En este corto te explicamos el origen del título “Reina de a familia” con el que invocamos la intercesión de la Santísima Virgen María en las letanías lauretanas.
Hoy hacemos un paréntesis en liturgia cuaresmal, en que la Iglesia celebra la solemnidad de San José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal. Ya anteriormente hemos reflexionado sobre las lecturas que nos brinda la liturgia para este día. Les invitamos a leer esa reflexión pulsando sobre este enlace.
Es muy poco lo que se sabe sobre este santo varón a quien Dios encomendó la tarea de darle estatus de legalidad a su Hijo, aceptándolo y reconociéndolo como suyo propio, criarlo, cuidar de Él y proveer para su sustento y el de su Madre. Por eso la Iglesia lo venera como santo.
Sin embargo, al leer el Nuevo Testamento encontramos que es muy poco lo que se nos dice de San José. Así, por ejemplo, Marcos, que es el primero de los evangelistas en escribir su relato (entre los años 69-70), ni tan siquiera lo menciona. Tampoco lo hace Juan, el último en escribir (entre los años 95-100).
Mateo (alrededor del año 80), el primero en mencionarlo, nos dice que José era descendiente de David, (1,16) cumpliéndose así las profecías mesiánicas, y que tenía el oficio de artesano –tékton-(13,55a); que el ángel del Señor le dijo que no temiera aceptar a María como esposa, pues el hijo que llevaba en sus entrañas era hijo de Dios (1,20-21); que luego del Niño nacer en Belén (2,1), el ángel del Señor le instruyó que huyeran a Egipto (2,13); y más adelante que regresara a Nazaret (2,20). Luego de eso… ¡silencio total! De paso, hay que señalar que en los evangelios no encontramos ni una sola palabra pronunciada por José. De ahí que se le haya llamado “varón de silencios”.
Lucas (entre los años 80-90), por su parte, lo coloca llevando a su esposa a Belén para empadronarse en un censo, lo que explica por qué el Niño nació allí (2,1-7), y, aunque no lo menciona por su nombre, presumimos que fue quien lo llevó a circuncidar a los ocho días (2,21), y estuvo presente en la purificación de su esposa y presentación del Niño en el Templo (2,22-24). Finalmente lo menciona en el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo (2,41-52), de nuevo sin mencionar su nombre y sin que pronuncie palabra (es su madre maría quien increpa al niño). Y otra vez, ¡silencio total!
De hecho, la mayoría de los detalles sobre el origen y la vida de José los recibimos de la Santa Tradición, recogida en parte en los Evangelios Apócrifos, especialmente el Evangelio del Pseudo Mateo, el Libro sobre la Natividad de María, y la Historia de José el Carpintero (a este último se debe que a pesar de que en el original griego Mateo se limita a decir que era “artesano”, la tradición y traducciones posteriores lo traduzcan como “carpintero”).
De estos escritos surge, por ejemplo, las circunstancias en que José advino esposo de la Virgen María, su edad avanzada, que era viudo y que tenía otros hijos, la vara de san José que florece frente a los demás pretendientes (por eso las imágenes lo muestran con su vara florecida), y que José falleció cuando Jesús tenía dieciocho años (a José se le conoce también como el santo del “buen morir”, pues se presume que murió en compañía de Jesús y María).
Lo cierto es que el Señor vio en Él unas cualidades que le hicieron digno de encomendarle la delicada tarea de ser el padre adoptivo del Verbo Encarnado. Por eso hoy veneramos su memoria.
Felicidades a todos los José, Josefa y Josefina (incluyendo a mi adorada esposa), en el día de su santo patrono.
