REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS 01-11-22

“Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero”.

“Entonces oí el número de los marcados con el sello: ciento cuarenta y cuatro mil sellados, de todas las tribus de los hijos de Israel. Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero»” (Ap 7,4.9-10). Este pasaje, que forma parte de la primera lectura de hoy, es uno de mis favoritos de toda la Sagrada Escritura. Cada vez que lo leo no puedo evitar hacerme una imagen mental de la escena, con efectos audiovisuales y todo. Y como todo cristiano, mi aspiración, como debe ser la de todos, es llegar a formar parte de esa muchedumbre inmensa. Se me eriza la piel de tan solo imaginarlo.

Y esa lectura es muy apropiada para la Solemnidad de todos los Santos que celebramos hoy. Porque si bien la Iglesia nos propone como modelos y canoniza a unos que llamamos “Santos” y “Santas”, son cientos de miles los que componen esa multitud, “imposible de contar” que conforma el grupo de los elegidos, de los que han forjado su santidad a base de oración y amor al prójimo, a base del seguimiento de los pasos de Jesús.

Y de la misma manera en que la patria honra a los héroes anónimos de las grandes guerras con un monumento al “soldado desconocido”, así la Iglesia honra, mediante esta Solemnidad, la memoria de aquellos que vivieron y murieron en olor de santidad, y cuya obra pasó a veces desapercibida para la humanidad, mas no ante los ojos de Dios, quien recibió con agrado la oblación de sus vidas santas.

“Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. La santidad no es algo que está reservado a unas cuantas almas “privilegiadas”. Todos estamos llamados a ser “santos”. Dios no nos quiere buenos, nos quiere santos. Santa Teresita del Niño Jesús decía que “la santidad consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, y confiados -aun con nuestro cuerpo- en su bondad paternal”. Ya desde el Antiguo Testamento, Yahvé Dios dijo a su pueblo: “Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lv 19,2). Pablo llama “santos” a todos los cristianos de esas primeras comunidades; así, por ejemplo, le dice a los Corintios “que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos, junto con todos aquellos que en cualquier parte invocan el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor 1,2).

Hoy mi alma reboza de alegría, porque la Iglesia universal honra la memoria de mi santa madre y mi padre ejemplar, que estoy seguro se encuentran de pie, ante el trono del Cordero, con sus vestiduras blancas y palmas en las manos, alabando y bendiciendo al Señor, intercediendo por mí y mi familia, mientras gritan con fuerte voz: “La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”. ¡Santa Milagros y San Ernesto, rueguen por nosotros!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 31-10-22

Se trata de sobreponer los prejuicios, las repugnancias, para acoger como hermanos a los que hasta ahora hemos considerado “inferiores”.

La liturgia de hoy (Lc 14,12-14) nos presenta a Jesús todavía en la cena a la que había sido invitado en casa de un fariseo. En la liturgia correspondiente al sábado pasado leíamos cómo Jesús se expresaba en contra de aquellos que quieren ocupar los primeros puestos cuando son convidados a una boda (Lc 14,1.7-11).

En el Evangelio de hoy Jesús lleva su consejo un paso más allá. Se dirige, no ya al que es invitado, sino al que invita a la cena: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”.

Resuenan las palabras que Jesús había pronunciado anteriormente en el Evangelio de Lucas: “Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores” (6,32).

Y de nuevo la “opción preferencial” de Jesús por los pobres, los marginados, los enfermos, los lisiados, los anawim. Contario al sistema de jerarquías existente en la cultura judía, Jesús quiere enfatizar una vez más que el banquete del Señor, el Reino, ha de estar abierto a todos por igual, sin distinción de clase social (St 2,1-6), ni de raza (Rm 10,12; 1Cor 12,13); sin excluir, ni siquiera a los pecadores (Lc 7,36-50). Tampoco es asunto de tratar a todos por igual celebrando la misma liturgia, pero por separado para un “grupo”, como se ve en algunos movimientos. Se trata de derribar muros que separan y dividen (Cfr. Ef 2,14), no de abrir huecos; se trata de vivir en comunión.

