Por motivo de nuestro servicio a la Orden de Predicadores, estaremos interrumpiendo nuestras reflexiones diarias a partir de mañana. Las reanudaremos, Dios mediante, el séptimo domingo de Pascua, 2 de junio, Solemnidad de la Ascención del Señor.
“Esto les mando: que se amen unos otros”. Con
este mandato de parte de Jesús comienza y cierra el evangelio para hoy (Jn
15,12-17). Es con este mandamiento que Jesús “lleva a plenitud la ley”, y nos
libera de aquella “pesada carga” en que los fariseos y sacerdotes de su tiempo
habían convertido la Ley de Moisés. Ya no se trata de un mero cumplimiento
ritualista, se trata de entender y cumplir los mandamientos desde una nueva
óptica; la óptica del amor, conscientes de que hemos sido elegidos por Dios,
por mera gratuidad, por amor, con todos nuestros defectos. Y Él mismo nos ha
destinado para que vayamos y prodiguemos ese amor y demos fruto, y nuestro
fruto dure.
Este celo de dar a conocer la Buena Nueva del
Reino de Dios, que está cimentado en el amor, es lo que impulsa a los apóstoles
en la primera lectura de hoy (Hc 15,22-31) a enviarles una palabra de aliento a
aquellos primeros cristianos de Antioquía que estaban angustiados ante las
pretensiones de los judaizantes y los fariseos convertidos al cristianismo,
quienes predicaban que los paganos que se convertían tenían que observar las
leyes y preceptos judíos, incluyendo la circuncisión. Ellos se sintieron amados
por Dios, y ese amor es tan intenso que hay que compartirlo con todos, sin
importar que sean “diferentes”.
Y el que dispensa ese amor es el Espíritu
Santo que, como hemos dicho anteriormente, es el Amor que se profesan el Padre
y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese Espíritu fue el que llevó a los
participantes de aquél primer concilio ecuménico de Jerusalén a decidir que no
era necesario “judaizarse” para hacerse cristiano; que bastaba con creer en
Jesús y en la Buena Noticia del Reino para pertenecer a la Iglesia, el nuevo
Pueblo de Dios. Por eso preceden su mensaje con las palabras: “Hemos decidido, el
Espíritu Santo y nosotros,…”
El mensaje de Jesús es sencillo: “Esto les
mando: que se amen unos otros”. En ese corto mensaje está encerrada toda su
doctrina. Porque su Palabra es la fuente inagotable de alegría; de la verdadera
“alegría del cristiano”. Por eso la primera lectura nos dice que: “Al leer
aquellas palabras alentadoras, se alegraron mucho”.
“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”…
¿Invocas al Espíritu Santo cada vez que tienes que tomar una decisión
importante? ¿Te acercas con humildad a María, la madre de Jesús, la
“sobreabundante”, para que comparta contigo esa Gracia divina que ha hecho
maravillas en ella (Cfr. Lc 2,49)?
Hoy Jesús continúa diciéndonos lo mismo: “Esto
les mando: que se amen unos otros”. ¿De verdad crees en Jesús y le crees a
Jesús? ¡Que se te note!
La lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Jn 15,9-11) es continuación de la de ayer, que situábamos en
la sobremesa de la última cena, que Juan nos presenta, no como la cena pascual
de los sinópticos, sino como una cena de despedida que se celebra el día de la
preparación de la pascua. El pasaje que contemplamos hoy forma parte del
“discurso de despedida” de Jesús. Jesús aprovecha este discurso para afianzar
la fe de sus discípulos como preparación para la misión que les espera. Ayer
veíamos la insistencia de Jesús a sus discípulos para que permanecieran en Él.
Hoy les profesa su amor infinito e
incondicional; amor que se compara con el que el Padre le profesa a Él, subrayando
que permanecer en Él significa permanecer en Su amor: “Como el Padre me ha
amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”…
Si no viniera de labios de Jesús, diríamos que es mentira, parece increíble. ¡Jesús
nos está diciendo que nuestra unión amorosa con Él es comparable a la de Él con
el Padre! Tratemos por un momento de imaginar la magnitud de ese amor entre el
Padre y el Hijo. Sí, ese mismo amor que se derrama sobre nosotros y tiene
nombre y apellido: Espíritu Santo.
Ese anuncio del amor de Dios es el núcleo
central del mensaje evangélico. Piet Van
Breemen nos dice que “si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi
corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para
contenerlo todo entero. Así amaré a mi prójimo con ese mismo amor”.
