En este corto reflexionamos sobre las lecturas para el domingo laetare, que quiere decir “regocíjate”, en el que nos apartamos momentáneamente de la austeridad de la Cuaresma para dar paso a la alegría en anticipación de la Pascua de Jesús que pronto estaremos celebrando. Las lecturas nos presentan a Jesús como la luz que aparta las tinieblas del pecado y nos conduce a la Vida eterna.
En este corto reflexionamos sobre el significado de la Transfiguración del Señor y cómo nosotros podemos participar de ella en cada celebración de la Eucaristía.
En este corto reflexionamos sobre la tentación y cómo Jesús, que sintió en carne propia el aguijón de la tentación, nos mostró el modo de vencerla. Pero consciente de nuestra debilidad humana, en un acto de misericordia, nos dejó el sacramento de la reconciliación.
En este vídeo compartimos con ustedes unas breves notas sobre el significado de la ceniza que se nos impone al comienzo de la cuaresma, así como el origen de esta práctica.
La liturgia para el Jueves Santo es un
verdadero festín. En la Misa Vespertina de la Cena del Señor celebramos la
institución de la Eucaristía (que quiere decir “acción de gracias”) y el
sacerdocio. Es el comienzo del Triduo Pascual. A pesar de estar tan cercanos a
la Pasión, estamos de fiesta; por eso los ornamentos litúrgicos son blancos.
Las primeras lecturas tratan más directamente
el tema de la Eucaristía, mientras el pasaje evangélico nos presenta un episodio
relacionado: el lavatorio de los pies.
La primera lectura, tomada del libro del Éxodo
(12,1-8.11-14), hace memoria del hecho liberador más importante en la historia
del pueblo de Israel, su liberación de la esclavitud en Egipto. La primera Pascua,
y la celebración de la primera cena pascual, signo de la Alianza entre Dios y
su pueblo a través de la persona de Moisés. Ese hecho liberador se convirtió en
“memorial” (zikkaron) para los judíos. Por eso, al celebrar la Pascua,
cada judío se considera que él mismo (no sus antepasados) fue liberado de la
esclavitud en Egipto.
La segunda lectura nos presenta la mejor
narración de la institución de la Eucaristía que encontramos en el Nuevo
Testamento, curiosamente por alguien que no estuvo allí, pero que la recibió
por la Tradición: el apóstol san Pablo (1 Cor 11,23-26). Esa institución se dio
durante la cena de Pascua que Jesús compartía con sus discípulos. Y en medio de
esa celebración, Jesús se ofrece a sí mismo como signo de la Alianza nueva y
eterna, y al ofrecer el pan y el vino pronunciando la acción de gracias,
instituye la cena como zikkaron (memorial) de su Pasión: “Haced esto en
memoria mía”.
La lectura evangélica, tomada del evangelio
según san Juan (13, 1-15), contiene una de las frases más hermosas y profundas
del Nuevo Testamento, y que le da sentido al Triduo Pascual que estamos
comenzando: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo”. Tanto nos amó que no quiso separarse de nosotros. Por el contrario, quiso
quedarse con nosotros en todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las
especies eucarísticas de pan y vino. Nos amó hasta el extremo, nos amó con
pasión…
Este pasaje nos narra, como dijimos, el
lavatorio de pies, que ocurre justo antes de la cena pascual. Todos conocemos
el episodio. Lo importante es lo que Jesús les dice al terminar de lavarles los
pies: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’
y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor,
os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros;
os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también
lo hagáis”.
Él estaba a punto de marcharse, pero quería
“sentar la tónica” del comportamiento que sus discípulos debían seguir.
Podríamos desarrollar toda una catequesis sobre el significado de este gesto de
Jesús, pero, como he dicho antes, el Espíritu Santo nos ha regalado la persona
del papa Francisco, quien encarna ese mensaje de humildad y servicio. Les
invito una vez más a mirarlo e imitarlo. Nuestra Iglesia está viviendo una
nueva era, y nos ha tocado la gracia de ser testigos.