Jesús nos pide que en lugar de invitar a nuestros familiares, a nuestros amigos, invitemos a “pobres, lisiados, cojos y ciegos”. El hecho de que Jesús haga uso de la hipérbole, exagere, para “jamaquear” a sus interlocutores, demuestra la radicalidad de su enseñanza. Se trata de dar sin esperar nada a cambio, por pura gratuidad, por amor. “Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”. Se trata de sobreponer los prejuicios, las repugnancias, para acoger como hermanos a los que hasta ahora hemos considerado “inferiores”. San Pablo nos lo expresa así en la primera lectura de hoy (Fil 2,1-4): “dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás”.

Dios nos está pidiendo que amemos como Él nos ama. Y la única forma de lograrlo es viendo el rostro de Jesús en cada uno de ellos. Pero, ¡cuán difícil nos resulta a veces escuchar y poner en práctica esa Palabra! (Cfr. Mt 12,49-50).

Y como lo hace tantas veces, nos promete una recompensa “cuando resuciten los justos”, es decir, en el último día, cuando podamos vivir en toda su plenitud el amor incondicional de Dios por toda la eternidad.

En esta semana que comienza, pidamos al Señor un corazón puro y generoso que nos permita acoger a todos con los brazos abiertos, sin distinción de raza, lengua, nacionalidad, religión, orientación sexual, ni condición económica o social.

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL T.O. (C) 30-10-22

“Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa”.

La liturgia para hoy nos ofrece como lectura evangélica la historia de Zaqueo, el publicano (Lc 19,1-10). Nos cuenta el relato que Jesús llegó a la ciudad de Jericó y, mientras recorría la ciudad, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos, se enteró que Jesús venía, y quería ver quién era ese personaje de quien tanto se hablaba, “pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura”. Finalmente corrió y se trepó en un árbol junto al cual tenía que pasar Jesús. Cuando Jesús pasó por allí, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa”.

Zaqueo se bajó inmediatamente lleno de alegría y, ante las murmuraciones de la gente que cuestionaban que Jesús fuese a hospedarse en casa de un pecador, le recibió en su casa. Ya en otras ocasiones hemos dicho que en tiempos de Jesús lo publicanos eran despreciados, pues no solo cobraban impuestos para el imperio romano, sino que a ese impuesto le añadían otra suma, a veces mayor, como su ganancia.

Tan pronto se acomodaron en la casa de Zaqueo, este se puso en pie y manifestó que iba a dar la mitad de sus bienes a los pobres, y a restituir hasta cuatro veces lo que hubiese cobrado de más. A lo que Jesús exclama: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.

La actitud de Zaqueo contrasta marcadamente con la narración del joven rico (Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23), quien a pesar de haber llevado una vida “recta”, cumpliendo con los mandamientos, no pudo desprenderse de sus riquezas para seguir a Jesús.

Por otro lado, la referencia de Lucas a la baja estatura de Zaqueo que le impedía ver a Jesús, tal vez nos apunta a una función pedagógica. A veces nosotros somos “cortos de estatura”, lo que nos impide “ver” a Jesús. Zaqueo sintió la presencia de Jesús y quiso conocerle; no permitió que su corta estatura fuera un obstáculo. Se trepó en un árbol y no tuvo que decir nada; fue Jesús quien entonces “miró hacia arriba” y le habló pidiéndole posada. Zaqueo no vaciló un instante y lo recibió en su casa, y compartieron la mesa. “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3,20).

Zaqueo supo valorar la presencia de Jesús en su vida, y se dio cuenta que aquello que había encontrado era más valioso que toda su riqueza. Y estuvo dispuesto a dejarlo todo con tal de seguirle. Seguramente luego de repartir la mitad es sus bienes a los pobres, y restituir “cuatro veces más” lo que hubiese cobrado en exceso, se quedó él mismo en la pobreza. Podríamos decir que privó de la herencia material a sus hijos; pero les dejó una herencia mayor: Encontró a Jesús, que es el Amor, y lo compartió con ellos. Ello hizo exclamar a Jesús: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.

