La lectura evangélica que contemplamos hoy nos
ofrece la versión de Marcos de la elección de los “doce” (Mc 3,13-19). Hasta
este momento los discípulos de Jesús eran cinco: Simón y su hermano Andrés,
Santiago y su hermano Juan, y Leví (Mateo).
Nos narra el pasaje que Jesús “mientras subía
a la montaña, fue llamando a los que él quiso, y se fueron con él”. Para los
judíos la montaña es siempre lugar de encuentro con Dios, de oración; por eso
es lugar de toma de decisiones. De hecho, el paralelo de Lucas (6,12-16)
comienza diciendo que “por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó
la noche en la oración de Dios”, y entonces “llamó a sus discípulos, y eligió
doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles”.
Vemos cómo Jesús vivió toda su vida en un
ambiente de oración; su vida se nutría de ese constante diálogo amoroso con el
Padre. Y eso incluía hacer al Padre parte del proceso de tomar las decisiones
importantes. Jesús es Dios, y aun así contaba con el concurso del Padre, y
estaba siempre dispuesto a acatar Su voluntad (Cfr. Lc 22,42). Y tú, ¿consultas
al Padre en oración cada vez que vas a tomar una decisión, o confías solo en
tus capacidades humanas?
Continúa diciendo el pasaje de hoy que Jesús
“llamó” a los que Él quiso. Característica principal de la vocación (“vocación”
quiere decir “llamado”). La iniciativa SIEMPRE es de Dios. Es Él quien llama y
capacita a los que escoge. Nos dice además la Escritura que aquellos a quienes
llamó “se fueron con él”. Aceptaron el llamado.
Aceptado el llamado, “a doce los hizo sus
compañeros, para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios. Así
constituyó el grupo de los Doce”. Los “envió”. La palabra griega para “enviado”
es “apóstol”. Y su primera encomienda fue “predicar”, hacer el anuncio de
Reino, que fue también la misión primordial de Jesús. Lo dijo al comienzo de su
misión (Mc 1,38), y se lo repetirá a los apóstoles al final, antes de ascender
a la derecha del Padre (Mc 16,15): “Id por todo el mundo y proclamad la Buena
Nueva a toda la creación”.
El número de “doce” que Jesús escogió para
instituir como apóstoles tampoco es casualidad. En la mentalidad y cultura
judías el número doce es número de “elección”. El mismo nos remite a las doce
tribus de Israel que fueron la base del Pueblo judío. Del mismo modo, ahora
Jesús instituye el “nuevo Pueblo de Dios”, la Iglesia, edificada sobre el cimiento
de los doce apóstoles (Cfr. Ef,
2,20). De ahí que cuando recitamos el Credo de los apóstoles decimos que la
Iglesia es “apostólica”.
Y aunque nosotros no somos sucesores de los
apóstoles, como los obispos, somos miembros de una comunidad de fe, la Iglesia instituida
por Jesucristo sobre el fundamento de los apóstoles, Iglesia “Apostólica”. Así,
cuando celebramos la Eucaristía nos unimos a Él como lo hicieron aquél día los
“doce”, y al final de la misa se nos “envía” a predicar la Buena Noticia del
Reino. ¡Atrévete!
Las lecturas que nos ofrece a liturgia para
hoy tienen un tema en común: la vocación, ese llamado que Dios nos hace,
llamándonos por nuestro nombre, para encomendarnos una misión.
La primera lectura (1 Sa 3,3b-10. 19), nos
narra la vocación de Samuel, quien al principio no reconoció la voz del Señor,
pero que al reconocerla gracias a Elí, dijo sin vacilar: “Habla, Señor, que tu
siervo te escucha”.
