En este corto te explicamos el origen y significado del título Reina de los confesores, con que invocamos a la Santísima Virgen María en las letanías lauretanas.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles.
El relato evangélico que nos brinda la liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce” como preludio al discurso de las bienaventuranzas, que Mateo ubica en un monte (Mt 5,1 – de ahí el nombre de “Sermón de la montaña”), mientras Lucas lo hace “en un llano”. Recordemos que Mateo era judío y escribió su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo. Para estos, Dios siempre de manifiesta en lo alto, en la montaña (ej., la Transfiguración, las tablas de la Ley). Lucas, por su parte, era un pagano convertido que escribe su relato para los cristianos que ya estaban siendo perseguidos. Por tanto, ubica el relato en un llano.
Este pasaje, que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc 23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su actividad salvadora, se alimentaba constantemente del silencioso diálogo con su Padre celestial.
La elección de los apóstoles no fue la excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba “compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una “visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.
Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración, personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía Jesús.
Jesús nos invita a seguirle… Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE está disponible; no tenemos que textearle ni llamarle para saber si está en casa, o si puede recibirnos. De hecho, Él siempre está llamando a nuestra puerta (Ap 3,20). Lo único que tenemos que hacer es abrirle; y tiene todo el tiempo del mundo para nosotros; Él es el dueño del tiempo, de la eternidad…
La última oración del pasaje nos apunta a otra realidad: “Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Esa fuerza no es una “energía”, es una persona divina y tiene nombre y apellido: Espíritu Santo, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Tan solo tienes que acercarte a Él y abrazarlo. Está tocando a tu puerta. Anda, anímate… ¡Ábrele tu corazón!
“Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos”. En estas palabras, con las que concluye el Evangelio de hoy (Mt 7,6.12-14), Jesús nos plantea los dos caminos que, en prácticamente todas las culturas y religiones, simbolizan los dos tipos de conducta humana (Cfr. Salmo 1).
No hay duda de que el camino de la perdición es cómodo, llevadero; por eso es atrayente, mientras el camino que Jesús nos propone es uno lleno de sacrificios, de obstáculos, dolor, de entrega a los demás. No hay duda, estrecha es la puerta y angosto el camino, pero vale la pena recorrerlo, porque nos lleva a la vida (eterna).
Él se hizo hombre para mostrarnos ese camino de salvación, para demostrarnos que es posible, como lo han hecho tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia; aquellos que llamamos “santos” y “santas”.
No hay duda, el Camino es arduo, pero el premio que nos espera hace palidecer las dificultades y sacrificios que implica. Pienso en los anuncios que normalmente preceden a los juegos olímpicos. En ellos se nos presentan las historias de diferentes atletas, y cómo se preparan sacrificando las fiestas, las diversiones, y hasta la familia, entrenando con una sola meta, la medalla olímpica; una medalla hecha de metal que eventualmente perderá su brillo y morirá llena de polvo en un armario o una gaveta.
Lo que Jesús nos promete es algo más preciado que una mera medalla de oro, o plata, o bronce, es la vida eterna. “Los atletas se privan de todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (1 Co 9, 25). Pablo entendió el mensaje de Cristo, y entendió además que Él no nos está pidiendo nada que Él, como hombre, no estuvo dispuesto a hacer.
Hoy te invito a pedir a Nuestro Padre que está en los cielos que nos de la perseverancia para continuar nuestro “entrenamiento” para la vida eterna, sin sucumbir ante la tentación del “camino cómodo, llevadero” que nos brinda la gratificación instantánea, pero nos lleva a la condenación eterna. La invitación es clara, como lo son las opciones.
“Señor Dios nuestro, Tú nos preguntas a través de tu Hijo Jesucristo: ¿Qué camino quieren ustedes tomar: el menos exigente y sin esfuerzo, ¿o el camino y la puerta estrechos, difíciles y llenos de obstáculos? Señor, que, al elegir, nos decidamos siempre por el camino de tu Hijo, porque él es nuestro Señor por los siglos de los siglos” (Oración colecta).
“En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la
máxima expresión de este: la misericordia.