Continuando el camino hacia la Pasión, la
Liturgia nos presenta hoy una lectura evangélica que abarca dos pasajes, el
anuncio de la traición de Judas y el comienzo de la despedida de Jesús de sus
apóstoles (Jn 13,21-33.36-38).
Comienza la lectura con una mención del estado
emocional de Jesús: “Jesús a la mesa con sus discípulos, se turbó en su
espíritu y dio testimonio diciendo: ‘En verdad, en verdad os digo: uno de
vosotros me va a entregar’.” Según se va acercando la hora, la naturaleza
humana de Jesús comienza a rebelarse. Nadie quiere morir. Jesús no es la
excepción. Siente temor ante lo que le espera. Y ese miedo natural se ve
agravado por la traición de un amigo. Sabe que uno de los suyos lo va a
entregar; peor aún, lo va a vender. En los momentos de crisis, buscamos el
apoyo de los amigos, y si esos amigos nos traicionan, ¿de dónde vendrá el
consuelo humano? Trato de imaginar cómo se sentiría Jesús en esos momentos, y
se me forma un nudo en el pecho.
A pesar de su temor y el dolor de la traición,
Jesús sabe que está aquí para cumplir la voluntad del Padre. “Lo que vas hacer,
hazlo pronto”. El tiempo apremia, la hora está cerca: “Ahora es glorificado el
Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él,
también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará”.
El dolor de la traición se ve agudizado por el
conocimiento por parte de Jesús de la deslealtad y falta de valentía que
mostrará aquél a quien había instituido cabeza de Su Iglesia (Cfr. Mt 16,18).
“Pedro replicó: ‘Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti’.
Jesús le contestó: ‘¿Con que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te
digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces’.”
Vemos a un Jesús plenamente humano. Negarlo
sería negar el carácter totalizante de la encarnación. Vemos cómo, especialmente
en el Evangelio de Juan, aunque Jesús a veces parece saber por adelantado lo
que va a ocurrir, Él no controla los eventos. Él confía plenamente en el Padre,
en quien pone toda su confianza. Acepta la voluntad del Padre y sigue adelante,
con la certeza de que no lo abandonará en la hora suprema. El Padre lo envió a
cumplir una misión, anunciar la Buena Noticia del Reino, y Él la ha cumplido a
cabalidad. Por eso con su último suspiro antes de expirar en la cruz podrá
decir: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).
En esta Semana Santa, meditemos esta lectura y
preguntémonos: ¿Cuántas veces he traicionado a Jesús después que Él depositó su
confianza en mí? ¿Cuántas veces le he negado, o me he sentido cohibido o
avergonzado de profesar mi amistad con Él? Tratemos de imaginar por un momento
cómo se siente Él cada vez que le fallamos…
Poniéndonos ahora en Su lugar, cuando estoy en
medio de la prueba, cuando el dolor de la traición y la incertidumbre me
arropan, ¿confío plenamente en el Padre y me someto a Su voluntad después de
haber hecho todo lo que está a mi alcance, o me rebelo y pretendo buscar
soluciones humanas más compatibles con mis deseos?
La voluntad del Padre es solo una: nuestra salvación.
Si nos sometemos a ella, Él nunca nos va a complacer en algo que pueda
convertirse en un obstáculo para nuestra salvación. Piénsalo…
La lectura evangélica de hoy (Jn 11,45-56), nos
presenta al Sanedrín tomando la decisión firme de dar muerte a Jesús: “Y aquel
día decidieron darle muerte”. Esta decisión estuvo precedida por la
manifestación profética del Sumo Sacerdote Caifás (“Vosotros no entendéis ni
palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no
perezca la nación entera”), que prepara el escenario para el misterio de la
Pasión que reviviremos durante la Semana Santa que comienza mañana, domingo de
Ramos.