El Evangelio de hoy (Mc 5,1-20) nos presenta a
Jesús en territorio pagano. La lectura evangélica que contemplamos el sábado
pasado nos mostraba a Jesús dirigiéndose a territorio pagano, a Gerasa, que
quedaba al otro lado del lago de Galilea. El pasaje nos relata un suceso
ocurrido cuando Jesús llegó junto a sus discípulos a su destino, después de
calmar la tormenta que enfrentaron en la barca que los traía. Gerasa era una
antigua ciudad de la Decápolis, una de las siete divisiones políticas (“administraciones”)
de la provincia Romana de Palestina en tiempos de Jesús.
Al llegar allí le salió al encuentro “un
hombre poseído de espíritu inmundo” que vivía en el cementerio entre los
sepulcros. Jesús exorciza al endemoniado, y los espíritus inmundos que lo
tenían poseído salieron del hombre y se metieron en una gran piara de cerdos
(unos dos mil), que “se abalanzó acantilado abajo al lago y se ahogó en el lago”.
Al enterarse de la curación del endemoniado, todos quedaron maravillados
(“espantados”). Pero tan pronto se enteraron de lo ocurrido con los cerdos, “le
rogaban que se marchase de su país”.
Debemos recordar que aunque la carne de cerdo
está prohibida para los judíos, los gerasenos la consumen. Por tanto, la muerte
de dos mil cerdos representaba para ellos una pérdida económica considerable.
De nuevo, la admiración que sintieron por Jesús ante la curación del
endemoniado se tornó en desprecio ante las consecuencias materiales. Para esta
gente, los cerdos, y el valor económico que ellos representaban, eran más
importantes que la calidad de vida de un solo hombre. La liberación de un
hombre valía menos que una piara de cerdos. Antepusieron los valores materiales
a los valores del Reino. El mensaje de Jesús resultó demasiado incómodo. Nos
recuerda la parábola del joven rico: “Al oír esto, el joven se fue triste,
porque era rico” (Cfr. Mt 19,16-22). Hoy no es diferente. Cuando el seguimiento
de Jesús interfiere con nuestras “seguridades” materiales, preferimos ignorar
el llamado a renunciar a estas.
Se trata de la economía de la exclusión e
inequidad que critica el papa Francisco en el número 53 de su Exhortación
Apostólica Evangelii Gaudium, sobre
el anuncio del Evangelio en el mundo actual (lectura recomendada para todo
cristiano del siglo XXI): “No puede ser que no sea noticia que muere de frío un
anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la
bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay
gente que pasa hambre. Eso es inequidad”.
Otro detalle cabe resaltar. Cuando echaron a
Jesús del lugar, el hombre que había curado pidió acompañarle, y Jesús no se lo
permitió. Jesús deja claro que Él es quien escoge a sus discípulos (los llama
por su nombre). Además, contrario a su conducta usual (el “secreto mesiánico”
que hemos discutido en ocasiones anteriores), le pidió al hombre que fuera a anunciar
a los suyos “lo que el Señor ha hecho contigo por su misericordia”. Jesús
quiere sembrar la semilla del Reino entre los paganos. Él vino para redimirnos
a todos, sin distinción. A ti, y a mí. Y nos invita a hacer lo mismo. ¿Aceptas?
¡Atrévete!
El Evangelio que la liturgia propone para hoy
(Lc 1,1-4; 4,14-21) contiene el pasaje del llamado “discurso programático” de
Jesús, recogido en la lectura del libro de Isaías que Jesús leyó en la sinagoga
de Nazaret, donde se había criado.
Al finalizar la lectura, Jesús enrolló el
libro, lo devolvió al que le ayudaba, y dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que
acabáis de oír”. Es en este momento que queda definida la misión de Jesús,
asistido por el Espíritu Santo. Nos encontramos en el inicio de esa misión que
culminará con su Misterio Pascual (pasión, muerte y resurrección). Pero antes
de ascender en gloria a los cielos, nos encomendó a nosotros, la Iglesia, la tarea
de continuar su misión: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda
la creación” (Mc 16,15).
