“Navidad no es solo un día, sino una temporada completa”…
Un sacerdote de Filipinas, el P. Rolly Arjonillo, recordó que la Navidad no termina con la celebración del 25 de diciembre, sino que para los católicos este tiempo debe seguir celebrándose.
“Después de cuatro semanas de preparación en Adviento para este evento tan importante en la historia de la humanidad, toda la Iglesia y el mundo cristiano están llenos de alegría y gratitud a la Santísima Trinidad, a la Madre María y a San José, ya que finalmente se conmemora el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, Rey y Salvador”, dijo el P. Rolly a través de la página de Facebook y el sitio web de “Católicos Esforzándose por la Santidad”.
Como indica CBCP News, el sacerdote dijo que la liturgia de la Iglesia señala que la Navidad no es solo un día, sino una temporada completa que dura desde la víspera de Navidad, el 24 de diciembre, hasta la fiesta del Bautismo del Señor (generalmente el domingo después de la Epifanía).
“La proclamación navideña del nacimiento del Salvador debe impregnar todos los momentos de nuestra existencia, convencidos de que el inmenso amor de Dios por cada uno de nosotros está siempre dispuesto a hacer lo necesario para llevarnos a la felicidad sin fin y para la vida eterna. Él está con nosotros siempre y nunca nos abandonará”, continuó el presbítero.
Finalmente, dijo que el católico debe hacer de esta Navidad “un encuentro nuevo y especial con Dios, si lo contemplamos y entramos en la verdadera Natividad de Cristo”.
El ángel le dice, “levántate, coge a tu familia y márchate a Egipto”, y José no titubea, no cuestiona; simplemente actúa.
Hoy celebramos la Fiesta de los Santos Inocentes, mártires.
Al igual que hace apenas dos días, cuando celebramos la Fiesta de san Esteban,
nos enfrentamos a la dureza del camino que espera a ese niño que acaba de
nacer. Esas fuerzas del mal, que la primera lectura (1 Jn 1,5-2,2) nos presenta
como las “tinieblas”, acecharán a Jesús desde su nacimiento y acabarán
clavándolo en la cruz. Pero Jesús es la luz que vence las tinieblas, y en ese
aparente triunfo de las fuerzas de las tinieblas, está la victoria de Jesús-Luz,
quien aceptando su muerte de cruz se convirtió en “víctima de propiciación por
nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo
entero” (2,2).
En la lectura evangélica de hoy (Mt 2,13-18) vemos las
tinieblas del mal que surgen amenazantes sobre el Niño Dios recién nacido. Un
presagio de lo que le espera. La Iglesia no quiere que perdamos de vista que
ese niño hermoso y frágil que nació en Belén de Judá fue enviado por Dios para
nuestra salvación. La historia nos presenta a Herodes como uno de los seres más
sanguinarios de su época, quien había usurpado el trono, por lo que temía que
en cualquier momento alguien hiciera lo propio con él. Y con tal de mantener el
poder, estaba dispuesto a matar, como de hecho lo hizo durante todo su reinado.
El rey Herodes representa esas fuerzas del mal,
caracterizadas por las tinieblas, que encontramos día tras día en nuestro
camino y que ponen a prueba, no solo nuestra fe, sino nuestra capacidad para
practicar la Misericordia.
Herodes había pedido a los magos que le avisaran el lugar en
que encontraran al Niño para ir a adorarle. Cuando se marcharon los magos, el
ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, coge al
niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque
Herodes va a buscar al niño para matarlo”. El ángel también les había dicho a
los magos que se marcharan por otro camino. Herodes, sintiéndose burlado, hizo
calcular la fecha en que los magos vieron la estrella por primera vez, y “mandó
matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores”.
Podríamos intentar hacer toda una exégesis sobre el
paralelismo que Mateo quiere establecer entre Jesús y Moisés, presentándonos a
Jesús como el “nuevo Moisés” (paralelismo que encontramos hasta en la
estructura del primer Evangelio), y cómo quiere probar que en la persona de
Jesús se cumplen todas las promesas del Antiguo Testamento, pero el espacio
limitado nos traiciona.
