“El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”.
Acabamos de comenzar el “tiempo fuerte” de
Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves
después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc
9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la
Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. Así, dice a
sus discípulos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por
los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer
día”.
Luego, dirigiéndose “a todos” (a ti y a mí) nos
invita a seguirle, señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que
quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se
venga conmigo”. Vemos que la fórmula que Jesús nos propone está matizada por
tres verbos: “negarse”, “tomar” la cruz y “seguirle”. Examinemos brevemente el
significado y alcance de cada uno.
El “negarse a sí mismo” implica que el
verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su
interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la
cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente
libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida
generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a
“cargar con la cruz”.
El “tomar la cruz”, o cargar con la cruz, tiene
un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para
comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en el ambiente cultural de la
época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la
ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a
efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (patibulum), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban
de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por
todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba
muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna. De igual
modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a
cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la burla y el desprecio, aún
de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento,
sino en la resurrección del día final (Cfr.
Jn 6,54).
El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho
más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El
seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior,
una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a
compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante
esta Cuaresma, durante la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y
muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la
antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección
gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!
Hoy celebramos el miércoles de ceniza. Comenzamos el tiempo “fuerte” de Cuaresma.
Durante este tiempo especial la Iglesia nos invita a prepararnos para la
celebración de la Pascua de Jesús.
La Cuaresma fue inicialmente creada como la
tercera y última etapa del catecumenado, justo antes de recibir los tres
sacramentos de iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía.
Durante ese tiempo, junto a los catecúmenos, la iglesia entera, los ya
bautizados, vivían como una renovación bautismal, un tiempo de conversión más
intensa.
Como parte de la preparación a la que la
Iglesia nos invita durante este tiempo, nos exhorta a practicar tres formas de
penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Estas tres formas de penitencia
expresan la conversión, con relación a nosotros mismos (el ayuno), con relación
a Dios (la oración), y a nuestro prójimo (limosna). Y las lecturas que nos
brinda la liturgia para este día, nos presentan la necesidad de esa “conversión
de corazón”, junto a las tres prácticas penitenciales mencionadas.
La primera lectura, tomada del profeta Joel
(2,12-18), nos llama a la conversión de corazón, a esa metanoia de que hablará Pablo más adelante; esa que se da en lo más
profundo de nuestro ser y que no es un mero cambio de actitud, sino más bien
una transformación total que afecta nuestra forma de relacionarnos con Dios,
con nuestro prójimo, y con nosotros mismos: “oráculo del Señor, convertíos a mí
de todo corazón con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no
vuestros vestidos”.
En la misma línea de pensamiento encontramos a
Jesús en la lectura evangélica (Mt 6,1-6.16-18). En cuanto a la limosna nos
dice: “cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen
los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la
gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio,
cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así
tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Respecto a la oración: “Cuando oréis, no seáis
como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las
esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya
han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto,
cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve
en lo secreto, te lo recompensará”.
Y sobre el ayuno nos dice: “Cuando ayunéis, no
pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer
ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. Tú,
en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu
ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu
Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.
Al igual que la conversión, las prácticas
penitenciales del ayuno, la oración y la limosna, han de ser de corazón, y que
solo Él se entere. Esa es la única penitencia que agrada al Señor. La
“penitencia” exterior, podrá agradar, y hasta impresionar a los demás, pero no
engaña al Padre, “que está en lo escondido” y ve nuestros corazones.
Al comenzar esta Cuaresma, pidamos al Señor que nos permita experimentar la verdadera conversión de corazón, al punto que podamos decir con san Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20).
Hoy te invito a acudir al Templo a recibir la ceniza; no por costumbre o tradición ni como un rito exterior vacío, sino como signo de conversión y penitencia interior.
“Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”
Hoy retomamos el tiempo ordinario. Comenzamos la octava semana de ese tiempo litúrgico que nos conducirá hasta el próximo “tiempo fuerte”; el Adviento. Atrás quedaron la penitencia representada por el ayuno, la oración y la limosna de la Cuaresma, y el gozo y espíritu de fiesta de la resurrección, y la cincuentena Pascual que culminó ayer con la gran fiesta del Espíritu.
