La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este martes de la tercera semana de Adviento (Mt 21,28-32), termina con una de esas sentencias “fuertes” de Jesús que nos estremecen: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. Y en el meollo de todo está la frase “le creyeron”. Como hemos repetido en tantas ocasiones, la fe implica, no solo “creer” en Jesús, sino “creerle” a Jesús, creer en su Palabra salvífica. Y ese creer en Jesús se manifiesta al poner en práctica, actuar acorde a esa Palabra, a dar TESTIMONIO. Es la culminación del proceso de conversión a que la Iglesia nos exhorta en este tiempo especial de Adviento.
La lectura nos presenta a dos hijos que escuchan las mismas palabras del padre. Uno le dice que no, pero luego recapacita y va a hacer lo que el padre le pidió. El otro se muestra “obediente” y le dice que sí, pero luego no lo hace. Con esta parábola Jesús está “retratando” a los sumos sacerdotes y ancianos, quienes daban “cumplimiento” (“cumplo” y “miento”) exterior a la Ley, ofreciendo toda clase de sacrificios y holocaustos, mientras en sus corazones se creían superiores a los demás y no practicaban la misericordia (“Porque yo quiero misericordia, no sacrificio…” – Os 6,6). ¿A cuántos de nosotros estará “retratando” Jesús?
En la primera lectura el profeta Sofonías (3,1-2.9-13) denuncia la incredulidad, la falta de fe y la soberbia del pueblo: ¡Ay de la ciudad rebelde, impura, tiránica! No ha escuchado la llamada, no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios”. Entonces anuncia que la Palabra de Dios será acogida por otros pueblos: “purificaré labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos lo sirvan a una. Desde las orillas de los ríos de Cus mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda”.
No obstante, el profeta suscita la esperanza de una restauración del pueblo de Israel en la persona de los humildes, de aquellos que confían en el Señor, los “pobres de espíritu”, los anawim, los “pobres de Yahvé” por quienes Jesús siempre mostró preferencia (Cfr. Bienaventuranzas): “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”.
De todos los atributos de Dios el que más sobresale es la Misericordia, producto de su Amor incondicional de Dios-Madre, que hace que nunca nos rechace cuando nos acercamos a Él con el corazón contrito y humillado (Sal 50,19), no importa cuán grande sea nuestro pecado. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre (Lc 15,22-24).
Las lecturas de hoy nos invitan una vez más a la conversión. Si aún no te has reconciliado, todavía estás a tiempo. Recuerda, no importa tu pecado, Él te recibirá con el abrazo más tierno que hayas experimentado. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha…” (Sal 33).
En el Evangelio de hoy Lucas nos muestra la imagen de Jesús típica de él: como predicador itinerante, recorriendo ciudades y aldeas enseñando (Lc 13,22-30). En este pasaje encontramos a “uno” de los que le escuchaba preguntarle: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. De nuevo alguien anónimo; tú o yo. La pregunta no es la correcta, pues la preocupación no debe ser “cuántos” se van a salvar, sino cómo, qué hay que hacer para salvarse.
Y en el estilo típico de Jesús, opta por no contestar directamente la pregunta, sino hacerlo a través de una parábola: “Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’… Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”.
El que le formula la pregunta, uno de los que le seguía, parece partir de la premisa que él pertenece al número de los “escogidos”. Eso nos pasa a muchos de los que nos sentamos a su mesa (recibimos la Eucaristía) y estamos presentes cuando “enseña en nuestras plazas” (la liturgia de la Palabra); creemos que por eso ya estamos salvados. El problema es que no sabemos cuándo va a llegar el Amo de la casa y cerrar la puerta. En ese momento, ¿estaremos adentro (en gracia), o estaremos afuera (en pecado)?
Está claro que la salvación no va a depender de a qué religión “pertenecemos”, ni a cuántas misas hemos asistido, ni cuántos sacramentos hemos recibido. Muchos de los llamados “pecadores” pueden experimentar una verdadera conversión a última hora y esos estarán “adentro” cuando se cierren las puertas (Cfr. Lc 23,40-43). Y muchos de los que se “sientan a la mesa” a menudo, y van y vienen se quedarán afuera cuando el Amo “cierre las puertas”. Como nos dice el mismo Jesús en el Evangelio según san Mateo: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mt 7,21-23).