Y a cada uno de nosotros corresponde una tarea
distinta en esa evangelización. Sobre eso nos habla san Pablo en la segunda
lectura de hoy (1 Cor 12,12-30). En esta carta san Pablo nos presenta a la
Iglesia como cuerpo de Cristo: “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos
miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo
cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y
libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo….
El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo… Dios distribuyó el cuerpo y cada
uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde
estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno
solo… Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Y
Dios os ha distribuido en la Iglesia…”
El éxito de la misión evangelizadora de la
Iglesia depende de cada uno de sus miembros, pues de lo contrario quedaría
coja, o muda, o tuerta, o manca. Una diversidad de carismas (Cfr. 1 Co 12,11) puestas al servicio de
un fin común: cumplir el mandato de ir por todo el mundo a proclamar la Buena
Nueva a toda la creación.
Aunque en una época se pensaba en esos
carismas del Espíritu como don extraordinario, casi milagroso, concedido de
manera excepcional a unos “escogidos”, el Concilio Vaticano II dejó claramente
establecido que “el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al
pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las
virtudes, sino que ‘distribuyendo sus dones a cada uno según quiere’ (1 Co 12,
11), reparte entre toda clase de fieles, gracias incluso especiales, con las
que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios
provechosos para la renovación y más amplia y provechosa edificación de la
Iglesia” (Lumen Gentium 12). Eso nos
incluye a ti y a mí. ¡Atrévete!
En este día del Señor, pidámosle que nos
permita reconocer los dones que el Espíritu ha derramado sobre nosotros, y nos
conceda la gracia de ponerlos al servicio de su cuerpo, que es la Iglesia, para
continuar Su misión evangelizadora.
Ayer celebrábamos la solemnidad de la Epifanía
del Señor, esa manifestación de Dios a todas las naciones. Durante esta semana
la liturgia seguirá presentándonos “signos”, pequeñas “epifanías”, a través de
una serie de gestos que manifiestan a Cristo. Aquél Niño que fue adorado en
Belén por los magos de oriente, se nos manifiesta en el Evangelio que leemos
hoy (Mt 4,12-17.23-25) como el Mesías y el Maestro enviado por Dios.
Comienza la lectura con la decisión de Jesús
de cambiar de domicilio, de Nazaret a Galilea, tan pronto de entera que Juan el
Bautista había sido apresado. Allí se establecen en la ciudad de Cafarnaún, a
orillas del Mar de Galilea, que se convertiría en el “centro de operaciones” de
su gestión misionera. Una vez apresado Juan, Jesús comprendió que la labor de
aquél había culminado. Ahora le correspondía a Él desplegar su misión
evangelizadora.
Mudarse de Nazaret a Cafarnaún representaba un
cambio drástico, era mudarse del “ambiente protegido” de una comunidad pequeña
en que todos se conocían, a una ciudad cosmopolita donde habitaban muchos
extranjeros paganos. Mateo ve en ese gesto de Jesús el cumplimiento de la
profecía de Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro
lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas
vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz
les brilló”. Jesús llega a traer la Luz a los paganos que vivían en las
tinieblas porque no le conocían.
Allí hace un llamado a la conversión, a judíos y gentiles por igual, como preparación para la llegada del Reino que “está cerca”, desplegando su labor como predicador itinerante por toda la Galilea, mientras llevaba a cabo signos que constituían manifestaciones o pequeñas “epifanías” de su persona: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba”. Este es el “anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión” que contemplamos como el tercero de los misterios luminosos o “de luz” que fueron instituidos por san Juan Pablo II mediante la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, el 16 de octubre de 2002.
El pasaje que contemplamos hoy no nos dice qué
decía Jesús en sus predicaciones; eso lo veremos a lo largo de todo el relato
evangélico. Pero el mensaje central está ahí: ¡El Reino ha llegado!; Dios se ha
manifestado, se ha hecho presente entre nosotros, se nos ha revelado en toda su
plenitud en la persona de su Hijo, y a través de Él nos llama a la conversión,
nos invita a cambiar nuestras vidas para convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20). Así, esa conversión
implica auxiliar nuestros hermanos, especialmente a los enfermos, los pobres,
los desposeídos, tal como Cristo nos enseñó. Esta será la señal de que su
Espíritu está obrando en nosotros, y que Él mismo habita entre nosotros.