La lectura evangélica, que es la misma que leímos el pasado lunes del tiempo de Navidad (Jn 1,35-42), por su parte, nos presenta la vocación de los primeros discípulos. En el caso de estos, el llamado no es directamente de boca de Jesús; son ellos quienes deciden seguirlo una vez Juan el Bautista les señala la persona de Jesús y les dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Y tal fue la impresión que causó la presencia de Jesús en estos discípulos, que nos cuenta la escritura que: “los dos discípulos oyeron (las) palabras (de Juan) y siguieron a Jesús”. Cada vez que leo la vocación de cada uno de los discípulos de Jesús trato de imaginarme su mirada penetrante, su carisma, su magnetismo, imposible de resistir. Un encuentro que provoca un seguimiento…
Seguimiento que a su vez provoca las primeras
palabras de Jesús en las Sagradas Escrituras: “¿Qué buscáis?”. Pudo haberles
preguntado sus nombres, hacia dónde se dirigían, por qué le seguían… No
olvidemos que Jesús es Dios, que conoce nuestros pensamientos. Él sabía lo que
buscaban. Tan solo quería una confirmación; no para Él, sino para ellos
mismos. Eso me hace preguntarme a mí
mismo: ¿Busco yo seguir a Jesús? Si Jesús me preguntara: “Y tú, ¿qué buscas?”
¿Qué le contestaría?
Los discípulos le contestaron con otra
pregunta: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?” Pregunta que implica un
deseo de seguirlo, conocerlo mejor, permanecer con Él. De hecho, cuando Jesús
les contesta, “Venid y lo veréis”, nos dice el Evangelio que los discípulos
“fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. Tal fue la
impresión que esa experiencia causó en el evangelista, que hasta recuerda la
hora: “serían las cuatro de la tarde”.
Me pregunto sobre qué les habrá hablado Jesús
durante esa tarde. Se me ocurren dos temas obligados: el Reino (Lc 4,43) y el
Amor (Mc 12,28-31). Siempre pienso en la mirada de Jesús, y trato de
imaginarla…, y se me eriza la piel… Lo cierto es que tan impresionados quedaron
los discípulos con la experiencia de Jesús, que tan pronto salieron, uno de
ellos, Andrés, encontró a su hermano Simón y no pudo contenerse. Antes de
saludarle, como impulsado por un celo inexplicable exclama: “Hemos encontrado
al Mesías (que significa Cristo)”.
Esa es la conducta de todo el que ha tenido un
encuentro personal con Cristo. Hemos sido arropados por su Amor, y ese amor nos
obliga a compartirlo, a proclamarlo, a anunciarlo a todos. ¿Siento yo ese deseo
incontrolable de compartir mi experiencia de Jesús con todo el que se cruza en
mi camino? Si no lo siento, tengo que preguntarme: ¿He tenido real y
verdaderamente un encuentro con Jesús? ¿Me he abierto a su Amor incondicional?
¿Le he permitido “nacer” en mi corazón? ¿Qué trabas existen que me impiden
tener la experiencia de Jesús?
Con la
celebración del Bautismo del Señor en el día de ayer, concluyó el Tiempo de
Navidad. Hoy comenzamos el Tiempo Ordinario (año impar), y para este día la
liturgia nos presenta como primera lectura el comienzo de la carta a los
Hebreos (1,1-6). Esta lectura nos “aterriza” en la plenitud de los tiempos y la
llegada del Hijo que es la Palabra, y lo que esa Palabra implica: “En distintas
ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los
profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha
nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades
del mundo”.
Y para que no quede duda de quién es ese
“Hijo”, nos remite al Bautismo del Señor: “Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: ‘Hijo
mío eres tú, hoy te he engendrado’, o: ‘Yo seré para él un padre, y él será
para mí un hijo’? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito,
dice: ‘Adórenlo todos los ángeles de Dios’”.
No hay duda, Jesús ha llegado, se ha
manifestado en dos epifanías distintas, y ha comenzado su misión. Juan ha sido
arrestado. Jesús comienza a predicar la Buena Nueva del Reino, haciendo un
llamado a la conversión. La tarea es formidable. Llegó el momento de reclutar
sus primeros discípulos, y la lectura evangélica que nos lanza de lleno en el
Tiempo Ordinario nos narra ese episodio (Mc 1,14-20).