La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18),
nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al
pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es
santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios,
soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de
convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no
tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a
ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le
honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta
morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más
aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga:
“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).
En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46),
Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda
que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a
ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra
conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de
misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.
Mateo pone en boca de los que escuchaban a
Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con
sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo
y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La
contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con
uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en
la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o
desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es
igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los
humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.
Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone
el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la
Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no
odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el
pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese
hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a
quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras
vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).
Un día vamos a tomar el examen de nuestras
vidas, y Jesús nos está dando las preguntas y contestaciones por adelantado.
¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa
semana.
Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.» Se levantó y lo siguió.
El relato evangélico que nos trae la liturgia
para hoy (Mc 2,13-17) podríamos dividirlo en tres partes. Comienza con la
repetición por parte de Marcos de algo que es como una constante en su
evangelio. La gente se acercaba a Jesús, y Él “les enseñaba”. El anuncio del
Reino.
Inmediatamente, sin preámbulos, nos narra la
vocación de Leví (Mateo) en dos oraciones cortas: “Al pasar, vio a Leví, el de
Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.» Se levantó y lo siguió”. De nuevo esa mirada
penetrante, imposible de resistir, acompañada de una sola palabra: “Sígueme”. Mateo
fue el quinto discípulo reclutado por Jesús. Sigue conformando su “equipo de
trabajo”. Esta vez escoge a un publicano (recaudador de impuestos). En cada
ciudad había al menos un recaudador de impuestos, flanqueado por guardias
armados. Trato de imaginarme la escena. Mateo trabajando, cuadrando sus
cuentas. De momento siente esta “presencia” ante él, y una voz que le habla. Al
escuchar el llamado de Jesús, Leví se levantó y dejó la mesa con todos los
libros en que llevaba cuenta de los impuestos recaudados, y el dinero, para
seguirle. Así es el llamado de Jesús. Te pregunto: Y tú, ¿has sentido el
llamado de Jesús para seguirle?
Debes tener presente que si decides seguirlo
Él siempre va a salir en tu defensa; nunca te va a dejar solo. Eso lo vemos en
este relato, cuando nos dice que tan pronto Leví se levantó de la mesa para
seguirle, Jesús se fue a la casa de éste y se sentó a la mesa con un grupo de
publicanos y pecadores: “Estando Jesús a la mesa en su casa, de entre los
muchos que lo seguían un grupo de publicanos y pecadores se sentaron con Jesús
y sus discípulos”. Unos escribas y fariseos que le vieron, se escandalizaron y
dijeron a los discípulos: “¡De modo que come con publicanos y pecadores!”.
Los escribas y fariseos no le hablaron a
Jesús, se dirigieron a los discípulos con el propósito aparente de desanimarlos
y criticar a Jesús, o al menos hacerle desmerecer ante sus ojos. Jesús no se
hizo esperar, y salió de inmediato en defensa de estos: “No necesitan médico
los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores”. Jesús aprovechó la oportunidad, no solo para defender a sus
discípulos, sino para enseñarles.
Jesús nos ama tal y como somos; santos y
pecadores. Lo único que Él quiere es nuestra salvación, y va a hacer todo lo
que esté a su alcance para salvarnos. Él no juzga a los que se le acercan, los
trata a todos con la misma compasión y misericordia, con el mismo amor.
Somos pecadores, pero eso no debe ser
obstáculo para que nos acerquemos a Él. Si le invitamos a nuestra mesa Él se
sentará con nosotros, y nos invitará a la suya (constantemente nos invita al
banquete eucarístico). Eso nos hace preguntarnos: Yo, ¿juzgo a los que se me
acercan, o soy comprensivo y tolerante con ellos? Gracias, Señor por aceptarme
como soy, con todos mis defectos y debilidades. Ayúdame igualmente a no juzgar
a mi prójimo y mostrarme comprensivo y tolerante con ellos, para que vean tu
infinito amor y misericordia reflejados en mí.
Nos dice la lectura que: “En aquel tiempo,
subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo
de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles”.