La primera lectura, tomada del profeta
Ezequiel (37,21-28), nos muestra a Dios que ve a su pueblo sufriendo el exilio
y le asegura que no quiere que su pueblo perezca. El pueblo ha visto la nación
desmembrarse en dos reinos: el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), y luego
ambos destruidos a manos de sus enemigos en los años 722 a.C. y 586 a.C.,
respectivamente, y los judíos exiliados o desparramados por todas partes. “Yo
voy a recoger a los israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a
congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en
su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No
volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías”.
Reiterando la promesa hecha al rey David (2 Sm
7,16), Yahvé le dice al pueblo a través del profeta: “Mi siervo David será su
rey, el único pastor de todos ellos”. Para ese tiempo David había muerto hacía
casi 400 años. Así que se refiere a aquél que ha de ocupar el trono de David,
Jesús de Nazaret (Cfr. Lc 1,32b).
Mañana conmemoramos su entrada mesiánica en
Jerusalén al son de los vítores de esa multitud anónima que lo seguía a todas
partes (“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Hosanna en las alturas!” – Mt 21,9), para dar comienzo al drama de su pasión y
muerte.
Las palabras de Caifás en la lectura de hoy (“os
conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”) lo
convierten, sin proponérselo, en instrumento eficaz del plan de salvación
establecido por el Padre desde el momento de la caída. El mismo Juan nos apunta
al carácter profético de esas palabras: “Esto no lo dijo por propio impulso,
sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando
que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para
reunir a los hijos de Dios dispersos”.
Ese era el plan que el Padre se había trazado
desde el principio: reunir a los hijos de Dios dispersos, a toda la humanidad,
alrededor del sacrificio salvador de Su Hijo, quien habría de morir por todos.
¡Cuánto le falta a la humanidad para poder
alcanzar esa meta de estar “reunidos en la unidad”! Durante esta Semana Santa, en
medio del mundo convulsionado que estamos viviendo, les invito a orar por la
unidad de todas las naciones, religiones y razas, para que se haga realidad esa
unidad a la que nos llama Jesús: Ut unum
sint! (Jn 17,21).
Que la Semana Santa que está a punto de
comenzar sea un tiempo de penitencia y contemplación de la pasión salvadora de
Cristo, y no un tiempo de vacaciones y playa.
“Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les
escabulló de las manos”. Esa ha sido la constante en los relatos evangélicos de
los días recientes. La autoridades, los componentes del poder
ideológico-religioso de la época, ya habían puesto en marcha su conspiración
para acabar con Jesús. Había que eliminarlo. Pero su hora no había llegado aún.
Cuando llegue la hora Él no opondrá resistencia, y enfrentará con valentía, no
solo el poder ideológico-religioso, representado por el Sumo Sacerdote Caifás y
el Sanedrín, sino también el poder político, representado por el rey Herodes Antipas
y el Procurador romano Poncio Pilato.
En el relato evangélico de hoy (Jn 10,31-42)
encontramos a Jesús enfrentando a unos judíos que se disponían a apedrearlo.
Jesús los confronta con todos los portentos y prodigios que ha obrado “por
encargo” de su Padre, y ellos insisten en apedrearlo, no por las buenas obras
que ha realizado, sino por blasfemo, al atribuirse a sí mismo el ser Dios. Los
judíos que le rodean están tan concentrados en la letra de la Ley que no pueden
ver que tienen a Dios delante de ellos, no tienen fe. Creen en Dios pero no
creen en Su Palabra que se hace presente entre ellos.
En el sermón de la Montaña Jesús había dicho:
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).
Si no abro mi corazón al amor incondicional de Dios (la Verdad) y
comparto ese amor con mi prójimo, especialmente los más necesitados, jamás veré
el rostro de Dios aunque lo tenga delante de mí (Cfr. Mt 25,31-46). Me pasará igual que a aquellos judíos que lo
tuvieron ante sí y no le reconocieron, a pesar de todas las pruebas que se les
presentaron.