Se trata de la vocación (“llamado”) de Simón
(Pedro) y su hermano Andrés, y Santiago y su hermano Juan (los hijos del
Zebedeo). Jesús escoge sus primeros discípulos de entre los pescadores, y utiliza
la pesca, y el lenguaje de la pesca, para simbolizar la tarea que les espera a
los llamados. Nos dice el pasaje que a los primeros les dijo “Venid conmigo y
os haré pescadores de hombres”. Siempre que escucho esta frase recuerdo a un
párroco español que tuvimos en nuestra comunidad por muchos años (el Padre
Paco), que en su inglés de Castilla la Vieja describía nuestra misión como “fishing and fishing”.
La escritura no nos dice qué le dijo a los
segundos, pero debe haber sido algo similar. Lo cierto es que los cuatro, sin
vacilar, dejaron las redes, y los segundos incluso dejaron a su padre (Cfr. Lc 14,26), para seguir a Jesús. Y
ese seguimiento implicaba, por supuesto, aceptar el reto que Jesús les lanzó
junto con la invitación: convertirse en “pescadores de hombres”. Esto nos evoca
el pasaje de Jeremías (20,7): “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé
seducir!” De nuevo esa mirada… ¡imposible de resistir!
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el
seguimiento de Jesús tiene que ser radical, no hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16). Con ese pensamiento
comenzamos el Tiempo Ordinario. Esa es la prueba de fuego para determinar si
verdaderamente vivimos la Navidad, o si simplemente nos limitamos a celebrarla.
Jesús nos llama a ser pescadores de hombres, pero ello implica dejar nuestras
“redes” que solo nos sirven para pescar las cosas del mundo. ¿Estamos
dispuestos a aceptar el reto?
La liturgia continúa brindándonos el primer
capítulo del Evangelio según san Juan. Recordemos que Juan es quien único nos
narra con detalle esta vocación de los primeros discípulos, pues fue el que la
vivió. De hecho, Juan es el único evangelista que nos presenta los tres años de
la vida pública de Jesús. Los sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) centran su
narración en el último año. El pasaje de hoy (Jn 1,43-51) nos narra la vocación
(como habíamos dicho en reflexiones anteriores, vocación quiere decir
“llamado”) de Felipe y Natanael (a quien se llama Bartolomé en los sinópticos).
La narración comienza con un gesto de Jesús
que reafirma su humanidad; nos dice que Jesús “determinó” (otras traducciones
usan el verbo “decidió”) salir para Galilea. Un acto de voluntad muy humano,
producto de escoger, decidir entre dos o más alternativas. Juan continúa
presentándonos el misterio de la Encarnación.
Inmediatamente se nos dice que Jesús
“encuentra a Felipe y le dice ‘Sígueme’”. Una sola palabra… La misma palabra
que nos dice a nosotros día tras día: “Sígueme”. Una sola palabra acompañada de
esa mirada penetrante. De nuevo esa mirada… Cierro los ojos y trato de
imaginármela. Imposible de resistir; no porque tenga autoridad, sino porque el
Amor que transmite nos hace querer permanecer en ella por toda la eternidad. Es
la mirada de Dios que nos invita a compartir ese amor con nuestros hermanos,
como nos dice San Juan en la primera lectura de hoy (1 Jn 3,11-21): “Éste es el
mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros”, y no
“de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”.
Felipe se ha sumergido en la mirada de Dios y
se ha sumergido en el Amor que transmite. Y ya no conoce otro camino que el que
marcan sus pasos. Y al igual que en el pasaje inmediatamente anterior a este,
en el que veíamos cómo Andrés, al encontrar a Jesús se lo dijo a su hermano
Simón y lo llevó inmediatamente ante Él, hoy se desata el mismo “efecto
dominó”. Felipe no puede contener la alegría de haber encontrado al Mesías, y
se lo comunica a Natanael: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los
profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret”. Trato de
imaginar la alegría reflejada en su rostro y me pregunto: Cuando yo hablo de
Jesús, ¿se nota esa misma alegría en mi rostro? Natanael se mostró esquivo, le
cuestionó si de Nazaret podría salir algo bueno. Pero Felipe no se dio por
vencido, le invitó a seguirle para que viera por sí mismo: “Ven y verás”. La
certeza que proyecta el que está seguro de lo que dice, convencido de lo que
cree. Y me pregunto una vez más, ¿muestro yo ese mismo empeño y celo apostólico
cuando me cuestionan si lo que yo digo de Jesús es cierto? Para ello tengo que
preguntarme: ¿Estoy convencido de haber encontrado a mi Señor y Salvador?
