Nuevo vídeo en De la mano de María TV: María, Salud de los enfermos

En este corto te compartimos nuestra explicación del título de Salud de los enfermos con el que invocamos la intercesión de la Santísima Virgen María en las letanías lauretanas.

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Nuevo vídeo en Héctor L. Márquez, O.P. (YouTube): La Exaltación de la Santa Cruz, paradoja de amor

En este corto te explicamos por qué la Santa Cruz, que para muchos es símbolo de tortura y muerte, para los cristianos es fuente de amor y de vida. Por eso celebramos la Exaltación de la Santa Cruz.

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REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA, JESÚS, MARÍA Y JOSÉ 30-12-22

Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la liturgia nos presenta como lectura evangélica (Mt 2,13-15.19-23) un pasaje entrelazado con el que leíamos hace dos días, fiesta de los Santos Inocentes, Mártires (Mt 2,13-18).

El Evangelio de hoy, leído a la luz de la Fiesta de la Sagrada Familia que celebramos, nos presenta a José protegiendo a su familia, a María y al Niño Dios. Una obligación nacida del amor, que es el “pegamento” que le da sentido y unidad a la familia cristiana; el mismo amor que hace a María, recién casada y acabando de dar a luz a su primogénito, seguir a su marido sin cuestionar cuando este le dice que tienen que marchar a Egipto, regresar cuando es el momento propicio, y establecerse en Nazaret, no como un acto de sumisión servil, sino de conciencia de que todo lo que dispone el marido es producto del mismo amor, y para beneficio de la familia.

Como primera lectura la fiesta nos propone dos opciones. La primera, tomada del libro de Eclesiástico (3,3-7.14-17) nos enfatiza la importancia del amor y respeto en las relaciones familiares, especialmente entre padres e hijos y madres e hijos, y cómo ese amor y respeto son agradables a Dios: “el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha”. Jesús, aún después de cobrar conciencia de su divinidad, y de manifestárselo a sus padres, no dejó por eso de cumplir con su obligación de honrarles y obedecerles en todo. Así, en el pasaje del Niño perdido y hallado en el Templo, Lucas nos dice que luego que sus padres le “encontraron” en el Templo: “Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad” (Lc 2,51a).

En la segunda (Col 3,12-21), san Pablo enfatiza la armonía que debe existir en las familias, incluyendo las “familias extendidas” de nuestra comunidad, nuestra parroquia, nuestros grupos de fe: misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión, perdón, agradecimiento. Y que todo sea “en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él”.

La Fiesta litúrgica de la Sagrada Familia nos presenta una faceta importantísima del misterio de la Encarnación. Dios pudo simplemente haber optado por “aparecer”, pero optó por encarnarse en el seno de una familia como la tuya y la mía, la “Sagrada Familia”, proporcionándonos de ese modo el modelo a seguir; no como los “nuevos” modelos que se nos pretenden imponer.

Hoy es un buen día para hacer introspección sobre nuestras relaciones familiares, las relaciones con nuestros cónyuges, con nuestros padres e hijos, con nuestros hermanos. ¿Están esas relaciones fundamentadas en el amor? ¿Servimos de ejemplo a nuestros hijos para que nos obedezcan, no por autoritarismo, sino por amor? ¿Honramos y respetamos a nuestros padres y madres? “El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros” (Eclo 3,3-4).

En esta fiesta de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y en nuestros corazones.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 15-12-22

El rey David “danzaba y giraba con todas sus fuerzas ante Yahvé, ceñido de un efod de lino”.

Nietzsche dijo que sólo iba a creer en un Dios que pudiese bailar. Bailar es un signo de alegría, de gozo, de júbilo. El rey David “danzaba y giraba con todas sus fuerzas ante Yahvé, ceñido de un efod de lino” (2 Sam 6,14). El efod o ephod es un vestido sacerdotal usado por los judíos; una de las vestiduras sacerdotales del Antiguo Testamento.

