REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 11-10-22

La palabra limosna viene de la palabra griega eleemosýne, que significa “compasión”, sentimiento que Jesús manifiesta en múltiples ocasiones.

Continuamos en la liturgia el capítulo 11 de Lucas, y la lectura de hoy (Lc 11,37-41) nos presenta una vez más a Jesús criticando el ritualismo religioso de los fariseos, que enfatizaban el cumplimiento estricto con las prescripciones relativas a la purificación. De esa manera la pureza ritual se había convertido en lo verdaderamente importante, relegando a un segundo plano la pureza de corazón, que es la que verdaderamente agrada a Dios. La escena es típica: Un fariseo invita a Jesús a comer en su casa (hay toda una parte de la cristología que se dedica a “las comidas de Jesús”), este se sienta a la mesa y comienza a comer sin cumplir con las abluciones rituales. Y Jesús lo hace con toda intención.

Aunque el pasaje no expresa claramente si el fariseo dijo algo, es obvio que al menos tiene que haber hecho un gesto de disgusto ante esa falta de “buenos modales” de Jesús. Jesús aprovecha la coyuntura para “catequizar”: “Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo”.

La pregunta subyacente en las palabras de Jesús es: ¿Quién es puro delante de Dios, el que cumple estrictamente con las purificaciones rituales, o el que es puro de corazón? La contestación nos remite a Mt 15, 1-11, cuando los fariseos se acercaron a Jesús a “regañarle” porque sus discípulos no se lavaban las manos antes de comer, a lo que Jesús, luego de hablar de la hipocresía del ritualismo vacío, termina diciendo a la gente que le escuchaba: “Lo que entra por la boca del hombre no es lo que lo hace impuro. Al contrario, lo que hace impuro al hombre es lo que sale de su boca”.

“¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro?”. Nos está diciendo que el que hizo lo que captamos con los sentidos, es también el autor del “corazón”, de la conciencia humana, y que debemos prestar más atención a la pureza interior, a las cosas de esa realidad más profunda, lo más íntimo de nuestro ser, en donde solo Él y nosotros podemos ver.

“Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo”. Jesús nos está señalando una vez más la supremacía del amor, ese amor que nos lleva a practicar la verdadera “limosna”, palabra cuyo significado, igual al de “caridad”, hemos tergiversado. La palabra limosna viene de la palabra griega eleemosýne, que significa “compasión”, sentimiento que Jesús manifiesta en múltiples ocasiones.

Se trata de algo más que un mero sentimiento de “pena” por el abatido, por el desvalido; es hacerse uno con el que sufre; es el dolor que produce el sufrimiento de un ser amado, que nos lleva a derramar sobre ese hermano el amor de Dios que hemos recibido, como lo hacía Santa Madre Teresa de Calcuta; la compasión que llevó a Dios a diseñar un plan para redimirnos después de la caída (Cfr. Gn 3,15).

Esa es la “pureza” que agrada a Dios, y la que debemos pedir en nuestra oración.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 09-03-22

“Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás”.

La primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy está tomada del libro de Jonás (3,1-10), y para comprenderla tenemos que ponerla en contexto. Afortunadamente el libro de Jonás es corto (apenas dos páginas). Nos narra la historia de este profeta que es más conocido por la historia del pez que se lo tragó, lo tuvo tres días en el vientre, y luego lo vomitó en la tierra (!!!!), que por la enseñanza que encierra su libro.

Lo cierto es que Yahvé envió a Jonás a profetizar a Nínive: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (1,2). Jonás se sintió sobrecogido por la magnitud de la encomienda, pues Nínive era una ciudad enorme para su época, de unos ciento veinte mil habitantes (4,11), que se requerían tres días para cruzarla (3,3). Decidió entonces “huir” de Yahvé y esconderse en Tarsis. Precisamente yendo de viaje a Tarsis en una embarcación es que se suscita el incidente en que lo lanzan por la borda y Yahvé ordena al pez que se lo trague.

Jonás había desatendido la vocación (el “llamado”) de Yahvé. Pero Yahvé lo había escogido para esa misión y, luego de su experiencia dentro del vientre del pez, en donde Jonás experimentó una conversión (2,1-10), lo llama por segunda vez: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que yo te indicaré”.