Hace unos días celebrábamos el nacimiento de
aquél Niño, que en la lectura de hoy vemos convertido en ese hombre que provoca
estas reacciones en aquellos a quienes llama. Ese mismo nos hace una promesa si
creemos en Él: “Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios
subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.
Mañana celebraremos la Epifanía, la
manifestación de Dios al mundo entero. Pidamos al Señor que nos permita
convertirnos en una manifestación de su poder y gloria, pero sobre todo de su
Amor, a todo el que se cruce en nuestro camino.
La Liturgia continúa llevándonos de la mano a
través del tiempo de Navidad, que culmina el próximo domingo, con la Fiesta del
Bautismo del Señor.
La lectura evangélica (Jn 1,35-42), de hoy nos
presenta la vocación de los primeros discípulos. En el caso de estos, el
llamado no comienza directamente de boca de Jesús. Muchas veces Jesús se vale
te personas para llamarnos; por eso tenemos que estar atentos a la voz de
nuestros hermanos. En este caso se valió de Juan el Bautista, quien les señala
la persona de Jesús y les dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Tal fue la
impresión que causó la presencia de Jesús en estos discípulos, que nos cuenta
la escritura que: “los dos discípulos oyeron (las) palabras (de Juan) y
siguieron a Jesús”. Cada vez que leo la vocación de cada uno de los discípulos
de Jesús trato de imaginarme su mirada penetrante, su carisma, su magnetismo,
imposible de resistir. Un encuentro que provoca un seguimiento…
Seguimiento que a su vez provoca las primeras
palabras de Jesús en las Sagradas Escrituras: “¿Qué buscáis?”. Pudo haberles
preguntado sus nombres, hacia dónde se dirigían, por qué le seguían… No
olvidemos que Jesús es Dios, que conoce nuestros pensamientos. Él sabía lo que
buscaban. Tan solo quería una confirmación; no para Él, sino para ellos
mismos. Eso me hace preguntarme a mí mismo: ¿Busco yo seguir a Jesús? Si
Jesús me preguntara: “Y tú, ¿qué buscas?” ¿Qué le contestaría?
Los discípulos le contestaron con otra
pregunta: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?” Pregunta que implica un
deseo de seguirlo, conocerlo mejor, permanecer con Él. Es ahí que se produce el
llamado (vocación) de labios de Jesús: “Venid y lo veréis”. Nos dice el Evangelio
que entonces los discípulos “fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él
aquel día”. Tal fue la impresión que esa experiencia causó en el evangelista,
que hasta recuerda la hora: “serían las cuatro de la tarde”.
Me pregunto sobre qué les habrá hablado Jesús
durante esa tarde. Se me ocurren dos temas obligados: el Reino (Lc 4,43) y el
Amor (Mc 12,28-31). Siempre pienso en la mirada de Jesús, y trato de
imaginarla…, y se me eriza la piel… Lo cierto es que tan impresionados quedaron
los discípulos con la experiencia de Jesús, que tan pronto salieron, uno de
ellos, Andrés, encontró a su hermano Simón y no pudo contenerse. Antes de
saludarle, como impulsado por un celo inexplicable exclama: “Hemos encontrado
al Mesías (que significa Cristo)”.
Esa es la conducta de todo el que ha tenido un
encuentro personal con Cristo. Hemos sido arropados por su Amor, y ese amor nos
obliga a compartirlo, a proclamarlo, a anunciarlo a todos. ¿Siento yo ese deseo
incontrolable de compartir mi experiencia de Jesús con todo el que se cruza en
mi camino? Si no lo siento, tengo que preguntarme: ¿He tenido real y
verdaderamente un encuentro con Jesús? ¿Me he abierto a su Amor incondicional?