Este pasaje nos apunta a una característica de Jesús: La oración constante. Jesús vivió toda su vida pública en un ambiente de oración, desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc 23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús orando en once ocasiones. Podemos decir que su actividad salvadora se alimentaba constantemente de ese diálogo silencioso con su Padre celestial. Y la elección de sus apóstoles no fue la excepción. Nos dice el pasaje que previo a la elección de los doce “pasó la noche orando a Dios”. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba “compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado, que su oración no se limitó a una “visita de cortesía”. No; pasó toda la noche en oración.
Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y
el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro. Si analizamos la vida de
los grandes santos y santas de nuestra Iglesia descubrimos un denominador
común: Todos fueron hombres y mujeres de oración, personas que “respiraban”
oración; personas comunes como tú y como yo, que forjaron su santidad a base de
la oración. Discípulos que supieron seguir los pasos del Maestro. Personas como
Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que supieron pasar las noches en vela
dialogando con el Padre, tal y como lo hacía Jesús.
Jesús nos invita a seguirle… Hoy debemos
preguntarnos, ¿cuándo fue la última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o
una tarde entera teniendo una conversación de amigos con Dios? Yo puedo
hablarles de mi propia experiencia. En las pocas ocasionen en que he
descuidado, o me he alejado de la oración, toda mi vida se complica, las cosas
no salen bien, comienzo a ver el lado negativo de todas las experiencias; hasta
que caigo en cuenta de lo que siempre he sabido: Yo solo no puedo, mientras
“todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil 4,13). Entonces retomo el
diálogo con mi amigo Jesús.
Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE
está disponible; no tenemos que llamarlo para saber si está en casa, o si puede
recibirnos. De hecho, es Él quien está llamando a nuestra puerta (Ap 3,20). Lo
único que tenemos que hacer es abrirle; y tiene todo el tiempo del mundo para
nosotros; Él es el dueño del tiempo, de la eternidad…
“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”
Hoy retomamos el tiempo ordinario. Comenzamos la octava semana de ese tiempo litúrgico que nos conducirá hasta el próximo “tiempo fuerte”; el Adviento. Atrás quedaron la penitencia representada por el ayuno, la oración y la limosna de la Cuaresma, y el gozo y espíritu de fiesta de la resurrección, y la cincuentena Pascual que culminó ayer con la gran fiesta del Espíritu.
Nos sentimos como en la mañana siguiente a una
gran fiesta; un tanto aturdidos. Nos queda en el alma el gozo y la alegría de
la fiesta, pero al despertar nos levantamos y ponemos los pies en el piso.
Aterrizamos. Nos enfrentamos a la cotidianidad.
¿De verdad interiorizamos, hicimos parte de
nuestra vida, el gozo de la gran fiesta? ¿Cambió de alguna manera nuestra vida
esa experiencia? ¿O vamos a conformarnos simplemente con el gozo momentáneo, y
regresar a nuestros problemas y conflictos de día a día, permitiendo que estos
nublen todo recuerdo de la fiesta?
¿Seremos acaso como el rico que nos presenta
lectura evangélica de hoy (Mc 10,17-27), que luego de experimentar el gozo de
reconocer a Jesús, al enfrentarse a la realidad de su riqueza, y que el
seguimiento de Jesús implicaba dejarla atrás, optó aferrarse a lo terrenal y
olvidar el gozo que sintió al postrarse a los pies del Maestro?
Meditemos la pregunta que le formula el hombre
rico a Jesús; tal vez la pregunta más trascendental que podemos hacerle a Dios:
“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”, es decir, ¿qué tengo
que hacer para salvarme? Luego de repasar los preceptos del decálogo con el
hombre, ante la aseveración de este de que cumplía con todo ellos, Jesús lanza
su remate: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los
pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”.
Una vez más Jesús enfatiza la radicalidad del
seguimiento. Si queremos ser santos, como Jesús es Santo, no puede haber nada
más importante que las cosas Dios, que el seguimiento. Ni la familia, ni las
posesiones, ni los títulos, ni los privilegios, ni los honores, ni el dinero,
ni los placeres, ni los vicios… En el caso del hombre del pasaje de hoy, Jesús
nos explica que no es la riqueza lo que obstaculiza su salvación; es su apego,
su confianza en las cosas de este mundo: “¡qué difícil les es entrar en el
reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!”
