REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 30-07-20

“Cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran”.

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 13,47-53) nos presenta, una vez más, la última de las parábolas del Reino (la de la red), así como la conclusión del “discurso parabólico” de Jesús que abarca todo el capítulo 23 del Evangelio según san Mateo.

Esta es otra de esas parábolas con “sabor escatológico”, es decir, del fin de los tiempos y el juicio final. Compara el Reino de los cielos con una red que saca toda clase de peces del mar, buenos y malos. Y nos dice que al final de los tiempos los ángeles harán con nosotros lo mismo que hacen los pescadores con los peces que atrapan en la red: “separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido”, a lo que sigue esa frase que encontramos en Mateo y en Lucas: “Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. El rechinar de dientes es una frase tomada del Antiguo Testamento (Job16,9; Sal 35,16), que expresa odio y rabia, pero que unida al llanto expresa la desesperación y el dolor de los que quedarán excluidos de la salvación.

Hemos dicho que en sus parábolas Jesús utiliza imágenes de la cotidianidad. En este momento le está hablando a pescadores del lago de Galilea, personas que están familiarizadas con las faenas de la pesca; personas que saben que al echar las redes atrapan toda clase de peces, buenos y malos, y al sacarlas deben escoger entre los buenos y los malos, los que tienen valor y los que no son comestibles, y botar los últimos junto con toda clase de algas y otra basura que se enredan en las mismas. El Reino de los cielos se parece a… Solo así podemos entender los misterios del Reino.

Esa imagen del Reino como una red en la que caben tanto los peces buenos como los malos, lo mismo que en la parábola de cizaña y el trigo, nos apunta también al hecho de que el Reino ya está aquí, que ha comenzado. Que la imagen visible de la presencia del Reino, la Iglesia, al igual que el Reino, está abierta a todos, buenos y malos, trigo y cizaña, todos coexistiendo en esa “red”. Una Iglesia “santa” formada por santos y pecadores; una Iglesia que está constantemente llamada a la conversión. El mismo Jesús nos enseñó que su mensaje está dirigido a todos. Por eso se juntaba con pecadores, aquellos que tenían más necesidad de “médico” (Cfr. Lc 5,31-32).

Y ahí está la ventaja del Reino. Los “peces malos” tenemos oportunidad de convertirnos en “peces buenos” si acudimos a la misericordia divina y nos dejamos arropar de su infinito Amor. Y si algo caracteriza a Jesús es su infinita paciencia. No importa si nos convertimos a última hora, tendremos la misma recompensa (Mt 11,1-26), seremos contados entre los “peces buenos”, entre los “benditos del padre” (Cfr. Mt 25,34). El problema estriba en que no sabemos el día ni la hora (Mt 24,36).  Si fuera hoy, ¿serías contado entre los “peces buenos”? De ti depende… Todavía estás a tiempo.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (A) 26-07-20

“El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”. 

En la lectura evangélica (Mt 13,44-52) que nos presenta la liturgia para este decimoséptimo domingo del tiempo ordinario, retomamos la narración de Mateo del segundo gran sermón (también llamado “discurso parabólico”) de Jesús, en el cual nos presenta siete parábolas del Reino. En el evangelio de hoy encontramos tres de esas parábolas; la del tesoro escondido, la de la perla de gran valor y, la que más nos inquieta, la de la red.

Jesús nos está diciendo que en la vida del cristiano, del verdadero seguidor de Jesús, no hay más valioso que los valores del Reino; tanto que tenemos que estar dispuestos a “venderlo” todo con tal de adquirirlos, con tal de asegurar ese gran tesoro que es la vida eterna. Eso incluye dejar “casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos y campos” por el nombre de Jesús. Y su promesa es generosa, “el ciento por uno” en el presente, y “la vida eterna” en el mundo venidero (Mt 19,27-39; Mc 10,28-31; Lc 18,28-30).