Jesús nos está pidiendo que “permanezcamos”
(otra vez ese verbo), no solo en Él, sino en Su amor. Pero como siempre, no nos
obliga, reconoce y respeta nuestro libre albedrío. Nos dice que “si” guardamos
sus mandamientos, permanecemos en Su amor. Para recalcar la identidad entre el
amor que el Padre le tiene y el que Él nos tiene, no nos pide nada que Él mismo
no esté dispuesto a hacer: “lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor”. Como siempre, Jesús nos muestra el camino a
seguir (“Yo soy el Camino”), nos proporciona el modelo.
Ese “si…”, esa condición sujeta a nuestra
libertad, es la que va a determinar nuestra relación, nuestra unión con Dios.
Jesús nos promete Su alegría, llevada a plenitud: “para que mi alegría esté en
vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.” Se trata del gozo eterno que
podemos comenzar a disfrutar desde ahora. ¿Te animas?
Señor Jesús, ayúdanos a permanecer en Tu amor,
de la misma manera que Tú has guardado fielmente los mandamientos del Padre y
permaneces en Su amor. Así encontraremos Tu alegría y la podremos llevar a su
plenitud.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Jn 15,1-8) nos presenta otro de los famosos “Yo soy” que
encontramos en el relato evangélico de Juan: Yo soy la verdadera vid. No
se trata de una parábola, en la que Jesús utiliza una breve comparación basada
en una experiencia cotidiana de la vida, imaginaria o real, con el propósito de
enseñar una verdad espiritual. Aquí se trata de una afirmación absoluta de
Jesús: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.
A partir de esa afirmación, Jesús desarrolla
una alegoría que nos presenta unos elementos en transposición: la vid (Jesús),
los sarmientos (los discípulos) y el labrador (el Padre). Hay otro elemento
adicional que es el instrumento de limpieza y poda, que es la Palabra de Jesús:
“A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo
poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os
he hablado”.
Jesús está diciendo a sus discípulos que ellos
han sido “podados”, han sido limpiados por la Palabra del Padre que han
recibido de Él, con el mismo cuidado y diligencia que un labrador poda “a todo
el que da fruto… para que dé más fruto”.
Esta conversación de Jesús con sus discípulos
se da en el contexto de la sobremesa de la última cena. Jesús sabe que el fin
de su vida terrena está cerca; de ahí su insistencia en que los discípulos
permanezcan unidos a Él, pues sabe que a ellos les queda una larga y ardua
misión por delante. Y solo permaneciendo unidos a Él y a su Palabra, podrán
tener éxito. Juan recalca esa insistencia, poniendo siete veces (la insistencia
de Juan en el número 7) en labios de Jesús el verbo “permanecer”, entre los
versículos 4 al 8.
A pesar de que al principio de la alegoría se
nos presenta al Padre como el labrador, el énfasis del relato está en la
relación entre la vid y los sarmientos, es decir, entre Jesús y sus discípulos;
léase nosotros. Y el vínculo, la savia que mantiene con vida a los sarmientos,
es la Palabra de Jesús. Esa comunicación entre Jesús y nosotros a través de su
Palabra es la que nos mantiene “limpios”, nos va “podando” constantemente para
que demos fruto. Si nos alejamos de su Palabra, no podemos dar fruto; entonces
el Labrador nos “arrancará”, nos tirarán afuera y nos secaremos, para luego ser
recogidos y echados al fuego. Mateo nos presenta un lenguaje similar de parte
de Jesús, cuando sus discípulos le dicen que los fariseos se habían
escandalizado por sus palabras: “Toda planta que no haya plantado mi Padre
celestial, será arrancada de raíz” (Mt 15,14).
Jesús nos está invitando a seguirlo, pero ese
seguimiento implica constancia, “permanencia”; permanencia en el seguimiento y
permanencia en su Palabra. “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia
atrás es apto para el Reino” (Lc 9,62).
Como reiteramos constantemente, si no nos limitamos meramente a creer en
Jesús, sino que le creemos a Jesús, entonces permaneceremos en Él, y Él
permanecerá en nosotros; y todo lo que le pidamos se realizará. ¿Existe promesa
mejor?
