En este corto te explicamos el significado de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, en la que proclamamos Su presencia verdadera, real y sustancial bajo las especies de Pan y Vino.
En este corto reflexionamos sobre el significado de la Transfiguración del Señor y cómo nosotros podemos participar de ella en cada celebración de la Eucaristía.
Las lecturas bíblicas que nos propone la liturgia para el día de hoy (1 Cor 11,17-26.33 y Lc 7,1-11), aparentemente desarraigadas entre sí, tienen un vínculo que las une. La primera es uno de los “regaños” de Pablo a la comunidad de Corinto, que tantos dolores de cabeza le causó, por la conducta desordenada que estaban observando en las celebraciones eucarísticas, y la desunión que se manifestaba entre ellos. Pablo aprovecha la oportunidad para enfatizar la importancia y seriedad que reviste esa celebración, narrando el episodio de la institución de la Eucaristía que todos conocemos, pues lo repetimos cada vez que la celebramos.
La lectura evangélica, por su parte, nos narra la curación del criado del centurión. En ese episodio un centurión (pagano), envía unos judíos a hablar con Jesús para que este curara a su siervo, que estaba muy enfermo. Jesús partió hacia la casa del centurión para curarlo, pero cuando iba de camino, llegaron unos emisarios de este que le dijeron a Jesús que les mandaba decir a Jesús: “Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano”. A renglón seguido añade que él está bajo el mando de superiores y a su vez tiene subordinados.
Tenemos ante nosotros a todo un militar de alto rango que reconoce la autoridad de Jesús por encima de la de él, y que la presencia física no es necesaria para que la palabra con autoridad sea efectiva. Pero el centurión no solo le reconoce autoridad a Jesús, se reconoce indigno de Él, se reconoce pecador. Es la misma reacción que observamos en Pedro en el pasaje de la pesca milagrosa: “Apártate de mí, que soy un pecador” (Lc 5,8). He aquí el vínculo entre la primera y segunda lecturas. ¿Qué decimos inmediatamente antes de la comunión? “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para salvarme”.
Esta actuación del centurión de dar crédito a la Palabra de Jesús y hacer de ella un acto de fe, lleva a Jesús a exclamar: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”. Se trata de una confianza plena en la Palabra de Jesús. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no se trata de meramente “creer en Jesús”, se trata de “creerle a Jesús”. Es la actitud de Pedro en el episodio de la pesca milagrosa: “Si tú lo dices, echaré las redes” (Lc 5,5). A diferencia de los judíos que exigían signos y requerían presencia para los milagros, este pagano supo confiar en el poder salvífico y sanador de la Palabra de Jesús.
La versión de Mateo sobre este episodio contiene un versículo que Lucas omite, que le da mayor alcance al mismo: “Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes” (Mt 8,11-12). Vino a los suyos y no lo recibieron (Jn 1,11). No lo recibieron porque les faltaba fe. La Nueva Alianza que Jesús viene a traernos se transmite, no por la carne como la Antigua, sino por la infusión del Espíritu. El Espíritu que nos infunde la virtud teologal de la fe, por la cual creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado. Y esa está abierta a todos, judíos y gentiles.
Hoy, pidamos al Señor que acreciente en nosotros la virtud de la fe, para que creyendo en su Palabra y poniéndola en práctica, seamos acreedores de las promesas del Reino.
El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta otra de las parábolas del Reino. Esta vez Jesús compara el Reino con un banquete de bodas. En la lectura que contemplamos hoy, Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.
En esta ocasión el mensaje gira en torno a la invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que damos a la misma.
Nos narra la parábola que un rey celebraba la boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su ciudad.
Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora, porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos, de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala de banquetes se llenó de comensales”.
Pero, como hemos dicho en ocasiones anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la “letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr. Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.
Señor, dame la gracia para aceptar tu invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).
La lectura evangélica para hoy lunes de la decimoctava semana de tiempo ordinario (Mt 14,13-21) nos presenta el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad, del amor. Nos dice la Escritura que al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se retiró a un lugar tranquilo y apartado, como solía hacer cuando quería hablar con el Padre (orar).