Jonás emprendió su misión, pero esta vez consciente de que era un enviado de Dios, anunciando Su mensaje: “Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida”. Tan convencido estaba Jonás de que su mensaje provenía del mismo Yahvé, que los Ninivitas lo recibieron como tal, se arrepintieron de sus pecados, e hicieron ayuno y se vistieron de saco (hicieron penitencia). Esta actitud sincera hizo que Yahvé, con esta visión antropomórfica (atribuirle características humanas) de Dios que vemos en el Antiguo Testamento, “se arrepintiera” de las amenazas que les había hecho y no las cumpliera.

Dos enseñanzas cabe destacar en esta lectura. Primero: ¿cuántas veces pretendemos ignorar el llamado de Dios porque nos sentimos incapaces o impotentes ante la magnitud de la misión que Él nos encomienda?  Recordemos que Dios no escoge a los capacitados para encomendarles una misión; Dios capacita a los que escoge, como lo hizo con Jonás, y con Jeremías, y Samuel, y Moisés, etc. Si el Señor nos llama, nos va a capacitar y, mejor aún, nos va acompañar en la misión.

Segundo: Vemos cómo el Pueblo de Nínive se arrepintió, ayunó e hizo penitencia, logrando el perdón de Dios. No fue que Dios se “arrepintiera” pues Dios es perfecto y, por tanto no puede arrepentirse. De nuevo, estamos ante la pedagogía divina del Antiguo Testamento, con rasgos imperfectos que lograrán su perfección en la persona de Jesús.

El tiempo de Cuaresma nos invita a la conversión y arrepentimiento, que nos llevan a ofrecer sacrificios agradables a Dios, representados por las prácticas penitenciales del ayuno, la oración y la limosna.

No hagamos como los de la generación de Jesús, que serían condenados por los de Nínive, quienes se convirtieron por la predicación de Jonás mientras que los ellos no le hicieron caso a la predicación del Hijo de Dios (Evangelio de hoy – Lc 11,29-32).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE CENIZA 04-03-22

“Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”.

Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.

La primera, tomada del libro del profeta Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios; aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo, pero no está acompañado de, ni provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, mover la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día agradable al Señor?”

No, el ayuno agradable a Dios, el que Él desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: ‘Aquí estoy’” (¿No les parece estar escuchando al Papa Francisco?).

De nada nos vale privarnos de alimento, o como hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego tomarse en una juerga todo lo que no se tomaron durante ese tiempo, dizque para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso no deja de ser una caricatura del ayuno.

El Salmo que leemos hoy (50), el Miserere, pone de manifiesto el sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el “ayuno” agradable a Dios.

La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que, según la tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por ayunar.

Luego añade: “Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. Ayer leíamos el primer anuncio de su Pasión por parte de Jesús en Lucas; hoy lo hacemos en Mateo. Nos hace mirar al final de la Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio Pascual.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE CENIZA 02-03-22

“Conviértete y cree en el Evangelio”.

Hoy celebramos el miércoles de ceniza. Comenzamos el tiempo “fuerte” de Cuaresma. Durante este tiempo especial la Iglesia nos invita a prepararnos para la celebración de la Pascua de Jesús.

La Cuaresma fue inicialmente creada como la tercera y última etapa del catecumenado, justo antes de recibir los tres sacramentos de iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía. Durante ese tiempo, junto a los catecúmenos, la iglesia entera, los ya bautizados, vivían como una renovación bautismal, un tiempo de conversión más intensa.

Como parte de la preparación a la que la Iglesia nos invita durante este tiempo, nos exhorta a practicar tres formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Estas tres formas de penitencia expresan la conversión, con relación a nosotros mismos (el ayuno), con relación a Dios (la oración), y a nuestro prójimo (limosna). Y las lecturas que nos brinda la liturgia para este día, nos presentan la necesidad de esa “conversión de corazón”, junto a las tres prácticas penitenciales mencionadas.

La primera lectura, tomada del profeta Joel (2,12-18), nos llama a la conversión de corazón, a esa metanoia de que hablará Pablo más adelante; esa que se da en lo más profundo de nuestro ser y que no es un mero cambio de actitud, sino más bien una transformación total que afecta nuestra forma de relacionarnos con Dios, con nuestro prójimo, y con nosotros mismos: “oráculo del Señor, convertíos a mí de todo corazón con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos”.