Pidámosle al Espíritu, cuya fiesta celebramos ayer,
que derrame sus dones sobre nosotros para que la alegría que nos produjo la
Pascua perdure en nosotros a pesar de lo que la vida pueda lanzarnos. “La
fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a
manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis
que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe de
más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego llegará a
ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo” (1 Pe 1,3-9).
“Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme»”.
El relato evangélico que nos trae la liturgia
para hoy (Mc 2,13-17) podríamos dividirlo en tres partes. Comienza con la
repetición por parte de Marcos de algo que es como una constante en su
evangelio. La gente se acercaba a Jesús, y Él “les enseñaba”. El anuncio del
Reino.
Inmediatamente, sin preámbulos, nos narra la
vocación de Leví (Mateo) en dos oraciones cortas: “Al pasar, vio a Leví, el de
Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.» Se levantó y lo siguió”. De nuevo esa mirada
penetrante, imposible de resistir, acompañada de una sola palabra: “Sígueme”. Mateo
fue el quinto discípulo reclutado por Jesús. Sigue conformando su “equipo de
trabajo”. Esta vez escoge a un publicano (recaudador de impuestos). En cada
ciudad había al menos un recaudador de impuestos, flanqueado por guardias
armados. Trato de imaginarme la escena. Mateo trabajando, cuadrando sus
cuentas. De momento siente esta “presencia” ante él, y una voz que le habla. Al
escuchar el llamado de Jesús, Leví se levantó y dejó la mesa con todos los
libros en que llevaba cuenta de los impuestos recaudados, y el dinero, para
seguirle. Así es el llamado de Jesús. Te pregunto: Y tú, ¿has sentido el
llamado de Jesús para seguirle?
Debes tener presente que si decides seguirlo
Él siempre va a salir en tu defensa; nunca te va a dejar solo. Eso lo vemos en
este relato, cuando nos dice que tan pronto Leví se levantó de la mesa para
seguirle, Jesús se fue a la casa de éste y se sentó a la mesa con un grupo de
publicanos y pecadores: “Estando Jesús a la mesa en su casa, de entre los
muchos que lo seguían un grupo de publicanos y pecadores se sentaron con Jesús
y sus discípulos”. Unos escribas y fariseos que le vieron, se escandalizaron y
dijeron a los discípulos: “¡De modo que come con publicanos y pecadores!”.
Los escribas y fariseos no le hablaron a
Jesús, se dirigieron a los discípulos con el propósito aparente de desanimarlos
y criticar a Jesús, o al menos hacerle desmerecer ante sus ojos. Jesús no se
hizo esperar, y salió de inmediato en defensa de estos: “No necesitan médico
los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores”. Jesús aprovechó la oportunidad, no solo para defender a sus
discípulos, sino para enseñarles.
Jesús nos ama tal y como somos; santos y
pecadores. Lo único que Él quiere es nuestra salvación, y va a hacer todo lo
que esté a su alcance para salvarnos. Él no juzga a los que se le acercan, los
trata a todos con la misma compasión y misericordia, con el mismo amor.
Somos pecadores, pero eso no debe ser
obstáculo para que nos acerquemos a Él. Si le invitamos a nuestra mesa Él se
sentará con nosotros, y nos invitará a la suya (constantemente nos invita al
banquete eucarístico). Eso nos hace preguntarnos: Yo, ¿juzgo a los que se me
acercan, o soy comprensivo y tolerante con ellos? Gracias, Señor por aceptarme
como soy, con todos mis defectos y debilidades. Ayúdame igualmente a no juzgar
a mi prójimo y mostrarme comprensivo y tolerante con ellos, para que vean tu
infinito amor y misericordia reflejados en mí.
“Subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios”.
Hoy la Iglesia Universal celebra la Fiesta de
los Santos Simón y Judas, apóstoles. Estos apóstoles tenían nombres en común
con otros de los “doce”. Por eso los evangelistas y los propios apóstoles se
referían a ellos como “Zelote” (o “Celotes”) y “Tadeo”, respectivamente para
diferenciarlos de Simón Pedro y Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús.