Esa multitud anónima que le seguía se enteró y acudieron a Él. Al ver el gentío, a Jesús “le dio lástima”. La versión de Marcos nos dice que Jesús sintió lástima de la multitud porque andaban “como ovejas sin pastor” (Mc 6,34) y se sentó a enseñarles muchas cosas. Mateo nos añade que curó a los enfermos; el prototipo del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (Cfr. Jn 10).
Lo cierto es que al caer la tarde los discípulos le sugirieron a Jesús que despidiera la gente para que cada cual resolviera sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hizo esperar: “Dadles vosotros de comer”.
Mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces que tenían e hizo que la gente se sentara en la yerba. Entonces, “tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”.
Como siempre, Jesús, con sus gestos, nos está mostrando el camino a seguir. No se limitó a compadecerse, sentir lástima. Pasó de compadecerse a compartir. Compartió todo lo que tenía: su Palabra, su Persona, y su Pan. Y en ese compartir todo se multiplicó. Ese milagro lo vemos a diario en los que practican la verdadera caridad; no dar lo que sobra, sino lo que tenemos; mucho o poco.
Vemos también en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.
La Eucaristía, el verdadero pan, el único capaz de saciar nuestra hambre de Dios, el que nos alimenta para la vida eterna. “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera” (Jn 6,49-50).
Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy, viernes de la Octava de Pascua, es la tercera aparición de
Jesús a sus discípulos en el relato evangélico de Juan (21,1-14). Esta
narración la coloca Juan en un apéndice o epílogo de su relato evangélico. Da
la impresión de que se le había olvidado este relato de “la pesca milagrosa”
que él consideró importante, y como ya había concluido su evangelio, se lo
añade al final. Y para darle continuidad a la trama, nos lo presenta con Jesús
ya resucitado y con su cuerpo glorificado. Por eso vemos cierto grado de
misterio sobre su identidad al comienzo del relato, pues de primera intención
no lo reconocen.
Les invito a comparar este con el mismo relato
en Lucas (5,1-11), donde el episodio ocurre en el contexto de una predicación
de Jesús en la cual se sube a la barca de Pedro para continuar predicando por
el gentío tan grande que se había congregado y luego, por indicación de Jesús,
salen a pescar y ocurre la “pesca milagrosa”.
Aparte del simbolismo obvio de la barca de
Pedro con la Iglesia, y de las redes con la predicación la Palabra por parte de
los apóstoles y cómo esta dará fruto abundante, Juan le añade otros elementos y
símbolos en función de su tesis, para hacer su relato cónsono con los relatos
de las apariciones de Jesús.
Así, por ejemplo, le añade un elemento que no
encontramos en el relato de Lucas: Jesús, con su cuerpo glorificado, come
delante de los discípulos, y es Él mismo quien reparte el pan y los peces. Este
detalle nos evoca la insistencia de parte de Jesús en comer delante de sus
discípulos, al igual que vimos en el relato de los discípulos de Emaús (Lc
24,13-35) y en la continuación que contemplamos ayer (Lc 24,35-48), hecho que,
además de enfatizar la realidad de la resurrección, nos presenta un símbolo de
la Eucaristía.
Otro detalle que Juan le añade; el número de
“peces grandes” que sacaron de la red: “ciento cincuenta y tres”. Podemos
preguntar: ¿Habrán realmente contado los peces? ¿Por qué la insistencia de Juan
en mencionar el número de peces? Recordemos que Juan escribe su relato
evangélico hacia el año 100, en plena persecución de los cristianos por parte
del Imperio Romano, por cuyo territorio el anuncio del Reino iba expandiéndose
cada vez más. Si tomamos la barca de Pedro como símbolo de la Iglesia, y las
redes como símbolo de la predicación de la Palabra (una red que a pesar del
número tan grande de peces “no se rompió”) en el contexto histórico de la
época, encontramos que ciento cincuenta y tres era el número de provincias del
Imperio Romano. Es decir que el anuncio del Reino, y el testimonio de la
gloriosa Resurrección de Jesús, habrían de llegar a los confines del mundo
conocido, y la red no se rompería.
Jesús llamó a los de su época a dar testimonio
de Él, y esa Palabra es “viva y eficaz” (Hb 4,12). Así nos interpela a nosotros
hoy también. Que nuestras palabras durante la liturgia eucarística, al decir: “Anunciamos
Tu muerte; proclamamos Tu resurrección”, no sean tan solo una fórmula ritual,
sino un plan de vida.
Continuamos nuestro camino en la Octava de
Pascua con las apariciones del Resucitado a sus discípulos. Hoy la liturgia nos
brinda la narración de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35).
El relato nos presenta a dos discípulos que
salían de Jerusalén rumbo a una aldea llamada Emaús. Iban decepcionados,
alicaídos. El Mesías en quien habían puesto todas sus esperanzas había muerto.
Habían oído decir que estaba vivo, pero no parecían estar muy convencidos. En
otras palabras, les faltaba fe o, al menos, esta se había debilitado con la
experiencia traumática de la Pasión y muerte de Jesús.
Jesús sabe lo que van hablando; Él conoce
nuestros corazones. Aun así, se acerca a ellos y les pregunta. Ellos no le
reconocen, sus ojos están cegados por los acontecimientos. Le relatan sus
experiencias y comparten con Él su tristeza y desilusión. Jesús los confronta
con las Escrituras: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los
profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su
gloria?” Pero no se limitó a eso. Con toda su paciencia se sentó a explicarles
lo que de Él decían las Escrituras, “comenzando por Moisés y siguiendo por los
profetas”.
Ellos se interesan por lo que está diciéndoles
aquél “forastero” que encontraron en el camino. No quieren que se marche. Se
sienten atraídos hacia Él, pero todavía no le reconocen. Más adelante, luego de
reconocerle, dirán cómo les “ardía el corazón” cuando les hablaba y les
explicaba las Escrituras.
Le invitan a compartir la cena con ellos.
Allí, “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo
partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Ese
gesto de Jesús, el mismo que compartió con sus discípulos en la última cena,
hizo que se les abrieran los ojos de la fe. El relato continúa diciéndonos que
tan pronto lo reconocieron, Jesús “desapareció”. Desapareció de su vista
física, pero habían tenido la oportunidad de ver el cuerpo glorificado del
Resucitado, y esa “presencia” permaneció con ellos, al punto que regresaron a
Jerusalén a informar lo ocurrido a los “once” y sus compañeros, quienes ya
estaban diciendo “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.
Este pasaje está tan lleno de símbolos, que
resulta imposible abordarlos todos en este espacio limitado. Nos limitaremos a
comparar el camino de Emaús con nuestra propia vida, y el encuentro de estos con
Jesús, con la Eucaristía.
Durante nuestro diario vivir, nos enfrentamos
a los avatares que la vida nos lanza, ilusiones, decepciones, alegrías,
fracasos. Y nuestra vista se va nublando al punto que nos imposibilita ver a
Jesús que camina a nuestro lado.
Llegado el domingo, nos congregamos para la
celebración eucarística y, al igual que los discípulos de Emaús, primero escuchamos
las Escrituras y se nos explican. Eso hace que “arda nuestro corazón”. Finalmente,
en la liturgia eucarística que culmina la celebración, nuestros ojos se abren y
reconocemos al Resucitado. Es entonces que exclamamos: “Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección”. Y al igual que ocurrió a aquellos discípulos,
Jesús “desaparece” de nuestra vista, pero su presencia, y el gozo que esta
produce, permanecen en nuestros corazones. De ahí salimos con júbilo a
enfrentar la aventura de la vida con nuevos bríos, y a proclamar: “¡Él vive!”
La liturgia para el Jueves Santo es un
verdadero festín. En la Misa Vespertina de la Cena del Señor celebramos la
institución de la Eucaristía (que quiere decir “acción de gracias”) y el
sacerdocio. Es el comienzo del Triduo Pascual. A pesar de estar tan cercanos a
la Pasión, estamos de fiesta; por eso los ornamentos litúrgicos son blancos.
Las primeras lecturas tratan más directamente
el tema de la Eucaristía, mientras el pasaje evangélico nos presenta un episodio
relacionado: el lavatorio de los pies.
La primera lectura, tomada del libro del Éxodo
(12,1-8.11-14), hace memoria del hecho liberador más importante en la historia
del pueblo de Israel, su liberación de la esclavitud en Egipto. La primera Pascua,
y la celebración de la primera cena pascual, signo de la Alianza entre Dios y
su pueblo a través de la persona de Moisés. Ese hecho liberador se convirtió en
“memorial” (zikkaron) para los judíos. Por eso, al celebrar la Pascua,
cada judío se considera que él mismo (no sus antepasados) fue liberado de la
esclavitud en Egipto.
La segunda lectura nos presenta la mejor
narración de la institución de la Eucaristía que encontramos en el Nuevo
Testamento, curiosamente por alguien que no estuvo allí, pero que la recibió
por la Tradición: el apóstol san Pablo (1 Cor 11,23-26). Esa institución se dio
durante la cena de Pascua que Jesús compartía con sus discípulos. Y en medio de
esa celebración, Jesús se ofrece a sí mismo como signo de la Alianza nueva y
eterna, y al ofrecer el pan y el vino pronunciando la acción de gracias,
instituye la cena como zikkaron (memorial) de su Pasión: “Haced esto en
memoria mía”.
La lectura evangélica, tomada del evangelio
según san Juan (13, 1-15), contiene una de las frases más hermosas y profundas
del Nuevo Testamento, y que le da sentido al Triduo Pascual que estamos
comenzando: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo”. Tanto nos amó que no quiso separarse de nosotros. Por el contrario, quiso
quedarse con nosotros en todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las
especies eucarísticas de pan y vino. Nos amó hasta el extremo, nos amó con
pasión…
Este pasaje nos narra, como dijimos, el
lavatorio de pies, que ocurre justo antes de la cena pascual. Todos conocemos
el episodio. Lo importante es lo que Jesús les dice al terminar de lavarles los
pies: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’
y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor,
os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros;
os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también
lo hagáis”.
Él estaba a punto de marcharse, pero quería
“sentar la tónica” del comportamiento que sus discípulos debían seguir.
Podríamos desarrollar toda una catequesis sobre el significado de este gesto de
Jesús, pero, como he dicho antes, el Espíritu Santo nos ha regalado la persona
del papa Francisco, quien encarna ese mensaje de humildad y servicio. Les
invito una vez más a mirarlo e imitarlo. Nuestra Iglesia está viviendo una
nueva era, y nos ha tocado la gracia de ser testigos.
La liturgia de hoy nos presenta la versión de Marcos
de la Transfiguración (9,2-13), otro de esos eventos importantes que aparecen
en los tres evangelios sinópticos.
Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a
los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano
Juan, y los llevó a un “monte alto”, que la tradición nos dice fue el Monte
Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por
unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Elías
y Moisés, conversando con Él.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta
narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en
estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la
transfiguración representó para aquellos discípulos.
Aunque nos dice la lectura que los discípulos
no sabían qué decir porque “estaban asustados”, no hay duda que ya han
comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo,
sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado
percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él
decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar
esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que
vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos
que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del
Maestro.
Pedro quedó tan impactado por esa experiencia,
que cuando escribió su segunda carta (2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción,
recalcando que fue testigo ocular de la grandeza de Jesús, añadiendo que
escuchó la voz del Padre que les dijo: “Este es mi Hijo muy amado en quien me
complazco”.
El simbolismo de la presencia de Elías y
Moisés en este pasaje es fuerte, pues Elías representa a los profetas y Moisés
representa la Ley (los profetas y la Ley son otra forma de referirse al Antiguo
Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa
el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los
términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.
Pero hay algo que siempre me ha llamado la
atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los
apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Elías y Moisés, si ellos no
los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin
agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.
Una posibilidad es que al quedar arropados de
la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los
personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos
lograron identificarlos.
Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos
discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración”
que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos
al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos
permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz
del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.