Mañana miércoles, 1ro de julio de 2020, a las 3:30 PM hora del Centro EEUU (4:30 PM hora de Puerto Rico), estaremos conversando con el periodista católico John Morales sobre la evangelización en lo que se ha venido a conocer como el “continente digital”.
Esto será a través de Relevant Radio en español. También pueden sintonizar descargando la App en tu teléfono inteligente.
El pasaje que nos presenta el evangelio de hoy
(Mt 8,28-34), que aparece (con las consabidas variantes) en los tres evangelios
sinópticos, es uno de esos que nos deja “rascándonos la cabeza”. Jesús expulsa
unos demonios que poseían a unos endemoniados que vivían en el cementerio, y
los envía a una piara de cerdos que se lanzan acantilado abajo ahogándose en el
agua. Para entender este pasaje hay que examinarlo en la perspectiva histórica
y cultural del tiempo de Jesús.
Nos relata el pasaje que Jesús llegó con sus
discípulos “a la otra orilla, a la región de los gerasenos”, después de calmar
la tormenta que enfrentaron en la barca que los traía. Gerasa era una antigua
ciudad de la Decápolis, una de las siete divisiones políticas (“administraciones”)
de la provincia Romana de Palestina en tiempos de Jesús.
Al llegar allí, “desde el cementerio, dos
endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a
transitar por aquel camino”. Jesús no tiene dificultad en expulsar a los
demonios, quienes reconocen su divinidad y poder (“¿Has venido a atormentarnos
antes de tiempo?”, le reclaman, en aparente alusión al juicio final).
Jesús exorciza a los endemoniados, y los
espíritus inmundos salieron de ellos y se metieron en una gran piara de cerdos
que “se abalanzó acantilado abajo y se ahogó en el agua”. Los que cuidaban los
cerdos huyeron despavoridos y contaron a todos lo sucedido. Tan pronto se
enteraron de lo ocurrido a los cerdos, “el pueblo entero salió a donde estaba
Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país”. ¿Cómo es posible que
lo expulsen por haber liberado a dos endemoniados?
Debemos recordar que aunque la carne de cerdo
está prohibida para los judíos, los gerasenos la consumían. Por tanto, la
muerte de aquellos cerdos representaba para ellos una pérdida económica. Para
esta gente los cerdos, y el valor económico que ellos representaban, eran más
importantes que la calidad de vida de aquellos dos pobres hombres. La
liberación de dos hombres valía menos que una piara de cerdos. Antepusieron los
valores materiales a los valores del Reino (Cfr. Hc 16,16 ss.). El
mensaje de Jesús resultó demasiado incómodo.
Hoy no es diferente. Cuando el seguimiento de
Jesús interfiere con nuestras “seguridades” materiales, preferimos ignorar el
llamado antes que renunciar a estas. Todos tenemos nuestros “cerditos”. ¿Cuáles
son los tuyos?
Esto nos hace pensar en lo que el papa
Francisco llama la “economía de la exclusión e inequidad” en el número 53 de su
Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, sobre el anuncio del Evangelio
en el mundo actual (lectura recomendada para todo cristiano del siglo XXI): “No
puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle
y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión”.
Jesús quiere sembrar la semilla del Reino
entre los no creyentes. Él vino para redimirnos a todos, sin distinción. A ti,
y a mí. Y nos invita a hacer lo mismo. ¿Aceptas?
Al final del pasaje que la liturgia nos
presenta para hoy como primera lectura (Am 3,1-8; 4,11-12), el profeta Amós nos
refiere a la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra y cómo a pesar de
ello, y de que salvó a Lot y los suyos de la catástrofe, el pueblo no se
convirtió, no escuchó la voz del Señor: “Os envié una catástrofe como la de
Sodoma y Gomorra, y fuisteis como tizón salvado del incendio, pero no os convertisteis
a mí –oráculo del Señor-”.
¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos
libra de una catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo
magnánimo que Él ha sido con nosotros, y a la menor provocación le
desobedecemos!
Se nos olvida a veces también que se nos ha
librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la
tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe porque “nos lo
merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran
constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares y
amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la
catástrofe en consideración a su tío Abraham (Gn 19,29). Si Dios está con
nosotros, no hay calamidad de la que no podamos salvarnos, si esa es su
voluntad. Ese es el mensaje que nos trae la lectura evangélica de hoy (Mt
8,23-27).
Nos narra el pasaje que Jesús subió a una
barca y “sus discípulos lo siguieron”. Mientras navegaban por el lago de
Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la
barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así,
sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su
límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡Me encanta este simbolismo!).
Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”
Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo:
“¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los
vientos y al lago, y vino una gran calma”.
Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los
discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos.
Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.
Cuando nos embarcamos en la aventura del
“seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos
en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al
estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por
nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Él durmiera,
completamente ajeno a nuestra calamidad. Una vez más nuestra naturaleza humana
nos traiciona; nos dejamos apantallar por nuestra pequeñez, nuestra impotencia,
y se nos olvida su promesa (Cfr. Mt 28,20). “¿Dónde está Jesús?”. Es ahí
cuando caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”
Entonces sentiremos el suave peso de la mano
de Jesús sobre nuestro hombro, y veremos su sonrisa mientras nos dice: ¿Dónde
está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu lado? Y la
tormenta se calmará…
La pequeña iglesia que se yergue a orillas del lago de Galilea y aparece en la foto de arriba, está construida sobre la roca del primado de Pedro, el lugar en que Jesús pronunció las palabras que leemos en el evangelio (Mt 16,17-19) que nos propone la liturgia de hoy: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.
Hoy celebramos la solemnidad de los apóstoles
san Pedro y san Pablo, los dos pilares sobre los que descansa la Iglesia que
fundó Jesús.
Pedro era un pescador que se ganaba la vida practicando su noble oficio en el lago a cuya orilla Jesús le instituye “piedra” y cabeza de su Iglesia, no por sus propios méritos, sino porque Jesús reconoce que el Padre le ha escogido: “… porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Dios llama a cada uno de nosotros a desempeñar
una misión. Esa es nuestra vocación. La palabra “vocación” viene del verbo
latín “vocare”, que quiere decir “llamado”. Cómo Dios nos escoge, y cómo decide
cuál es nuestra vocación es un misterio. Pero lo cierto es que, al igual que
sucedió con Pedro, Dios no siempre escoge a los más capacitados; más bien
capacita a los que escoge, dándoles los carismas necesarios para llevar a cabo su
misión (Cfr. 1 Cor 12, 1-11).
Cristo ofreció su sacrificio máximo por la
salvación, no solo de los suyos, sino por toda la humanidad; por ti, y por mí.
El mensaje tenía que llegar a todos los confines de la tierra, la Iglesia tenía
que ser “católica”, que quiere decir “universal”. Y para esa tarea escogió a
esa otra columna de la Iglesia, Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles.
La segunda lectura (Tm 4,6-8.17-18) nos
muestra cómo Dios guía y protege en su misión a los que Él escoge y escuchan su
llamado: “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje,
de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El
Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del
cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
Si Cristo se presentara hoy ante ti y te
preguntara: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” ¿Qué le
contestarías? Pedro y Pablo ofrecieron su vida por predicar y defender esa
verdad. ¿Estás tú dispuesto a hacerlo?
Cuando estés listo para partir al encuentro definitivo con el Señor, ¿podrás decir como Pablo: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”?
Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones.
El Evangelio que nos propone la liturgia para
este décimo tercer domingo del tiempo ordinario (Mt 10,37-42), es uno de esos
que nos estremece, sobre todo los primeros versículos, por la dureza y
radicalidad del lenguaje que Jesús utiliza para describirnos en forma gráfica lo
que Él espera de los que respondemos “Sí” a su llamado. Si en algo Jesús es
consistente es en esa radicalidad que Él espera en el seguimiento: “El que pone
la mano en el arado” … “Vende todo lo que tienes” … “Ahora bien, puesto que
eres tibio, y no frío ni caliente,” …
Sin embargo, el pasaje que contemplamos hoy va
más allá. Describe, no solo la actitud que espera de sus apóstoles
(evangelizadores), sino también del que los escucha (evangelizados). Por eso
podemos dividirlo en dos partes.
En los primeros tres versículos Jesús nos pide que para ser dignos de Él no podemos querer a nuestra familia inmediata más que a Él, que tenemos que coger nuestra cruz de cada día y seguirlo, y remata diciéndonos que “el que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Palabras fuertes, duras, difíciles de asimilar; que hicieron que muchos de los que le seguían decidieran abandonarlo y pusieron a pensar inclusive a los Doce, al punto que Jesús, percibiéndolo, les preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,66-67).
Por otro lado, según de radical es en sus
exigencias, así de firme es también en sus promesas: “el que pierda su vida por
mí la encontrará”. A eso se refiere Pablo en la segunda lectura (Rm 6,3-4.8-11)
cuando dice a los de Roma: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la
muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva… pues sabemos
que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más…” Esa fe
era la que llevaba a aquellos primeros cristianos de Roma a abrazar el martirio
entonando cánticos de alabanza.