Hace apenas unos días celebrábamos el
nacimiento del Niño Dios. La próxima pregunta obligada es: ¿Le he permitido
“nacer” en mi corazón?
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
La lectura evangélica de hoy (Mt 16,13-20) nos
presenta a Jesús en la región de Cesarea de Filipo preguntando a sus
discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. La respuesta de
los discípulos es: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que
Jeremías o uno de los profetas”. Entonces les pregunta: “Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?” Esa pregunta suscita la “profesión de fe” de Pedro:
“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”; a lo que Jesús le
contesta: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado
nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo:
tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del
infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que
ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra
quedará desatado en el cielo”.
Pedro era un simple pescador que se ganaba la
vida practicando su noble oficio en el lago a cuya orilla Jesús le instituye
“piedra” y cabeza de su Iglesia, no por sus propios méritos, sino porque Jesús
reconoce que el Padre le ha escogido: “… porque eso no te lo ha revelado nadie
de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Dios llama a cada uno de nosotros a desempeñar una misión. Esa es nuestra vocación. La palabra “vocación” viene del verbo latín vocare (“llamar”), y quiere decir “llamado”. Cómo Dios nos escoge, y cómo decide cuál es nuestra vocación es un misterio. Y una vez aceptada la misión, el Señor se encarga de darnos los medios, como lo hizo con Eliacín en la primera lectura para hoy (Is 22,19-23), que prefigura el primado de Pedro: “Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá. Lo hincaré como un clavo en sitio firme, dará un trono glorioso a la casa paterna”.
Dios no siempre escoge a los más capacitados;
Él capacita a los que escoge, dándoles los carismas necesarios para llevar a
cabo su misión (Cfr. 1 Cor 12,1-11).
La segunda lectura (Rm 11,33-36), por su
parte, nos reitera el carácter misterioso de los designios de Dios: “¡Qué
abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! ¡Qué
insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la
mente del Señor? ¿Quién fue su consejero?”
Si Cristo se presentara hoy ante ti y te preguntara: “¿Y tú, ¿quién dices que soy yo?”, ¿qué le contestarías? Pedro y Pablo ofrecieron su vida por predicar y defender esa verdad. Hoy hay cristianos en el mediano oriente y otras partes del mundo haciéndolo a diario. Y tú, ¿estás dispuesto a hacerlo?
Cuando estés listo para partir al encuentro definitivo con el Señor, ¿podrás decir como Pablo: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”?
Que pasen un hermoso día, ¡aunque esté lloviendo!…
Hoy la Iglesia universal celebra la Fiesta de
san Matías, apóstol. Matías fue el escogido para ocupar el puesto de Judas en
el grupo de los “Doce”. La primera lectura de hoy (Hc 1,15-17.20-26) nos narra
la selección de Matías. Este episodio se desarrolla poco antes del evento de
Pentecostés, que estaremos celebrando al finalizar la “cincuentena” de Pascua. Así,
Matías recibió el Espíritu Santo como uno de los “Doce” mientras se encontraban
reunidos en oración en la estancia superior en compañía de María, la madre de
Jesús (Cfr. Hc 1,14).
El pasaje expone primero los requisitos que ha
de llenar el que sea escogido: “Hace falta, por tanto, que uno se asocie a
nosotros como testigo de la resurrección de Jesús, uno de los que nos
acompañaron mientras convivió con nosotros el Señor Jesús, desde que Juan
bautizaba, hasta el día de su ascensión”. Tenía que ser así porque el elegido
tenía que cumplir la misión que el mismo Jesús les había encomendado justo
antes de su Ascensión: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá
sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y
hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).
Los apóstoles estaban llamados a ser testigos
de la Resurrección de Jesús y, más aún, de la vida, el mensaje de Jesús. Y solo
pueden ser testigos quienes han visto o experimentado algo. Y para poder llevar
a cabo su misión evangelizadora Jesús les promete “la fuerza del Espíritu Santo”.