El pasado domingo celebramos el “Domingo Gaudete (alégrate)”, una invitación a alegrarnos, porque el Señor viene.

Y en la primera lectura de hoy (Is 54,1-10), tomada del “segundo Isaías, o libro de la consolación, el profeta invita a su pueblo a hacer lo propio ante la promesa de Yahvé de que regresarían a su tierra y Jerusalén sería restaurada: “Exulta, estéril, que no dabas a luz; rompe a cantar, alégrate” … Hay que gritar de júbilo, porque el Señor “cambió el luto en danzas” (Sal 29).

Estamos apenas a nueve (9) días de la Nochebuena, esa noche mágica en que nace nuestro Señor y Salvador; el Señor que era, que es, y que será; ese Señor que está vivo, que es la Vida, que nos da la Vida; que viene constantemente a nosotros, pero cuya venida celebramos especialmente en la Navidad. Y por eso nos regocijamos, y cantamos, y bailamos, y sentimos ese “cosquilleo”, ese “no-sé-qué” en todo nuestro ser.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el Adviento tiene también una dimensión escatológica, del final de los tiempos, que nos invita a esperar con alegría esa segunda venida de Jesús, cuando regrese a cerrar la historia para que podamos disfrutar de su presencia por toda la eternidad (Ap 22,4-5).

Los evangelios, por su parte, nos muestran a un Jesús alegre, que disfruta la compañía de sus amigos en las fiestas (Jn 2,1-12; 12,2). Por eso nuestra Iglesia es alegre; alegría que solo puede venir del Amor; de sabernos amados incondicionalmente por un Padre siempre dispuesto a perdonarnos (cfr. Lc 15,11-32) que celebra una fiesta cuando nos tornamos a Él.

En la lectura evangélica de hoy (Lc 7,24-30), continuación de la de ayer, Jesús nos pregunta tres veces: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?”; “¿qué salisteis a ver?”; “¿qué salisteis a ver?”. Tal parece que estuviera preguntándonos cómo estamos viviendo nuestro Adviento. ¿Qué salimos a ver? ¿Las luces de colores? ¿Los arbolitos de navidad? ¿Los pesebres? ¿Las decoraciones navideñas de casas y comercios? ¿En serio creemos que vamos a encontrar allí a Jesús?…

Si salimos a ver esas cosas no vamos a encontrar a Jesús, al igual que aquellos que salieron a ver un hombre “vestido con ropas finas”, y lo único que vieron fue un hombre vestido con piel de camello (Juan el Bautista) y por eso no lo reconocieron.

Para encontrar a Jesús tenemos que liberarnos de las luces de colores, del consumismo que caracteriza la Navidad, y salir al encuentro de los pobres y humildes. Solo allí encontraremos ese Amor que llena nuestro corazón de regocijo, que nos hace exultar y alegrarnos. Entonces podremos decir (dar testimonio) a todo el que se cruce en nuestro camino lo que Andrés le dijo a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41).

¡De eso se trata el Adviento; de eso de trata la Navidad!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 07-12-22

“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.

Isaías, profeta del Adviento, continúa prefigurando al Mesías que tanto ansiaba el pueblo de Israel. La lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (40,25-31) forma parte de la introducción al “Segundo Isaías”, también conocido como el “Libro de la Consolación”, que comprende los capítulos 40 a 55 del Libro de Isaías. En esos momentos el pueblo se encuentra desterrado en tierra extraña (Babilonia), y siente que Dios le ha abandonado: “Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa”.

El profeta dice a su pueblo: “El Señor … da fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido; se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas corno las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse”. La clave del mensaje lo encontramos en el último versículo (31): “…los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas”.

El profeta ofrece al pueblo un mensaje de aliento y consuelo durante el destierro, ofreciendo una visión de las relaciones de Dios con su pueblo, y cómo Dios, aunque a veces parece distante, no los abandona. Más adelante en la persona de Jesucristo se hacen realidad esas visiones, especialmente en el Evangelio según san Mateo, dirigido a los judíos convertidos al cristianismo, cuya tesis principal es probar que en Jesús se cumplen todas las promesas y profecías del Antiguo Testamento.