La segunda parte del Evangelio va dirigida a
los que acogemos el mensaje de Evangelio y a los portadores de este: “El que os
recibe a vosotros…” Del mismo modo que los primeros versículos nos incomodan,
los últimos nos tranquilizan, nos apaciguan, nos llenan de esperanza. Jesús
promete a todo el que recibe y acoge a sus enviados, aunque sea con un gesto
tan sencillo como “un vaso de agua”, su justa recompensa en la vida eterna. Y
si sabemos reconocer a Jesús en cada uno de “estos pobrecillos”, lo que hagamos
por ellos lo estaremos haciendo por Él, y seremos acreedores a “nuestra paga”.
La magnanimidad de Dios con los que acogen a
sus enviados es una constante en las Escrituras. Así lo vemos en la primera
lectura (1Re 4,8-11.14-16a) cuando aquella mujer reconoció en la persona de
Eliseo a “un hombre de Dios”, a “un santo”, y eso fue suficiente para que le
brindara comida y albergue. Ese gesto, agradable ante los ojos de Dios le valió
su “justa paga” en la forma de una maternidad tardía.
Estas lecturas, especialmente el Evangelio,
nos invitan a hacer introspección y preguntarnos: ¿seré acreedor a mi “justa
paga”?
La lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia de hoy (Mt 8,5-17) nos narra el episodio del centurión que le pide a
Jesús que cure a su criado que está muy enfermo.
Tres cosas queremos resaltar de este pasaje:
En primer lugar, el hecho de que este es el
segundo milagro de Jesús que nos narra Mateo. El primero había sido para un
miembro del pueblo de Dios; la curación de un leproso (8,2-4). Ahora, el
segundo, inmediatamente después, es para un pagano. Y no solo un pagano, sino
un representante del ejército de ocupación. Esto nos apunta hacia la
universalidad del Reino, al hecho de que la salvación no está reservada al
“pueblo elegido” sino que la ley del amor que Jesús vino a predicar aplica toda
la humanidad, judíos y gentiles, “buenos” y “malos”.
En segundo lugar, vemos la humildad del
centurión ante la persona de Jesús (“Señor, no soy quién para que entres bajo
mi techo”). El centurión está genuinamente preocupado por la salud de su
criado. Seguramente ha oído hablar de Jesús y, a pesar de su rango y posición, no
tiene reparos en humillarse ante Él para interceder por su criado. No pide por
él, sino por su amigo. Tampoco le dice lo que tiene que hacer; se limita a
plantearle la situación: “Señor, tengo en casa un criado que está en cama
paralítico y sufre mucho”. Esta lectura nos hace preguntarnos: Mi oración, ¿se
centra solo en mi persona y mis necesidades, o pido también por otros? ¿Confío
en la providencia divina, o pretendo darle “instrucciones” a Dios sobre cómo atender
mi súplica?
Finalmente, ese pagano nos ofrece una lección de fe: “Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano”. Jesús se admiró ante esa demostración de fe y la premia: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído”.
Pero antes de pronunciar estas palabras, al reconocer la fe del centurión, Jesús reafirma la universalidad de la salvación: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
Cada vez que participamos de la celebración
eucarística, en el rito de comunión, decimos: “Señor, no soy digno de que ente
en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Hoy debemos decir
“¡Señor, dame la fe del centurión!”
La lectura evangélica (Mt 8,1-4) que nos propone
para la liturgia de hoy, tan corta y a la vez profunda, nos presenta el primero
de una serie de milagros que Jesús realizará después de su discurso evangélico;
milagros que convierten en acción lo que ha expresado en su enseñanza.
Y para ello Mateo escoge la narración de la
curación de un leproso. Este hecho es significativo pues, como hemos señalado
en otras ocasiones, Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de
Palestina convertidos al cristianismo. Para los judíos la lepra era la más
catastrófica de todas las enfermedades, pues no solamente iba carcomiendo
lentamente a la persona, sino que la tornaba “impura” (por lo que le estaba prohibido
tocarle, ni él podía tocar a nadie), lo que le impedía participar del culto y
le excluía de toda convivencia social. Se
convertía en un verdadero “marginado”. Según la Ley, para evitar el contacto
con la gente, los leprosos tenían que llevar la ropa rasgada, desgreñada la
cabeza, taparse “hasta el bigote”, e ir gritando: “¡Impuro, impuro!” (Lv 13,45).
De hecho, para la mentalidad judía de la época se creía que la lepra era
resultado del pecado.