La liturgia de Pascua para hoy nos presenta
como primera lectura (Hc 14,19-28) la conclusión del primer viaje misionero de
Pablo. Si leemos cuidadosamente notaremos que a su regreso, Pablo y Bernabé
hacen el viaje original a la inversa, pasando por las mismas ciudades que ya
habían visitado, con el propósito de afianzar la fe de aquellos nuevos cristianos,
convertidos en su mayoría del paganismo. Lo mismo hará Pablo posteriormente
mediante las cartas que dirigirá a otras comunidades. Pablo estaba consciente
que la semilla de la fe tiene que ser irrigada, abonada y podada en tiempo para
que germine y de fruto.
El pasaje comienza con la lapidación de Pablo
por parte de unos judíos que resentían la forma en que el Evangelio de Jesús se
iba propagando. Luego de apedrearlo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo
dejaron por muerto. Pero lejos de amilanarlo, esa experiencia le dio nuevos
bríos para continuar predicando. Nos evoca las palabras del Señor a Ananías en
el pasaje de la conversión de Pablo, cuando refiriéndose a Pablo le dijo: “Ve a
buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas
las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel. Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre” (Hc
9,15-16).
Pablo había vivido esas palabras. Por eso lo
encontramos al final del pasaje de hoy “animando a los discípulos y exhortándolos
a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el
reino de Dios”. Ese es un tema recurrente en la predicación de Pablo. Nuestra
fe en el Resucitado no suprime la tribulación, las pruebas; por el contrario,
parecería que acompañan al que decide seguir los pasos de Jesús. La diferencia
es que para el cristiano ese sufrimiento adquiere un significado distinto, adquiere
sentido.
Sabemos que, de la misma manera que Jesús fue
glorificado en su pasión, para luego ser resucitado e ir a reinar junto al
Padre por toda la eternidad, nuestro sufrimiento es un “paso”, un peldaño, en
esa escalera que nos conduce al Reino de Dios en donde reinaremos junto a Él
“por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).
Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo
ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me
permitirá ser enaltecido ante Dios (Cfr.
Sir 2,1-6) en el día final?
La lectura evangélica (Jn 14,27-31a) nos
muestra a Jesús anunciando a sus discípulos que con su pasión iba destronar a
Satanás como “príncipe de este mundo”. “Ya no hablaré mucho con vosotros, pues
se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es
necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me
manda yo lo hago”. Y eso implica que padezca, muera, y sea resucitado, para que
todos crean en Él, y todo el que crea en Él se salve. Ese es el mismo camino
que estamos llamados a seguir los que nos llamamos sus discípulos: “El que
quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada
día y me siga” (Lc 9,22-23).
No es cuestión de valor; se trata de creer en
el Resucitado y creer en su Palabra.
“Os he hablado de esto ahora que estoy a
vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi
nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he
dicho”. Con estas palabras de Jesús concluye el Evangelio de hoy (Jn 14,21-26).
A partir de hoy, según vayamos acercándonos a ese
gran acontecimiento de Pentecostés, cuando el Espíritu se derrama sobre los
apóstoles reunidos en oración en torno a María, la madre de Jesús, veremos cómo
la liturgia nos irá preparando para ese día. Según la Cuaresma nos fue
preparando para la Pascua, la Pascua nos sirve de preparación para Pentecostés.
Según nos acerquemos a Pentecostés, las lecturas que nos presenta la liturgia continuarán
intensificando las alusiones al Espíritu Santo. Ese Espíritu que infundió a los
apóstoles el celo de la predicación para salir a conquistar el mundo para
Cristo, a instaurar el Reino de Dios en la tierra.
Pero sabemos que esa tarea no ha concluido,
que corresponde a nosotros, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, continuarla.
Por eso tenemos que invocar continuamente el Espíritu Santo para que se derrame
sobre nosotros como lo hizo en aquél primer Pentecostés, y nos de la valentía y
la fortaleza para continuar proclamando la Palabra de Dios en todas partes y en
todo lugar, a tiempo y a destiempo, y de ese modo ayudar en la instauración del
Reino que ya ha llegado pero que todavía espera su culminación en la parusía
(segunda venida de Jesús).
Los santos Pablo y Bernabé nos proporcionan un
ejemplo del celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Jesús. La
primera lectura de hoy (Hc 14,5-18) nos presenta estos dos predicando, primero
en Licaonia, y luego en Listra y Derbe.
Nos cuenta el pasaje que “había en Listra un
hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar”. Este hombre
escuchaba con tanta atención la predicación de Pablo, que este, “viendo que
tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo: ‘Levántate, ponte
derecho’”. Inmediatamente el hombre dio un salto y echó a andar. El poder de la
Palabra, que cuando se une a un acto de fe, es capaz de mover montañas (Cfr.