Nos limitaremos a resaltar una característica de José, quien
desempeña un papel protagónico en el relato de Mateo: su fe absoluta en Dios. A
lo largo del todo el relato vemos cómo José convierte en acción la Palabra de
Dios (la característica principal de la fe). El ángel le dice, levántate, coge
a tu familia y márchate a Egipto, y José no titubea, no cuestiona; simplemente
actúa. Del mismo modo cuando le dice “regresa”, actúa de conformidad a la
Palabra de Dios. Confía en la Providencia Divina.
Siempre proponemos a Abraham y María como modelos de fe y pasamos por alto a este santo varón que el mismo Dios escogió para ser el padre adoptivo de su Hijo. Jesús y su madre María salvaron sus vidas gracias a la fe de José. En esta Fiesta de los Santos Inocentes, y especialmente en este año que el Papa ha dedicado a la persona de José, pidamos al Señor la fe de José.
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”.
Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la
liturgia nos presenta como lectura evangélica el pasaje de la Presentación del
Niño en el Templo (Lc 2, 2,22-40). En cumplimiento de la Ley de Moisés, la
Sagrada Familia acude al Templo para la purificación de la madre (Lv 12,1-4),
la ofrenda del primogénito a Dios (Ex 13,2; Núm 18,15) y su rescate mediante un
sacrificio. Según Lv 12,1-4, la madre quedaba impura por cuarenta días después
del parto por haber derramado sangre, y tenía que acudir al Templo para su
purificación. En esa misma fecha tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Lucas
es el único de los evangelistas que nos narra ese importante evento en la vida
de Jesús.
Esta Fiesta litúrgica nos enfatiza el carácter totalizante
de la Encarnación que acabamos de celebrar en la Natividad del Señor. Jesús
nació en el seno de una familia como la tuya y la mía y estuvo sujeto a todas
las reglas, leyes y ritos sociales y religiosos de su tiempo. Está claro; Jesús
es Dios, no necesitaba presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual
en todo a nosotros, excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el
cumplimiento de la Ley y la obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18): “No piensen que vine para abolir la Ley o los
Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no
desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y
la tierra, hasta que todo se realice”. Como diría el papa emérito Benedicto
XVI: “Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia,
que recorrerá hasta las últimas consecuencias”.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la
profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según
tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a
tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a
las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y
a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el
Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo
estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y
ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando
en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el
papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba
entregando también a sí misma a la misión redentora de este. ¿María corredentora?
Habiendo cumplido con la Ley, la Sagrada Familia regresó a
su hogar, donde continuaron viviendo como una familia común: “se volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se
llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”.
En este domingo de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la
gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y en nuestros
corazones.
Hoy Puerto Rico, y toda América Latina, celebra la Fiesta de la Patrona de América Latina, Señora y Madre de los mexicanos, y declarada “Emperatriz de las Américas” por el papa Pío XII, en un mensaje radial a los mexicanos el 12 de octubre de 1945.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para esta
Fiesta (Lc 1,39-48) nos narra la visita de la Virgen María a su prima Isabel, y
el comienzo del hermoso cántico del Magníficat. María está encinta, y a pesar
de su preñez, parte presurosa a ayudar a su parienta, quien es una mujer mayor que
se encuentra en sus últimos tres meses del embarazo.
Esa es la Virgen que se presenta a san Juan Diego en el
Tepeyac. Si examinamos detenidamente la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe,
notamos que la parte más iluminada es el vientre, que aparece ligera y
delicadamente distendido, como el de una joven mujer al comienzo de su embarazo.
