesto que la “curiosidad” de Herodes no estaba motivada por la fe; era realmente para ver si Jesús podía divertirle haciendo un par de milagros. Es decir, estaba interesado en verle hacer un par de “trucos”, lo trató como si fuera un bufón de la corte. Esa curiosidad malsana le impidió reconocer al verdadero Jesús y terminó burlándose de Él y devolviéndoselo a Pilato.

¡Cuántas veces durante nuestras vidas nos encontramos con Jesús, lo tenemos enfrente y no lo reconocemos! Cada vez que nos topamos con una persona sin hogar, o con alguna deformidad o enfermedad aparente, o una necesidad apremiante, puede que esa persona despierte nuestra “curiosidad”. Pero como no podemos reconocer en ella el rostro de Jesús, y lejos de divertirnos nos causa temor, o repulsión, o indiferencia, le devolvemos al mundo para que se este encargue de ella.

No nos percatamos que acabamos de dejar pasar la oportunidad de nuestras vidas: tener un encuentro personal con Jesús (Cfr. Mt 25,45).

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda el don de reconocer su rostro en nuestros hermanos, sobre todo los más necesitados, especialmente en estos días en que tantos de nuestros hermanos han sufrido diversos grados de pérdida ante el embate de la naturaleza, para que sirviéndoles a ellos le sirvamos a Él.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 30-07-22

El rey Herodes no se atreve hacer daño a Jesús reconociendo que hay algo sobrenatural en Él (en su ignorancia piensa que es el “espíritu de Juan Bautista”).

En la primera lectura de ayer (Jr 26,1-9) el profeta Jeremías denunciaba nuevamente la “mala conducta” de pueblo, pero esta vez en el atrio de templo. Ya en el capítulo anterior les había profetizado la invasión por parte del rey Nabucodonosor. Al oír esto los sacerdotes y profetas se molestaron y lo declararon “reo de muerte”; y el pueblo se unió a ellos.

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Jr 26, 11-15.24), continuación de aquella, el profeta Jeremías se defiende reiterando que habla en nombre de Yahvé, quien le ha enviado a profetizar contra el templo y la ciudad de Jerusalén, advirtiéndoles que si se arrepienten y enmiendan su conducta “el Señor se arrepentirá de la amenaza que pronunció contra vosotros”. Dicho esto, se puso en manos de los príncipes y el pueblo.

Solo la intervención de los príncipes lo salva, pues estos reconocen que Jeremías ha hablado en nombre de Dios: “Entonces Ajicán, hijo de Safán, se hizo cargo de Jeremías, para que no lo entregaran al pueblo para matarlo”.

Resulta claro que el profeta no había completado la misión que Yahvé le había encomendado. De hecho, luego de que se cumpliera la profecía sobre la deportación a Babilonia, Jeremías jugaría un papel importante en consolar a los deportados y mantener viva la fe del pueblo con las promesas de restauración.

Algo parecido sucede en el evangelio de hoy (Mt 14,1-12), en el que el rey Herodes no se atreve hacer daño a Jesús reconociendo que hay algo sobrenatural en Él (en su ignorancia piensa que es el “espíritu de Juan Bautista”). Recordemos que Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo. Al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, Jesús se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

De todos modos, al igual que Jeremías, Jesús tampoco había completado su misión, y el Padre lo protege.

En ocasiones anteriores hemos dicho que Dios tiene una misión para cada uno de nosotros; y si nos mantenemos fiel a su Palabra y a nuestra misión, Él nos va a dar la fortaleza para cumplir nuestra encomienda, no importa los obstáculos que tengamos que enfrentar.

El verdadero discípulo de Jesús tiene que estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación, a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan inaceptables para muchos. Como decíamos ayer, quieren el beneficio de las promesas sin las obligaciones.

Ese doble discurso lo vemos a diario en los que utilizan el “amor de Dios” para justificar toda clase de conductas que atentan contra la dignidad del hombre y la familia. ¡El que tenga oídos, que oiga!…

Hermoso fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 07-04-22

La primera lectura de hoy (Gn 17,3-9) nos presenta la alianza que Yahvé Dios pacta con Abraham. Una alianza que por sus propios términos iba a ser perpetua. Una alianza que se trasmitiría por la carne (por herencia), por eso Dios utiliza un signo carnal para sellar la misma: la circuncisión. Dios le cambia el nombre a Abrán para significar su cambio de misión, y le llama Abraham, que quiere decir padre de muchedumbre de pueblos (Ab = padre, y ham = muchedumbre). Pero más allá de la herencia carnal, Abraham se convierte en “padre de la fe” para todos los que creen en las promesas de Dios.

En la lectura evangélica (Jn 8,51-59), Jesús alude a esa genealogía que comienza con Abraham: “Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría”.

