Hoy retomamos el tiempo ordinario. Comenzamos la octava semana de ese tiempo litúrgico que nos conducirá hasta el próximo “tiempo fuerte”; el Adviento. Atrás quedaron la penitencia representada por el ayuno, la oración y la limosna de la Cuaresma, y el gozo y espíritu de fiesta de la resurrección, y la cincuentena Pascual que culminó ayer con la gran fiesta del Espíritu.
Nos sentimos como en la mañana siguiente a una gran fiesta; un tanto aturdidos. Nos queda en el alma el gozo y la alegría de la fiesta, pero al despertar nos levantamos y ponemos los pies en el piso. Aterrizamos. Nos enfrentamos a la cotidianidad.
¿De verdad interiorizamos, hicimos parte de nuestra vida, el gozo de la gran fiesta? ¿Cambió de alguna manera nuestra vida esa experiencia? ¿O vamos a conformarnos simplemente con el gozo momentáneo, y regresar a nuestros problemas y conflictos de día a día, permitiendo que estos nublen todo recuerdo de la fiesta?
¿Seremos acaso como el rico que nos presenta lectura evangélica de hoy (Mc 10,17-27), que luego de experimentar el gozo de reconocer a Jesús, al enfrentarse a la realidad de su riqueza, y que el seguimiento de Jesús implicaba dejarla atrás, optó aferrarse a lo terrenal y olvidar el gozo que sintió al postrarse a los pies del Maestro?
Meditemos la pregunta que le formula el hombre rico a Jesús; tal vez la pregunta más trascendental que podemos hacerle a Dios: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”, es decir, ¿qué tengo que hacer para salvarme? Luego de repasar los preceptos del decálogo con el hombre, ante la aseveración de este de que cumplía con todo ellos, Jesús lanza su remate: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”.
Una vez más Jesús enfatiza la radicalidad del seguimiento. Si queremos ser santos, como Jesús es Santo, no puede haber nada más importante que las cosas Dios, que el seguimiento. Ni la familia, ni las posesiones, ni los títulos, ni los privilegios, ni los honores, ni el dinero, ni los placeres, ni los vicios… En el caso del hombre del pasaje de hoy, Jesús nos explica que no es la riqueza lo que obstaculiza su salvación; es su apego, su confianza en las cosas de este mundo: “¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!”
Pidámosle al Espíritu, cuya fiesta celebramos ayer, que derrame sus dones sobre nosotros para que la alegría que nos produjo la Pascua perdure en nosotros a pesar de lo que la vida pueda lanzarnos. “La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo” (1 Pe 1,3-9).
¡Hermosa semana!