Nos dice la Escritura que: “Propusieron dos
nombres: José, apellidado Barsabá, de sobrenombre Justo, y Matías. Y rezaron
así: ‘Señor, tú penetras el corazón de todos; muéstranos a cuál de los dos has
elegido para que, en este ministerio apostólico, ocupe el puesto que dejó Judas
para marcharse al suyo propio’. Echaron suertes, le tocó a Matías, y lo
asociaron a los once apóstoles”. Vemos cómo el llamado siempre es de Dios; Él
es quien escoge, de una manera misteriosa que no podemos comprender. Cfr. Jr 1,5.
Todos somos llamados a ser testigos; pero no
basta con leer las escrituras y estudiar sobre Jesús y la Buena Noticia del
Reino. Si vamos a ser testigos tenemos que tener conocimiento personal, pues,
como dijimos anteriormente, solo pueden ser testigos quienes han visto o
experimentado algo. Por tanto, para poder ser “testigos” de Jesús, tenemos que
tener un encuentro personal con el Resucitado. Solo así nuestro testimonio
tendrá la credibilidad que mueva a otros, a su vez, a entrar en contacto con Él
y conocerle personalmente. Y al igual que los apóstoles, necesitamos la ayuda
de “la fuerza del Espíritu Santo”.
Como hemos dicho en innumerables ocasiones, el
Espíritu Santo es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros. Por eso en la
lectura evangélica que contemplamos hoy (Jn 15,9-17), Jesús nos insta a
permanecer en su Amor.
“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de
tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu Creador
y renueva la faz de la tierra”. Amén.
La primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy está tomada del libro de Jonás (3,1-10), y para comprenderla tenemos que ponerla en contexto. Afortunadamente el libro de Jonás es corto (apenas dos páginas). Nos narra la historia de este profeta que es más conocido por la historia del pez que se lo tragó, lo tuvo tres días en el vientre, y luego lo vomitó en la tierra (!!!!), que por la enseñanza que encierra su libro.
Lo cierto es que Yahvé envió a Jonás a profetizar a Nínive: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (1,2). Jonás se sintió sobrecogido por la magnitud de la encomienda, pues Nínive era una ciudad enorme para su época, de unos ciento veinte mil habitantes (4,11), que se requerían tres días para cruzarla (3,3). Decidió entonces “huir” de Yahvé y esconderse en Tarsis. Precisamente yendo de viaje a Tarsis en una embarcación es que se suscita el incidente en que lo lanzan por la borda y Yahvé ordena al pez que se lo trague.
Jonás había desatendido la vocación (el “llamado”) de Yahvé. Pero Yahvé lo había escogido para esa misión y, luego de su experiencia dentro del vientre del pez, en donde Jonás experimentó una conversión (2,1-10), lo llama por segunda vez: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que yo te indicaré”.
Jonás emprendió su misión, pero esta vez consciente de que era un enviado de Dios, anunciando Su mensaje: “Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida”. Tan convencido estaba Jonás de que su mensaje provenía del mismo Yahvé, que los Ninivitas lo recibieron como tal, se arrepintieron de sus pecados, e hicieron ayuno y se vistieron de saco (hicieron penitencia). Esta actitud sincera hizo que Yahvé, con esta visión antropomórfica (atribuirle características humanas) de Dios que vemos en el Antiguo Testamento: “se arrepintiera” de las amenazas que les había hecho y no las cumpliera.
Dos enseñanzas cabe destacar en esta lectura. Primero: ¿cuántas veces pretendemos ignorar el llamado de Dios porque nos sentimos incapaces o impotentes ante la magnitud de la misión que Él nos encomienda? Recordemos que Dios no escoge a los capacitados para encomendarles una misión; Dios capacita a los que escoge, como lo hizo con Jonás, y con Jeremías, y Samuel, y Moisés, etc. Si el Señor nos llama, nos va a capacitar y, mejor aún, nos va acompañar en la misión.
