Como todos los años, ahora que estamos en el umbral del Adviento, quiero compartir con ustedes esta hermosa oración que llegó a mis manos hace muchos años…
A NUESTRA SEÑORA DEL ADVIENTO
Señora del Adviento, señora de los brazos vacíos,
señora de la preñez.
Cuánto deseamos que camines con nosotros.
Cuánto necesitamos de ti.
Mujer del pueblo que viajas presurosa y alegre a servir
a Isabel, a pesar de tu vientre pesado y fatigoso.
Entre las dos tejeréis esperanzas y sueños.
Señora del Adviento, señora de los brazos vacíos,
también nosotros estamos preñados de esperanzas y sueños.
Soñamos con que el canto de las aves no sea turbado.
Soñamos con nuestros niños sin temores,
durmiendo tranquilos al arrullo de un villancico.
Soñamos que nuestros viejos mueran
tranquilos y en paz murmurando una oración.
Soñamos con que algún día podremos volver a tener
sueños, utopías y esperanzas.
Señora del Adviento, visítanos como a tu prima.
Monta tu burrito y ven presurosa.
Nuestros corazones son pesebres
huecos y fríos donde hace falta que nazca tu hijo.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Is
25,6-10a) continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al
que todos serán invitados: “En aquel día preparará el Señor del universo para
todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín
de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados”. El mismo Jesús utilizaría
en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.
El profeta añade que en ese tiempo el Señor
“aniquilará la muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los
rostros”. Entonces todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien
esperábamos la salvación, y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa
salvación. De nuevo, esta lectura nos crea gran expectativa ante la inminente
llegada de los nuevos tiempos que el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia
entre nosotros. Tiempos de gozo y abundancia.
Del mismo modo, la lectura evangélica (Mt
15,29-37) nos muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él
acuden todos los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados,
sordomudos y muchos otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La
lectura nos dice que la gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones
milagrosas, sino porque esos portentos eran el signo más patente de la llegada
del Mesías. Así, la llegada del Mesías se convierte en una fiesta para todos
los que sufren (Cfr. Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el
sufrimiento y las lágrimas, para dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa,
derrama sobre todos su Santo Espíritu que se manifiesta como una estela de
alegría que deja tras de si.
¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de
los tiempos. No hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes
y unos pocos peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión
de Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos
del Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el
hambre de aquella multitud.
No obstante, si miramos a nuestro alrededor,
nos percatamos que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo
Testamento, especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia.
El Reino está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días
hablábamos del sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda
venida de Jesús que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se
establecerá definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese
sentido, el Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al
que le daban los primeros cristianos.
Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre,
como aquella muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se
encontró en el reparto fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las
necesidades de los demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía
los panes y los peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con
su generosidad propició el milagro.
En este tiempo de Adviento, compartamos
nuestro “pan”, material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del
Amor de Jesús, y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).
Hoy la Iglesia celebra la Fiesta de san
Andrés, apóstol. Andrés, oriundo de Betsaida (Jn 1,44), discípulo de Juan y
hermano de Simón-Pedro, fue uno de los cuatro apóstoles originales (junto a
Pedro, Santiago y Juan). El relato evangélico que la liturgia dispone para esta
Fiesta (Mt 4,18-22), nos narra la vocación de estos primeros discípulos, que
eran pescadores en el mar de Galilea. En ocasiones anteriores hemos dicho que
la palabra vocación viene del verbo latino vocare,
que quiere decir llamar. Así, la vocación es un llamado, en este caso de parte
de Jesús.
Y los llamados de Jesús siempre son directos,
sin rodeos, al grano. “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Una
mirada penetrante y una palabra o una frase; imposible de resistir. Siempre que
leo la vocación de cada uno de los apóstoles trato de imaginar los ojos, la
mirada de Jesús, y la firmeza de su voz. Y se me eriza la piel. Por eso la
respuesta de los discípulos es inmediata y se traduce en acción, no en
palabras.
Nos dice la lectura que Andrés y Simón, “inmediatamente
dejaron las redes y lo siguieron”. En cuanto a los hijos de Zebedeo nos dice la
lectura que “inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron”. Cabe
señalar que en el relato evangélico de Juan, Andrés vio y siguió a Jesús
primero, y es él quien va su hermano Simón Pedro y le dice: “Hemos encontrado
al Mesías” (Jn 1,41). Tan impactante fue la experiencia de aquél primer
encuentro con Jesús, que Juan recuerda la hora en que eso sucedió: “Eran como
las cuatro de la tarde” (Jn 1,39). En cuanto a estos últimos, vemos no solo la
inmediatez del seguimiento, sino también la radicalidad del mismo. Dejaron, no
solo la barca, sino a su padre también. “Cualquiera que venga a mí y no me ame
más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y
hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26; Mt
10,37). Dejarlo todo con tal de seguir a Jesús.