Así, en la lectura evangélica de hoy (Mt 11,28-30) Jesús nos invita a acudir a Él, en quien encontraremos el alivio a nuestro cansancio y el consuelo para las tribulaciones que nos agobian: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

“Venid a mí”… Jesús nos está invitando (Él siempre está llamando a nuestra puerta). Y especialmente en este tiempo de Adviento esa invitación se hace más intensa. Él quiere que vivamos el Adviento, que aceptemos su invitación y estemos dispuestos a recibirlo en nuestros corazones. ¿Cómo respondo yo a esa invitación, a ese llamado? ¿Me dirijo a Él (a la Navidad) con el corazón preparado para recibirlo? ¿Respondo a su invitación con la misma alegría, disposición y humildad que lo hicieron los pastores (Lc 2,15-16)? En el pasaje precedente a este, Jesús había orado diciendo al Padre: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,25).

¿Quiénes son los que están “agobiados” con “cargas”? Generalmente los pobres, los humildes, los “pequeños”, los que no temen acudir al llamado y tomar el yugo que Jesús les está ofreciendo, para luego descubrir que el peso se hace más llevadero porque Él lo está compartiendo. Ambos caminando en la misma dirección. ¿Saben cómo se llama ese yugo? Amor.

En este Adviento, pidamos al Señor nos revista de sentimientos de humildad para aceptar Su invitación a acercarnos y descargar en Él todas nuestras preocupaciones, con la certeza de que Él nos aliviará (1 Pe 5,5-7).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 14-11-22

“Recobra la vista, tu fe te ha salvado”.

Ya en la recta final del tiempo ordinario, la primera lectura (Ap 1,1-4; 2,1-5a) y el Evangelio (Lc 18,35-43) que nos presentan la liturgia para hoy, tienen un denominador común: la importancia de perseverar en la fe. En la primera, el ángel de la Iglesia de Éfeso le dice: “Conozco tus obras, tu fatiga y tu aguante; sé que no puedes soportar a los malvados, que pusiste a prueba a los que se llamaban apóstoles sin serlo y descubriste que eran unos embusteros. Eres tenaz, has sufrido por mi y no te has rendido a la fatiga; pero tengo en contra tuya que has abandonado el amor primero. Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”.

Es un retrato de nuestro propio proceso de conversión; esa conversión (metanoia) que comienza con nuestro primer “enamoramiento” con Jesús, y que no termina hasta que cerramos los ojos por última vez. Luego de esa primera experiencia íntima con Jesús nos lanzamos a laborar en la construcción de Reino con un entusiasmo y confianza absolutos, impulsados por el amor, con la certeza de que sin Él nada, y con Él todo. Pero con el pasar del tiempo seguimos nuestro trabajo pastoral, y cada vez dependemos menos y menos de Él; nos creemos “creciditos” y que ya no necesitamos de Él. Comenzamos a depender de nuestras propias habilidades. Caemos en la rutina. Abandonamos el “primer amor”. No nos damos cuenta, pero nuestra fe se ha debilitado. Y el Señor, rico en misericordia (Sal 86,15), lejos de castigarnos, nos reprende e instruye: “Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”. A veces necesitamos una caída, un golpe que nos despierte de nuestro letargo espiritual. Entonces el Señor nos tiende su mano y nos “enamora” de nuevo.

El Evangelio, por su parte, nos muestra lo que es la perseverancia en la fe. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Lo que hace es gritar con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha salvado”. De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que no olvidemos aquel “primer amor” que nos hizo entregarnos a Él en cuerpo y alma, con la certeza de que “sin Él nada, y con Él todo”. Y si nos hemos apartado de ese amor, que reconozcamos que hemos caído, y tengamos la humildad de reconocer nuestra ceguera espiritual pidiéndole: “Señor, que vea otra vez”. Créanme, Él nos va “enamorar” nuevamente.

