REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 02-03-13

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La liturgia nos regala para hoy, como lectura evangélica, el pasaje de la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 1-3.11b-32). Esta es la tercera de las llamadas parábolas de la misericordia que ocupan el capítulo 15 de Lucas (junto a las de la “oveja perdida” y la “dracma perdida”). Cabe señalar que la lectura incluye los versículos uno al tres, que no forman parte de la parábola en sí, pero nos apuntan a quiénes van dirigidas estas parábolas: a nosotros los pecadores.

La parábola del hijo pródigo es una de las más conocidas y comentadas del Nuevo Testamento, y siempre que la leo viene a mi mente el comentario de Henry M. Nouwen en su obra “El regreso del hijo pródigo; meditaciones ante un cuadro de Rembrandt” (lectura recomendada):

“Ahora, cuando miro de nuevo al anciano de Rembrandt inclinándose sobre su hijo recién llegado y tocándole los hombros con las manos, empiezo a ver no solo al padre que «estrecha al hijo en sus brazos,» sino a la madre que acaricia a su niño, le envuelve con el calor de su cuerpo, y le aprieta contra el vientre del que salió. Así, el «regreso del hijo pródigo» se convierte en el regreso al vientre de Dios, el regreso a los orígenes mismos del ser y vuelve a hacerse eco de la exhortación de Jesús a Nicodemo a nacer de nuevo”.

He leído este párrafo no sé cuántas veces, y siempre que lo hago me provoca un sentimiento tan profundo que hace brotar lágrimas a mis ojos. Es el amor incondicional de Dios-Madre, que no tiene comparación; que no importa lo que hagamos, NUNCA dejará de amarnos con la misma intensidad. No hay duda; de la misma manera que Dios es papá (Abba), también se nos muestra como “mamá”. De ese modo, el regreso al Padre nos evoca nuestra niñez cuando, aún después de una travesura, regresábamos confiados al regazo de nuestra madre, quien nos arrullaba y acariciaba con la ternura que solo una madre es capaz.

Así, de la misma manera que el padre de nuestra parábola salió corriendo al encuentro de su hijo al verlo a la distancia y comenzó a besarlo aún antes de que este le pidiera perdón, nuestro Padre del cielo ya nos ha perdonado incluso antes de que pequemos. Pero para poder recibir ese perdón acompañando de ese caudal incontenible de amor maternal que le acompaña, tenemos que abandonar el camino equivocado que llevamos y emprender el camino de regreso al Padre. Eso, queridos hermanos, se llama conversión, la “metanoia” de que nos habla san Pablo.

Y ese día habrá fiesta en la casa del Padre, quien nos vestirá con el mejor traje de gala, y nos pondrá un anillo en la mano y sandalias en los pies (recuperaremos la dignidad de “hijos”).

La Cuaresma nos presenta la mejor oportunidad de emprender el viaje de regreso a la casa del Padre. Les invito a que recorramos juntos ese camino, con la certeza de que al final del camino vendrá “Mamá” a nuestro encuentro y nos cubrirá con sus besos.

 

REFLEXIÓN PARA EL LUNES 25-02-13

 

El pasaje evangélico que leemos en la liturgia para hoy (Lc 6,36-38) comienza diciéndonos que seamos “compasivos” (otras traducciones dicen“misericordiosos”) como nuestro Padre es compasivo. La compasión, la misericordia, productos del amor incondicional; el amor incondicional que el Padre derrama sobre nosotros (la “verdad” en términos bíblicos). La “medida” que se nos propone.

En el Evangelio para este sábado Jesús nos decía: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. (Mt 5,48). Y decíamos que esa perfección solo la encontramos en el amor; en amar sin medida; como el Padre nos ama. Ese Padre que es compasivo y siempre nos perdona, no importa cuánto podamos faltarle, ofenderle, fallarle. Ese Dios que siempre se mantiene fiel a sus promesas no importa cuántas veces nosotros incumplamos las nuestras. Como nos dice la primera lectura, tomada del libro de Daniel (9,4b-10): “Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti. Pero, aunque nosotros nos hemos rebelado, el Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona” (vv. 8-9).

En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos hace un llamado a la conversión, a dar vuelta del camino equivocado que llevamos y cambiar de dirección para seguir tras los pasos de Jesús. Y si vamos a seguir los pasos de Jesús, si aspiramos a parecernos a Él (Cfr. Gál 2,20), buscamos en las Escrituras cómo es Él, y encontramos que es el Amor personificado. ¡Ahí está la clave! Para ser perfectos como el Padre es perfecto, tenemos que amar a nuestro prójimo como el Padre nos ama, como Jesús nos ama.

La primera lectura nos refiere a la misericordia de Dios hacia nosotros. Nos da la medida. El Evangelio nos refiere a la relación con nuestro prójimo. “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. No se nos está pidiendo nada que Dios no esté dispuesto a darnos. “Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros”(Jn 13,34).

Examino mi conciencia. ¡Cuántas veces soy intolerante! ¡Cuántas veces, pudiendo ser compasivo me muestro inflexible! ¡Cuán presto estoy a juzgar a mi prójimo sin mirar sus circunstancias, su realidad de vida! ¡Cuántas veces condeno la mota en el ojo ajeno y no miro la viga en el mío (Lc 6,41)! ¡Cuántas veces le niego el perdón a los que me faltan (“perdona nuestras ofensas…”), y le niego una limosna al que necesita o, peor aún, le niego un poco de mi tiempo (el pecado de omisión; el gran pecado de nuestros tiempos)!

Le lectura termina diciéndonos: “La medida que uséis, la usarán con vosotros” (Cfr. Mt 25-31-46). Estamos viviendo un tiempo de conversión y penitencia en preparación para la celebración de la Pascua de Resurrección. La Palabra de hoy nos enfrenta con nuestra realidad y nos invita al arrepentimiento y a tornarnos hacia Dios. “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados” (Antífona del Salmo).

Todavía estamos a tiempo…