Es cierto que a veces ese “abandonarlo todo” se nos hace difícil, sobre todo cuando a eso tenemos que añadir las persecuciones, las burlas, las humillaciones, las pruebas que encontramos en el camino, que en ocasiones nos hacen dudar… Lo único que nos permite seguir adelante es la certeza de que Dios no nos abandona, y aunque no nos libre de la prueba, nos acompañará en ella. Y aún medio de la prueba podremos sentirnos felices, sabiendo que Él nos ama incondicionalmente y está a nuestro lado, y que nuestros “nombres están inscritos en el cielo” (Cfr. Lc 10,20). Esa es la verdadera “alegría del cristiano”.

Pero la cosa no termina ahí. En la parábola de la red Jesús nos advierte que el anuncio del Reino va dirigido a todos, los “buenos” (los que escuchan la Palabra y la ponen en práctica), y los malos (los que escuchan la Palabra y la rechazan o la ignoran): “El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.

Esa última frase, “allí será el llanto y el rechinar de dientes”, aparece al menos cinco veces en Mateo y una en Lucas, siempre relacionada con el Juicio Final. Aunque en lenguaje bíblico el rechinar de dientes aparece como ejemplo de rabia y odio (Cfr. Job 16,9; Sal 35,16; Hc 7,54), cuando se une al llanto se refiere al dolor y la desesperación de los que quedarán excluidos de la salvación.

Esta parábola de la red nos invita a hacer introspección, a analizar nuestra vida de fe. Y la pregunta es obligada: cuando salgan los “ángeles del Señor” a separar los peces buenos de los malos, ¿en cuál de los grupos seré contado?

Lo bueno es que todavía estamos a tiempo; el Señor NUNCA se cansa de tocar a la puerta. Anda, ábrele (tu corazón), Él te lo ha prometido: entrará a tu casa y cenará contigo, y tú con Él (Cfr. Ap 3,20).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (1) 21-10-19

“Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos”.

La liturgia para este lunes de la vigésimo novena semana del Tiempo Ordinario nos presenta otro pasaje exclusivo de Lucas (12,13-21). El pasaje comienza con uno que se acerca a Jesús y le pide que sirva de árbitro entre su hermano y él para repartir una herencia que habían recibido, una función que los rabinos eran llamados a ejercer en tiempos de Jesús. Pero Jesús, quien obviamente era reconocido como rabino por su interlocutor, no acepta la encomienda, ya que su misión es otra: Anunciar el Reino y los valores del Reino; llamar a los hombres a seguir a Dios como valor absoluto, por encima de todos los bienes terrenales; a poner nuestra confianza en Dios, no en el dinero ni ninguna otra cosa.

Como siempre, queremos enfatizar que Jesús no condena la riqueza por sí misma. El dinero ni es bueno ni es malo. Lo que es bueno o malo es el uso que podamos dar a ese dinero. Lo que Él condena es el apego y confianza en el dinero como seguridad nuestra por encima de los valores del Reino. Se trata de no permitir que la riqueza se convierta en un obstáculo para nuestra salvación (Cfr. Lc 18,23; Mt 19,22).

Por eso le dice al hombre: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Inmediatamente le propone una parábola; la del hombre que tuvo una cosecha extraordinaria y piensa construir graneros más grandes para acumular su cosecha, para luego darse buena vida con la “seguridad” que su riqueza le brinda. La parábola termina con cierta ironía: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?” Así será el que amasa riquezas para si y no es rico ante Dios”. Eso nos recuerda a Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí” (1,21).

Las riquezas que podamos acumular en este mundo palidecen ante los valores del Reino, pues los últimos son los que vamos a poder llevar ante la presencia del Señor el día del Juicio. Y como siempre, Jesús es un maestro que nos da las contestaciones al examen antes de que lo tomemos. En las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12), y en la parábola del Juicio Final (Mt 25,31-46), Jesús nos dice sobre qué vamos a ser examinados ese día. San Juan de la Cruz lo resume así: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda los dones de las Bienaventuranzas para que podamos poner nuestra confianza en Él y en los valores del Reino por encima de toda riqueza, persona, o bienes materiales, pues así tendremos “una gran recompensa en el cielo” (Mt 5,12).

