Durante esa última subida a Jerusalén que san Lucas nos ha venido narrando en las pasadas semanas, Jesús ha estado enseñando a sus discípulos la importancia de la disposición interior sobre el ritualismo y observancia de la Ley de Moisés. Hemos visto cómo la emprende contra los escribas y fariseos por su exagerado énfasis en el cumplimiento estricto de los preceptos legales y los ritos por encima de la compasión y el amor al prójimo.
En la primera lectura que nos propone la liturgia para hoy (Rm 4,13.16-18), san Pablo nos recuerda que no fue la observancia de la Ley la que obtuvo para Abraham el cumplimento de la promesa de Yahvé de una descendencia numerosa que ocuparía la tierra de Canaán, a pesar de la ancianidad y la esterilidad de su esposa; fue “la justificación obtenida por la fe”, es decir el creer en la Palabra de Dios y ponerla por obra. “Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho”.
No quiere decir esto que podemos ignorar la Ley. Jesús fue claro: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Os lo aseguro: mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una tilde de la ley sin que todo se cumpla” (Mt 5,17-18; Cfr. Lc 16,17). Pero ese cumplimiento tiene que estar unido a la fe, es decir, a hacer la voluntad del Padre, que es ante todo misericordioso. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).
En la lectura evangélica de hoy (Lc 12,8-12), Jesús nos exhorta a ser valientes al proclamar su Palabra ante los hombres, asegurándonos que Él mismo ha de interceder por nosotros ante el Padre cuando llegue la hora del Juicio: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios”. De paso, nos promete el auxilio del Espíritu Santo cuando tengamos que enfrentar el juicio los hombres por proclamar su Palabra: “Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir”.
Pero, ¡ay de aquél que “blasfeme” contra el Espíritu Santo!, pues a ese “no se le perdonará”. Se refiere a aquellos que, viendo la Luz, la niegan, es decir, a los que rechazan al Espíritu Santo, los que no quieren salvarse.
Hagamos examen de conciencia. ¿Soy valiente a la hora de profesar mi fe ante los hombres, o prefiero ser lo que los norteamericanos llaman politically correct con tal de ganar la aceptación de todos? Si optamos por lo segundo no dejamos espacio al Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio y nos enseñe lo que tenemos que decir.
¡Atrévete!