REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOTERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 28-06-22

“¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma”.

Al final del pasaje que la liturgia nos presenta para hoy como primera lectura (Am 3,1-8; 4,11-12), el profeta Amós nos refiere a la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra y cómo a pesar de ello, y de que salvó a Lot y los suyos de la catástrofe, el pueblo no se convirtió, no escuchó la voz del Señor: “Os envié una catástrofe como la de Sodoma y Gomorra, y fuisteis como tizón salvado del incendio, pero no os convertisteis a mí –oráculo del Señor-”.

¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos libra de una catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo magnánimo que Él ha sido con nosotros, y a la menor provocación le desobedecemos!

Se nos olvida a veces también que se nos ha librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe porque “nos lo merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares y amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la catástrofe en consideración a su tío Abraham (Gn 19,29). Si Dios está con nosotros, no hay calamidad de la que no podamos salvarnos, si esa es su voluntad. Ese es el mensaje que nos trae la lectura evangélica de hoy (Mt 8,23-27).

Nos narra el pasaje que Jesús subió a una barca y “sus discípulos lo siguieron”. Mientras navegaban por el lago de Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así, sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡Me encanta este simbolismo!). Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo: “¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma”.

Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos. Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.

Cuando nos embarcamos en la aventura del “seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Él durmiera, completamente ajeno a nuestra calamidad. Una vez más nuestra naturaleza humana nos traiciona; nos dejamos apantallar por nuestra pequeñez, nuestra impotencia, y se nos olvida su promesa (Cfr. Mt 28,20). “¿Dónde está Jesús?”. Es ahí cuando caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Entonces sentiremos el suave peso de la mano de Jesús sobre nuestro hombro, y veremos su sonrisa mientras nos dice: ¿Dónde está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu lado? Y la tormenta se calmará…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 12-11-21

Nadie que haya observado la belleza de un atardecer en el mar, o de una noche estrellada, o los colores de la campiña puede negar la existencia de ese Dios que se nos revela a través de la creación.

Durante toda esta semana hemos estado leyendo el libro de la Sabiduría. Este libro, escrito durante la era de la restauración, después del destierro a Babilonia, forma parte de los llamados “libros sapienciales” del Antiguo Testamento. Es una lástima que este libro, tan rico en sabios consejos para ayudarnos a vivir una vida más ordenada, fuera excluido de la Biblia protestante, máxime, cuando según los entendidos, este libro sirve de “puente” entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (Sab 13,1-9), hace una exposición de la llamada “revelación cosmológica”, que junto a la revelación sobrenatural (contenida en la Tradición y las Sagradas Escrituras) conforman la totalidad de lo que conocemos como Divina Revelación:

“Eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al Artífice, fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Si, fascinados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño, pues los creó el autor de la belleza; y si los asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo; pues, por la magnitud y belleza de las criaturas, se descubre por analogía el que les dio el ser”.

Como digo a mis estudiantes cuando tratamos el tema de la revelación cosmológica, nadie que haya observado la belleza de un atardecer en el mar, o de una noche estrellada, o los colores de la campiña cuando las plantas están florecidas, o haya tenido la dicha de ser testigo del nacimiento de una criatura, o estudiado la complejidad (y fragilidad) del cuerpo humano, puede negar la existencia de ese Dios que se nos revela a través de la creación. Y mientras más adelanta la ciencia, y el hombre continúa desenmarañando los misterios de la naturaleza y del universo entero, más patente se hace la mano creadora de Dios, más se revela su Artífice.

“El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos, el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra” (Salmo 18). Años más tarde san Pablo dirá: “Porque todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles –su poder eterno y su divinidad– se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras” (Rm 1,19-20).

La lectura evangélica de hoy (Lc 17,26-37) nos muestra cómo Dios se vale de esa misma naturaleza, obra de sus manos, para impartir la Justicia Divina, acabando con todos mediante el diluvio en tiempos de Noé, y destruyendo Sodoma y todos sus habitantes con “fuego y azufre” del cielo el día que Lot salió de allí.

Hoy, pidamos al Señor nos conceda la Sabiduría para aprender a descubrirle en Su creación, y actuar de manera que sea agradable a Él, que es en lo que consiste la verdadera Sabiduría.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 22-06-21

“Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

La primera lectura de hoy (Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de Abrán (todavía Yahvé no le había cambiado en nombre a Abraham – Gn 17,5) y los de su sobrino Lot. Cabe señalar que, aunque la narración se refiere a Lot como “hermano” de Abrán, era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).