En el cántico que se nos propone como salmo para hoy (Lc 1,69-70.71-72.73-75), compuesto por fragmentos del Benedictus, Zacarías bendice y alaba al Señor, en quien depositó su confianza, al reconocer en su hijo Juan la figura del precursor del Mesías esperado, quien traería a su pueblo la salvación “realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán”. Y tú, ¿en quién pones tu confianza?

Que pasen una linda semana llena de PAZ.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 07-10-19

El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,25-37), nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han escrito “ríos de tinta”. Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del Reino”.

La parábola está precedida por una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”; mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).

Lo cierto es que este relato nos enfrenta al pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”

“En el atardecer de nuestra vida seremos juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”

Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).

¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el levita de la parábola!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 11-03-19

Las lecturas que nos presenta la liturgia para este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la máxima expresión de este: la misericordia.

La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18), nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).

En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46), Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.

Mateo pone en boca de los que escuchaban a Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.

Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).

Un día vamos a tomar el examen de nuestras vidas, y Jesús nos está dando las preguntas y por adelantado. ¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa semana.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 22-10-18

La liturgia para este lunes de la vigésimo novena semana del Tiempo Ordinario nos presenta otro pasaje exclusivo de Lucas (12,13-21). El pasaje comienza con uno que se acerca a Jesús y le pide que sirva de árbitro entre su hermano y él para repartir una herencia que habían recibido, una función que los rabinos eran llamados a ejercer en tiempos de Jesús. Pero Jesús, quien obviamente era reconocido como rabino por su interlocutor, no acepta la encomienda, ya que su misión es otra: Anunciar el Reino y los valores del Reino; llamar a los hombres a seguir a Dios como valor absoluto, por encima de todos los bienes terrenales; a poner nuestra confianza en Dios, no en el dinero ni ninguna otra cosa.

Como siempre, queremos enfatizar que Jesús no condena la riqueza por sí misma. El dinero ni es bueno ni es malo. Lo que es bueno o malo es el uso que podamos dar a ese dinero. Lo que Él condena es el apego y confianza en el dinero como seguridad nuestra por encima de los valores del Reino. Se trata de no permitir que la riqueza se convierta en un obstáculo para nuestra salvación (Cfr. Lc 18,23; Mt 19,22).

Por eso le dice al hombre: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Inmediatamente le propone una parábola; la del hombre que tuvo una cosecha extraordinaria y piensa construir graneros más grandes para acumular su cosecha, para luego darse buena vida con la “seguridad” que su riqueza le brinda. La parábola termina con cierta ironía: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?” Así será el que amasa riquezas para si y no es rico ante Dios”. Eso nos recuerda a Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí” (1,21).

Las riquezas que podamos acumular en este mundo palidecen ante los valores del Reino, pues los últimos son los que vamos a poder llevar ante la presencia del Señor el día del Juicio. Y como siempre, Jesús es un maestro que nos da las contestaciones al examen antes de que lo tomemos. En las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12), y en la parábola del Juicio Final (Mt 25,31-46), Jesús nos dice sobre qué vamos a ser examinados ese día. San Juan de la Cruz lo resume así: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda los dones de las Bienaventuranzas para que podamos poner nuestra confianza en Él y en los valores del Reino por encima de toda riqueza, persona, o bienes materiales, pues así tendremos “una gran recompensa en el cielo” (Mt 5,12).

“Oh Dios, Padre bueno y misericordioso: Buscamos con frecuencia seguridad y garantía en cosas que anhelamos poseer y acaparar. No permitas que las cosas nos posean y controlen,… y danos el valor de buscar primero las riquezas de tu reino por medio de Jesucristo, nuestro Señor” (de la Oración Colecta).

Que pasen una linda semana llena de PAZ.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 19-02-18

Las lecturas que nos presenta la liturgia para este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la máxima expresión de este: la misericordia.

La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18), nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).

En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46), Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.

Mateo pone en boca de los que escuchaban a Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.

Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).