Mt 17,20); la Palabra de Dios, que hace morada en nuestros corazones y es capaz
de desatar su poder a través de nosotros. Como nos dice Jesús en el Evangelio
de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a
él y haremos morada en él”.
Los que estaban allí, al ver el milagro, creyeron
que Pablo y Bernabé eran dioses y quisieron adorarles ofreciéndoles sacrificios.
Ambos tuvieron que reprender vigorosamente a todos hasta disuadirlos de que les
ofrecieran sacrificios.
Esta es una tentación que continuamente sale
al paso de todo los que predicamos la Palabra; la adulación de los que
atribuyen el poder de la Palabra al mensajero y no pueden, o no quieren a ver
al Autor. En esos momentos tenemos que mantener los pies en la tierra y
proclamar con humildad que nuestra predicación viene del Espíritu, y al igual
que Pablo y Bernabé, afirmar que tan solo somos unos instrumentos, mortales e
imperfectos, del Evangelio de Nuestro Señor.
Que pasen un hermoso día y una semana llena de
bendiciones.
Hoy es el domingo del Amor. Celebramos el
Quinto domingo de Pascua, y las lecturas que nos brinda la liturgia, culminan
con el mandamiento del amor que Jesús da a sus discípulos al principio del
llamado “discurso de despedida de Jesús”, que comienza con el fragmento que
contemplamos hoy (Jn 13,31-33a.34-35) y culmina con la “oración sacerdotal” de
glorificación, en el capítulo 17.
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis
unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por
la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”.
Este comentario, que recoge la última voluntad o “testamento” de Jesús, se da a
raíz de la salida de Judas del tabernáculo para consumar su traición. Es de notar que en el pasaje de
hoy, justo antes del mandamiento del amor, en apenas dos versículos, Jesús
utiliza cinco veces el verbo “glorificar”, tres relativas al presente y dos al
futuro (vv.31-32).
¿Qué significa glorificar? El diccionario de
la Real Academia Española define ese verbo como “reconocer y ensalzar a quien
es glorioso”, es decir, reconocer lo que una persona tiene de encomiable. Con
la traición de Judas comienza a ponerse de manifiesto lo que Jesús tiene de
encomiable: el amor. Ese amor verdadero que tiene su máxima expresión en estar
dispuesto a dar la vida por sus amigos (Jn 15,13); amar “hasta el extremo” (Jn
13,2), algo que Jesús evidenciará dando su vida incluso por sus enemigos. Ahí
se revelará el verdadero señorío de Jesús, manifestado en el Amor.
Jesús glorifica al Padre al hacer su voluntad
entregándose a su pasión y muerte de cruz en la más formidable demostración de
amor en la historia de la humanidad. Por eso el Padre lo glorificará resucitándole
de entre los muertos y sentándolo a su derecha como “Señor de los señores y
vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen
Gentium 59).
Su última voluntad fue: “que os améis unos a
otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros”. Jesús no nos pidió
que cumpliéramos la Ley de Dios; nos pidió que nos amáramos los unos a los
otros. No se trata pues, de hacer el bien porque se nos manda, sino porque se
ama. Cuando se ama se lleva a plenitud la Ley; eso es lo que nos distingue como
cristianos. Cuando, por el contrario, nos limitamos a dar cumplimiento a la
Ley, estamos meramente evitando ser castigados. Eso es distintivo humano. Por
eso en ocasiones anteriores hemos señalado que la palabra cumplimiento está
compuesta por otras dos: “cumplo” y “miento”.
De la misma manera que Jesús glorificó al
Padre con su demostración de amor, Él nos pide que hagamos lo mismo, amar hasta
que nos duela (¡qué difícil!). Por eso la primera lectura (Hc 14,21b-27) nos
recuerda que “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”. Y según el
Padre lo glorificó, nosotros seremos también glorificados.
La segunda lectura, tomada del libro del
Apocalipsis (21,1-5a), nos muestra esa hermosa visión de la nueva Jerusalén
bajando del cielo “arreglada como una novia que se adorna para su esposo”, en
la que todos los que le seguimos vamos a morar junto a Él por toda la
eternidad. Y la promesa es real: “Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni
dolor. Porque el primer mundo ha pasado”. El reto es duro, pero la recompensa
es eterna… ¿Te animas?