Nos sentimos como en la mañana siguiente a una
gran fiesta; un tanto aturdidos. Nos queda en el alma el gozo y la alegría de
la fiesta, pero al despertar nos levantamos y ponemos los pies en el piso.
Aterrizamos. Nos enfrentamos a la cotidianidad.
¿De verdad interiorizamos, hicimos parte de
nuestra vida, el gozo de la gran fiesta? ¿Cambió de alguna manera nuestra vida
esa experiencia? ¿O vamos a conformarnos simplemente con el gozo momentáneo, y
regresar a nuestros problemas y conflictos de día a día, permitiendo que estos
nublen todo recuerdo de la fiesta?
¿Seremos acaso como el rico que nos presenta
lectura evangélica de hoy (Mc 10,17-27), que luego de experimentar el gozo de
reconocer a Jesús, al enfrentarse a la realidad de su riqueza, y que el
seguimiento de Jesús implicaba dejarla atrás, optó aferrarse a lo terrenal y
olvidar el gozo que sintió al postrarse a los pies del Maestro?
Meditemos la pregunta que le formula el hombre
rico a Jesús; tal vez la pregunta más trascendental que podemos hacerle a Dios:
“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”, es decir, ¿qué tengo
que hacer para salvarme? Luego de repasar los preceptos del decálogo con el
hombre, ante la aseveración de este de que cumplía con todo ellos, Jesús lanza
su remate: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los
pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”.
Una vez más Jesús enfatiza la radicalidad del
seguimiento. Si queremos ser santos, como Jesús es Santo, no puede haber nada
más importante que las cosas Dios, que el seguimiento. Ni la familia, ni las
posesiones, ni los títulos, ni los privilegios, ni los honores, ni el dinero,
ni los placeres, ni los vicios… En el caso del hombre del pasaje de hoy, Jesús
nos explica que no es la riqueza lo que obstaculiza su salvación; es su apego,
su confianza en las cosas de este mundo: “¡qué difícil les es entrar en el
reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!”
Pidámosle al Espíritu, cuya fiesta celebramos ayer,
que derrame sus dones sobre nosotros para que la alegría que nos produjo la
Pascua perdure en nosotros a pesar de lo que la vida pueda lanzarnos. “La
fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a
manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis
que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe de
más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego llegará a
ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo” (1 Pe 1,3-9).
Acabamos de comenzar el “tiempo fuerte” de
Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves
después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc
9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la
Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. Así, dice a
sus discípulos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por
los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer
día”.
Luego, dirigiéndose “a todos” (a ti y a mí) nos
invita a seguirle, señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que
quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se
venga conmigo”. Vemos que la fórmula que Jesús nos propone está matizada por
tres verbos: “negarse”, “tomar” la cruz y “seguirle”. Examinemos brevemente el
significado y alcance de cada uno.
El “negarse a sí mismo” implica que el
verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su
interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la
cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente
libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida
generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a
“cargar con la cruz”.
El “tomar la cruz”, o cargar con la cruz, tiene
un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para
comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en la ambiente cultural de la
época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la
ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a
efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (patibulum), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban
de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por
todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba
muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna. De igual
modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a
cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la burla y el desprecio, aún
de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento,
sino en la resurrección del día final (Cfr.
Jn 6,54).
El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho
más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El
seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior,
una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a
compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante
esta Cuaresma, durante la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y
muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la
antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección
gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!
Hoy celebramos el miércoles de ceniza, que
marca el inicio de ese tiempo “fuerte” que llamamos Cuaresma, durante el cual
la Iglesia nos invita a la conversión para prepararnos dignamente a celebrar o,
mejor dicho, vivir el Misterio Pascual (la Pasión, Muerte y
Resurrección de Jesús). La palabra “conversión” resonará durante todo este
tiempo vigoroso, comenzando con el rito austero de la imposición de la ceniza
que forma parte de la celebración litúrgica para hoy, cuando al imponérsenos la
ceniza en la cabeza se nos dice: “Conviértete y cree en el Evangelio” (Cfr.