En la misma línea de pensamiento encontramos a Jesús en la lectura evangélica (Mt 6,1-6.16-18). En cuanto a la limosna nos dice: “cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.

Respecto a la oración: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará”.

Y sobre el ayuno nos dice: “Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.

Al igual que la conversión, las prácticas penitenciales del ayuno, la oración y la limosna, han de ser de corazón, y que solo Él se entere. Esa es la única penitencia que agrada al Señor. La “penitencia” exterior, podrá agradar, y hasta impresionar a los demás, pero no engaña al Padre, “que está en lo escondido” y ve nuestros corazones.

Al comenzar esta Cuaresma, pidamos al Señor que nos permita experimentar la verdadera conversión de corazón, al punto que podamos decir con san Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20).

Hoy te invito a acudir al Templo a recibir la ceniza; no por costumbre o tradición ni como un rito exterior vacío, sino como signo de conversión y penitencia interior.

Recuerda que hoy es día se ayuno y abstinencia.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 15-11-21

“¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Lc 18, 35-43) nos presenta un ejemplo lo que es la perseverancia en la fe. El pasado sábado leímos el pasaje del “juez inicuo” (Lc 18,1-8). En aquella parábola encontrábamos a una viuda que recurría ante un juez para pedirle que le hiciera justicia frente a su adversario. Y aunque el juez “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, fue tanta la insistencia de la viuda que el juez terminó haciéndole justicia con tal de salir de ella: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”.

En el pasaje de hoy leemos que cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna, y al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le explicaron: “Pasa Jesús Nazareno”. Para ese tiempo la fama de Jesús se había extendido por toda Palestina, así que aquél hombre de seguro había oído hablar de Jesús y cómo este expulsaba demonios y curaba a los enfermos.

“¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Continúa gritando con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha curado” (otras versiones dicen “tu fe te ha ‘salvado’”). De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

Aquél hombre no tenía visión en sus ojos, pero supo “ver” a Jesús con su alma y reconoció en Él al Hijo de Dios. A veces nosotros nos apantallamos con todas las imágenes que bombardean nuestra visión física y eso nos impide ver a Jesús aunque lo tengamos de frente. ¡Cuántas veces se nos presenta como un mendigo, o un enfermo, un inmigrante “indocumentado”, o un preso (Cfr. Mt 25,31 ss.) y no lo reconocemos! Y perdemos la oportunidad de nuestras vidas…

“¡Hijo de David, ten compasión de mí!”… Un grito que sale de lo más profundo de un hombre condenado a vivir en las tinieblas; el mismo que brota de los labios del creyente cuando está sumido en las tinieblas del pecado. “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”… Un grito de dolor, pero no de desesperanza. Por el contrario, es un grito de esperanza producto de la fe. Es el grito de un hombre que cree en Jesús y cree que Él puede sanarle; es decir, le cree a Jesús. El modelo prefecto de fe. Y esa fe le obtuvo la salvación.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 12-10-21

La palabra limosna viene de la palabra griega eleemosýne, que significa “compasión”, sentimiento que Jesús manifiesta en múltiples ocasiones.

Continuamos en la liturgia el capítulo 11 de Lucas, y la lectura de hoy (Lc 11,37-41) nos presenta una vez más a Jesús criticando el ritualismo religioso de los fariseos, que enfatizaban el cumplimiento estricto con las prescripciones relativas a la purificación. De esa manera la pureza ritual se había convertido en lo verdaderamente importante, relegando a un segundo plano la pureza de corazón, que es la que verdaderamente agrada a Dios. La escena es típica: Un fariseo invita a Jesús a comer en su casa (hay toda una parte de la cristología que se dedica a “las comidas de Jesús”), y este se sienta a la mesa, y comienza a comer sin cumplir con las abluciones rituales que exigía la Mishná. Y Jesús lo hace con toda intención.

Aunque el pasaje no expresa claramente si el fariseo dijo algo, es obvio que al menos tiene que haber hecho un gesto de disgusto ante esa falta de “buenos modales” de Jesús. Jesús aprovecha la coyuntura para “catequizar”: “Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo”.