Este hecho se confirma por la cinta negra que la Virgen lleva alrededor de la
cintura, que es una prenda que usaban las mujeres aztecas cuando estaban
embarazadas. ¡Qué imagen tan hermosa! Esta imagen de la Guadalupana es tan rica
en símbolos, que resulta imposible ni tan siquiera intentar enumerarlos en tan
corto espacio.
Poseyendo la Santísima Virgen un cuerpo glorificado al haber
sido asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial (parte del dogma de la
Asunción), puede adaptarse, tomar diferentes características físicas: su edad,
estatura, apariencia, características étnicas, idioma, vestuario, etc. Así la
Virgen se acomoda a la cultura y el lenguaje del vidente con miras a un fin
pedagógico. De hecho, toda la simbología de la imagen ha sido descrita como una
“escritura jeroglífica”, un “catecismo” especial para que los nuevos conversos,
que aún no hablaban el castellano, pudieran entenderla.
En el caso de Nuestra Señora de Guadalupe, notamos además
que su rostro no es ni indígena, ni español, sino una mezcla de ambas razas,
mestizo. Esta apariencia parece anunciar la aparición de una nueva raza
producto de la unión de ambas razas: el pueblo mexicano. Una nueva raza
producto de la unión de otras dos con un elemento común: la fe católica. “He
aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”
(Is 7,14). Así la Guadalupana “da a luz” también a un nuevo pueblo que nace
junto a la evangelización de América y tiene como elemento común al Emanuel,
“Dios-en-nosotros”. Una raza, un pueblo genuinamente latinoamericano, que
recibió a Jesús en su corazón, tal y como estamos preparándonos nosotros “hoy”,
durante el Adviento, para recibirle en los nuestros.
No es por coincidencia, sino por “Diosidencia”, como dice mi esposa, que la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe se celebra durante el Adviento, y durante la parte del Adviento en que se nos llama a la conversión. Es un hecho histórico que en un período tan corto como diez años a partir de la aparición de Nuestra Señora en el Tepeyac, la fe católica se propagó por todo el continente, logrando la conversión de todos los pueblos latinoamericanos.
Este Adviento que nos ha tocado vivir en medio de una pandemia, tornemos nuestra mirada al rostro amoroso de Santa María de Guadalupe y meditemos sus palabras a San Juan Diego:
“Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante aflictiva.¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?”
Hoy hacemos un alto en la liturgia de Adviento para celebrar la Fiesta de san Andrés, apóstol. Andrés, oriundo de Betsaida (Jn 1,44), discípulo de Juan y hermano de Simón-Pedro, fue uno de los cuatro apóstoles originales (junto a Pedro, Santiago y Juan). El relato evangélico que la liturgia dispone para esta Fiesta (Mt 4,18-22), nos narra la vocación de estos primeros discípulos, que eran pescadores en el mar de Galilea. En ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra vocación viene del verbo latino vocare, que quiere decir llamar. Así, la vocación es un llamado, en este caso de parte de Jesús.
Y los llamados de Jesús siempre son directos, sin rodeos, al
grano. “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Una mirada
penetrante y una palabra o una frase; imposible de resistir. Siempre que leo la
vocación de cada uno de los apóstoles trato de imaginar los ojos, la mirada de
Jesús, y la firmeza de su voz. Y se me eriza la piel. Por eso la respuesta de
los discípulos es inmediata y se traduce en acción, no en palabras.
Nos dice la lectura que Andrés y Simón, “inmediatamente
dejaron las redes y lo siguieron”. En cuanto a los hijos de Zebedeo nos dice la
lectura que “inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron”. Cabe
señalar que en el relato evangélico de Juan, Andrés vio y siguió a Jesús
primero, y es él quien va su hermano Simón Pedro y le dice: “Hemos encontrado
al Mesías” (Jn 1,41). Tan impactante fue la experiencia de aquél primer
encuentro con Jesús, que Juan recuerda la hora en que eso sucedió: “Eran como
las cuatro de la tarde” (Jn 1,39). En cuanto a estos últimos, vemos no solo la
inmediatez del seguimiento, sino también la radicalidad del mismo. Dejaron, no
solo la barca, sino a su padre también. “Cualquiera que venga a mí y no me ame
más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y
hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26; Mt
10,37). Dejarlo todo con tal de seguir a Jesús.