No se trata de “creer” en Jesús, se trata de “creerle”. Y si le creemos, no nos limitaremos a esa mera profesión de fe; le seguiremos y actuaremos acorde a sus enseñanzas, “haremos la voluntad del Padre celestial”. Se trata de unir la fe a las obras (St 2,14-26). Y el secreto para lograrlo es uno: vivir el Amor de Dios; amarlo y amar a los demás como Él nos ama (Jn 13,34).
Hoy, pidamos al Señor el don de la perseverancia en la fe y las obras.
El evangelio de hoy nos presenta la versión de Lucas de las Bienaventuranzas (6,20-26). Lucas nos presenta solo cuatro Bienaventuranzas, a diferencia de la versión de Mateo (5,1-11), que tiene ocho, y es la más conocida. Lucas le añade a su relato cuatro “ayes”, o “malaventuranzas”, en contrapunto con las cuatro Bienaventuranzas, enfatizando de ese modo el contraste entre la “vieja Ley” y la “nueva Ley” que Jesús nos propone, entre la Antigua Alianza y la Nueva Alianza, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento; signo inequívoco de que los tiempos mesiánicos han llegado.
La Antigua Ley, basada en el decálogo, contenía unas prescripciones de conducta específicas, cuyo cumplimiento en cierto modo aseguraba la felicidad y prosperidad en este mundo y, de paso, la salvación. La pobreza, la enfermedad, la esterilidad, eran consideradas producto del pecado. Si bien Jesús aseguró que no había venido a abolir la ley y los profetas (Mt 5,17), no es menos cierto que con las Bienaventuranzas los viró “patas arriba”. A eso se refería cuando dijo en ese mismo pasaje que había venido a darle plenitud (Cfr. Rom 13,8.10).
La fórmula que Jesús nos propone es bien sencilla: interpretar la ley desde la óptica del Amor. “Pues la ley entera se resume en una sola frase: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). Esto nos permite ver el mundo a través de los ojos de Jesús. Antes cumplíamos con la Ley por temor al castigo. Ahora lo hacemos por amor, o más aún, cuando amamos como Jesús nos ama (Cfr. Jn 13,34) cumplimos con la Ley. Como nos dice san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.
Con las Bienaventuranzas Jesús le da contenido, le da vida a los diez mandamientos. Ya no se trata de una serie de normas escritas en piedra, ahora se trata de una ley escrita en nuestros corazones. Esto nos evoca la profecía de Ezequiel: “quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11,19b). O como dice el profeta Jeremías: “pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones” (31,33).
Si leemos las Bienaventuranzas conjuntamente con los ayes que le siguen, Jesús nos está diciendo que a los que ahora “les va bien” y por eso creen merecerlo todo, les será más difícil alcanzar la felicidad eterna, mientras a los débiles, los pobres, los marginados, los perseguidos por causa de Él, serán saciados, reirán, serán recompensados. Y como hemos dicho en ocasiones anteriores, la verdadera “pobreza” evangélica no implica necesariamente estar desposeído; lo que implica es el desapego a los bienes materiales. Se trata de poner a Dios y el amor al prójimo por encima de todos los bienes materiales. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Hoy pidámosle al Señor que nos permita vivir a plenitud el espíritu de las Bienaventuranzas, para que seamos acreedores a su promesa de vida eterna.
En el Evangelio de hoy Lucas nos muestra la imagen de Jesús típica de él: como predicador itinerante, recorriendo ciudades y aldeas enseñando (Lc 13,22-30). En este pasaje encontramos a “uno” de los que le escuchaba preguntarle: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. De nuevo alguien anónimo; tú o yo. La pregunta no es la correcta, pues la preocupación no debe ser “cuántos” se van a salvar, sino cómo, qué hay que hacer, para salvarse.
Y en el estilo típico de Jesús, opta por no contestar directamente la pregunta, sino hacerlo a través de una parábola: “Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’… Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”.