Abrán, hombre de Dios, antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Lot, por supuesto escogió las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn 12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su promesa de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el polvo”. Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de retener las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot (hermano de su padre Harán) y podía imponer su autoridad.

Si nos encontráramos en una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?

Abrán fue más allá. Cuando Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para adorarle y darle gracias.

La lectura evangélica para hoy (Mt 7,6.12-14) podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros”. Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al Evangelio. Los perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una actitud “cerrada” hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos que ser prudentes al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a aquellos que se muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio. El mismo Jesús más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no fuese bien recibido en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se marcharan a otro lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).

La segunda es la llamada “regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo que hizo Abrán con su sobrino.

La tercera es “Entrad por la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El que quiera seguirme…”

¿Te animas?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 30-06-20

“¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Al final del pasaje que la liturgia nos presenta para hoy como primera lectura (Am 3,1-8; 4,11-12), el profeta Amós nos refiere a la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra y cómo a pesar de ello, y de que salvó a Lot y los suyos de la catástrofe, el pueblo no se convirtió, no escuchó la voz del Señor: “Os envié una catástrofe como la de Sodoma y Gomorra, y fuisteis como tizón salvado del incendio, pero no os convertisteis a mí –oráculo del Señor-”.

¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos libra de una catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo magnánimo que Él ha sido con nosotros, y a la menor provocación le desobedecemos!

Se nos olvida a veces también que se nos ha librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe porque “nos lo merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares y amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la catástrofe en consideración a su tío Abraham (Gn 19,29). Si Dios está con nosotros, no hay calamidad de la que no podamos salvarnos, si esa es su voluntad. Ese es el mensaje que nos trae la lectura evangélica de hoy (Mt 8,23-27).

Nos narra el pasaje que Jesús subió a una barca y “sus discípulos lo siguieron”. Mientras navegaban por el lago de Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así, sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡Me encanta este simbolismo!). Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo: “¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma”.

Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos. Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.

Cuando nos embarcamos en la aventura del “seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Él durmiera, completamente ajeno a nuestra calamidad. Una vez más nuestra naturaleza humana nos traiciona; nos dejamos apantallar por nuestra pequeñez, nuestra impotencia, y se nos olvida su promesa (Cfr. Mt 28,20). “¿Dónde está Jesús?”. Es ahí cuando caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Entonces sentiremos el suave peso de la mano de Jesús sobre nuestro hombro, y veremos su sonrisa mientras nos dice: ¿Dónde está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu lado? Y la tormenta se calmará…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOTERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 02-07-19

“¡Señor, sálvanos que nos hundimos!”

La liturgia de hoy nos presenta como primera lectura (Gn 19,15-29) la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra a causa de la degeneración y los pecados que la arropaban, y cómo Yahvé salvó las vidas de Lot, su esposa y sus dos hijas. Dios envió sus ángeles a decir a Lot: “Anda, toma a tu mujer y a esas dos hijas tuyas, para que no perezcan por culpa de Sodoma”. Una sola condición puso: que no miraran hacia atrás (Cfr. Lc 9,62).

Cuando llegaron al lugar escogido y comenzó a llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot, tal vez sintiéndose segura, desobedeció a Dios, miró hacia atrás, y se convirtió en estatua de sal. ¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos libra de una catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo magnánimo que Él ha sido con nosotros, y a la menor provocación le desobedecemos!

Se nos olvida a veces también que se nos ha librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe “porque nos lo merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares y amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la catástrofe en consideración a su tío Abraham. “Así, cuando Dios destruyó las ciudades de la vega, arrasando las ciudades donde había vivido Lot, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe”.

Si Dios está con nosotros, no hay calamidad de la que no podamos salvarnos, si esa es su voluntad. Ese es el mensaje que nos trae la lectura evangélica de hoy (Mt 8,23-27).

Nos narra el pasaje que Jesús subió a una barca y “sus discípulos lo siguieron”. Mientras navegaban por el lago de Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así, sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡Me encanta este simbolismo!). Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo: “¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma”.

Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos. Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.