Mateo utiliza el lenguaje de la pesca en el escenario del
mar de Galilea, y la frase “pescadores de hombres” con miras al objetivo de su
relato evangélico, dirigido a los judíos que se habían convertido al
cristianismo, con el propósito de demostrar que Jesús es el mesías prometido en
quien se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Así, alude a la
profecía de Ezequiel, en la que se utiliza la metáfora del mar, la pesca
abundante y la variedad de peces (Ez 47,8-10) para significar la misión
profética a la que Jesús llama a sus discípulos, dirigida a convertir a todos,
judíos y paganos.
Hoy Jesús nos llama a ser “pescadores de hombres”. Y la
respuesta que Él espera de nosotros no es una palabra, ni una explicación o
excusa (Cfr. Lc 9,59-61); es una
acción, como la del mismo Mateo, quien cuando Jesús le dijo: “Sígueme”, “dejándolo
todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5,27; Mt 9,9; Mc 2,14).
“Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”.
Hoy celebramos la Fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de
Letrán, que constituye la sede de la Cátedra del Papa en su carácter de
Obispo de Roma, es decir, que es la catedral de Roma. La tradición de celebrar
esta Fiesta se remonta al siglo XII, y tiene como propósito honrar esa basílica
que es llamada “madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe”, por
ser, como hemos dicho, la “cátedra de Pedro”.
Las lecturas que la liturgia nos propone hoy, abarcan
toda la dimensión de lo que constituye el “templo” para nosotros los
cristianos. En el segundo texto que se nos propone como lectura (1 Cor
3,9c-11.16-17) Pablo nos recuerda que nosotros somos el verdadero templo de
Dios: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque
el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros”. “Vendremos a él, y
haremos morada en él” (Jn 14,23); “¿No sabéis que sois templo de Dios?”. No hay
duda de que Dios está en todas partes, por lo que su presencia no está
circunscrita a los templos edificados por manos humanas. Es algo que aprendemos
desde la catequesis infantil.
No obstante, ya desde el Antiguo Testamento
Dios enseña a su pueblo la importancia de separar una estructura sagrada para congregarnos
con el propósito de rendirle el culto de adoración que solo Él merece (la palabra
“sagrado” quiere decir “separado”). El mismo Jesús fue presentado en el Templo
(Lc 2,22-40), acudía al Templo para observar las fiestas religiosas (Lc 2,41-42;
Jn 2,13), y lo encontramos en innumerables ocasiones enseñando en el Templo o
en la sinagoga.
En el Evangelio que contemplamos hoy (Jn
2,13-22) se hace patente la importancia que Jesús le reconoce al Templo, y el
respeto que le merece, cuando cita el Salmo 69,10: “El celo de tu casa me
devora”. Este es el pasaje en que Jesús expulsa por la fuerza a los mercaderes
del templo, increpándolos por haber convertido “en un mercado la casa de [su]
Padre”. Pero al mismo tiempo reconoce que su cuerpo (del cual todos formamos
parte – Cfr. 1 Cor 10,17; 12,12-27; Ef 1,13; 2,16; 3,6; 4, 4.12-16; Col 1,18.24;
2,19; 3,15) es también un templo: “Destruid este templo, y en tres días lo
levantaré”.
“El celo de tu casa me devora”. Cada vez que
entro en un templo y me encuentro a todo el mundo “socializando” y hablando
nimiedades, y hasta murmurando contra otros hermanos, en presencia de Jesús
sacramentado, cuya presencia es reconocida por apenas dos o tres personas,
entiendo lo que sintió Jesús cuando volcó las mesas de los cambistas y expulsó
a los mercaderes. Entonces voy y me postro ante Él y pido por ellos, y ruego al
Señor que al verme, descubran Su presencia en el sagrario y cesen de convertir
su Casa en un mercado, que es precisamente lo que el nivel de ruido que se
percibe nos evoca.
