REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 23-05-17

“Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia”. Palabras pronunciadas por Pablo y Silas al carcelero, al despertarse por la sacudida tan violenta que hizo temblar los cimientos de la cárcel en que se encontraban presos.

La primera lectura de hoy (Hc 16,22-34) nos presenta el final de la estadía de Pablo en Filipos, en donde fundaron una comunidad de creyentes. La predicación había sido bien acogida, hasta que ocurrió el evento que provocó la reacción tan violenta que nos narra el pasaje que leemos hoy, en el cual la gente se amotinó contra Pablo y Silas, lo que hizo que los magistrados dieran orden de que los desnudaran y apalearan, para luego encarcelarlos. ¿Qué causó esa reacción?

La respuesta es sencilla: expulsaron un espíritu adivino que poseía a una esclava, a quien sus amos explotaban sacándole gran beneficio económico. Ese decir, todo iba bien hasta que afectaron sus bolsillos. En lugar de alegrarse porque la mujer había sido liberada de un espíritu, se enfurecieron por la pérdida económica que esa liberación implicaba. ¡Cuántas veces vemos cómo las personas anteponen su interés económico a los intereses del Reino! Tan solo tenemos que recordar el pasaje del joven rico (Mt 19,16-23).

Una vez encarcelados, Pablo y Silas oraban cantando himnos al Señor mientras los otros presos los escuchaban. Me pregunto qué pensarían esos presos al sentir a esos “locos” cantando himnos, heridos por la paliza y en medio de aquella mazmorra inmunda. Lo cierto es que, asistidos y fortalecidos por el Espíritu Santo, estaban viviendo las palabras del Evangelio: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron” (Mt 5,11-12).

Esa alegría, producto de sentirse acompañados por el Paráclito en el cumplimiento del mandato de Jesús (Cfr. Mc 16,5), al punto que fueron liberados de sus cadenas, fue la que hizo que el carcelero se contagiara, se arrojara a los pies de Pablo y Silas, y les preguntara: “Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?”, provocando la contestación que citamos al comienzo de esta reflexión.

El poder de la Palabra de Dios hizo morada en aquél carcelero, quien se los llevó a su casa “a aquellas horas de la noche, les lavó las heridas, y se bautizó en seguida con todos los suyos, los subió a su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios”. Esta escena nos evoca el episodio de Zaqueo, el jefe de publicanos, a quien Jesús le dijo al recibirle en su casa en medio de un ambiente festivo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9; Cfr. Lc 15,7).

La lectura evangélica de hoy (Jn 16,5-11) nos apunta a la necesidad de que Jesús se fuera al Padre y enviara el Paráclito a los discípulos. El Espíritu podía acompañarles a todos, todo el tiempo y en todo lugar, sin que fuera necesaria la presencia física de Jesús.

Por eso tenemos que alabar y bendecir al Señor en todo momento y en todo lugar, invocando el auxilio del Espíritu defensor, especialmente en los momentos de tribulación, de prueba. Y entonces veremos cómo se manifiesta la gloria de Dios en nuestras vidas, y cómo esa manifestación “toca” a otros. Esa es la mejor predicación que podemos llevar a cabo.

Ya el ambiente “huele” a Pentecostés… ¿Acaso no lo sientes?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 16-05-17

La liturgia de Pascua para hoy nos presenta como primera lectura (Hc 14,19-28) la conclusión del primer viaje misionero de Pablo. Si leemos cuidadosamente notaremos que a su regreso, Pablo y Bernabé hacen el viaje original a la inversa, pasando por las mismas ciudades que ya habían visitado, con el propósito de afianzar la fe de aquellos nuevos cristianos, convertidos en su mayoría del paganismo. Lo mismo hará Pablo posteriormente mediante las cartas que dirigirá a otras comunidades. Pablo estaba consciente que la semilla de la fe tiene que ser irrigada, abonada y podada en tiempo para que germine y de fruto.

El pasaje comienza con la lapidación de Pablo por parte de unos judíos que resentían la forma en que el Evangelio de Jesús se iba propagando. Luego de apedrearlo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo dejaron por muerto. Pero lejos de amilanarlo, esa experiencia le dio nuevos bríos para continuar predicando. Nos evoca las palabras del Señor a Ananías en el pasaje de la conversión de Pablo, cuando refiriéndose a Pablo le dijo: “Ve a buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel. Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre” (Hc 9,15-16).

Pablo había vivido esas palabras. Por eso lo encontramos al final del pasaje de hoy “animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”. Ese es un tema recurrente en la predicación de Pablo. Nuestra fe en el Resucitado no suprime la tribulación, las pruebas; por el contrario, parecería que acompañan al que decide seguir los pasos de Jesús. La diferencia es que para el cristiano ese sufrimiento adquiere un significado distinto, adquiere sentido.

Sabemos que, de la misma manera que Jesús fue glorificado en su pasión, para luego ser resucitado e ir a reinar junto al Padre por toda la eternidad, nuestro sufrimiento es un “paso”, un peldaño, en esa escalera que nos conduce al Reino de Dios en donde reinaremos junto a Él “por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).

Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me permitirá ser enaltecido ante Dios (Cfr. Sir 2,1-6) en el día final?

La lectura evangélica (Jn 14,27-31a) nos muestra a Jesús anunciando a sus discípulos que con su pasión iba destronar a Satanás como “príncipe de este mundo”. “Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago”. Y eso implica que padezca, muera, y sea resucitado, para que todos crean en Él, y todo el que crea en Él se salve. Ese es el mismo camino que estamos llamados a seguir los que nos llamamos sus discípulos: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9,22-23).

No es cuestión de valor; se trata de creer en el Resucitado y creer en su Palabra.