REFLEXIÓN PARA EL MARTES DEL TIEMPO DE NAVIDAD 03-01-17

Durante este tiempo de Navidad la liturgia continúa proponiéndonos el comienzo del Evangelio según san Juan, cuya lectura comenzamos el pasado 31 de diciembre con el testimonio de Juan el Bautista (1,1-18): “Éste es de quien dije: ‘El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo’”.

Luego de un paréntesis para celebrar la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, ayer retomamos la lectura con los versículos 19-28 en donde veíamos la “investigación” por parte de las autoridades religiosas sobre la identidad de Juan el Bautista y el Mesías. Confrontado por las autoridades, Juan aclara que él no es el Mesías, que él es meramente el precursor, el heraldo que ha venido a preparar al camino para Aquél de quien dice: “no soy digno de desatar la correa de su sandalia”.

Hoy vemos cómo el texto (Jn 1,29-34) ha ido progresando hasta culminar con el encuentro. Pero no es Juan quien va hacia Él, es Cristo quien viene hacia él: “al ver Juan a Jesús que venía hacia él…” En ese momento, Juan profiere inmediatamente la declaración que había estado soñando durante toda su vida: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Su misión principal había culminado (Cfr. Lc 1,76-79).

Esta última frase de Juan encierra todo el misterio de la Encarnación que hemos estado contemplando durante el tiempo de Navidad, pues explica el propósito de Dios al enviar a su Hijo a “acampar” entre nosotros. Los israelitas ofrecían corderos en sacrificio por la expiación de sus pecados. Inclusive los sacerdotes ofrecían sacrificio por sus propios pecados antes de hacerlo por los demás (Hb 9,7). Al identificar a Jesús como el “Cordero de Dios”, Juan nos apunta al destino que esperaba a Jesús, a quien el mismo Dios habría de ofrecer en sacrificio por los pecados de toda la humanidad; por los tuyos y los míos.

Es decir, Cristo no es el cordero que los hombres ofrecen en sacrificio en el Templo para que Dios perdone sus pecados, sino el Cordero elegido por Dios para quitar los pecados del mundo. Como nos dice el autor de la carta a los Hebreos: “Él comienza diciendo: ‘Tú no has querido ni has mirado con agrado los sacrificios, los holocaustos, ni los sacrificios expiatorios’, a pesar de que están prescritos por la Ley. Y luego añade: ‘Aquí estoy, yo vengo para hacer Tu voluntad’. Así declara abolido el primer régimen para establecer el segundo. Y en virtud de esta voluntad quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre” (Hb 10,8-10).

Ese sacrificio es el que permite que el apóstol diga en la primera lectura de hoy (1Jn 2,29; 3,1-6): “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. Todo comenzó en Nazaret, se concretizó en Belén, y culminará en Jerusalén. Y fue por amor… Y ese amor de Dios debe ser el motivo de nuestra alegría durante ese tiempo de Navidad, y todas nuestras vidas.

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