Segundo: Vemos cómo el Pueblo de Nínive se arrepintió, ayunó e hizo penitencia, logrando el perdón de Dios. No fue que Dios se “arrepintiera” pues Dios es perfecto y, por tanto no puede arrepentirse. De nuevo, estamos ante la pedagogía divina del Antiguo Testamento, con rasgos imperfectos que lograrán su perfección en la persona de Jesús. El tiempo de Cuaresma nos invita a la conversión y arrepentimiento, que nos llevan a ofrecer sacrificios agradables a Dios, representados por las prácticas penitenciales del ayuno, la oración y la limosna.
No hagamos como los de la generación de Jesús, que serían condenados por los de Nínive, quienes se convirtieron por la predicación de Jonás mientras que los ellos no le hicieron caso a la predicación del Hijo de Dios (Evangelio de hoy – Lc 11,29-32).
El relato evangélico que la liturgia dispone
para este tercer domingo del tiempo ordinario
(Mt 4,12-23), nos narra la vocación de los primeros discípulos, “Simón,
al que llaman Pedro, y Andrés, su hermano”, y “a otros dos hermanos, a
Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan” todos pescadores en el mar de Galilea. En
ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra vocación viene del verbo latino
vocare, que quiere decir llamar. Así, la vocación es un llamado, en este
caso de parte de Jesús.
Esto ocurría en Galilea, en donde Jesús se
había establecido luego del arresto de Juan Bautista, dando cumplimiento a la
profecía de Isaac que contemplamos hoy como primera lectura (Is 8,23b–9,3). Se
estableció en territorio pagano para comenzar su misión de llevar la Buena
Noticia del Reino todas las naciones: “Convertíos, porque está cerca el reino
de los cielos”. Él es consciente que la tarea es difícil y su tiempo es corto.
Por eso necesita formar un equipo de trabajo, escoger unos colaboradores que le
ayuden en su tarea, y la continúen una vez Él haya regresado al Padre.
Los llamados de Jesús siempre son directos,
sin rodeos, al grano. “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Una
mirada penetrante y una palabra o una frase; imposible de resistir. Siempre que
leo la vocación de cada uno de los apóstoles trato de imaginar los ojos, la
mirada de Jesús, y la firmeza de su voz. Y se me eriza la piel. Por eso la
respuesta de los discípulos es inmediata y se traduce en acción, no en
palabras. Nos dice la lectura que Andrés y Simón, “inmediatamente dejaron las
redes y lo siguieron”. En cuanto a los hijos de Zebedeo nos dice la lectura que
“inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron”. En estos últimos
vemos, no solo la inmediatez del seguimiento, sino también la radicalidad del
mismo. Dejaron, no solo la barca, sino a su padre también. “Cualquiera que
venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus
hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”
(Lc 14,26; Mt 10,37). Dejarlo todo con tal de seguir a Jesús.
Mateo utiliza el lenguaje de la pesca en el
escenario del mar de Galilea, y la frase “pescadores de hombres” con miras al
objetivo de su relato evangélico, dirigido a los judíos que se habían
convertido al cristianismo, con el propósito de demostrar que Jesús es el
mesías prometido en quien se cumplen todas las profecías del Antiguo
Testamento. Así, alude también a la profecía de Ezequiel, que utiliza la
metáfora del mar, la pesca abundante y la variedad de peces (Ez 47,8-10) para
significar la misión profética a la que Jesús llama a sus discípulos, dirigida
a convertir a todos, judíos y paganos.
Hoy Jesús nos llama a ser “pescadores de
hombres” en un ambiente no muy distinto al de la Galilea de tiempos de Jesús. Y
la respuesta que Él espera de nosotros no es una palabra, ni una explicación o
excusa (Cfr. Lc 9,59-61); es una acción, como la del mismo Mateo, quien cuando
Jesús le dijo: “sígueme”, “dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5,27; Mt
9,9; Mc 2,14). ¿Cuál va ser tu respuesta?