Un día vamos a tomar el examen de nuestras vidas, y Jesús nos está dando las contestaciones por adelantado. ¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa semana.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 03-08-17

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 13,47-53) nos presenta nuevamente la última de las parábolas del Reino (la de la red, que leyéramos junto a otras dos el pasado domingo XVII de este Ciclo A), así como la conclusión del “discurso parabólico” de Jesús que abarca todo el capítulo 23 del Evangelio según san Mateo.

Esta es otra de esas parábolas con “sabor escatológico”, es decir, del fin de los tiempos y el juicio final. Compara el Reino de los cielos con una red que saca toda clase de peces del mar, buenos y malos. Y nos dice que al final de los tiempos los ángeles harán con nosotros lo mismo que hacen los pescadores con los peces que atrapan en la red: “separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido”, a lo que sigue esa frase que encontramos en Mateo y en Lucas: “Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. El rechinar de dientes es una frase tomada del Antiguo Testamento (Job16,9; Sal 35,16), que expresa odio y rabia, pero que unida al llanto expresa la desesperación y el dolor de los que quedarán excluidos de la salvación.

Hemos dicho que en sus parábolas Jesús utiliza imágenes de la cotidianidad. En este momento le está hablando a pescadores del lago de Galilea, personas que están familiarizadas con las faenas de la pesca; personas que saben que al echar las redes atrapan toda clase de peces, buenos y malos, y al sacarlas deben escoger entre los buenos y los malos, los que tienen valor y los que no son comestibles, y botar los últimos junto con toda clase de algas y otra basura que se enredan en las mismas. El Reino de los cielos se parece a… Solo así podemos entender los misterios del Reino.

Esa imagen del Reino como una red en la que caben tanto los peces buenos como los malos, lo mismo que en la parábola de cizaña y el trigo, nos apunta también al hecho de que el Reino ya está aquí, que ha comenzado. Que la imagen visible de la presencia del Reino, la Iglesia, al igual que el Reino, está abierta a todos, buenos y malos, trigo y cizaña, todos coexistiendo en esa “red”. Una Iglesia “santa” formada por santos y pecadores; una Iglesia que está constantemente llamada a la conversión. El mismo Jesús nos enseñó que su mensaje está dirigido a todos. Por eso se juntaba con pecadores, aquellos que tenían más necesidad de “médico” (Cfr. Lc 5,31-32).

Y ahí está la ventaja del Reino. Los “peces malos” tenemos oportunidad de convertirnos en “peces buenos” si acudimos a la misericordia divina y nos dejamos arropar de su infinito Amor. Y si algo caracteriza a Jesús es su infinita paciencia. No importa si nos convertimos a última hora, tendremos la misma recompensa (Mt 11,1-26), seremos contados entre los “peces buenos”, entre los “benditos del padre” (Cfr. Mt 25,34). El problema estriba en que no sabemos el día ni la hora (Mt 24,36).  Si fuera hoy, ¿serías contado entre los “peces buenos”? De ti depende… Todavía estás a tiempo.

REFLEXIÓN PARA DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (A) 30-07-17

En la lectura evangélica (Mt 13,44-46) que nos presenta la liturgia para este decimoséptimo domingo del tiempo ordinario, retomamos la narración de Mateo del segundo gran sermón (también llamado “discurso parabólico”) de Jesús, en el cual nos presenta siete parábolas del Reino. En el evangelio de hoy encontramos tres de esas parábolas; la del tesoro escondido, la de la perla de gran valor y, la que más nos inquieta, la de la red.

Jesús nos está diciendo que en la vida del cristiano, del verdadero seguidor de Jesús, no hay más valioso que los valores del Reino; tanto que tenemos que estar dispuestos a “venderlo” todo con tal de adquirirlos, con tal de asegurar ese gran tesoro que es la vida eterna. Eso incluye dejar “casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos y campos” por el nombre de Jesús. Y su promesa es generosa, “el ciento por uno” en el presente, y “la vida eterna” en el mundo venidero (Mt 19,27-39; Mc 10,28-31; Lc 18,28-30).