El que le formula la pregunta, uno de los que le seguía, parece partir de la premisa que él pertenece al número de los “escogidos”. Eso nos pasa a muchos de los que nos sentamos a su mesa (recibimos la Eucaristía) y estamos presentes cuando “enseña en nuestras plazas” (la liturgia de la Palabra); creemos que por eso ya estamos salvados. El problema es que no sabemos cuándo va a llegar el Amo de la casa y cerrar la puerta. En ese momento, ¿estaremos adentro (en “gracia”), o estaremos afuera (en pecado)?
Está claro que la salvación no va a depender de a qué religión “pertenecemos”, ni a cuántas misas hemos asistido, ni cuántos sacramentos hemos recibido. Muchos de los llamados “pecadores” pueden experimentar una verdadera conversión a última hora y esos estarán “adentro” cuando se cierren las puertas. Y muchos de los que se “sientan a la mesa” a menudo, y van y vienen se quedarán afuera cuando el Amo “cierre las puertas”. Como nos dice el mismo Jesús en el Evangelio según san Mateo: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mt 7,21-23).
No se trata de “creer” en Jesús, se trata de “creerle”. Y si le creemos, no nos limitaremos a ese mero acto de fe; le seguiremos y actuaremos acorde a sus enseñanzas, “haremos la voluntad del Padre celestial”. Se trata de unir la fe a las obras (St 2,14-26). Y el secreto para lograrlo es uno: vivir el Amor de Dios; amarlo y amar a los demás como Él nos ama (Jn 13,34).
Hoy, pidamos al Señor el don de la perseverancia en la fe y las obras.
La primera lectura de hoy, tomada del libro del profeta Ezequiel (16,1-15.60.63), nos presenta nuevamente las relaciones entre Dios y su pueblo, específicamente la ciudad de Jerusalén. Para hacerlo, el profeta echa mano de la figura del amor esponsalicio.
Es un relato lleno de amor y ternura, y hasta con cierto erotismo, que narra cómo Jerusalén había sido abandonada (el profeta está haciendo referencia al origen de la ciudad y su posición desventajada en la historia de Canaán y cómo a pesar de ello había sido ocupada por los hebreos), y cómo Yahvé la recoge, la limpia, la nutre, la viste, la ve desarrollarse en una hermosa doncella que le cautiva, al punto que se casa con ella: “Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón; tus senos se afirmaron, y el vello te brotó, pero estabas desnuda y en cueros. Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez; te comprometí con juramento, hice alianza contigo –oráculo del Señor– y fuiste mía”.
Pero después que el Señor hizo de Jerusalén la “ciudad santa” (dice el profeta que le dio todo su amor, la alimentó, y la atavió con las prendas y vestidos más finos convirtiéndola en la mujer más hermosa): “Te sentiste segura de tu belleza y, amparada en tu fama, fornicaste y te prostituiste con el primero que pasaba”.
Volvemos a ver la figura de la mujer adúltera que le es infiel a su marido, para describir la idolatría en que había caído el pueblo. No obstante, a pesar de la infidelidad, el marido se mantiene fiel y está dispuesto a perdonar y recibir a su esposa de vuelta: “Pero yo me acordaré de la alianza que hice contigo cuando eras moza y haré contigo una alianza eterna, para que te acuerdes y te sonrojes y no vuelvas a abrir la boca de vergüenza, cuando yo te perdone todo lo que hiciste”.
El profeta está también narrando la historia de nuestras vidas y nuestra relación con Dios. A pesar de todos los cuidados que ha tenido con nosotros, y del amor que nos ha prodigado, sucumbimos ante la idolatría (el dinero, el orgullo, la fama, el sexo, los vicios…). Y de esa manera aprendemos lo que es el amor incondicional de Dios, quien está siempre presto a perdonarnos.
Es nuestra naturaleza humana; y de alguna manera es también parte de esa pedagogía divina que a veces no comprendemos. El que no haya conocido el pecado y el perdón de Dios, no puede dar testimonio de su amor incondicional. No podemos llevar el mensaje de la capacidad infinita de Dios para perdonarnos, si antes no hemos sido objeto de ese amoroso perdón de parte de Dios. Solo así nuestras palabras de justicia y perdón tendrán credibilidad.