Señor, no permitas que mi baja estatura espiritual me impida verte. Antes bien, concédeme la valentía y el arrojo de Zaqueo para vencer cualquier obstáculo que se me presente, de manera que pueda recibirte en mi casa y llegar a conocerte al punto de no valorar nada por encima de tu amor.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 29-10-22

“Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor”

La primera lectura de hoy está tomada de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (18b-26) que, como hemos dicho en otras ocasiones, fue escrita mientras Pablo estaba en prisión en Roma. Este pasaje nos presenta la actitud que debe tener el verdadero cristiano ante la adversidad, confiado en que el Señor dispone todo para nuestro bien (Cfr. Rm 8,28), incluyendo la pérdida de lo más preciado que tenemos: la libertad.

Por eso les dice a los de Filipos que se alegra de estar en prisión, y de su posible martirio: “yo me alegro; y me seguiré alegrando, porque sé que esto será para mi bien, gracias a vuestras oraciones y al Espíritu de Jesucristo que me socorre”. ¡Y pensar que a veces nos quejamos y apesadumbramos por nimiedades!

En el Evangelio (Lc 14,1.7-11), Jesús se percata que los convidados a la fiesta a la que había sido invitado se estaban peleando por los primeros puestos. En la cultura judía había todo un sistema de jerarquías que determinaba el orden en que las personas iban a sentarse en todos los lugares, desde el Templo hasta en la mesa de comer. ¡Cuántos de esos tenemos aún hoy día en nuestras comunidades!

Jesús, como siempre, aprovecha la oportunidad para proponerles una parábola: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: “Cédele el puesto a éste.” Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba.” Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Esta enseñanza de Jesús está en la columna vertebral de su doctrina, y es un corolario del Amor. “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35; Mt 20,27)”. Él mismo la pondrá en práctica al lavarles los pies a sus discípulos (Jn 13,4-9), tarea reservada a los esclavos o a los siervos en su tiempo. Luego de la última cena, cuando los discípulos comienzan a discutir sobre quién debía ser considerado más grande, Jesús les amonesta diciendo: “Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor” (Lc 22,26).

Jesús nos invita a seguirle y hemos aceptado la invitación. El verdadero discípulo sigue al maestro, pero sobre todo imita al maestro. Jesús nos sienta la pauta. La pregunta obligada es: ¿Estás dispuesto a seguirle?

Señor, líbranos de los falsos orgullos que nos llevan a crear “grupos” entre nuestra comunidad parroquial que excluyen a otros que consideran “inferiores”, ya bien sea por diferencias raciales, sociales, económicas, intelectuales o profesionales. Por el contrario, haznos acoger con sincera fraternidad a todos los miembros de nuestra comunidad, con el mismo amor con que Jesús nos acoge a nosotros.

Lindo fin de semana a todos; y no olviden visitar la Casa de Padre. En su Mesa hay lugar para todos…

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE DE LOS SANTOS SIMÓN Y JUDAS, APÓSTOLES 28-10-22

“Subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios”.

Hoy la Iglesia Universal celebra la Fiesta de los Santos Simón y Judas, apóstoles. Estos apóstoles tenían nombres en común con otros de los “doce”. Por eso los evangelistas y los propios apóstoles se referían a ellos como “Zelote” (o “Celotes”) y “Tadeo”, respectivamente para diferenciarlos de Simón Pedro y Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús.

Como primera lectura para esta celebración, la liturgia nos ofrece el fragmento de la carta a los Efesios (2,19-22), en la que san Pablo nos recuerda que somos “ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”, que estamos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por eso decimos que nuestra Iglesia es “apostólica”.

El relato evangélico que nos brinda la liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce”. Este pasaje, que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc 23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su actividad salvadora, se alimentaba constantemente de ese diálogo silencioso y amoroso con su Padre celestial.

La elección de los apóstoles no fue la excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba “compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una “visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.

Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración, personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía Jesús.

Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE está disponible; no tenemos que “textearle” ni llamarlo para saber si está en casa, o si puede recibirnos. Tan solo tenemos que pensarle.

Es cierto, no todos podemos dedicar una noche, o un día completo a la oración, pero si sumamos las horas que pasamos “descansando”, “chateando”, o viendo la tele, tendremos una medida de cuánto tiempo podemos dedicar a la oración. Estoy seguro de que Simón y Judas lo hicieron.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 27-10-22

“¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido”.

La liturgia continúa narrándonos la última subida de Jesús a Jerusalén donde iba a culminar su misión. En el pasaje que se nos presenta hoy (Lc 13,31-35), unos fariseos se le acercaron para decirle: “Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte”.

La persona, pero sobre todo la predicación de Jesús, habían causado un ambiente de tensión. Su suerte estaba echada. Los poderosos habían tomado la decisión de acabar con él; se había convertido en una persona peligrosa a quien había que eliminar. Entre ellos estaba Herodes Antipas, quien ya había mandado matar a Juan el Bautista. Este era hijo de Herodes el Grande, quien había ordenado la matanza de los inocentes.

Jesús está consciente de que su tiempo se acaba, pero asume con libertad y valentía las consecuencias de su misión. Por eso le dice a sus interlocutores: “ld a decirle a ese zorro: ‘Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término’ Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén”.

Llama “zorro” a Herodes, un mote ofensivo. El zorro es un animal que, aunque dañino, es miedoso, ataca sus presas bajo el manto de la oscuridad de la noche, y al menor peligro emprende la huida. Está llamado “cobarde” a Herodes. Esa actitud constituye un desafío abierto a la autoridad política de su tiempo. Herodes mostrará su cobardía al no atreverse a matar a Jesús y “endosárselo” a Pilato.

El mensaje que le envía a Herodes es claro y contundente. Él va a seguir adelante con su misión, va a continuar curando enfermos y echando demonios. Así nos está diciendo a los que decidimos seguirle que no podemos dejarnos amedrentar, que tenemos que llevar a cabo nuestra misión con valentía. No hay duda, vamos a encontrar muchos “zorros” en nuestro camino, pero Jesús nos repite constantemente: “No tengas miedo, solamente ten fe” (Mc 5,36).

La siguiente frase de Jesús reconoce la inminencia de su fin: “pasado mañana llego a mi término” (otras traducciones dicen “al tercer día”). Comoquiera no se refiere literalmente a pasado mañana; “pasado mañana” es una traducción de una frase en arameo que quiere decir “en breve” o “dentro de poco”. Jesús sabe que hasta el momento ha cumplido el objetivo de su misión. Tan solo le resta la parte más difícil, la hora final. Por eso apresura su paso para llegar a Jerusalén (“no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén”). Allí culminará su misión redentora. Todo está en manos del Padre, a cuya voluntad se entrega. Por eso podrá decir al final: “¡Consummatum est: Todo está cumplido!” (Jn 19,30).

“¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido”. Esta imagen de la gallina clueca nos evoca el “rostro femenino de Dios”, quien como una madre recoge a sus hijos bajo su manto con ternura y les ofrece su protección. Pero lo rechazamos. Preferimos valernos por nosotros mismos (la soberbia), o poner nuestra confianza en los hombres.

Hoy, pidamos al Señor nos brinde la valentía de seguirlo, con la certeza de que nada podrá dañarnos porque Él marcha junto a nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 26-10-22

“Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’”.

En el Evangelio de hoy Lucas nos muestra la imagen de Jesús típica de él: como predicador itinerante, recorriendo ciudades y aldeas enseñando (Lc 13,22-30). En este pasaje encontramos a “uno” de los que le escuchaba preguntarle: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. De nuevo alguien anónimo; tú o yo. La pregunta no es la correcta, pues la preocupación no debe ser “cuántos” se van a salvar, sino cómo, qué hay que hacer para salvarse.

Y en el estilo típico de Jesús, opta por no contestar directamente la pregunta, sino hacerlo a través de una parábola: “Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’… Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”.