A pesar de eso, el leproso se atreve a
acercarse a Jesús (un caso parecido, aunque más dramático que el de la mujer
hemorroísa – Mc 5,25-34). Y en un acto de fe, se arrodilla ante Jesús y le
dice: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. No le está pidiendo un “favor”. Dice
“si quieres, puedes”, es decir, reconoce que para Jesús TODO es posible…
también reconoce que no depende de él, sino de la voluntad de Dios, y está
dispuesto a acatarla…
La respuesta de Jesús no se hace esperar, y es
tan inesperada como la osadía de aquél hombre. Poniendo por obra su predicación
sobre la primacía del amor, “extendió la mano y lo tocó”. Algo impensado para
un judío, pues la Ley declaraba también impuro al que tocara a un leproso. La
compasión, el amor, por encima de todo. Ese acto sencillo de parte de Jesús le
devolvió la dignidad a aquel hombre que había sido separado de la sociedad.
Trato de imaginar cómo se sintió aquél hombre ante
el toque tibio de la mano amorosa de Jesús al posarse sobre sus llagas… ¡Cuánto
tiempo haría que su piel no sentía el contacto con otro ser humano! Entonces
Jesús le dijo: “Quiero, queda limpio”. Su fe le había curado.
Y para demostrar que Él no había venido a
abolir la Ley sino a darle plenitud, mandó al hombre a presentarse al sacerdote
para que le declarara limpio de la lepra, según mandaba la Ley (Lv 14).
Señor, a veces mi alma está tan carcomida por
el pecado como la carne del leproso. Hoy me arrodillo ante Ti y te digo: “Señor,
si quieres, puedes limpiarme”.
La liturgia de hoy nos presenta la conclusión
del discurso evangélico de Jesús, conocido como el “Sermón de la Montaña”, que
comenzó con las Bienaventuranzas. A lo largo de este discurso Jesús ha estado
exponiendo lo que Él espera de sus discípulos, enfatizando la supremacía del
amor y el corazón sobre las apariencias y el cumplimiento ritual.
El comienzo de la lectura evangélica (Mt 7,21-29)
sirve de colofón al discurso: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en
el reino de cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo.
Aquel día muchos dirán: ‘Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en
tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?’ Yo
entonces les declararé: ‘Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados’”.
El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo
que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús,
lo que nos hace ciudadanos del Reino. Por eso, cuando a Jesús le dijeron que su
madre y sus hermanos le buscaban, Él, señalando a sus discípulos que le
rodeaban dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la
voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi
madre” (Mt 12,49b-50).
Jesús no condena la oración, ni la escucha de
la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre
a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a
los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y
en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que
escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones,
pero esa Palabra no deja huella permanente, y ese gozo es pasajero. Como el que
va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al
abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a esos a quienes
Jesús desconocerá el día del Juicio.
Jesús compara esas personas con el hombre que
construye su casa en terreno arenoso: “El que escucha estas palabras mías y no
las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre
arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron
contra la casa, y se hundió totalmente”.
No se trata pues, de confesar a Jesús de
palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner
por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así
obren, el Padre les reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi
Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo
del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me
dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo,
y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).
Como siempre, la Palabra nos interpela, es “viva
y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta
la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y
discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hb 4,12). ¿En qué
terreno he construido mi casa?
Hoy celebramos la solemnidad de la Natividad
de San Juan Bautista, patrono de la Arquidiócesis de San Juan, Puerto Rico. La
Iglesia habitualmente recuerda el día de la muerte de los santos y santas. Esta
fiesta es una de dos excepciones (la otra es la Virgen María, cuyo nacimiento
celebramos el 8 de septiembre). Estos dos nacimientos, junto al de Jesús el 25
de diciembre, son los únicos nacimientos que la Iglesia celebra.
Para este día la liturgia nos presenta como
primera lectura el “segundo canto del Siervo” del libro del profeta Isaías
(49,1-6), uno de los cantos vocacionales más hermosos de la Biblia, y que puede
muy bien referirse al llamado particular de cada uno de nosotros.
“Antes de que mis padres escogieran mi nombre,
Dios ya lo tenía en su pensamiento. Me llamó por mi nombre, y existí; me dio mi
nombre, y gracias a él los demás pueden dirigirse a mí, y yo puedo responder,
ser responsable. Dios sigue pronunciando mi nombre, y de ese modo me llama a
ponerme incesantemente en marcha, a estar en continuo crecimiento”. Cada vez
que leo el evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 1,57-66.80), viene
a mi mente este pasaje tomado de uno de mis libros favoritos, Te he llamado
por tu nombre, de Piet Van Breemen.