Durante este tiempo de Navidad la liturgia continúa proponiéndonos el comienzo del Evangelio según san Juan, cuya lectura comenzamos el pasado 31 de diciembre con el testimonio de Juan el Bautista (1,1-18): “Éste es de quien dije: ‘El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo’”.
En los versículos siguientes (19-28) vemos la “investigación” por parte de las autoridades religiosas sobre la identidad de Juan el Bautista y el Mesías. Confrontado por las autoridades, Juan aclara que él no es el Mesías, que él es meramente el precursor, el heraldo que ha venido a preparar al camino para Aquél de quien dice: “no soy digno de desatar la correa de su sandalia”.
En el texto que nos brinda la Liturgia para hoy (Jn 1,29-34) vemos como la trama ha ido progresando hasta culminar con el encuentro. Pero no es Juan quien va hacia Él, es Cristo quien viene hacia él: “al ver Juan a Jesús que venía hacia él…” En ese momento, Juan profiere inmediatamente la declaración que había estado soñando durante toda su vida: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Su misión principal había culminado (Cfr. Lc 1,76-79).
Esta última frase de Juan encierra todo el misterio de la Encarnación que hemos estado contemplando durante el tiempo de Navidad, pues explica el propósito de Dios al enviar a su Hijo a “acampar” entre nosotros. Los israelitas ofrecían corderos en sacrificio por la expiación de sus pecados. Inclusive los sacerdotes ofrecían sacrificio por sus propios pecados antes de hacerlo por los demás (Hb 9,7). Al identificar a Jesús como el “Cordero de Dios”, Juan nos apunta al destino que esperaba a Jesús, a quien el mismo Dios habría de ofrecer en sacrificio por los pecados de toda la humanidad; por los tuyos y los míos.
Es decir, Cristo no es el cordero que los hombres ofrecen en sacrificio en el Templo para que Dios perdone sus pecados, sino el Cordero elegido por Dios para quitar los pecados del mundo. Como nos dice el autor de la carta a los Hebreos: “Él comienza diciendo: ‘Tú no has querido ni has mirado con agrado los sacrificios, los holocaustos, ni los sacrificios expiatorios’, a pesar de que están prescritos por la Ley. Y luego añade: ‘Aquí estoy, yo vengo para hacer Tu voluntad’. Así declara abolido el primer régimen para establecer el segundo. Y en virtud de esta voluntad quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre” (Hb 10,8-10).
Ese sacrificio es el que permite que el apóstol diga en la primera lectura de hoy (1Jn 2,29; 3,1-6): “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. Todo comenzó en Nazaret, se concretizó en Belén, y culminará en Jerusalén. Y fue por amor… Y ese amor de Dios debe ser el motivo de nuestra alegría durante ese tiempo de Navidad, y todas nuestras vidas.
“‘Un profeta no es despreciado más que en su
patria y en su casa’. Y no hizo muchos milagros allí por la incredulidad de
ellos”. Con estas palabras termina el pasaje evangélico que contemplamos en la
liturgia de hoy (Mt 13,54-58).
Esas palabras fueron pronunciadas por Jesús
luego de que los suyos lo increparan por sentirse escandalizados ante sus
palabras. “Y se negaban a creer en él”. Sí, esos mismos que unos minutos antes
se sentían “admirados” ante la sabiduría de sus palabras (“…todos estaban
asombrados…”). ¿Qué pudo haber causado ese cambio de actitud tan dramático?