Es cierto que a veces ese “abandonarlo todo” se nos hace difícil, sobre todo cuando a eso tenemos que añadir las persecuciones, las burlas, las humillaciones, las pruebas que encontramos en el camino, que en ocasiones nos hacen dudar… Lo único que nos permite seguir adelante es la certeza de que Dios no nos abandona, y aunque no nos libre de la prueba, nos acompañará en ella. Y aún medio de la prueba podremos sentirnos felices, sabiendo que Él nos ama incondicionalmente y está a nuestro lado, y que nuestros “nombres están inscritos en el cielo” (Cfr. Lc 10,20). Esa es la verdadera “alegría del cristiano”.

Pero la cosa no termina ahí. En la parábola de la red Jesús nos advierte que el anuncio del Reino va dirigido a todos, los “buenos” (los que escuchan la Palabra y la ponen en práctica), y los malos (los que escuchan la Palabra y la rechazan o la ignoran): “El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.

Esa última frase, “allí será el llanto y el rechinar de dientes”, aparece al menos cinco veces en Mateo y una en Lucas, siempre relacionada con el Juicio Final. Aunque en lenguaje bíblico el rechinar de dientes aparece como ejemplo de rabia y odio (Cfr. Job 16,9; Sal 35,16; Hc 7,54), cuando se une al llanto se refiere al dolor y la desesperación de los que quedarán excluidos de la salvación.

Esta parábola de la red nos invita a hacer introspección, a analizar nuestra vida de fe. Y la pregunta es obligada: cuando salgan los “ángeles del Señor” a separar los peces buenos de los malos, ¿en cuál de los grupos seré contado?

Lo bueno es que todavía estamos a tiempo; el Señor NUNCA se cansa de tocar a la puerta. Anda, ábrele (tu corazón), Él te lo ha prometido: entrará a tu casa y cenará contigo, y tú con Él (Cfr. Ap 3,20).

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO (A) 27-11-16

adviento-2016

A Isaías se le llama el “profeta del Adviento”, porque su profecía domina la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. En Isaías encontramos la promesa y la esperanza de que se cumplan todos los sueños mesiánicos del pueblo de Israel; esos sueños que hallarán cumplimiento en la persona de Jesús en quien, según nos resalta Mateo en su relato evangélico, se cumplen todas las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Pero no debemos pasar por alto que este tiempo también nos remite, como a los primeros cristianos, a la segunda venida de Jesús al final de los tiempos.

Las normas universales sobre el año litúrgico nos presentan así este tiempo: “El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre” (N.U., 39).

Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este primer domingo de Adviento tienen sabor escatológico, es decir, nos remiten a esa “espera” de la parusía, la segunda venida de Jesús. La primera lectura, tomada del libro de Isaías (2,1-5), nos habla del “final de los días” en que todos los pueblos convergerán en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Ap 21,9-27), y ya la guerra y la violencia serán cosa del pasado. “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas”.

La segunda lectura, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Romanos (13,11-14), nos exhorta a estar vigilantes a esa segunda venida de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Lo cierto es que con el nacimiento de Jesús se inauguró el Reino que el pueblo esperaba, ese Reino que ya ha comenzado pero que no está concretizado. El “final de los tiempos” es aquí y ahora, hasta tanto llegue el Hijo del hombre cubierto de gloria para dejar instaurado su Reinado por toda la eternidad. De ahí el llamado a estar vigilantes, pues no sabemos el día ni la hora. En ocasiones anteriores hemos recalcado que para cada uno de nosotros ese “día” puede ser en cualquier momento, incluso hoy mismo. Entonces pasaremos a ese estado en que el tiempo lineal desaparece, y solo existe el hoy de la eternidad. De ahí que san Pablo nos exhorta a estar “vestidos” de nuestro Señor Jesucristo, para que esa “hora” no nos sorprenda en pecado.

Así nos advierte la lectura evangélica (Mt 24,37-44): “Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.

Aunque nuestra vida debería ser un constante Adviento, este tiempo nos invita a convertirnos en otros “cristos” de manera que, llegada la hora, podamos reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).