Hoy, pidamos al Señor que nos permita
reconocer nuestros cuerpos como templos suyos, respetándolos como tal, reconocer
los templos de nuestra Iglesia como lugares sagrados en los que Él habita
también, y comportarnos con el respeto que merecen.
“Subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios”.
Hoy la Iglesia Universal celebra la Fiesta de
los Santos Simón y Judas, apóstoles. Estos apóstoles tenían nombres en común
con otros de los “doce”. Por eso los evangelistas y los propios apóstoles se
referían a ellos como “Zelote” (o “Celotes”) y “Tadeo”, respectivamente para
diferenciarlos de Simón Pedro y Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús.
Como primera lectura para esta celebración, la
liturgia nos ofrece el fragmento de la carta a los Efesios (2,19,22), en la que
san Pablo nos recuerda que somos “ciudadanos de los santos y miembros de la
familia de Dios”, que estamos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y
profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por eso decimos que
nuestra Iglesia es “apostólica”.
El relato evangélico que nos brinda la
liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce”. Este pasaje,
que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a
orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una
característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de
oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc
23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar
apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús
orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su
actividad salvadora, se alimentaba constantemente de ese diálogo silencioso con
su Padre celestial.
La elección de los apóstoles no fue la
excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección
de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba
“compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable
del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una
“visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.
Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y
el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si
analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia
descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración,
personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que
forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los
pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que
supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía
Jesús.
Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la
última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una
conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE
está disponible; no tenemos que “textearle” ni llamarlo para saber si está en
casa, o si puede recibirnos. Tan solo tenemos que pensarle.
Es cierto, no todos podemos dedicar una noche,
o un día completo a la oración, pero si sumamos las horas que pasamos
“descansando”, “chateando”, o viendo la tele, tendremos una medida de cuánto
tiempo podemos dedicar a la oración. Estoy seguro que Simón y Judas lo
hicieron.
Según la tradición, la Madre de Dios, en persona, enseñó a Santo Domingo de Guzmán a rezar el rosario.
Hoy celebramos la
memoria obligatoria (fiesta para nosotros los dominicos) de Nuestra Señora del
Rosario, y nuestra Provincia Eclesiástica nos propone las lecturas propias de
la celebración. Todas ensalzan la persona de María, especialmente en su
dimensión orante.
Como primera lectura
contemplamos Hc 1,12-14, que concluye con el colegio apostólico unidos en
oración en compañía de algunas mujeres y de María, la madre de Jesús. Como salmo
se nos regala el hermoso cántico del Magníficat (Lc 1,46-55) y, para el
evangelio, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38). ¡Un verdadero banquete
mariano! Y todas las lecturas nos apuntan al papel protagónico de la Santísima
Virgen María en la labor redentora de su hijo y en la historia de la salvación.
Estas lecturas
son tan ricas que podríamos predicar un retiro espiritual sobre cada una de ellas.
Por el momento,
nos limitaremos a señalar que la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, que fue
instituida por el Papa dominico san Pío V el 7 de octubre, en el aniversario de
la victoria obtenida por los cristianos en la Batalla naval de Lepanto (1571)
atribuida a la Madre de Dios, invocada por la oración del rosario.
La celebración de
este día es una invitación para todos a meditar los misterios de Cristo, en
compañía de la Virgen María, que estuvo asociada de un modo especialísimo a la
encarnación, la pasión y la gloria de la resurrección del Hijo de Dios.
Según la tradición, la Madre de Dios, en persona, enseñó a Santo Domingo de Guzmán a rezar el rosario en el año 1208 y le dijo que propagara esta devoción y la utilizara como arma poderosa en contra de los enemigos de la fe. Nuestro Padre Domingo de Guzmán había ido al sur de Francia para convertir a los que se habían apartado de la Iglesia por la herejía albingense.