El que le formula la pregunta, uno de los que le seguía, parece partir de la premisa que él pertenece al número de los “escogidos”. Eso nos pasa a muchos de los que nos sentamos a su mesa (recibimos la Eucaristía) y estamos presentes cuando “enseña en nuestras plazas” (la liturgia de la Palabra); creemos que por eso ya estamos salvados. El problema es que no sabemos cuándo va a llegar el Amo de la casa y cerrar la puerta. En ese momento, ¿estaremos adentro (en gracia), o estaremos afuera (en pecado)?

Está claro que la salvación no va a depender de a qué religión “pertenecemos”, ni a cuántas misas hemos asistido, ni cuántos sacramentos hemos recibido. Muchos de los llamados “pecadores” pueden experimentar una verdadera conversión a última hora y esos estarán “adentro” cuando se cierren las puertas (Cfr. Lc 23,40-43). Y muchos de los que se “sientan a la mesa” a menudo, y van y vienen se quedarán afuera cuando el Amo “cierre las puertas”. Como nos dice el mismo Jesús en el Evangelio según san Mateo: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mt 7,21-23).

No se trata de “creer” en Jesús, se trata de “creerle”. Y si le creemos, no nos limitaremos a esa mera profesión de fe; le seguiremos y actuaremos acorde a sus enseñanzas, “haremos la voluntad del Padre celestial”. Se trata de unir la fe a las obras (St 2,14-26). Y el secreto para lograrlo es uno: vivir el Amor de Dios; amarlo y amar a los demás como Él nos ama (Jn 13,34).

Hoy, pidamos al Señor el don de la perseverancia en la fe y las obras.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 25-10-22

“(El Reino) se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas”.

El Evangelio de hoy (Lc 13,18-21) nos presenta dos “extractos” del discurso parabólico de Jesús acerca del Reino, y nos presenta dos perspectivas del Reino: la extensión del mismo, representada por el grano de mostaza, y su intensidad, representada por la levadura.

Cuando Jesús intenta explicar a sus discípulos la naturaleza del Reino, está consciente que no resulta fácil hacerlo en una manera que sea comprensible, pues se trata de algo “que no es de este mundo” (Jn 18,36), algo que ya ha llegado pero que todavía no ha alcanzado su plenitud (“Ya, pero todavía…”). Por eso tiene que recurrir a comparaciones, al uso de parábolas.

Son tantas las alusiones de Jesús al Reino citadas por Lucas, que resultaría impráctico citarlas todas en tan breve espacio. A manera de ejemplo, comienza diciendo que Él ha venido a anunciar la “buena nueva” del Reino de Dios (4,43); declara “bienaventurados” a los pobres, porque a ellos les pertenece el Reino (6,20); envía a los “doce” a proclamar el Reino (9,2); anuncia que el Reino “está cerca” (10,9-11); cuando enseña a sus discípulos a orar les instruye que digan: “venga a nosotros tu Reino”; dice que de los niños, y de los que son como ellos es el Reino (18,16); y finalmente, el buen ladrón le dice a Jesús: “acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino” (23,42).

El Reino, eso por lo que hay que dejar casa, mujer, hermanos, padre e hijos (18,29), rebasa toda comprensión por parte de los discípulos. Pero para que no se desanimen, les asegura que con los pocos recursos que tienen, pueden llevar a cabo su misión.

Para ello recurre primero al grano de mostaza, la semilla más pequeña de todas (los representa a ellos, los humildes comienzos del Reino), que cuando se planta y crece se convierte en un arbusto en el que anidan los pájaros. El Reino es algo que crece, que “brota” de la tierra, como lo hace una semilla cuando germina; es la vida misma que se abre paso poco a poco para romper la tierra que la aprisiona, y alzarse sobre ella. Nos enseña que el Reino no es algo estático, circunscrito a unos límites territoriales o temporales. Tiene que crecer y ha de seguir creciendo, aunque a veces su crecimiento sea lento, casi imperceptible.