Ese Padre amoroso está presto a perdonarnos; de hecho, en su corazón ya nos ha perdonado, pero tenemos que acercarnos a Él para recibir ese perdón. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre, porque habíamos muerto al pecado y habremos vuelto a la Vida que Él nos da (Cfr. Lc 15,24).
Anda, reconcíliate; todavía estás a tiempo (Él nunca se cansa de esperar).
La liturgia de hoy nos presenta dos lecturas
que, aunque aparentan ser diferentes, tienen un tema común. El verdadero
significado de la libertad.
La primera lectura, tomada del libro de Daniel
(3,14-20.91-92.95), nos presenta la historia de los tres jóvenes Sidrac, Misac
y Abdénago, quienes antes que postrarse ante un ídolo, prefirieron enfrentar la
muerte y la tortura de ser arrojados a un horno encendido. La segunda, tomada
del evangelio según san Juan (8,31-42), comienza con la que tal vez sea la
frase más mal utilizada, o más citada fuera de contexto en todo el Nuevo
Testamento: “La verdad os hará libres”.
La primera nos muestra cómo el Señor envió un
ángel para salvar a aquellos jóvenes que se mantuvieron fieles a su Palabra. Se
mantuvieron fieles y confiaron plenamente en Dios en medio de la prueba; y esa
fidelidad y confianza absoluta en Dios, los hizo libres. En reflexiones
anteriores hemos expresado que la “verdad” en términos bíblicos es el amor
incondicional de Dios. Y ese amor es lo que hace que estos jóvenes, haciendo
uso de la libertad que ese mismo amor les brinda, se nieguen a someterse a
nadie que no sea a Dios, porque solo amándole a Él, correspondiendo a Su amor
incondicional, encontramos la libertad plena.
La lectura evangélica nos presenta un pasaje donde
Jesús nos dice que si nos mantenemos fieles su Palabra conoceremos esa verdad
que nos hace libres. A la vez, contrapone el pecado a libertad: “Os aseguro que
quien comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre,
el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente
libres”.
Hoy día nos sentimos presionados a adorar
otros ídolos. Nuestra sociedad secularista nos insta, a veces casi nos obliga,
a “postrarnos” ante muchos “dioses”: el dinero, la fama, el poder, la fama, el
sexo, el alcohol, entre otros tantos. Y se nos insta a ejercer nuestra
“libertad” para adorarles. Pero perdemos de vista que al postrarnos ante esos
dioses haciendo uso de esa aparente libertad, en realidad nos estamos
esclavizando. Solamente sometiéndonos al amor incondicional de Dios, y
compartiendo ese amor con nuestro prójimo, obtendremos la verdadera libertad,
esa verdad que nos hará libres. De esa manera Jesús, al ser clavado y morir en
la cruz, por amor, ejercitó al máximo su libertad, al punto de hacernos libres
a nosotros. Y nosotros, al igual que Jesús, solamente seremos totalmente libres
al someternos a la voluntad del Padre.
“La verdad nos hará libres”. No se trata de
una libertad frente a la autoridad política o judicial. Se trata de la
verdadera libertad; la libertad frente al pecado, la muerte, las tinieblas, a
través de la persona de Cristo Jesús. “Si el Hijo os hace libres, seréis
realmente libres”. Y esa libertad es capaz de hacernos sentir libres aún en
prisión.
“Ustedes, hermanos, han sido llamados para
vivir en libertad, pero procuren que esta libertad no sea un pretexto para
satisfacer los deseos carnales: háganse más bien servidores los unos de los otros,
por medio del amor” (Gál 5, 13).
Hoy celebramos la liturgia correspondiente al
quinto domingo de Cuaresma. El pasado domingo leíamos la parábola del hijo
pródigo o, como se conoce también, la parábola del padre misericordioso (Lc 15,
1-3.11-32). En esa parábola se nos presentaba el amor de un padre que perdona a
su hijo, quien se había marchado luego de pedirle a su parte de la herencia al
padre (lo que equivalía a decirle que para él ya su padre estaba muerto), y
habiendo malgastado la herencia regresa a su hogar.