A muchos de nosotros nos pasa lo mismo cuando
escuchamos el mensaje de Jesús. Asistimos a un retiro o una predicación y se
nos hincha el corazón. Nos conmueven las palabras; sentimos “algo” que no
podemos expresar de otro modo que no sea con lágrimas de emoción. ¡Que bonito
se siente! Estamos enamorados de Jesús, y comenzamos nuestra “luna de miel”…
Hasta que nos percatamos que esa relación tan
hermosa conlleva negaciones, responsabilidades, sacrificios: “Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Lo
mismo suele ocurrir a muchos en otras relaciones como, por ejemplo, el
matrimonio. Luego de ese “enamoramiento” inicial en el que todo luce color de
rosa, surgen todos los eventos que no estaban en sus mentes cuando dijeron: “en
la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…”, junto a
otras obligaciones. Entonces escuchamos frases como: “Es que le perdí el amor”.
El libro del Apocalipsis lo describe así: “Pero tengo contra ti que has perdido
tu amor de antes. Date cuenta pues, de dónde has caído,…” (Ap 2,4-5).
No hay duda; el mensaje de Jesús es
impactante, nos sentimos “admirados” como se sintieron sus compueblanos de
Nazaret. Pero cuando profundizamos en las exigencias de su Palabra, al igual
que aquellos, nos “escandalizamos”. Queremos las promesas sin las obligaciones.
Por eso “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la naturaleza humana.
Ese es el mayor obstáculo que enfrentamos a diario los que proclamamos el mensaje de Jesús entre “los nuestros”; cuando llega la hora de la verdad, la hora de “negarnos a nosotros mismos”, muchos nos miran con desdén y comienzan a menospreciarnos, y hasta intentan ridiculizarnos. Esos son los que no tiene fe: “Y no hizo muchos milagros allí por la incredulidad de ellos”, es decir, porque les faltaba fe.
Hoy, pidamos al Señor que nos fortalezca el
don de la fe para que podamos interiorizar su Palabra y ser testigos de sus
milagros y portentos.
Que pasen un hermoso fin de semana, y
recuerden visitar la Casa del Padre; Él les espera con los brazos abiertos.
El evangelio de hoy (Mc 6,1-6) nos presenta el
pasaje en el cual Jesús pronuncia la famosa frase: “No desprecian a un profeta
más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Encontramos a Jesús
que ha regresado a su pueblo, Nazaret, probablemente a visitar a su madre y sus
parientes. Ha comenzado su ministerio en otras ciudades y aldeas. Al llegar el
sábado, como todo buen judío acude a la sinagoga. Allí, se pone de pie y empezó
a enseñar. Aunque la narración no nos dice cuáles fueron sus palabras, sabemos
por los relatos anteriores a esta escena, cuál es el contenido de su mensaje, y
la radicalidad del mismo.
Pero “los suyos” no le escucharon; se fijaron
en el mensajero e ignoraron el mensaje. Para ellos, Jesús era todavía aquél
“mocoso” que acompañaba a José el carpintero, y que eventualmente heredó su
taller. Era un simple artesano con las manos toscas y llenas de cicatrices, que
reparaba las puertas, ventanas, mesas, sillas de los que allí se hallaban… El
“hijo de María”. Nadie importante. Lo único que se les ocurre decir es: “¿De
dónde saca todo eso?” El prejuicio, el discrimen, los estereotipos, la
soberbia. “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11).
Si hubiese venido un extranjero a traer un
mensaje, por más inocuo, le hubiesen prestado toda su atención mientras
asentían con la cabeza en señal de aprobación. Los habitantes de Nazaret no
niegan la sabiduría de las palabras de Jesús, sus milagros, pero cuestionan su
capacidad y, más aún, su origen. ¿Cómo es posible que las palabras de un
carpintero vengan de Dios? ¿Cómo es posible que ese carpintero que se ha criado
entre nosotros venga de Dios, sea Dios?