Mateo utiliza el lenguaje de la pesca en el
escenario del mar de Galilea, y la frase “pescadores de hombres” con miras al
objetivo de su relato evangélico, dirigido a los judíos que se habían
convertido al cristianismo, con el propósito de demostrar que Jesús es el
mesías prometido en quien se cumplen todas las profecías del Antiguo
Testamento. Así, alude a la profecía de Ezequiel, en la que se utiliza la
metáfora del mar, la pesca abundante y la variedad de peces (Ez 47,8-10) para
significar la misión profética a la que Jesús llama a sus discípulos, dirigida
a convertir a todos, judíos y paganos.
Hoy Jesús nos llama a ser “pescadores de
hombres”. Y la respuesta que Él espera de nosotros no es una palabra, ni una
explicación o excusa (Cfr. Lc 9,59-61);
es una acción, como la del mismo Mateo, quien cuando Jesús le dijo: “Sígueme”, “dejándolo
todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5,27; Mt 9,9; Mc 2,14).
Comenzamos la primera semana de Adviento con
una lectura de esperanza tomada del libro del profeta Isaías (2,1-5). Nos
refiere a ese momento en que todos los pueblos, judíos y gentiles, pondrán su
mirada en Jerusalén, en el monte Sión, que brillará como un faro en medio de la
oscuridad y los atraerá hacia ella, “porque de Sión saldrá la ley, de
Jerusalén, la palabra del Señor”. Y entonces reinará la paz: “De las espadas
forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra
pueblo, no se adiestrarán para la guerra”.
Y como todas las lecturas escatológicas, nos
remite al final de los tiempos y nos brinda un mensaje de esperanza. ¿Qué final
de los tiempos? ¿El “fin del mundo”, o el fin de la “antigua alianza”? Como
siempre, hay una “zona gris” en la cual ambos “finales” se confunden. Lo
importante es que, como quiera que lo consideremos, el mensaje es uno de
esperanza, de salvación, para aquellos que fijen su mirada en el Señor.
El Evangelio (Mt 8,5-11), por su parte, forma
parte de ese grupo de Evangelios, sacados de varios evangelistas, que han sido
escogidos para este tiempo porque nos pintan un cuadro de esa “espera” en la
que todos estamos inmersos, y que se percibe más marcada en este tiempo del
Adviento.
El pasaje que recoge el relato evangélico de
hoy es el de la curación del criado del centurión. Cabe resaltar que no fue
Jesús quien le llamó; fue él quien se le acercó tan pronto Jesús entró en
Cafarnaún, en donde Jesús vivió durante su vida pública. Resulta obvio que este
hombre, un pagano, oficial del ejército opresor, odiado por todos, se
encontraba en espera de Jesús. Tenía la certeza de que Jesús habría de venir y podía
curar a su criado. Más aún, tenía la certeza de que Jesús poseía el poder de
curarlo sin tener que estar a su lado, sin tener que verlo. Por eso le
esperaba, y lo hacía con esa “anticipación” del que espera algo maravilloso, lo
que lleva a Jesús a decirle: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en
nadie tanta fe”. El Adviento es un tiempo especial de gracia para todos. Ya se
respira en el ambiente ese “algo” que no podemos describir y que llamamos con
varios nombres, y que no es otra cosa que un anuncio de esperanza, confianza y
fe en Dios; ese Dios que viene para todos, los de “cerca” y los de “lejos”, los
pobres y los ricos, los tristes y los alegres, para traernos su regalo de
salvación. Y la espera de ese evento nos causa excitación, nos llena de gozo.
En estos tiempos tan difíciles que estamos
viviendo hay mucha gente desorientada, deprimida, ansiosa, desesperanzada.
Personas que no han tenido la oportunidad de encontrarse con Jesús, pero que
tienen buenos sentimientos, como el centurión. Tan solo hay que esperar;
esperar con fe.
En este tiempo de Adviento, roguemos al Señor
que nos conceda el espíritu de espera y la fe del centurión, para reconocerle y
recibirle en nuestros corazones. Pidamos también ese don de manera especial
para aquellos que se encuentran alejados, de manera que cuando se cante el Gloria
en la Misa de Gallo, todos podamos decir al unísono: “¡Es Navidad!”