La pregunta subyacente en las palabras de Jesús es: ¿Quién es puro delante de Dios, el que cumple estrictamente con las purificaciones rituales, o el que es puro de corazón? La contestación nos remite a Mt 15, 1-11, cuando los fariseos se acercaron a Jesús a “regañarle” porque sus discípulos no se lavaban las manos antes de comer, a lo que Jesús, luego de hablar de la hipocresía del ritualismo vacío, termina diciendo a la gente que le escuchaba: “Lo que entra por la boca del hombre no es lo que lo hace impuro. Al contrario, lo que hace impuro al hombre es lo que sale de su boca”.

“¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro?”. Nos está diciendo que el que hizo lo que captamos con los sentidos, es también el autor del “corazón”, de la conciencia humana, y que debemos prestar más atención a la pureza interior, a las cosas de esa realidad más profunda, lo más íntimo de nuestro ser, en donde solo Él y nosotros podemos ver.

“Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo”. Jesús nos está señalando una vez más la supremacía del amor, ese amor que nos lleva a practicar la verdadera “limosna”, palabra cuyo significado, igual el de “caridad”, hemos tergiversado. La palabra limosna viene de la palabra griega eleemosýne, que significa “compasión”, sentimiento que Jesús manifiesta en múltiples ocasiones. Se trata de algo más que un mero sentimiento de “pena” por el abatido, por el desvalido; es hacerse uno con el que sufre; es el dolor que produce el sufrimiento de un ser amado, que nos lleva a derramar sobre ese hermano el amor de Dios que hemos recibido, como lo hacía Teresa de Calcuta. La compasión fue lo que llevó a Dios a diseñar un plan para redimirnos después de la caída (Cfr. Gn 3,15).

Esa es la “pureza” que agrada a Dios, y la que debemos pedir en nuestra oración.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 24-02-21

“Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás”.

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia para este miércoles de la primera semana de Cuaresma (Lc 11,29-32), nos dice que Jesús, al ver que la gente se apretujaba a su alrededor esperando ver un milagro, les increpó diciendo: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”. Jesús se refería a cómo los habitantes de Nínive se habían convertido con la predicación de Jonás (que no era Dios), mientras a Él (que sí es Dios) los suyos le exigían “signos” para creer. Estaban apantallados por los portentos y milagros realizados por Jesús, pero se quedaban en el signo exterior; no captaban el mensaje.

La primera lectura que de hoy (Jon 3,1-10) nos narra la conversión de los Ninivitas a que alude Jesús. El año pasado, al reflexionar sobre las lecturas para hoy, hicimos una exposición más amplia sobre ésta, a la cual les remitimos.

Ambas lecturas tienen como tema subyacente la conversión a la que somos llamados durante este tiempo de Cuaresma desde su comienzo, cuando al imponérsenos la ceniza se nos dijo: “Conviértete y cree en el Evangelio”. La pregunta obligada es: ¿Tiene sentido esa frase que se nos dice en relación con la actitud interior con la que nos acercamos a recibir la ceniza ese día? ¿Existe en nosotros una verdadera voluntad de conversión?

El rito exterior de la ceniza recibida en la cabeza no tiene ningún significado, ningún valor, si no tenemos una actitud interior de conversión, no solo para este tiempo de Cuaresma, sino para toda nuestra vida, pues el verdadero proceso de conversión dura toda la vida. Es un constante caer y levantarnos, con la esperanza de cada vez permanecer en pie durante más tiempo. De ahí el llamado constante a la conversión (Cfr. Ap 2,5). La conversión es, pues, un proceso que se inicia cuando tenemos un encuentro personal con Jesús, y va progresando en la medida que permanecemos en Él. Para ayudarnos en ese proceso la Iglesia nos brinda la gracia de los sacramentos, especialmente los de la Reconciliación y la Eucaristía. Por eso también se nos invita a acercarnos a estos durante este tiempo de Cuaresma.

Desde el comienzo de su predicación Jesús hizo un llamado a la conversión: “El plazo se ha cumplido. El Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15).  Más tarde Pedro, a nombre de la Iglesia, reiteró esa llamada el día de Pentecostés. Cuando los que escucharon su predicación, conmovidos por sus palabras le preguntaron qué tenían que hacer, él les contestó: “Conviértanse…” (Hc 2,38). Es la exhortación que la Iglesia nos sigue haciendo hoy.