La liturgia Pascual continúa proponiéndonos el
libro de los Hechos de los Apóstoles (Hc 13,44-52) y la acción del Espíritu
Santo en el desarrollo de la Iglesia. El pasaje de hoy nos presenta a Pablo y
Bernabé predicando la Buena Nueva que “se iba difundiendo por toda la región”
de Pisidia. Pablo acababa de decirles a los de Antioquía que la justificación
que ellos no habían podido alcanzar por la Ley de Moisés, gracias a Jesús, la
alcanzaría todo el que cree (13,38b-39). Como siempre, la Palabra fue acogida
con agrado por los gentiles y rechazada por los judíos, quienes en su mayoría se
radicalizaban en su apego a la Ley por encima de la predicación de Pablo y
Bernabé.
No pudiendo rebatir esa predicación, optaron
por desacreditarlos, valiéndose de “las señoras distinguidas y devotas” y los
principales de la ciudad, [quienes] provocaron una persecución contra Pablo y
Bernabé y los expulsaron del territorio. Ellos sacudieron el polvo de los pies,
como protesta contra la ciudad, y se fueron a Iconio” a continuar su labor
evangelizadora. Termina diciendo el pasaje que “los discípulos quedaron llenos
de alegría y de Espíritu Santo”. Y no es para menos. A pesar de los
inconvenientes y las persecuciones, estando llenos de Espíritu Santo y llevando
la Palabra en sus corazones, se sentían acompañados por Jesús, quien antes de
subir al Padre les había prometido: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta
el fin de la historia” (Mt 28,20).
En la lectura evangélica (Jn 14,7-14)
encontramos a Jesús nuevamente estableciendo esa identidad entre el Padre y Él:
“Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo
habéis visto”. Y ante la insistencia de Felipe de que les muestre al Padre,
Jesús le responde: “¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo
estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta
propia. El Padre, que permanece en mí, hace sus obras. Creedme: yo estoy en el
Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree
en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores”.
Jesús no solo nos está diciendo que Él es
quien nos puede mostrar al Padre en Su propia persona, sino que el Padre y su
Reino se hacen también presentes en este mundo a través de las obras de los que
creen en el Hijo y le creen al Hijo, porque “lo que pidáis en mi nombre, yo lo
haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi
nombre, yo lo haré”.
El creyente, la persona de fe, está llamada a
continuar la misión que el Padre le encomendó al Hijo, y que Él nos ha delegado.
Y en el desempeño de esa misión lo acompañarán grandes signos, como nos decía
el evangelio según san Marcos que leemos en su Fiesta: “echarán demonios en mi
nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un
veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán
sanos” (Mc 16, 17-18). Esto es una promesa del Señor, y Él nunca se retracta de
su Palabra.
Señor, que tu Hijo esté presente en todas las
obras que hagamos en Tu nombre para que al igual que Él, seamos signos de Tu
presencia en el mundo.
Continuamos nuestra ruta Pascual camino a
Pentecostés y, para que no se nos olvide, la Primera lectura de hoy (Hc
13,26-33) nos recuerda que a Jesús, luego haber sido muerto y sepultado,
“Dios lo resucitó de entre los muertos”.
La lectura evangélica, por su parte, nos
presenta nuevamente otro de los famosos “Yo soy” de Jesús que encontramos en el
relato evangélico de Juan (14,1-6), que nos apuntan a la identidad entre Jesús
y el Padre (Cfr. Ex 3,14): “Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”. Jesús pronuncia
estas palabras en el contexto de la última cena, después del lavatorio de los
pies a sus discípulos, el anuncio de la traición de Judas, el anuncio de su
glorificación, la institución del mandamiento del amor, y el anuncio de las
negaciones de Pedro (que refiere a la interrogante de ese “lugar” a donde va
Jesús).
Es ahí que Jesús les dice: “Que no tiemble
vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre
hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos
sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que
donde estoy yo, estéis también vosotros”. Jesús utiliza ese lenguaje partiendo
de la concepción judía de que el cielo era un lugar de muchas estancias o
“habitaciones”. Jesús toma ese concepto y lo lleva un paso más allá. Relaciona
ese “lugar” con la Casa del Padre hacia donde Él ha dicho que va. Eso les
asegura a sus discípulos un lugar en la Casa del Padre. Y tú, ¿te cuentas entre
sus discípulos?
“Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”, les
dice Jesús a renglón seguido, lo que suscita la duda de Tomás (¡Tomás siempre
dudando!): “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Es en
contestación a esa interrogante que Jesús pronuncia el Yo soy que hemos reseñado.