El tiempo litúrgico de Adviento abarca los cuatro domingos anteriores al 25 de diciembre, y las lecturas que nos brinda la liturgia para estos cuatro domingos nos llevan de la mano progresivamente desde la espera de la segunda venida del Señor, el tiempo presente, hasta el anuncio del nacimiento del Niño Dios, culminando en la Navidad. Hagamos un breve recorrido por la liturgia de este tiempo tan especial de Adviento que acabamos de comenzar.
El primer domingo, que celebramos hoy, comienza con la espera de la segunda venida del Señor. Es el domingo de la VIGILANCIA. Durante esta primera semana las lecturas bíblicas y la predicación son una invitación con las palabras del evangelio: “Velen y estén preparados, que no saben cuándo llegará el momento”.
Es importante que, como familia, nos hagamos un propósito que nos permita avanzar en el camino hacia la Navidad. ¿Qué les parece si nos proponemos revisar nuestras relaciones familiares? Como resultado deberemos buscar el perdón de quienes hemos ofendido y darlo a quienes nos hayan ofendido para comenzar el Adviento viviendo en un ambiente de armonía y amor familiar. Desde luego, esto deberá ser extensivo también a los demás grupos de personas con los que nos relacionamos diariamente, como la escuela, el trabajo, los vecinos, etc.
La segunda y tercera semanas continúan con la venida del Señor en el tiempo presente; el HOY.
La palabra clave para el segundo domingo es CONVERSIÓN, y tiene como nota predominante la predicación de Juan el Bautista. Durante la segunda semana, la liturgia nos invita a reflexionar con la exhortación del profeta Juan el Bautista: “Preparen el camino, Jesús llega” y, ¿qué mejor manera de prepararlo que buscando ahora la reconciliación con Dios?
En la primera semana buscamos la reconciliación con nuestro prójimo, nuestros hermanos. Ahora el llamado es a la reconciliación con Dios. Por eso la Iglesia y la predicación nos invitan a acudir al sacramento de la Reconciliación, que nos devuelve la amistad con Dios que habíamos perdido por el pecado. Esta semana nos presenta una magnífica oportunidad para averiguar los horarios de confesiones en los diferentes templos cercanos a nosotros, de manera que cuando llegue la Navidad estemos preparados para unirnos a Jesús y a nuestros hermanos en la Comunión sacramental.
El tercer domingo se nos presenta como el domingo del TESTIMONIO. Y la figura clave es María, la Madre del Señor, que da testimonio sirviendo y ayudando al prójimo. Por eso la liturgia nos invita a recordar la figura de María, que se prepara para ser la madre de Jesús y que además está dispuesta a ayudar y servir a quien la necesita. El evangelio nos relata la visita de la Virgen a su prima Isabel y nos invita a repetir como ella: “¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?”
Sabemos que María está siempre acompañando a sus hijos en la Iglesia, por lo que nos disponemos a vivir esta tercera semana de Adviento, meditando acerca del papel que la Virgen María desempeñó. Se nos propone que fomentemos la devoción a María, rezando el Santo Rosario en familia.
A partir de la cuarta semana, la liturgia se orienta hacia la venida “en carne” del Señor, su nacimiento en Belén; el “ayer”. Es tiempo de espera activa, esperanza, anticipación…
Así, el cuarto domingo es el domingo del ANUNCIO del nacimiento de Jesús hecho a José y a María. Las lecturas bíblicas y la predicación dirigen su mirada a la disposición de la Virgen María ante el anuncio del nacimiento de su Hijo, y nos invitan a “aprender de María y aceptar a cristo que es la luz del mundo”. Como ya está tan próxima la Navidad, nos hemos reconciliado con Dios y con nuestros hermanos; ahora nos queda solamente esperar la gran Fiesta. Como familia debemos vivir la armonía, la fraternidad y la alegría que esta cercana celebración representa.
La liturgia nos ayuda a recordar que esta celebración manifiesta cómo todo el tiempo gira alrededor de Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre; Cristo el Señor del tiempo y de la historia.
Hoy comienza un nuevo año litúrgico. Las
lecturas para el primer domingo de Adviento siempre nos remiten a la espera de
segunda venida del Señor, la parusía.
Por eso las lecturas nos exhortan a estar vigilantes.
