La Virgen no está para que la contemplem​os y admiremos

Una buena amiga compartió esta hermosa anécdota y reflexión que, a mi vez, comparto con ustedes:

A un arquitecto le pidieron construir un templo cuyo titular fuese la Virgen. El día de la inauguración los cientos de fieles que asistieron a la celebración, incluso el Obispo, se quedaron sorprendidos y en cierto modo decepcionados. La imagen de María no ocupaba ningún retablo. No se encontraba en el centro del altar. Mucho menos cerca del sagrario.

La estatua de la Virgen, el arquitecto, la diseñó para ponerla y colocarla sentada en el primer banco.

Ante las protestas de los asistentes, la explicación del arquitecto fue la siguiente: “La Virgen no está para que la contemplemos y admiremos, sino para que la imitemos”. Es la primera, el modelo y nosotros vamos detrás, la seguimos. Su postura ante Dios y los hombres la debemos hacer nuestra. Caminando tras sus huellas llegaremos hasta Jesucristo. Ella, y por eso la he puesto en el primer banco, es la primera oyente de la Palabra de Dios para saber cómo tiene que responder ante El”.

REFLEXIÓN:

¿Qué nos sugiere esta lectura? ¿Cómo vemos a María? ¿En el altar, o como un modelo de referencia?

¿Qué nos inspira la Virgen María? ¿Sólo ternura? ¿Es un testimonio y una interpelación para nuestra fe?

¿Caemos en la cuenta de que, María, es la portadora más auténtica del Evangelio de Dios? ¿No la dejamos, con frecuencia, demasiado elevada en las hornacinas, retablos, procesiones, etc., sin trascendencia para nuestra vida cristiana?

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN 06-08-13

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la Transfiguración, uno de esos eventos en la vida de Jesús que por su trascendencia hallan eco en los tres evangelios sinópticos. La liturgia para este ciclo C nos presenta la versión de Lucas (9,28-36).

Jesús tomó consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro, Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a lo alto de una montaña (la tradición nos dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.

Esta narración está tan preñada de simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos. Trataremos, por tanto, de resumir lo que la transfiguración representó para los discípulos que tuvieron el privilegio de presenciarla.

Los discípulos ya habían comprendido que Jesús era el Mesías; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro. En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Pero aun así los discípulos no estaban muy seguros de lo que habían presenciado, al punto que Pedro, aturdido por la experiencia, lo único que atinó a decir fue: “Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Nos dice la Escritura que Pedro “no sabía lo que decía”. No será hasta después que ellos comprenderán la magnitud del hecho que acababan de presenciar.

Nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron en aquél momento; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística.

Una de las dos lecturas que se nos ofrece como primera la lectura para la liturgia de hoy es de la segunda carta del apóstol san Pedro (1,16-19). Ya para cuando el apóstol escribe esta carta (a finales del siglo I), había sido testigo de su gloriosa resurrección. Esa experiencia le permitió comprender el alcance de aquella experiencia privilegiada que el Señor había compartido con él y los hijos de Zebedeo. Por eso puede afirmar con certeza la gloria y divinidad de Jesús: “Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: «Éste es mi Hijo amado, mi predilecto.» Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada”.

Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

Manos vacías…

manos esteriles

Con motivo de la parábola de la higuera, el P. José María Maruri, SJ nos dice:

“El cristiano es necesariamente una fotografía de Dios. Lo que el cristiano es, eso es su Dios para el que no cree. Un cristiano estéril muestra al mundo a un Dios estéril. La fecundidad de la higuera da idea de la bondad del suelo”.

Para la reflexión completa puedes visitar: http://caminomisionero.blogspot.com.ar/2013/03/iii-domingo-de-cuaresma-lc-13-1-9-ciclo_3.html

 

Abriendo el corazón a la Misericordia de Dios

Comparto con ustedes esta hermosa reflexión de nuestro hermano Romualdo Olazábal.

http://www.tengoseddeti.org/apuntes-del-camino/abriendo-el-corazon-a-la-misericordia-de-dios/

Abriendo el corazón a la Misericordia de Dios

El evangelio según san Lucas se conoce como el “evangelio de la misericordia” porque narra algunas parábolas de Jesús en las que se manifiesta, de manera muy especial, la misericordia de Dios para con nosotros.  Una de esas es la parábolas del hijo pródigo (Lucas 15,11-32).

La parábola del hijo pródigo nos habla de un padre que tenía dos hijos.  Uno de ellos, el más pequeño, le pide la parte de la herencia que le corresponde.  El padre se lo concede y el hijo se marcha a un país lejano, donde malgasta todo lo que el padre le había dado.  El hijo, cuando se encuentra sin nada y sumido en la miseria, empieza a recordar la manera cómo su padre trata a sus sirvientes… y anhela al menos tener eso.  En ese instante, el joven toma la decisión de levantarse, ir donde su padre y pedirle perdón.  Y emprende la marcha.

Yo imagino al joven en su viaje de regreso.  Triste y cabizbajo.  Arrepentido y avergonzado.  Decidido a admitir su error ante su padre… y pedirle perdón.  Consciente de que no merece nada, pero confiado en su corazón misericordioso.  Y entre la pena y el dolor, en el corazón también lleva la alegría de volver.  Ahora más humilde… más honesto… más sereno… más limpio…

Dice la Palabra que el padre vio a su hijo cuando todavía estaba lejos y, conmovido, corrió a su encuentro.  ¿No te parece maravilloso esto?  ¡A mí me parece fascinante… antes de que el hijo hablara, ya su padre le había perdonado!

El tiempo de Cuaresma es como el camino que este joven recorrió de regreso a la casa de su padre.  Es tiempo de mirar nuestra vida y reconocer las veces que hemos ofendido a Dios.  Las veces que hemos obrado contra nuestros hermanos, y que nos hemos dañado a nosotros mismos.  Este es tiempo de encontrarnos cara a cara con Jesús en el sacramento de la Reconciliación.  Es tiempo de arrepentimiento… de penitencia… de renuncia… de perdón… de sanación…

Pero también es tiempo de esperanza… de agradecimiento… de contento… de satisfacción… El Padre nos quiere liberar de la esclavitud del pecado y Jesús nos lavó con su sangre para que fuéramos felices y tuviéramos paz.

Hoy es momento de mirar al Cielo, abandonar el pecado y decidirse por la santidad.  El camino está frente a nosotros… pero tenemos que decidirnos a dar ese primer paso, libremente y por amor.  No te digo que es fácil porque no lo es, pero vale la pena cada esfuerzo.  Te invito… como el hijo pródigo: levantémonos, emprendamos la marcha y abramos nuestro corazón a la Misericordia de Dios.