Mc1,15), o “Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás” (Cfr. Gn 18,27), invitándonos de ese modo a reflexionar sobre la
caducidad y fragilidad de nuestra vida y la necesidad de conversión.
Ya el año pasado compartimos con ustedes una reflexión sobre las lecturas que la liturgia nos ofrece para este día, a la cual les remitimos e invitamos a meditar. Hoy compartiremos con ustedes unas breves notas sobre el significado de la ceniza y el origen de esta práctica.
La palabra ceniza viene del latín “cinis” y
designa lo que queda luego de quemar algo. De ese modo adquirió desde la
antigüedad un sentido simbólico de muerte y caducidad, que se convirtió también
en una forma de mostrar públicamente luto y arrepentimiento o penitencia. Así,
por ejemplo, vemos cómo en tiempos de Jonás el rey de Nínive se sentó sobre
ceniza para significar su conversión (Jon 3,6). Igualmente encontramos a Daniel
vestido de saco y sentado sobre cenizas (Dn 9,3) mientras suplicaba el perdón
de Yahvé a nombre del pueblo de Judá (ver además, Jdt 4,11; Jr 6,26).
El uso de la ceniza en la Iglesia al comienzo
de la Cuaresma se remonta a sus primeros siglos, cuando se acostumbraba que los
penitentes hicieran penitencia pública durante la Cuaresma salpicándoseles con
ceniza en la cabeza y vestidos de saco hasta el Jueves Santo, cuando se
reconciliaban con la Iglesia. Hacia el siglo X, al caer en desuso la penitencia
pública, la Iglesia conservó el rito sustituyendo la práctica por la colocación
de un poco de ceniza en la cabeza de los feligreses el primer día de la
Cuaresma, que ya desde el siglo VII era el miércoles antes del primer domingo
de Cuaresma (para lograr cuarenta días de ayuno, ya que los domingos no se
ayuna).
En la actualidad, se dibuja una cruz en la frente de los feligreses con la ceniza que se obtiene al quemar las palmas usadas en la celebración del Domingo de Ramos del año anterior. Este año el Papa ha dispuesto que ese gesto se sustituya por dejar caer ceniza sobre la cabeza del feligrés.
Que al recibir la ceniza en la frente en el
día de hoy, resuene en nuestras almas la invitación de Dios por voz del profeta
Joel en la primera lectura: “Ahora, oráculo del Señor, convertíos a mí de todo
corazón con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones y no las
vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y
misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las
amenazas (Jl 2,12-13).
“Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la liturgia. Mañana
comienza ese “tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación.
Y para este día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús
antes de su pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos
venido contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara en el
versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía. A veces nos concentramos tanto en el
final de los tiempos, en el juicio final, que olvidamos que el final de cada
cual puede llegar en cualquier momento también, y en ese momento tendremos que
enfrentar nuestro juicio particular. Por eso tenemos que estar siempre
vigilantes, sin permitir que las “cosas” del mundo desvíen nuestra atención de las
palabras de vida eterna que Jesús nos brinda: “Tengan cuidado de no dejarse
aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para
que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque
sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, conoce
nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí su constante
exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de este mundo, a
mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos el momento de
nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima “como la trampa de un cazador”.
Por eso no debemos permitir que los placeres ni las preocupaciones emboten
nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las “herramientas” para
lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo
lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”.
Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo exhortaba a los suyos a hacer
(Cfr. 2 Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10;
Col 1,3; Fil, 4). Leí en algún lugar que “la oración es fuente de poder”. De
hecho, la oración es el arma más poderosa que Jesús nos legó en nuestro arsenal
para el combate espiritual; un arma tan poderosa que es capaz de expulsar
demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos y santas de la
historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y mujeres de
oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos escucharon
la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de
perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos vivir las
palabras de la primera lectura de hoy (Ap 22,1-7), uno de mis pasajes favoritos
de la Biblia: “Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. Y ya no
habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol,
porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos”. Yo
quiero estar allí. ¿Y tú?
“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”.
Acabamos de comenzar el “tiempo fuerte” de
Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves
después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc
9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la
Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. “El Hijo del
hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos
sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
Pero Jesús va más allá. Nos invita a seguirle,
señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que quiera seguirme, que se
niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Vemos que
la fórmula que Jesús nos propone está matizada por tres verbos: “negarse”, “tomar”
la cruz y “seguirle”. Examinemos brevemente el significado y alcance de cada
uno.