De ahí que la palabra clave para este primer domingo
de Adviento es VIGILANCIA. Por eso, tanto las lecturas como la predicación son
una invitación que se resume en las palabras con las que concluye el Evangelio
para hoy (Lc 21,25-28.34-36) en las cuales Jesús, utilizando lenguaje tomado de
la profecía de Daniel (7,13-14), advierte a sus discípulos: “Entonces, verán al
Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a
suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. Esta
semana encenderemos la primera vela de la corona de Adviento, color morada,
como signo de vigilancia.
En este pasaje Jesús utiliza imágenes de los
cataclismos que el pueblo judío asociaba con el final de los tiempos,
conmociones cósmicas que se relacionan con la manifestación del poder de Dios (Cfr. Is 13,10; 34,4 etc.): “Habrá signos
en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes,
enloquecidas por el estruendo del mar y del oleaje. Los hombres quedarán sin
aliento por el miedo y la ansiedad, ante lo que se le viene encima al mundo,
pues los astros temblarán”.
En la segunda lectura, tomada de la primera
carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (3,12–4,2), el apóstol nos
recuerda que tenemos que mantenernos vigilantes y firmes hasta esa segunda
venida, y nos instruye a mantenernos “santos e irreprensibles” para enfrentar
el juicio que ha de venir: “[p]ara que, cuando Jesús nuestro Señor vuelva
acompañado de todos sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios
nuestro padre. Para terminar, hermanos, por Cristo Jesús os rogamos y
exhortamos: habéis aprendido de nosotros como proceder para agradar a Dios:
pues proceded así y seguid adelante. Ya conocéis las instrucciones que os dimos
en nombre del Señor Jesús”.
Siempre que pensamos en esa “segunda venida”
de Jesús, vienen a nuestras mentes esas imágenes apocalípticas del fin de
mundo, del “final de los tiempos”. Pero lo cierto es que ese encuentro
definitivo con Jesús y el Padre puede ser en cualquier momento para cada uno de
nosotros; al final de nuestra vida terrena, cuando enfrentemos nuestro juicio
particular.
El Señor ha dado a cada uno de nosotros unos
dones, unos carismas, y nos ha encomendado una tarea. Si el Señor llegara
“inesperadamente” esta noche en mi sueño (¡cuántos no despertarán mañana!),
¿qué cuentas le voy a dar sobre la “tarea” que me encomendó? De ahí la
exhortación a estar vigilantes y con nuestra “tarea” al día teniendo presente
que, si la encontramos difícil, tan solo tenemos que recordar las palabras de
Isaías: “Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero:
somos todos obra de tu mano”.
Estamos comenzando el Adviento. Tiempo de
anticipación, de conversión, de vigilante espera para el nacimiento del Niño
Dios en nuestros corazones. Anda, reconcíliate con Él y con tus hermanos, ¡no
vaya a ser que llegue y te encuentre dormido! (Cfr. Mc 13,36).
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
En este vídeo te explicamos el origen de esta devoción tan hermosa de la Medalla Milagrosa, así como el significado de las imágenes que aparecen en la misma, y cómo la misma Virgen María instruyó a santa Catalina Labouré a acuñar la medalla, diciéndole detalladamente qué debía contener. Oh, María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti.
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Estamos ya en las postrimerías del tiempo
ordinario. Mañana en la noche, con las vísperas del primer domingo de Adviento,
comenzamos el nuevo año litúrgico. La primera lectura de hoy (Dn 7,2-14),
continúa presentándonos visiones apocalípticas, pero esta vez es Daniel quien
tiene la visión. Antes de ayer leíamos la visión del rey Nabucodonosor sobre
una estatua compuesta de cuatro metales, representando cuatro imperios. Hoy
Daniel tiene una visión, típica del género apocalíptico en la que aparecen
cuatro “fieras”, que simbolizan también los cuatro imperios sucesivos, el
babilonio, el persa, el medo y el griego.
Pero lo verdaderamente importante de la visión
es el final. En medio de una visión del trono de Dios con todos los seres
aclamándole, Daniel dice que: “Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir
en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se
presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y
lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.
Esta lectura nos presenta el Reinado eterno de Dios que ha de concretizarse al
final de los tiempos, reino que “no pasa”.
Es en este pasaje donde se utiliza por primera
vez la frase “Hijo de hombre” que Jesús se aplicará a sí mismo, frase que
encontramos unas ochenta veces en los evangelios para referirse a Jesús. Ese Hijo
de hombre a quien toda la creación alaba y bendice, como nos dicen los
versos del “cántico de los tres jóvenes”, tomado del mismo libro de Daniel (3,75.76.77.78.79.80.81)
que nos presenta la liturgia de hoy como Salmo.
