Hoy celebramos la liturgia correspondiente al quinto domingo de Cuaresma. El pasado domingo leíamos la parábola del hijo pródigo o, como se conoce también, la parábola del padre misericordioso (Lc 15, 1-3.11-32). En esa parábola se nos presentaba el amor de un padre que perdona a su hijo, quien se había marchado luego de pedirle a su parte de la herencia al padre (lo que equivalía a decirle que para él ya su padre estaba muerto), y habiendo malgastado la herencia regresa a su hogar.
La lectura evangélica que se nos presenta para hoy (Jn 8,1-11) también trata sobre el perdón, la misericordia, pero no es una parábola, es un episodio real en la vida de Jesús. El pasaje trata sobre una mujer que había sido sorprendida en adulterio y es traída delante de Jesús. No se trataba de una mera sospecha, la mujer había sido “sorprendida”.
Para comprender el episodio hay que ponerlo en contexto. Jesús estaba “enseñando” en el templo. En las lecturas de los días anteriores hemos visto cómo el malestar de los escribas, fariseos y sumos sacerdotes hacia la persona de Jesús había continuado creciendo. Por eso habían decidido “eliminarlo”. Y vieron en esta situación una oportunidad para acusarlo o, al menos, desacreditarle ante sus seguidores.
Por eso le dicen: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” Una pregunta “cargada”. Si contestaba que sí, echaba por tierra todo lo que había predicado sobre el amor y el perdón. Si contestaba que no, lo acusaban de violar la ley de Moisés. Por eso Jesús decide ignorarlos, mientras “inclinándose, escribía con el dedo en el suelo”. Me imagino la ira que esta actitud de Jesús despertó en ellos. Por eso insisten en su pregunta. Ante su insistencia, Jesús “se incorporó y les dijo: ‘El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra’.” Y continuó escribiendo en el suelo, mientras todos los que se disponían a lapidar la mujer fueron escabulléndose uno a uno, “empezando por los más viejos”, hasta que solo quedaron Jesús y la mujer.
Luego se suscita el diálogo entre Jesús y la mujer, que constata que todos sus acusadores se habían desaparecido sin condenarla. Entonces Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
A diferencia de los fariseos, que se creían superiores a los demás y estaban prestos a levantar el dedo acusador contra cualquiera que cometiera la más mínima transgresión a la ley, Jesús, el Verbo encarnado, libre de mancha de pecado, no nos juzga, no nos condena. Tan solo nos pide que no pequemos más. Se trata de la misericordia, de la manifestación más pura del amor. El amor de una madre…
En lo que resta de esta Cuaresma, hagamos un examen de conciencia. ¿Con cuanta facilidad juzgamos a nuestro prójimo? ¿Con cuánta facilidad le condenamos? Cuando juzgamos a los demás es porque nos creemos superiores a ellos; porque no tenemos de qué ser juzgados ni condenados.
“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra…”