El dogma de la Asunción, proclamado por el Papa Pío XII en 1950, no afirma ni niega la muerte de la Virgen María.
Sostiene que “la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.
Un debate antiguo
Teólogos y santos tuvieron opiniones divididas sobre la muerte de la Virgen María, la mujer más humilde y privilegiada de todos los tiempos.
Durante 9 meses llevó en su vientre a Jesucristo, lo vio crecer, fue testigo de sus tres años de predicación y, a pesar de que sufrió como nadie al verlo morir en la Cruz, también tuvo el mayor gozo de todos al verlo resucitado.
Sin embargo, muchos se preguntan qué pasó con ella después de la vida pública de Jesús. Lo último que nos cuenta la Biblia acerca de ella es que estaba con los apóstoles el día que el Espíritu Santo descendió sobre la Iglesia en forma de lenguas de fuego. Sin embargo, ¿qué pasó después?
Respuesta a la pregunta según San Juan Damasceno
Tal vez el relato más hermoso y conocido es el de San Juan Damasceno, un gran santo y Doctor de la Iglesia. Él apoyó la teoría de la muerte de María y así la narró:
“La Madre de Dios no murió de enfermedad, porque ella por no tener pecado original no tenía que recibir el castigo de la enfermedad. Ella no murió de ancianidad, porque no tenía por qué envejecer, ya que a ella no le llegaba el castigo del pecado de los primeros padres: envejecer y acabarse por debilidad. Ella murió de amor. Era tanto el deseo de irse al cielo donde estaba su Hijo, que este amor la hizo morir.
La liturgia de hoy nos presenta como primera
lectura (Gn 19,15-29) la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra a causa
de la degeneración y los pecados que la arropaban, y cómo Yahvé salvó las vidas
de Lot, su esposa y sus dos hijas. Dios envió sus ángeles a decir a Lot: “Anda,
toma a tu mujer y a esas dos hijas tuyas, para que no perezcan por culpa de
Sodoma”. Una sola condición puso: que no miraran hacia atrás (Cfr. Lc 9,62).
Cuando llegaron al lugar escogido y comenzó a
llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot, tal vez
sintiéndose segura, desobedeció a Dios, miró hacia atrás, y se convirtió en
estatua de sal. ¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos libra de una
catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo magnánimo que Él ha
sido con nosotros, y a la menor provocación le desobedecemos!
Se nos olvida a veces también que se nos ha
librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la
tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe “porque nos lo
merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran
constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares
y amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la
catástrofe en consideración a su tío Abraham. “Así, cuando Dios destruyó las
ciudades de la vega, arrasando las ciudades donde había vivido Lot, se acordó
de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe”.
Si Dios está con nosotros, no hay calamidad de
la que no podamos salvarnos, si esa es su voluntad. Ese es el mensaje que nos
trae la lectura evangélica de hoy (Mt 8,23-27).
Nos narra el pasaje que Jesús subió a una
barca y “sus discípulos lo siguieron”. Mientras navegaban por el lago de
Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la
barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así,
sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su
límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡Me encanta este simbolismo!).
Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”
Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo:
“¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los
vientos y al lago, y vino una gran calma”.
Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los
discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos.
Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.
Cuando nos embarcamos en la aventura del
“seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos
en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al
estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por
nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Jesús durmiera,
completamente ajeno a nuestra calamidad. ¿Dónde está Jesús? Es ahí cuando
caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”
Entonces veremos la sonrisa de Jesús que nos
dirá: ¿Dónde está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu
lado? Y la tormenta se calmará…