La lectura evangélica (Lc 21,29-33) nos
refiere nuevamente a la segunda venida de Jesús en toda su gloria a instaurar
su Reino que “no pasará”. Pero primero nos invita a estar atentos a los “signos
de los tiempos” para que sepamos cuándo ha de ser. Como suele hacerlo, Jesús
echa mano de las experiencias cotidianas de sus contemporáneos, que conocen de
la agricultura: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan
brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.
Esa figura de los árboles que “echan brotes”,
nos apunta a la primavera, que anuncia un “nuevo comienzo”, el “nuevo tiempo”
que ha de representar el Reinado definitivo de Dios, la “nueva Jerusalén” del final
de los tiempos. Ese Reino que Jesús inauguró hace casi dos mil años y que la
Iglesia, pueblo de Dios, continúa madurando, como los brotes de los árboles en
primavera, hasta que florezca y alcance su plenitud.
Muchos imperios, reinados, gobiernos,
ideologías, ha surgido y desaparecido. Pero la Palabra se mantiene incólume a
lo largo de la historia. Y la Iglesia (nosotros) está encargada de asegurarse
que esa Palabra siga floreciendo para que la salvación alcance a todos. “El
cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.
Estamos a escasas horas del Adviento, y la
liturgia de ese tiempo especial nos invita a estar atentos a esa segunda venida
de Jesús y al nacimiento del Niño Dios, no solo en Belén, sino en nuestros
corazones. Solo así podremos convertirnos en la savia que hace brotar las
flores de la salvación en el árbol de la Iglesia.
La Provincia Eclesiástica de Puerto Rico
celebra hoy las Témporas de Acción de Gracias y Petición por la Actividad
Humana. Por eso las lecturas que nos propone la liturgia (Dt 8,7-18 y Mt
7,7-11) tienen que ver con la providencia divina y el agradecimiento que
debemos a Dios por su generosidad.
En el Evangelio, Jesús nos asegura que el
Señor nos dará todas las cosas buenas que le pidamos: “Si ustedes, que son
malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre de ustedes que
está en el cielo dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!” El problema
estriba en que muchas veces no sabemos pedir; pedimos cosas que no nos
convienen o que están en contra de la voluntad del padre. “Piden y no reciben,
porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones” (St 4,3).
Lo cierto es que si analizamos nuestras vidas,
y los dones que recibimos de Dios diariamente, todos frutos de su generosidad, comenzando
con la vida misma, no podemos más que mostrar agradecimiento. Lo que ocurre es
que se nos olvida o, peor aún, somos tan soberbios de creer que todo lo que
tenemos se debe únicamente a nuestro propio esfuerzo. Solo el que lo ha perdido
todo puede apreciar lo que es en realidad la Providencia Divina.
Por eso la primera lectura advierte: “Pero ten
cuidado: no olvides al Señor, tu Dios, ni dejes de observar sus mandamientos,
sus leyes y sus preceptos, que yo te prescribo hoy. Y cuando comas hasta
saciarte, cuando construyas casas confortables y vivas en ellas, cuando se
multipliquen tus vacas y tus ovejas, cuando tengas plata y oro en abundancia y
se acrecienten todas tus riquezas, no te vuelvas arrogante, ni olvides al
Señor, tu Dios. No pienses entonces: ‘Mi propia fuerza y el poder de mi brazo
me han alcanzado esta prosperidad’. Acuérdate del Señor, tu Dios, porque él te
da la fuerza necesaria para que alcances esa prosperidad, a fin de confirmar la
alianza que juró a tus padres, como de hecho hoy sucede.”
Hoy celebramos en Puerto Rico el día de Acción
de Gracias, y aunque nuestra primera y última oraciones de cada día deben
comenzar con una acción de gracias, es justo que dediquemos al menos un día del
año especialmente para dar gracias a Dios por toda las gracias y dones
recibidos: las cosas buenas y las alegrías; y las cosas no tan buenas y los
sufrimientos que nos hacen acercarnos y asemejarnos más a Él y nos ayudan a
crecer espiritualmente y purificarnos. Por eso, cuando nos sentemos a la mesa a
compartir el alimento que hemos recibido de su generosidad, digamos: “Señor
Dios, Padre lleno de amor, al darte gracias por estos alimentos y por todas tus
maravillas, te pedimos que tu luz nos haga descubrir siempre que has sido tú, y
no nuestro poder, quien nos ha dado fuerza para obtener lo que tenemos”
(adaptada de la Oración Colecta para hoy).