Todavía hoy caemos en el error de fijarnos en
los mensajeros más que en el mensaje; ello dará paso a los “lobos disfrazados
de ovejas” de los cuales el mismo Jesús nos alerta (Mt 7,15); esos que nos
presentan espectáculos vistosos, con una gran dosis de histeria colectiva, para
decirnos lo que queremos escuchar haciendo una lectura acomodaticia de la
Palabra, hacernos sentir bien, y vaciar nuestros bolsillos.
Por otro lado, escuchamos decir: “Yo prefiero
al Padre tal o más cual”. Y ese sacerdote se muda de parroquia y lo siguen como
corderitos, abandonando su comunidad parroquial. ¿Es que acaso el que venga no
va a leer las mismas Escrituras? De nuevo, estas personas, al igual que los
compueblanos de Jesús, prestan más importancia al mensajero que al mensaje.
Yo he tenido la experiencia de que un total
desconocido, de aspecto común, me ha detenido y me ha contestado, en dos
frases, todas mis plegarias. No lo que yo quería escuchar, pero lo que reconocí
como la voluntad de Dios. Y el tiempo se encargó de demostrarlo. Si me hubiese
dejado llevar por su aspecto, no le habría prestado atención, no le habría
escuchado. Y estoy convencido que fue el mismo Dios quien me habló…
Hoy hacemos un paréntesis en liturgia cuaresmal, en que la Iglesia celebra la solemnidad de San José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal. Ya anteriormente hemos reflexionado sobre las lecturas que nos brinda la liturgia para este día. Les invitamos a leer esa reflexión pulsando sobre este enlace.
Es muy poco lo que se sabe sobre este santo
varón a quien Dios encomendó la tarea de darle estatus de legalidad a su Hijo,
aceptándolo y reconociéndolo como suyo propio, criarlo, cuidar de Él y proveer para
su sustento y el de su Madre. Por eso la Iglesia lo venera como santo.
Sin embargo, al leer el Nuevo Testamento
encontramos que es muy poco lo que se nos dice de San José. Así, por ejemplo,
Marcos, que es el primero de los evangelistas en escribir su relato (entre los
años 69-70), ni tan siquiera lo menciona. Tampoco lo hace Juan, el último en
escribir (entre los años 95-100).
Mateo (alrededor del año 80), el primero en
mencionarlo, nos dice que José era descendiente de David, (1,16) cumpliéndose
así las profecías mesiánicas, y que tenía el oficio de artesano –tékton-(13,55a); que el ángel del Señor le dijo que no temiera aceptar a María
como esposa, pues el hijo que llevaba en sus entrañas era hijo de Dios (1,20-21);
que luego del Niño nacer en Belén (2,1), el ángel del Señor le instruyó que
huyeran a Egipto (2,13); y más adelante que regresara a Nazaret (2,20). Luego
de eso… ¡silencio total!
Lucas (entre los años 80-90), por su parte, lo
coloca llevando a su esposa a Belén para empadronarse en un censo, lo que
explica por qué el Niño nació allí (2,1-7), y, aunque no lo menciona por su
nombre, presumimos que fue quien lo llevó a circuncidar a los ocho días (2,21),
y estuvo presente en la purificación de su esposa y presentación del Niño en el
Templo (2,22-24). Finalmente lo menciona en el episodio del Niño perdido y
hallado en el Templo (2,41-52), de nuevo sin mencionar su nombre y sin que
pronuncie palabra (es su madre maría quien increpa al niño). Y otra vez,
¡silencio total!
De hecho, la mayoría de los detalles sobre el
origen y la vida de José los recibimos de la Santa Tradición, recogida en parte
en los Evangelios Apócrifos, especialmente el Evangelio del Pseudo
Mateo, el Libro sobre la Natividad de María, y la Historia de
José el Carpintero (a este último se debe que a pesar de que en el original
griego Mateo se limita a decir que era “artesano”, la tradición y traducciones
posteriores lo traduzcan como “carpintero”).