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL T.O. (C) 30-10-22

“Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa”.

La liturgia para hoy nos ofrece como lectura evangélica la historia de Zaqueo, el publicano (Lc 19,1-10). Nos cuenta el relato que Jesús llegó a la ciudad de Jericó y, mientras recorría la ciudad, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos, se enteró que Jesús venía, y quería ver quién era ese personaje de quien tanto se hablaba, “pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura”. Finalmente corrió y se trepó en un árbol junto al cual tenía que pasar Jesús. Cuando Jesús pasó por allí, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa”.

Zaqueo se bajó inmediatamente lleno de alegría y, ante las murmuraciones de la gente que cuestionaban que Jesús fuese a hospedarse en casa de un pecador, le recibió en su casa. Ya en otras ocasiones hemos dicho que en tiempos de Jesús lo publicanos eran despreciados, pues no solo cobraban impuestos para el imperio romano, sino que a ese impuesto le añadían otra suma, a veces mayor, como su ganancia.

Tan pronto se acomodaron en la casa de Zaqueo, este se puso en pie y manifestó que iba a dar la mitad de sus bienes a los pobres, y a restituir hasta cuatro veces lo que hubiese cobrado de más. A lo que Jesús exclama: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.

La actitud de Zaqueo contrasta marcadamente con la narración del joven rico (Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23), quien a pesar de haber llevado una vida “recta”, cumpliendo con los mandamientos, no pudo desprenderse de sus riquezas para seguir a Jesús.

Por otro lado, la referencia de Lucas a la baja estatura de Zaqueo que le impedía ver a Jesús, tal vez nos apunta a una función pedagógica. A veces nosotros somos “cortos de estatura”, lo que nos impide “ver” a Jesús. Zaqueo sintió la presencia de Jesús y quiso conocerle; no permitió que su corta estatura fuera un obstáculo. Se trepó en un árbol y no tuvo que decir nada; fue Jesús quien entonces “miró hacia arriba” y le habló pidiéndole posada. Zaqueo no vaciló un instante y lo recibió en su casa, y compartieron la mesa. “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3,20).

Zaqueo supo valorar la presencia de Jesús en su vida, y se dio cuenta que aquello que había encontrado era más valioso que toda su riqueza. Y estuvo dispuesto a dejarlo todo con tal de seguirle. Seguramente luego de repartir la mitad es sus bienes a los pobres, y restituir “cuatro veces más” lo que hubiese cobrado en exceso, se quedó él mismo en la pobreza. Podríamos decir que privó de la herencia material a sus hijos; pero les dejó una herencia mayor: Encontró a Jesús, que es el Amor, y lo compartió con ellos. Ello hizo exclamar a Jesús: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.

Señor, no permitas que mi baja estatura espiritual me impida verte. Antes bien, concédeme la valentía y el arrojo de Zaqueo para vencer cualquier obstáculo que se me presente, de manera que pueda recibirte en mi casa y llegar a conocerte al punto de no valorar nada por encima de tu amor.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 29-10-22

“Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor”

La primera lectura de hoy está tomada de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (18b-26) que, como hemos dicho en otras ocasiones, fue escrita mientras Pablo estaba en prisión en Roma. Este pasaje nos presenta la actitud que debe tener el verdadero cristiano ante la adversidad, confiado en que el Señor dispone todo para nuestro bien (Cfr. Rm 8,28), incluyendo la pérdida de lo más preciado que tenemos: la libertad.

Por eso les dice a los de Filipos que se alegra de estar en prisión, y de su posible martirio: “yo me alegro; y me seguiré alegrando, porque sé que esto será para mi bien, gracias a vuestras oraciones y al Espíritu de Jesucristo que me socorre”. ¡Y pensar que a veces nos quejamos y apesadumbramos por nimiedades!