Vemos cómo Jesús se identifica con el Padre.
Especialmente en el relato de Juan, Jesús repite que Él y el Padre son uno, que
quien le ve a Él ha visto al Padre, y quien le escucha a Él escucha al Padre,
al punto que a veces suena como un trabalenguas.
La misma identidad existe entre la persona de
Jesús y el misterio del Reino. Él en persona es el misterio del Reino de Dios.
Por eso puede decir a los testigos oculares: ¡Dichosos los ojos que ven lo que
veis!, pues yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis y
no lo vieron, quisieron oír lo que oís y no lo oyeron (Lc 10,23s). La
llegada de Jesús, el misterio de su encarnación, es la llegada del Reino.
El “Reino de Dios” no es un concepto territorial; ni tan siquiera es un lugar
(como tampoco lo es el cielo). Se trata del Reinado de Dios; el hecho de que
Dios “reina” sobre toda la creación. Y Jesús es uno con el Padre.
Él va primero al Padre. Ha prometido que va a
prepararnos un lugar, y cuando esté listo ha de venir a buscarnos para que
“donde yo esté, estén también ustedes”. Es decir, que nos hace partícipes de Su
vida divina. También nos ha dicho que hay un solo camino hacia la Casa del
Padre, y ese Camino es Él. ¿Te animas a seguir ese Camino?
La primera lectura de hoy (Hc 13,13-25) continúa
presentándonos la expansión de la Iglesia por el mundo greco-romano. Expansión
que llevaría la Buena Noticia a los confines del mundo conocido, obedeciendo el
mandato de Jesús a sus discípulos antes de su ascensión: “Id por todo el mundo
y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En el pasaje de hoy, el libro de los Hechos de
los Apóstoles nos relata el comienzo de la misión de Pablo y Bernabé. Guiado
por el Espíritu Santo, Pablo “actualiza” el Antiguo Testamento, narrando a los
que estaban congregados en la sinagoga de Antioquía la historia del pueblo de
Israel, todas las obras maravillosas que Dios había hecho por su Pueblo
elegido, y cómo en la persona de Jesús esas obras habían encontrado su
culminación. La transición de la Antigua Alianza a la Nueva Alianza, sellada
con la sangre derramada por Jesús en la Cruz.
Esta lectura nos enseña que no nos podemos
limitar a “leer” las Sagradas Escrituras; que tenemos que actualizarlas,
encontrar el mensaje de Jesús resucitado en los “signos de los tiempos”, en
todos los acontecimientos, positivos y negativos, personales y colectivos, los
cuales, cuando los interpretamos a la luz del Evangelio, nos transmiten un
mensaje interpelante de Cristo. Es la continuación de la Historia de la
Salvación, de la cual somos testigos y protagonistas junto al Resucitado.
La lectura evangélica (Jn 13,16-20) nos narra
las palabras de Jesús a sus discípulos luego de la lavarles los pies: “Os
aseguro, el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo
envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”. Con
estas palabras Jesús quiere explicar a los discípulos (y a nosotros) el alcance
del gesto que acaba de realizar, y que ha de ser el norte de la conducta de sus
seguidores, pero sobre todo el significado de la Ley del Amor.
El discípulo de Jesús tiene que seguir sus
pasos. Eso implica amar sin límites, hasta que duela, como nos dice santa Madre
Teresa de Calcuta. No se trata meramente de “imitar” la conducta de Jesús, se
trata de sentir igual que Él, de amar igual que Él, de convertirse en servidor
incondicional, en “esclavo” del hermano, por amor.
Jesús continúa diciéndonos lo que espera de
nosotros, y cada vez nos parece más difícil cumplir con esa expectativa. Eso
nos obliga a hacer introspección, no de nuestra conducta exterior, sino de
nuestra vida, de nuestro “ser”. ¿Soy un verdadero “servidor”? ¿Hasta dónde
estoy dispuesto a servir? ¿A quién sirvo? Jesús nos ha dado la medida y nos ha
dicho: “dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”.
Jesús sabe que va a ser traicionado. Y aun así
lava los pies del que lo va a traicionar, se convierte en su esclavo. Y es en
esa traición que nos va a revelar su divinidad (¡qué misterio!): “Os lo digo
ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy”. “Yo soy”, el nombre que Dios le reveló a
Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14).
Esta lectura nos invita a preguntarnos: ¿Soy
un “admirador” de Jesús o soy otro “cristo” (Gál 2,20)?