Desde la eternidad, Dios ya nos había pensado
y, más aún, sabía nuestro nombre; y ese nombre va atado a una misión que Él
mismo ha encomendado a cada uno de nosotros. Por eso somos únicos, irrepetibles;
y por eso nuestra misión, aunque parezca sencilla, forma parte de ese plan
maestro de Dios que llamamos historia de la salvación.
Ese fue el caso de Juan el Bautista. Al igual
que ocurre muchas veces hoy día, pretendían poner al niño el mismo nombre de su
padre: Zacarías. Pero Dios tenía otros planes. “¡No! Se va a llamar Juan”,
exclamó su madre Isabel, inspirada tal vez por el Espíritu Santo con que María
la había contagiado en la Visitación (Lc 1,39-56); el mismo nombre que el Ángel
le había anunciado a Zacarías al informarle que su esposa, la que llamaban
estéril, iba a dar a luz un hijo. Por eso Zacarías escribe en una tablilla:
“Juan es su nombre”; y en cumplimento de lo profetizado por el ángel (1,20)
recupera su voz.
El nombre escogido por Dios para el niño,
Juan, significa “Dios es propicio” (o misericordioso), y también “Don de Dios”,
y apunta a la inminencia e importancia del camino que Juan habrá de preparar: “Preparad
el camino del Señor, allanad sus senderos”, porque Jesús llega (Cfr. Lc 3,4). Cuando Dios piensa nuestro
nombre, en el mismo va implícita la misión que tenemos que desempeñar en la
vida, es decir nuestra vocación.
En esta solemnidad de San Juan Bautista,
pidamos al Señor que nos ayude a discernir cuál es la misión que Él tenía en
mente para cada uno de nosotros el día en que nos llamó por nuestro nombre, y
existimos…
“Ancha es la puerta y espacioso el camino que
lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y
qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos”. En estas
palabras, con las que concluye el Evangelio de hoy (Mt 7,6.12-14), Jesús nos
plantea los dos caminos que, en prácticamente todas las culturas y religiones,
simbolizan los dos tipos de conducta humana (Cfr. Salmo 1).
No hay duda que el camino de la perdición es cómodo, llevadero; por eso es atrayente, mientras el camino que Jesús nos propone es uno lleno de sacrificios, de obstáculos, dolor, de entrega a los demás. Él se hizo hombre para mostrarnos ese camino de salvación, para demostrarnos que es posible, como lo han hecho tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia; aquellos que llamamos “santos” y “santas”.
No hay duda de que el camino de la perdición
es cómodo, llevadero; por eso es atrayente, mientras el camino que Jesús nos
propone es uno lleno de sacrificios, de obstáculos, dolor, de entrega a los
demás. No hay duda, estrecha es la puerta y angosto el camino, pero vale la
pena recorrerlo, porque nos lleva a la vida (eterna).
Él se hizo hombre para mostrarnos ese camino
de salvación, para demostrarnos que es posible, como lo han hecho tantos
hombres y mujeres a lo largo de la historia; aquellos que llamamos “santos” y
“santas”.
No hay duda, el Camino es arduo, pero el premio que nos espera hace palidecer las dificultades y sacrificios que implica. Pienso en los anuncios que normalmente preceden a los juegos olímpicos. En ellos se nos presentan las historias de diferentes atletas, y cómo se preparan sacrificando las fiestas, las diversiones, y hasta la familia, entrenando con una sola meta, la medalla olímpica; una medalla hecha de metal que eventualmente perderá su brillo y morirá llena de polvo en un armario o una gaveta.
Lo que Jesús nos promete es algo más preciado que una mera medalla de oro, o plata, o bronce, es la vida eterna. “Los atletas se privan de todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (1 Co 9, 25). Pablo entendió el mensaje de Cristo, y entendió además que Cristo no nos está pidiendo nada que Él, como hombre, no estuvo dispuesto a hacer.
Hoy te invito a pedir a Nuestro Padre que está en los cielos que nos de la perseverancia para continuar nuestro “entrenamiento” para la vida eterna, sin sucumbir ante la tentación del “camino cómodo, llevadero” que nos brinda la gratificación instantánea, pero nos lleva a la condenación eterna. La invitación es clara, como lo son las opciones.
“Señor Dios nuestro, Tú nos preguntas a través
de tu Hijo Jesucristo: ¿Qué camino quieren ustedes tomar: el menos exigente y
sin esfuerzo, o el camino y la puerta estrechos, difíciles y llenos de obstáculos?
Señor, que, al elegir, nos decidamos siempre por el camino de tu Hijo, porque
él es nuestro Señor por los siglos de los siglos” (Oración colecta).