La lectura evangélica que se nos presenta para
hoy (Jn 8,1-11) también trata sobre el perdón, la misericordia, pero no es una
parábola, es un episodio real en la vida de Jesús. El pasaje trata sobre una
mujer que había sido sorprendida en adulterio y es traída delante de Jesús. No
se trataba de una mera sospecha, la mujer había sido “sorprendida”.
Para comprender el episodio hay que ponerlo en
contexto. Jesús estaba “enseñando” en el templo. En las lecturas de los días
anteriores hemos visto cómo el malestar de los escribas, fariseos y sumos
sacerdotes hacia la persona de Jesús había continuado creciendo. Por eso habían
decidido “eliminarlo”. Y vieron en esta situación una oportunidad para acusarlo
o, al menos, desacreditarle ante sus seguidores.
Por eso le dicen: “Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las
adúlteras; tú, ¿qué dices?” Una pregunta “cargada”. Si contestaba que sí,
echaba por tierra todo lo que había predicado sobre el amor y el perdón. Si
contestaba que no, lo acusaban de violar la ley de Moisés. Por eso Jesús decide
ignorarlos, mientras “inclinándose, escribía con el dedo en el suelo”. Me
imagino la ira que esta actitud de Jesús despertó en ellos. Por eso insisten en
su pregunta. Ante su insistencia, Jesús “se incorporó y les dijo: ‘El que esté
sin pecado, que le tire la primera piedra’.” Y continuó escribiendo en el
suelo, mientras todos los que se disponían a lapidar la mujer fueron
escabulléndose uno a uno, “empezando por los más viejos”, hasta que solo
quedaron Jesús y la mujer.
Luego se suscita el diálogo entre Jesús y la mujer,
que constata que todos sus acusadores se habían desaparecido sin condenarla.
Entonces Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques
más”.
A diferencia de los fariseos, que se creían
superiores a los demás y estaban prestos a levantar el dedo acusador contra
cualquiera que cometiera la más mínima transgresión a la ley, Jesús, el Verbo
encarnado, libre de mancha de pecado, no nos juzga, no nos condena. Tan solo
nos pide que no pequemos más. Se trata de la misericordia, de la manifestación
más pura del amor. El amor de una madre…
En lo que resta de esta Cuaresma, hagamos un
examen de conciencia. ¿Con cuanta facilidad juzgamos a nuestro prójimo? ¿Con
cuánta facilidad le condenamos? Cuando juzgamos a los demás es porque nos
creemos superiores a ellos; porque no tenemos de qué ser juzgados ni
condenados.
“El que esté sin pecado, que tire la primera
piedra…”
“El Señor es compasivo y misericordioso, lento
a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se
levanta su bondad sobre sus fieles”. Así finaliza el salmo responsorial de la
liturgia para hoy (Sal 102).
La lectura evangélica de hoy nos presenta un
pasaje compuesto de dos partes. La primera contiene una catequesis de Jesús
sobre las desgracias que ocurren a diario en las que perecen varias personas y
su relación con la retribución, y la segunda parte nos brinda la parábola de la
higuera (Lc 13,1-9): “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar
fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años
llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala.
¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’ Pero el viñador contestó: ‘Señor,
déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da
fruto. Si no, la cortas’”.
En la primera parte Jesús hace ver que,
contrario a la creencia de su época que toda desgracia era producto del pecado,
todos estamos sujetos a morir repentinamente. Dios no puede desearnos mal, por
eso Jesús deja claro que las muertes que se reseñan no son “castigo de Dios”. Pero
termina con un llamado a la conversión y una advertencia: “Si no os convertís,
todos pereceréis de la misma manera”.
La parábola nos presenta la misericordia
divina (representada en la persona del viñador), y la urgencia de escuchar el
llamado a la conversión. La parábola nos recuerda que esas muertes repentinas
que vemos a nuestro alrededor deben provocar un proceso de introspección en
nosotros. No sabemos el día ni la hora. Nuestro tiempo es finito y debemos
aprovecharlo.