Luego de varios
intentos no muy exitosos en su afán de convertir a los albigenses, Domingo se
sentía un tanto defraudado, mas no falto de fe. Para ese tiempo inició una
orden religiosa para las mujeres jóvenes convertidas. Su convento se encontraba
en Prouille, junto a una capilla dedicada a la Santísima Virgen. Fue en
esta capilla en donde Domingo le suplicó a Nuestra Señora que lo ayudara, pues
sentía que no estaba logrando casi nada. Cuentan que mientras estaba en oración
la Santísima Virgen se le apareció en la capilla. En su mano sostenía un
rosario y le enseñó a Domingo a recitarlo. Dijo que lo predicara por todo el
mundo, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y obtendrían
abundantes gracias.
Domingo salió de
allí lleno de celo, con el rosario en la mano. Efectivamente, lo predicó, y con
gran éxito porque muchos albingenses volvieron a la fe católica.
Lamentablemente
la situación entre albingenses y cristianos estaba además vinculada con la
política, lo cual hizo que la cosa llegase a la guerra. Simón de Montfort,
el dirigente del ejército cristiano y a la vez amigo de Domingo, hizo que éste
enseñara a las tropas a rezar el rosario. Lo rezaron con gran devoción antes de
su batalla más importante en Muret. De Montfort consideró que su
victoria había sido un verdadero milagro y el resultado del rosario. Como signo
de gratitud, De Montfort construyó la primera capilla a Nuestra Señora del
Rosario.
Hoy celebramos la Fiesta de los Santos
Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. La existencia de esos “seres espirituales,
no corporales, que la Sagrada Escritura llama ángeles, es una vedad de fe”
(Catecismo de la Iglesia Católica 328). Continúa diciendo el CIC que estos
seres “en tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y
voluntad: son criaturas personales e inmortales (Cfr. Lc 20,36). Superan
en perfección a todas las criaturas visibles” (330). De ahí que en la Carta a
los Hebreos, se nos diga: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el
Hijo del hombre para que lo tomes en cuenta? Por un momento lo hiciste más bajo
que los ángeles;… (Hb 2,6-7)”.
Vemos a los ángeles interviniendo como
mensajeros de Dios a lo largo de toda la historia de la salvación. La Biblia y
la Tradición nos enumeran a los ángeles en tres jerarquías divididas en tres
coros cada una, para un total de nueve coros u órdenes angélicos. En la tercera
jerarquía se cuentan los “Principados”, los “Arcángeles” y los “Ángeles”.
San Agustín dice al respecto que “[e]l nombre
de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te
diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel”
(Cfr. CIC 329). Así cada uno de los ángeles tiene un oficio, como
aquellos encargados de custodiarnos (los llamados ángeles custodios o ángeles
de la guarda, cuya memoria celebramos el 2 de octubre). De hecho, el
significado de sus nombres apunta hacia su oficio. Miguel significa “¿quién como
Dios?”, Gabriel significa “fuerza de Dios”, y Rafael significa “Dios ha curado”
o “medicina de Dios”.
A los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y
Rafael los encontramos interviniendo directamente en la vida de los hombres (Cfr.
Ex 23,20) para llevar a cabo una misión encomendada por el mismo Dios. Sus
nombres se mencionan en la Sagrada Escritura. Así por ejemplo, encontramos a
San Miguel en el libro de Daniel (10,13; 12,1; Ap 12,7-9); a San Gabriel en Dn
9,21; Lc 1,26 (la Anunciación); y a Rafael en Tb 12,15. Por eso celebramos esta
fiesta litúrgica.
La liturgia de hoy nos presenta dos textos
alternativos como primera lectura (Dn 7,9-10, o Ap 12,7-12a). El primero nos
presenta una visión del profeta sobre la corte celestial con miles de ángeles
sirviéndole. El segundo es el conocido texto de la batalla final entre Miguel,
al mando de las legiones angélicas, contra el “dragón” que intentaba comerse el
hijo de la “mujer”, y cómo éste queda derrotado y es arrojado para siempre del
cielo.