En ocasiones anteriores hemos señalado que Juan resalta la divinidad de Jesús, ya que el objetivo principal de su evangelio es combatir una herejía (los “ebionistas”) que negaba la divinidad de Jesucristo (Cfr. Jn 20,30-31). De ahí que cuando Él aludió a Abraham de esa manera los judíos le dijeron: “No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” A lo que Jesús respondió: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy”. Jesús está diciendo que Él “es” antes de Abraham y “es” ahora, es eterno, por lo tanto es Dios. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). De igual modo fue presentado por Juan el Bautista: “A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo” (Jn 1,30).

Pero Jesús va más allá: “En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Eso resultaba inaceptable para los judíos que le escuchaban, quienes lo tildaron de endemoniado, diciéndole: “¿y tú dices: ‘Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre?’ ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?”

La actuación de Jesús sigue incomodando cada vez más al poder político-religioso de su época. El complot para eliminarlo se acrecienta. El cerco sigue cerrándose, pero todavía no ha llegado su hora. “Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo”.

La liturgia continúa acercándonos al Misterio Pascual de Jesús. Ya pasado mañana es la víspera del domingo de ramos. Ayer nos decía que en Él encontraríamos la Verdad y que esa Verdad nos haría libres. Hoy ha añadido: “quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Es decir, que además de ser libres, tendremos vida en plenitud, y vida eterna.

El llamado a la conversión está vigente. Todavía estamos a tiempo. Si creemos en Él y “le creemos” (tenemos fe), tendremos Vida. Anda, ¡atrévete! El sacramento de la reconciliación está a nuestro alcance. ¿Y sabes qué? Él te está esperando para darte el abrazo más tierno y cálido que hayas sentido. Entonces comprenderás…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE CENIZA 04-03-22

“Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”.

Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.

La primera, tomada del libro del profeta Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios; aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo, pero no está acompañado de, ni provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, mover la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día agradable al Señor?”

No, el ayuno agradable a Dios, el que Él desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: ‘Aquí estoy’” (¿No les parece estar escuchando al Papa Francisco?).

De nada nos vale privarnos de alimento, o como hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego tomarse en una juerga todo lo que no se tomaron durante ese tiempo, dizque para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso no deja de ser una caricatura del ayuno.

El Salmo que leemos hoy (50), el Miserere, pone de manifiesto el sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el “ayuno” agradable a Dios.

La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que, según la tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por ayunar.

Luego añade: “Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. Ayer leíamos el primer anuncio de su Pasión por parte de Jesús en Lucas; hoy lo hacemos en Mateo. Nos hace mirar al final de la Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio Pascual.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (C) 09-01-22

“Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado”…

La Iglesia Universal celebra hoy la fiesta litúrgica del Bautismo del Señor, que marca el fin del tiempo litúrgico de Navidad. El Bautismo de Jesús es otra de las grandes epifanías (manifestaciones) de Jesús, y la liturgia nos regala como primera lectura un pasaje del profeta Isaías (42,1-4.6-7) que prefigura la lectura evangélica de hoy, que es la versión de Lucas del Bautismo de Jesús (3,15-16.21-22).

En la primera lectura el Señor se manifiesta por boca de Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu”. Como podemos apreciar, el paralelismo de este pasaje con el Evangelio es asombroso: “Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto’”.

En la Solemnidad de la Epifanía decíamos que la Iglesia celebra tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos, la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. En la que celebramos hoy, no solo experimentamos una manifestación de Jesús; tenemos una verdadera teofanía en la que se manifiestan las tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Ese gesto de Jesús de bautizarse como “uno más”, junto a los pecadores, sin necesitar bautismo por estar libre de todo pecado, enfatiza el carácter totalizante de la encarnación. Jesús se hizo uno con nosotros, uno de nosotros. Pero su doble naturaleza se revela en el Espíritu que desciende sobre Él y la voz del Padre que le llama “Hijo” (“Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios”. – Lc 1,35). La versión de la Biblia de Jerusalén, un poco más fiel al original, nos dice que la voz que se escuchó del cielo dijo: “Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado”.

Con esa “apertura” del cielo seguida de la frase que acabamos de escuchar, se establece una nueva relación entre Dios y la humanidad a través del Ungido. Así, todos los que nacemos del agua y del Espíritu por medio del Bautismo, que nos convierte en “hijos” del Padre y, por tanto, hermanos de Jesús y coherederos de la Gloria, podemos llamar a Dios “Padre”, y Él puede llamarnos “hijos”. San Pablo nos lo explica así: “En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,14-15).

El Espíritu Santo que impulsó a Jesús a su misión redentora, y le acompañará a lo largo de toda ella, es el mismo que se derramó sobre todos los que hemos sido bautizados, haciéndonos partícipes de la misma Vida y el mismo Espíritu del Señor, y llamándonos a continuar Su obra salvadora, convirtiéndonos en “Evangelios vivientes” en el mundo y en la historia.

Es el mismo Espíritu que hace posible la conversión de las especies eucarísticas en el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesús. ¿Quieres ser testigo de ese milagro? Anda, ve a la Casa del Padre. Él te espera con los brazos abiertos esperando que le digas Abbá y confundirse contigo en un abrazo.