Como no había llegado su hora, el Señor lo
protegió y permitió que escapara. En la misma situación vemos al profeta
Jeremías en la primera lectura (Jr 20,10-13). Jeremías fue llamado por Dios al
profetismo a temprana edad. Por eso puso resistencia cuando recibió su
vocación: “¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven”. El
Señor le dijo que no aceptaba esa excusa, y le prometió su protección (1,8).
A pesar de su corta edad, Jeremías fue llamado
a denunciar los graves pecados del pueblo, sus infidelidades a la Alianza. Y al
igual que Cristo, fue perseguido, y conspiraron para atraparlo y acabar con él.
“‘Pavor en torno; delatadlo, vamos a delatarlo’. Mis amigos acechaban mi
traspié: ‘A ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos
vengaremos de él’”. Pero el profeta confió en la palabra de Dios y siguió
adelante. “El Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán
y no podrán conmigo”.
Es la oración de petición confiada y fervorosa
que encontramos en el Salmo (17) de hoy: “En el peligro invoqué al Señor, y me
escuchó”.
Asimismo tenemos que aprender a confiar en el
Señor cuando se nos persiga, o se mofen de nosotros causa del Evangelio. “Yo te
amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador”.
La primera lectura de hoy (Gn 17,3-9) nos
presenta la alianza que Yahvé Dios pacta con Abraham. Una alianza que por sus
propios términos iba a ser perpetua. Una alianza que se trasmitiría por la
carne (por herencia), por eso Dios utiliza un signo carnal para sellar la
misma: la circuncisión. Dios le cambia el nombre a Abrán para significar su
cambio de misión, y le llama Abraham, que quiere decir padre de muchedumbre de
pueblos (Ab = padre, y ham = muchedumbre). Pero más allá de la
herencia carnal, Abraham se convierte en “padre de la fe” para todos los que
creen en las promesas de Dios.
En la lectura evangélica (Jn 8,51-59), Jesús
alude a esa genealogía que comienza con Abraham: “Abrahán, vuestro padre,
saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría”.
En ocasiones anteriores hemos señalado que Juan
resalta la divinidad de Jesús, ya que el objetivo principal de su evangelio es
combatir una herejía (los “ebionistas”) que negaba la divinidad de Jesucristo (Cfr. Jn 20,30-31). De ahí que cuando Él
aludió a Abraham de esa manera los judíos le dijeron: “No tienes todavía
cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” A lo que Jesús respondió: “En verdad,
en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy”. Jesús está
diciendo que Él “es” antes de Abraham y “es” ahora, es eterno, por lo tanto es
Dios. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la
Palabra era Dios” (Jn 1,1). De igual modo fue presentado por Juan el Bautista:
“A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede,
porque existía antes que yo” (Jn 1,30).
Pero Jesús va más allá: “En verdad, en verdad
os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Eso resultaba
inaceptable para los judíos que le escuchaban, quienes lo tildaron de
endemoniado, diciéndole: “¿y tú dices: ‘Quien guarde mi palabra no gustará la
muerte para siempre?’ ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió?
También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?”
La actuación de Jesús sigue incomodando cada
vez más al poder político-religioso de su época. El complot para eliminarlo se
acrecienta. El cerco sigue cerrándose, pero todavía no ha llegado su hora. “Entonces
cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo”.
La liturgia continúa acercándonos al Misterio
Pascual de Jesús. Ya pasado mañana es la víspera del domingo de ramos. Ayer nos
decía que en Él encontraríamos la Verdad y que esa Verdad nos haría libres. Hoy
ha añadido: “quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Es decir,
que además de ser libres, tendremos vida en plenitud, y vida eterna.
El llamado a la conversión está vigente.
Todavía estamos a tiempo. Si creemos en Él y “le creemos” (tenemos fe),
tendremos Vida. Anda, ¡atrévete! El sacramento de la reconciliación está a
nuestro alcance. ¿Y sabes qué? Él te está esperando para darte el abrazo más
tierno y cálido que hayas sentido. Entonces comprenderás…