En el Evangelio (Lc 14,1.7-11), Jesús se percata que los convidados a la fiesta a la que había sido invitado se estaban peleando por los primeros puestos. En la cultura judía había todo un sistema de jerarquías que determinaba el orden en que las personas iban a sentarse en todos los lugares, desde el Templo hasta en la mesa de comer. ¡Cuántos de esos tenemos aún hoy día en nuestras comunidades!

Jesús, como siempre, aprovecha la oportunidad para proponerles una parábola: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: “Cédele el puesto a éste.” Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba.” Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Esta enseñanza de Jesús está en la columna vertebral de su doctrina, y es un corolario del Amor. “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35; Mt 20,27)”. Él mismo la pondrá en práctica al lavarles los pies a sus discípulos (Jn 13,4-9), tarea reservada a los esclavos o a los siervos en su tiempo. Luego de la última cena, cuando los discípulos comienzan a discutir sobre quién debía ser considerado más grande, Jesús les amonesta diciendo: “Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor” (Lc 22,26).

Jesús nos invita a seguirle y hemos aceptado la invitación. El verdadero discípulo sigue al maestro, pero sobre todo imita al maestro. Jesús nos sienta la pauta. La pregunta obligada es: ¿Estás dispuesto a seguirle?

Señor, líbranos de los falsos orgullos que nos llevan a crear “grupos” entre nuestra comunidad parroquial que excluyen a otros que consideran “inferiores”, ya bien sea por diferencias raciales, sociales, económicas, intelectuales o profesionales. Por el contrario, haznos acoger con sincera fraternidad a todos los miembros de nuestra comunidad, con el mismo amor con que Jesús nos acoge a nosotros.

Lindo fin de semana a todos; y no olviden visitar la Casa de Padre. En su Mesa hay lugar para todos…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 15-10-22

Hoy continuamos la lectura de la Carta a los Efesios (1,15-23) que comenzáramos ayer. Al final del pasaje que contemplamos hoy vemos cómo Pablo entra ya “en materia” con lo que constituye el tema central de la Carta a los Efesios: la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. “Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

“Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

La lectura comienza con una acción de gracias de parte de Pablo por la fe de los destinatarios de la carta, unida a una oración pidiéndole a Dios que les conceda el “espíritu de sabiduría” y revelación a fin de que lleguen a conocer plenamente a Jesucristo. ¿Qué mejor podríamos pedir para alguien? Si llegamos a conocer a Jesús y su Palabra, que es el Amor, conoceremos la verdad, y esa verdad es la que nos proporcionará la libertad que solo los hijos de Dios y hermanos de Jesucristo pueden disfrutar (Cfr. Jn 8,32).

Pero no se detiene ahí. Continúa pidiendo a Dios que “ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”.

Las implicaciones de lo que Pablo está pidiendo para sus hermanos de Éfeso son más profundas de lo que parece a simple vista. ¡Le está pidiendo a Dios que derrame sobre ellos la misma fuerza y poder que utilizó para resucitar a su Hijo! Cuando pedimos a Dios, y sobre todo cuando pedimos por nuestros hermanos, tenemos que aprender a ser generosos en nuestras peticiones, recordando que estamos pidiendo a nuestro “Abba”, que siempre nos escucha y no se cansa de prodigar dones a sus hijitos (Cfr. Mt 8,7-8). Y esa “fuerza” que resucitó a Jesús no es otra que la fuerza del Espíritu que el mismo Jesús nos prometió. Pero tenemos que invocarla y dejarnos arropar de ella. Y al igual que el amor, que mientras más se reparte más crece, mientras más la pedimos para nuestros hermanos, con mayor fuerza la recibimos.

Ese mismo Espíritu es el que nos permite incorporarnos a la Iglesia, que es el “cuerpo” de Cristo, donde encontramos su esencia misma, su persona, el Cristo total, la continuación de su obra eterna en el tiempo y el espacio.

Hoy, pidamos a Dios como lo hacemos en la liturgia eucarística: “no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, de manera que siga derramando sobre ella su Santo Espíritu, para que sea lo que Él quiere que sea, a pesar de nuestra fragilidad humana.

Lindo fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre.