“Cualquiera que piense que sentarse en una iglesia le convierte en cristiano, también debe pensar que sentarse en un garaje le convierte en automóvil”. Hace mucho tiempo leí esto en el muro de uno de mis contactos en Facebook. Y no pude menos que pensar en la frase de Jesús que marca el comienzo de la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 7,21.24-27): “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”. Como hemos dicho en muchas ocasiones, no basta con creer en Dios, pues el mismo diablo cree en Dios. Hay que “creerle” a Dios.
La primera lectura de hoy (Is 26,1-6) nos habla de una ciudad fuerte, amurallada con doble defensa para protegernos de los enemigos. Y en ella entrará todo aquel que practique la justicia y el derecho, ese pueblo cuyo ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en Dios. “Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua”. Esa imagen de la “roca” que se repite en el Antiguo Testamento (Cfr. Salmo 94), y nos transmite esa sensación de seguridad que solo Dios puede brindarnos. La Roca que es capaz de resistir el viento, el agua y la tempestad, y permanecer inamovible.
Los exégetas ven en esta figura de la ciudad amurallada una imagen de la Iglesia, que alberga al pueblo santo de Dios, representado por el “pueblo justo, que observa la lealtad”, cuyo “ánimo está firme y mantiene la paz”.
Jesús echa mano de esa figura para describir lo que espera de nosotros mediante la parábola de los hombres que construyeron, uno sobre roca, y el otro sobre arena: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente”.
Jesucristo es nuestra Roca, el baluarte en que nos ponemos a salvo. Y Él es la Palabra encarnada, la que ha de hacerse uno con nosotros al nacer de las purísimas entrañas de María. De nada nos sirve escuchar su Palabra si no la hacemos parte de nuestras vidas, si no la ponemos en práctica. Las palabras se las lleva el viento; la conversión de corazón resiste las tormentas de las tentaciones y las pruebas, y nos hace acreedores a la filiación divina. “Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49-50).
Hoy debemos preguntarnos: ¿Cómo están los cimientos de mi fe? ¿Me conformo con “orar”, “oír” misa, y “recibir” los sacramentos, o estoy dispuesto a aceptar la voluntad del Padre? Señor, en este tiempo de Adviento, acrecienta mi fe para poder recibir la Palabra en mi corazón, y cumplir tu voluntad.