Como primera lectura para esta celebración, la
liturgia nos ofrece el fragmento de la carta a los Efesios (2,19,22), en la que
san Pablo nos recuerda que somos “ciudadanos de los santos y miembros de la
familia de Dios”, que estamos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y
profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por eso decimos que
nuestra Iglesia es “apostólica”.
El relato evangélico que nos brinda la
liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce”. Este pasaje,
que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a
orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una
característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de
oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc
23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar
apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús
orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su
actividad salvadora, se alimentaba constantemente de ese diálogo silencioso con
su Padre celestial.
La elección de los apóstoles no fue la
excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección
de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba
“compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable
del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una
“visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.
Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y
el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si
analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia
descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración,
personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que
forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los
pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que
supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía
Jesús.
Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la
última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una
conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE
está disponible; no tenemos que “textearle” ni llamarlo para saber si está en
casa, o si puede recibirnos. Tan solo tenemos que pensarle.
Es cierto, no todos podemos dedicar una noche,
o un día completo a la oración, pero si sumamos las horas que pasamos
“descansando”, “chateando”, o viendo la tele, tendremos una medida de cuánto
tiempo podemos dedicar a la oración. Estoy seguro que Simón y Judas lo
hicieron.
“Cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran”.
La lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Mt 13,47-53) nos presenta, una vez más, la última de las
parábolas del Reino (la de la red), así como la conclusión del “discurso
parabólico” de Jesús que abarca todo el capítulo 23 del Evangelio según san
Mateo.
Esta es otra de esas parábolas con “sabor
escatológico”, es decir, del fin de los tiempos y el juicio final. Compara el
Reino de los cielos con una red que saca toda clase de peces del mar, buenos y
malos. Y nos dice que al final de los tiempos los ángeles harán con nosotros lo
mismo que hacen los pescadores con los peces que atrapan en la red: “separarán
a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido”, a lo que sigue esa
frase que encontramos en Mateo y en Lucas: “Allí será el llanto y el rechinar
de dientes”. El rechinar de dientes es una frase tomada del Antiguo Testamento
(Job16,9; Sal 35,16), que expresa odio y rabia, pero que unida al llanto
expresa la desesperación y el dolor de los que quedarán excluidos de la
salvación.
Hemos dicho que en sus parábolas Jesús utiliza
imágenes de la cotidianidad. En este momento le está hablando a pescadores del
lago de Galilea, personas que están familiarizadas con las faenas de la pesca;
personas que saben que al echar las redes atrapan toda clase de peces, buenos y
malos, y al sacarlas deben escoger entre los buenos y los malos, los que tienen
valor y los que no son comestibles, y botar los últimos junto con toda clase de
algas y otra basura que se enredan en las mismas. El Reino de los cielos se
parece a… Solo así podemos entender los misterios del Reino.
Esa imagen del Reino como una red en la que
caben tanto los peces buenos como los malos, lo mismo que en la parábola de
cizaña y el trigo, nos apunta también al hecho de que el Reino ya está aquí,
que ha comenzado. Que la imagen visible de la presencia del Reino, la Iglesia,
al igual que el Reino, está abierta a todos, buenos y malos, trigo y cizaña,
todos coexistiendo en esa “red”. Una Iglesia “santa” formada por santos y
pecadores; una Iglesia que está constantemente llamada a la conversión. El
mismo Jesús nos enseñó que su mensaje está dirigido a todos. Por eso se juntaba
con pecadores, aquellos que tenían más necesidad de “médico” (Cfr. Lc 5,31-32).
Y ahí está la ventaja del Reino. Los “peces
malos” tenemos oportunidad de convertirnos en “peces buenos” si acudimos a la
misericordia divina y nos dejamos arropar de su infinito Amor. Y si algo
caracteriza a Jesús es su infinita paciencia. No importa si nos convertimos a
última hora, tendremos la misma recompensa (Mt 11,1-26), seremos contados entre
los “peces buenos”, entre los “benditos del padre” (Cfr. Mt 25,34). El problema estriba en que no sabemos el día ni la
hora (Mt 24,36). Si fuera hoy, ¿serías
contado entre los “peces buenos”? De ti depende… Todavía estás a tiempo.