El “negarse a sí mismo” implica que el
verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su
interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la
cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente
libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida
generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a
“cargar con la cruz”.
El “tomar la cruz”, o cargar con la cruz, tiene
un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para
comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en la ambiente cultural de la
época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la
ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a
efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (patibulum), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban
de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por
todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba
muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna. De igual
modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a
cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la burla y el desprecio, aún
de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento,
sino en la resurrección del día final (Cfr.
Jn 6,54).
El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho
más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El
seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior,
una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a
compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante
esta Cuaresma, durante la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y
muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la
antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección
gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!
La primera lectura para este trigésimo domingo
del tiempo ordinario (ciclo C), tomada del libro del Eclesiástico
(35,12-14.16-18), nos habla de la Justicia Divina y cómo Dios escucha las
súplicas del oprimido: “su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre
atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que
Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia”.
El Salmo (33) nos reitera que “el Señor está
cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él”.
La segunda lectura, tomada de la segunda carta
del apóstol san Pablo a Timoteo (4,6-8.16-18) contiene una de las frases
lapidarias del apóstol: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la
meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el
Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los
que tienen amor a su venida”.
El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas
(18,9-14), nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo
a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a
dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones,
injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía
con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo
que tengo”.
En cambio, el publicano se mantenía en la
parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba
golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció:
“Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
La diferencia estaba en la actitud interior,
en el corazón. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha” (Salmo). El
Señor nos está diciendo que si reconocemos nuestros pecados y nuestra pobreza
espiritual, y nos acercamos a Él con humildad, Él nos hará justicia.
Estamos acercándonos al final de tiempo
ordinario para dar paso al Adviento y al llamado a la conversión que ese tiempo
nos hace. No tenemos que esperar. El llamado a la conversión, aunque se
enfatiza en los tiempos “fuertes” como Adviento y Cuaresma, es continuo. Abramos
hoy nuestros corazones al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá
reconocer las veces que le hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él
con un corazón quebrantado y humillado (Cfr.
Sal 50) en el sacramento de la Reconciliación. Entonces Él nos tomará de la
mano, nos levantará, y nos dará el abrazo más amoroso que hayamos recibido.
“Oh Padre amable y misericordioso, con las
manos vacías nos presentamos ante ti. Perdónanos por las veces que presumimos
por el bien que sólo con tu gracia pudimos hacer. Llena nuestra pobreza con tus
dones, líbranos de despreciar a ninguno de nuestros hermanos y danos un corazón
agradecido por todo lo que hemos recibido de ti. Te lo pedimos por Jesucristo
nuestro Señor” (Oración colecta).
Recuerda, si aún no has visitado la Casa del
Padre, todavía estás a tiempo.
Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte
de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres
formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos
presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.
La primera, tomada del libro del profeta
Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza
denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios;
aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo pero no está acompañado de, ni
provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de
corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que
practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno
que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, inclinar la
cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno,
día agradable al Señor?”
No, el ayuno agradable a Dios, el que Él
desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo
quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los
cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con
el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no
cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida
te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria
del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá:
‘Aquí estoy’” (¿No les parece estar escuchando al Papa Francisco?).
De nada nos vale privarnos de alimento, o como
hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego
tomarse en una juerga todo lo que no se tomaron durante ese tiempo, diz que
para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso
no deja de ser una caricatura del ayuno.
El Salmo que leemos hoy (50), el Miserere, pone de manifiesto el
sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera
un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un
corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el
“ayuno” agradable a Dios.
La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos
presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por
no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que según la
tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran
más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les
contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el
novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces
ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios
con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el
Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es
ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos
mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por
ayunar.
Luego añade: “Llegará un día en que se lleven
al novio y entonces ayunarán”. Ayer leíamos el primer anuncio de su Pasión por
parte de Jesús en Lucas; hoy lo hacemos en Mateo. Nos hace mirar al final de la
Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio
Pascual.