El día de nuestro bautismo el Espíritu Santo
plantó en nosotros tres semillas: la fe, la esperanza y la caridad. Y desde ese
momento el Señor está esperando que den fruto. Dios se nos presenta como el
Dios de la paciencia. Él no castiga; Él espera, como el viñador (“déjala
todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”).
Nos allana el camino a la conversión y nos invita a seguirle. Pero no sabemos
cuándo llegará nuestra hora. Y si para entonces no hemos dado fruto…
Dios es un Dios de amor y misericordia; es
infinitamente paciente, nos da una y otra, y otra oportunidad (conoce nuestra
débil naturaleza y nuestra inclinación al pecado). Pero también es un Dios
justo.
Esta Cuaresma nos ofrece “otra oportunidad” de
conversión (Él no se cansa). No sabemos si el Viñador ya le dijo al Dueño: “Señor,
déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da
fruto. Si no, la cortas”.
La liturgia de hoy nos brinda como primera
lectura (Gn 37,3-4.12-13a.17b-28) la historia de José, uno de los doce hijos de
Jacob (Israel). Esta narración tiene el propósito de explicar la procedencia de
la tribu de José y el porqué de su preeminencia sobre las demás tribus. La
historia nos presenta cómo la providencia divina hace que un acto, producto de
la envidia y la maldad de los hermanos de José, desencadene una serie de
eventos que culminan con la salvación del pueblo.
Así, al final de la narración, José dirá a sus
hermanos: “El designio de Dios ha transformado en bien el mal que ustedes
pensaron hacerme, a fin de cumplir lo que hoy se realiza: salvar la vida a un
pueblo numeroso” (Gn 50,20).
Esta historia nos demuestra a nosotros cómo
Dios muchas veces permite que nos sucedan cosas que nos hieren, nos causan
daño, pero con el tiempo descubrimos que todo tenía un propósito. Alguien ha
dicho que “Dios escribe derecho en renglones torcidos”. Es en la prueba, en la mortificación, que nos
purificamos, como el oro en el crisol: “Por eso, ustedes se regocijan a pesar
de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente: así, la fe de
ustedes, una vez puesta a prueba, será mucho más valiosa que el oro perecedero
purificado por el fuego, y se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y de
honor el día de la Revelación de Jesucristo” (1 Pe 1,6-7).
Los hermanos de José lo vendieron por veinte
monedas, y al llevar a cabo ese acto detestable e inmoral, sin saberlo, estaban
contribuyendo a realizar un episodio importante en la historia del pueblo de
Israel y, de paso, al desarrollo de la historia de la salvación; esa que Yahvé
tenía dispuesta desde el principio (Cfr.
Gn 3,15).
Asimismo, cuando meditemos sobre la Pasión de
Nuestro Señor durante la Semana Santa, veremos cómo Jesús también es vendido
por treinta monedas de plata y posteriormente torturado y asesinado. Lo que
aparenta ser una derrota, un fracaso estrepitoso, se convierte en el acto de
amor más sublime en la historia de la humanidad, en la victoria definitiva
sobre el pecado y la muerte, dando paso a nuestra salvación. La “locura de la
cruz”, que cuando la miramos desde la óptica de la fe se convierte en “fuerza
de Dios” (Cfr. 1 Cor 1,18).
José, a quien sus hermanos desecharon, e
incluso conspiraron para matar, se convirtió en la salvación de sus hermanos y
de todo su pueblo. Asimismo Jesús, mediante su Misterio Pascual, se convirtió
en la salvación para toda la humanidad, incluyendo los que no le aman.
“La piedra que desecharon los arquitectos es
ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro
patente” (Sal 118,22; Mt 21,42).
Durante este tiempo de Cuaresma, meditemos
sobre el Misterio Pascual de Jesús y cómo Jesús, por amor, ofrendó su vida para
el perdón de los pecados de toda la humanidad, los cometidos y por cometer. Los
tuyos y los míos.
La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy es la versión de Mateo de la parábola de los “labradores asesinos”. Para una reflexión sobre la versión de Marcos sobre la misma ver: http://delamanodemaria.com/?p=5482.