Sin pretender entrar en una exégesis de este
pasaje tan provocador, baste señalar que podemos ver cómo Dios se vale de sus
seres angélicos para proteger a los que le creen. Por tanto, siendo seres que
están cerca de Dios, no debemos vacilar en pedir su intercesión.
La lectura evangélica (Jn 1,47-51), por su
parte, nos narra la vocación de Bartolomé, a quien Juan llama Natanael, que la
liturgia coloca dentro de esta fiesta por la sentencia pronunciada por Jesús al
final del pasaje, que confirma la existencia de los ángeles: “En verdad, en
verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar
sobre el Hijo del hombre”.
“Vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.» Él se levantó y lo siguió”.
Hoy celebramos la Fiesta de san Mateo, apóstol
y evangelista. Para esta celebración la liturgia nos presenta como primera
lectura un fragmento de la carta de san Pablo a los Efesios (4,1-7.11-13). El
Evangelio, por su parte, nos remite al pasaje que nos narra la vocación de
Mateo (Mt 9,9-13). Resulta curioso que Mateo, en su relato, se llama a sí mismo
“Mateo” (que quiere decir don de Dios), mientras que Marcos y Lucas le llaman
Leví, que con toda certeza era su verdadero nombre hebreo.
La primera lectura está enmarcada en el
discurso sobre la diversidad de carismas que Pablo dirige a los cristianos de
Éfeso, muy parecido al que leemos en el capítulo 12 de la Carta a los Corintios:
“cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha
distribuido. Él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a
otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros”.
De ahí pasamos a la lectura evangélica, que
nos presenta uno de los pasajes más sencillos, y a la vez impactantes, del
Nuevo Testamento: “Al irse de allí, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, que
estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él
se levantó y lo siguió”.
Cada vez que leo ese versículo, no puedo
evitar imaginarme la escena. Mateo, colector de impuestos (“publicano”) al
servicio del rey Herodes Antipas, sentado frente a su mesa de recaudación, un
día cualquiera, probablemente cuadrando su contabilidad. De momento siente la
presencia de alguien que se detiene frente a su mesa. Pensando que era alguien
que venía a pagar su impuesto, levanta los ojos. Y se encuentra con la mirada
más intensa que jamás haya visto; una de esas miradas que penetran hasta lo más
profundo de nuestro ser.
No sabe qué decir… tal vez intenta balbucear
algo, pero no puede emitir sonido alguno. De momento esa mirada se desborda en
una sola palabra: “Sígueme”. Ante esa palabra, pronunciada por el mismo Dios,
Mateo no puede resistirse. Todo ha pasado a un segundo plano. Ya nada importa
más que seguir ese imperativo que él no comprende, pero que todo su ser le dice
que en ese seguimiento le va la vida misma. Deja atrás la mesa con todos sus
libros de contabilidad y el dinero de los recaudos, todo lo que lo ataba. Ya nada
importa que no sea una respuesta radical a ese “Sígueme” que había cambiado su
vida para siempre. Mateo acababa de tener un encuentro personal con Jesús.
Jesús no necesita de largos discursos
promocionales ni portentos. El que tiene un encuentro personal con Él, no tiene
otra alternativa que seguirle. El “sígueme” es meramente la verbalización, la
confirmación de lo que la persona ya intuye. Jesús nos llama constantemente a
seguirle. Y esa llamada puede tomar miles de formas. Pero la palabra es la
misma siempre: “Sígueme”. Cada llamada, cada “vocación” implica una misión. Y
esa misión está relacionada con los carismas que se nos han dado.
Hoy, pidámosle al Señor que nos conceda la
gracia de escuchar ese “sígueme”, imposible de resistir, que nos conducirá a la
vida eterna.