De estos escritos surge, por ejemplo, las
circunstancias en que José advino esposo de la Virgen María, su edad avanzada,
que era viudo y que tenía otros hijos, la vara de san José que florece frente a
los demás pretendientes (por eso las imágenes lo muestran con su vara
florecida), y que José falleció cuando Jesús tenía dieciocho años (a José se le
conoce también como el santo del “buen morir”, pues se presume que murió en
compañía de Jesús y María).
Lo cierto es que el Señor vio en Él unas
cualidades que le hicieron digno de encomendarle la delicada tarea de ser el
padre adoptivo del Verbo Encarnado. Por eso hoy veneramos su memoria.
Felicidades a todos los José, Josefa y Josefina (incluyendo a mi adorada esposa), en el día de su santo patrono.
“Vino a los suyos, y los suyos no le
recibieron” (Jn 1,11). Este versículo, tomado del prólogo del Evangelio según
san Juan, resume lo ocurrido en el pasaje evangélico que nos brinda la liturgia
para hoy (Mc 6,1-6).
Jesús regresa a su pueblo de Nazaret y, cuando
llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga. Era costumbre que se asignara
la responsabilidad de pronunciar la homilía a un varón de la comunidad. Jesús,
que se había marchado de Nazaret regresa de visita, y las noticias de su fama, y
sobre todo sus milagros, han llegado a oídos de sus antiguos vecinos. El pasaje
no nos dice qué les dijo Jesús en su enseñanza, pero lo que fuera les dejó
asombrados: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han
enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de
María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con
nosotros aquí?”
Ignoraron el mensaje y fijaron su atención en
el mensajero. Para los judíos Dios era un ser distante, terrible, inalcanzable.
Y el Mesías esperado había de ser una persona rodeada de esplendor, de
majestad. No podían concebir que aquél que había sido su vecino, que había
compartido su vida cotidiana con ellos durante treinta años, fuera el Mesías
esperado, y mucho menos que fuera el Hijo de Dios, Dios encarnado. “Y esto les
resultaba escandaloso”.
Una vez más vemos a Marcos enfatizando la
importancia de la fe: “No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos
enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe”. No es que
Jesús “necesite” de nuestra fe para obrar milagros, no se trata de una
“condición”; Él es omnipotente, no necesita de nadie. Pero la fe es necesaria
para para recibir el milagro en nuestras vidas.
Jesús “se extrañó de su falta de fe”. Muchas
veces, en nuestra labor apostólica nos frustramos, nos extrañamos, y hasta nos
escandalizamos ante la falta de fe que encontramos en aquellos a quienes
llevamos la Buena Noticia del Reino. Este pasaje nos debe servir de consuelo y,
a la vez, de estímulo para seguir adelante. Vemos a Jesús, la segunda persona
de la Santísima Trinidad, Dios encarnado, predicando Su Palabra, ¡y no le
hicieron caso!, ignoraron su mensaje. Cuando nos enfrentemos a una situación
similar, hagamos como Jesús, que continuó “recorriendo los pueblos de alrededor
enseñando”. Como Él dirá a sus discípulos en el Evangelio de mañana: “Si no los
reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta
el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos” (Mc 6,11).
Estamos llamados a sembrar la semilla del
Reino, pero tenemos que estar conscientes que esta no siempre caerá en terreno
fértil (Mc 4,3-9; Lc 8,4-8; Mt 13,1-9). Jesús nos invita a no desanimarnos,
porque muchos de los que escuchan nuestro mensaje “miran y no ven, oyen y no
escuchan ni entienden” (Mt 13,13; cfr.
Is 6,9).
Jesús nos está invitando a seguirle. Muchas
veces preferimos la recepción cálida de nuestra predicación por parte de un
grupo de “los nuestros” antes que enfrentar el rechazo o la burla de los no
creyentes. El papa Francisco nos invita a salir a la calle, a la periferia, a
misionar en nuestra propia tierra. Nadie dijo que era fácil. ¡Atrévete!