Ya han pasado los primeros siete días de esta Cuaresma. Hagamos un ejercicio de introspección. ¿He interiorizado la llamada a la conversión? ¿Qué he hecho para lograrla?

Está claro que Dios quiere nuestra conversión, es más, la espera. Por eso nos da la gracia y los medios necesarios para lograrla a través de su Iglesia. Todavía estamos a tiempo. ¡Acércate! ¡Reconcíliate!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE CENIZA 19-02-21

“Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”.

Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.

La primera, tomada del libro del profeta Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios; aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo, pero no está acompañado de, ni provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, mover la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día agradable al Señor?”

No, el ayuno agradable a Dios, el que Él desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: ‘Aquí estoy’” (¿No les parece estar escuchando al Papa Francisco?).

De nada nos vale privarnos de alimento, o como hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego tomarse en una juerga todo lo que no se tomaron durante ese tiempo, dizque para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso no deja de ser una caricatura del ayuno.

El Salmo que leemos hoy (50), el Miserere, pone de manifiesto el sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el “ayuno” agradable a Dios.

La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que, según la tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por ayunar.

Luego añade: “Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. Ayer leíamos el primer anuncio de su Pasión por parte de Jesús en Lucas; hoy lo hacemos en Mateo. Nos hace mirar al final de la Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio Pascual.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE CENIZA 17-02-21

“Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás” .

Hoy celebramos el miércoles de ceniza, que marca el inicio de ese tiempo “fuerte” que llamamos Cuaresma, durante el cual la Iglesia nos invita a la conversión para prepararnos dignamente a celebrar o, mejor dicho, vivir el Misterio Pascual (la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús). La palabra “conversión” resonará durante todo este tiempo vigoroso, comenzando con el rito austero de la imposición de la ceniza que forma parte de la celebración litúrgica para hoy, cuando al imponérsenos la ceniza en la cabeza se nos dice: “Conviértete y cree en el Evangelio” (Cfr. Mc1,15), o “Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás” (Cfr. Gn 18,27), invitándonos de ese modo a reflexionar sobre la caducidad y fragilidad de nuestra vida y la necesidad de conversión.

Ya el año pasado compartimos con ustedes una reflexión sobre las lecturas que la liturgia nos ofrece para este día, a la cual les remitimos e invitamos a meditar. Hoy compartiremos con ustedes unas breves notas sobre el significado de la ceniza y el origen de esta práctica.

La palabra ceniza viene del latín “cinis” y designa lo que queda luego de quemar algo. De ese modo adquirió desde la antigüedad un sentido simbólico de muerte y caducidad, que se convirtió también en una forma de mostrar públicamente luto y arrepentimiento o penitencia. Así, por ejemplo, vemos cómo en tiempos de Jonás el rey de Nínive se sentó sobre ceniza para significar su conversión (Jon 3,6). Igualmente encontramos a Daniel vestido de saco y sentado sobre cenizas (Dn 9,3) mientras suplicaba el perdón de Yahvé a nombre del pueblo de Judá (ver además, Jdt 4,11; Jr 6,26).

El uso de la ceniza en la Iglesia al comienzo de la Cuaresma se remonta a sus primeros siglos, cuando se acostumbraba que los penitentes hicieran penitencia pública durante la Cuaresma salpicándoseles con ceniza en la cabeza y vestidos de saco hasta el Jueves Santo, cuando se reconciliaban con la Iglesia. Hacia el siglo X, al caer en desuso la penitencia pública, la Iglesia conservó el rito sustituyendo la práctica por la colocación de un poco de ceniza en la cabeza de los feligreses el primer día de la Cuaresma, que ya desde el siglo VII era el miércoles antes del primer domingo de Cuaresma (para lograr cuarenta días de ayuno, ya que los domingos no se ayuna).

En la actualidad, se dibuja una cruz en la frente de los feligreses con la ceniza que se obtiene al quemar las palmas usadas en la celebración del Domingo de Ramos del año anterior. Este año el Papa ha dispuesto que ese gesto se sustituya por dejar caer ceniza sobre la cabeza del feligrés.

Que al recibir la ceniza en la frente en el día de hoy, resuene en nuestras almas la invitación de Dios por voz del profeta Joel en la primera lectura: “Ahora, oráculo del Señor, convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las amenazas (Jl 2,12-13).