La levadura, por su parte, le imparte a la imagen del Reino que Jesús quiere transmitir ese elemento de potencia de transformación que ocurre de forma casi imperceptible, como cuando la masa se mezcla con la levadura viva y se deja cubierta para esperar que fermente, y se  transforma en una hogaza lista para ser metida en el horno. El Reino ha de seguir transformándose, creciendo, hasta llegar a su plenitud en el día final, cuando se lleven a cabo las bodas del Cordero (Cfr. Ap 21).

Jesús nos envía a proclamar la buena noticia del Reino. Tenemos que seguir regando la semilla para que germine, rogándole al Señor que envíe operarios a su mies (Mt 9,38; Lc 10,2). Anda, ¡atrévete!; la paga es abundante: la Vida eterna (Cfr. Rm 6,23; Mt 10,32).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 24-10-22

Al ver la mujer la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”.

La primera lectura de la liturgia para hoy (Ef 4,32-5,8) es lo que podríamos llamar un “manual de instrucciones para la santidad”. San Pablo logra resumir, en un párrafo, lo que es un verdadero cristiano. Y es tan explícito que no requiere explicación ni interpretación alguna. Les invito a leerla.

Como segunda lectura se nos presenta el pasaje evangélico en el que Jesús cura a una mujer que llevaba dieciocho años encorvada sin poderse enderezar (Lc 13,10-17). Este milagro resalta por dos cosas: Lucas es el único que lo narra, y Jesús obra el milagro sin que la mujer, ni nadie más se lo pida. Nos dice la lectura que Jesús estaba enseñando en una sinagoga y al ver la mujer la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Luego hizo el gesto visible de imponerle las manos, “y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.”

Muchos ven en esta narración un simbolismo relacionado con la opresión a que estaban sometidas las mujeres en tiempos de Jesús (simbolizada por el estar encorvada, que la mantenía en un estado servil y no le permitía mirar a los hombres a los ojos) y que Jesús, al enderezarla, le devuelve su dignidad. No obstante, lo cierto es que esa mujer encorvada nos representa a todos los que estamos “encorvados”, oprimidos bajo el peso de nuestros vicios, nuestros pecados, nuestras angustias, nuestros pesares.

La mujer estaba encorvada, no podía interactuar con los que le rodeaban, no podía levantar los ojos al cielo. Jesús se toma la iniciativa, la llama, la cura, la “endereza”. Está claro que Jesús nos quiere erguidos, de pie, en victoria. Por eso nos libera de nuestras “cargas” pesadas (“Vengan a mi…” Mt 11,28), levanta a los que están postrados, como la suegra de Pedro (Mc 1,3-31). Ese “levántate” que encontramos también en el Antiguo Testamento, en el que vemos actuar a un Dios que “levanta del polvo al desvalido” (1 Sam 2,7-8; Sal 113,7), y “levanta al pobre de la miseria” (Sal 107,41).

Estar de pie es sinónimo de libertad, de la dignidad propia de los hijos de Dios. Dios nos creó para ser felices y libres, no para ser esclavizados, ni oprimidos, ni caídos, ni deprimidos. Por eso cuando vio a su pueblo esclavizado en Egipto decidió intervenir en la historia para llevar a cabo el gesto liberador del Éxodo.

Ahora vivimos esclavizados, oprimidos, “encorvados” bajo el peso de nuestros pecados, nuestros vicios. Y ese peso nos impide avanzar, nos impide ver nuestro entorno con claridad, nos impide fijar la mirada en el cielo, nos impide “glorificar a Dios”, como hizo aquella mujer encorvada tan pronto Jesús la enderezó.

Hoy Jesús quiere enderezarnos a nosotros también. Nos invita a poner a sus pies todas nuestras cargas pesadas, materiales o espirituales, que nos mantienen encorvados. Si lo hacemos y nos postramos ante Él, nos impondrá su mano poderosa, nos “pondrá derechos”, y como la mujer encorvada, glorificaremos a Dios.

Que pasen una hermosa semana llena de PAZ.