Cuando nos embarcamos en la aventura del “seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Jesús durmiera, completamente ajeno a nuestra calamidad. ¿Dónde está Jesús? Es ahí cuando caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Entonces veremos la sonrisa de Jesús que nos dirá: ¿Dónde está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu lado? Y la tormenta se calmará…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 25-06-19

La primera lectura de hoy (Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de Abrán (todavía Yahvé no le había cambiado en nombre a Abraham – Gn 17,5) y los de su sobrino Lot. Cabe señalar que aunque la narración se refiere a Lot como “hermano” de Abrán, era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).

Abrán, hombre de Dios, antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Lot, por supuesto escogió las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn 12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su promesa de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el polvo”. Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de retener las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot (hermano de su padre Harán) y podía imponer su autoridad.

Si nos encontráramos en una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?

Abrán fue más allá. Cuando Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para adorarle y darle gracias.

La lectura evangélica para hoy (Mt 7,6.12-14) podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros”. Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al Evangelio. Los perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una actitud “cerrada” hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos que ser prudentes al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a aquellos que se muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio. El mismo Jesús más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no fuese bien recibido en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se marcharan a otro lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).

La segunda es la llamada “regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo que hizo Abrán con su sobrino.

La tercera es “Entrad por la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El que quiera seguirme…”

¿Te animas?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 04-07-17

La liturgia de hoy nos presenta como primera lectura (Gn 19,15-29) la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra a causa de la degeneración y los pecados que la arropaban, y cómo Yahvé salvó las vidas de Lot, su esposa y sus dos hijas. Dios envió sus ángeles a decir a Lot: “Anda, toma a tu mujer y a esas dos hijas tuyas, para que no perezcan por culpa de Sodoma”. Una sola condición puso: que no miraran hacia atrás (Cfr. Lc 9,62).

Cuando llegaron al lugar escogido y comenzó a llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot, tal vez sintiéndose segura, desobedeció a Dios, miró hacia atrás, y se convirtió en estatua de sal. ¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos libra de una catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo magnánimo que Él ha sido con nosotros, y a la menor provocación le desobedecemos!

Se nos olvida a veces también que se nos ha librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe “porque nos lo merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares y amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la catástrofe en consideración a su tío Abraham. “Así, cuando Dios destruyó las ciudades de la vega, arrasando las ciudades donde había vivido Lot, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe”.

Si Dios está con nosotros, no hay calamidad de la que no podamos salvarnos, si esa es su voluntad. Ese es el mensaje que nos trae la lectura evangélica de hoy (Mt 8,23-27).

Nos narra el pasaje que Jesús subió a una barca y “sus discípulos lo siguieron”. Mientras navegaban por el lago de Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así, sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡me encanta este simbolismo!). Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo: “¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma”.

Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos. Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.

Cuando nos embarcamos en la aventura del “seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Jesús durmiera, completamente ajeno a nuestra calamidad. ¿Dónde está Jesús? Es ahí cuando caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Entonces veremos la sonrisa de Jesús que nos dirá: ¿Dónde está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu lado? Y la tormenta se calmará…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 27-06-17

La primera lectura de hoy (Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de Abrán (todavía Yahvé no le había cambiado en nombre a Abraham – Gn 17,5) y los de su sobrino Lot. Cabe señalar que aunque la narración se refiere a Lot como “hermano” de Abrán, era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).

Abrán, hombre de Dios, antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Lot, por supuesto escogió las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn 12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su promesa de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el polvo”. Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de retener las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot (hermano de su padre Harán) y podía imponer su autoridad.

Si nos encontráramos en una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?

Abrán fue más allá. Cuando Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para adorarle y darle gracias.

La lectura evangélica para hoy (Mt 7,6.12-14) podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros”. Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al Evangelio. Los perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una actitud “cerrada” hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos que ser prudentes al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a aquellos que se muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio. El mismo Jesús más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no fuese bien recibido en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se marcharan a otro lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).

La segunda es la llamada “regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo que hizo Abrán con su sobrino.

La tercera es “Entrad por la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El que quiera seguirme…”

¿Te animas?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOTERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 30-06-15

calma tempestades

La liturgia de hoy nos presenta como primera lectura (Gn 19,15-29) la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra a causa de la degeneración y los pecados que la arropaban, y cómo Yahvé salvó las vidas de Lot, su esposa y sus dos hijas. Dios envió sus ángeles a decir a Lot: “Anda, toma a tu mujer y a esas dos hijas tuyas, para que no perezcan por culpa de Sodoma”. Una sola condición puso: que no miraran hacia atrás (Cfr. Lc 9,62).

Cuando llegaron al lugar escogido y comenzó a llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot, tal vez sintiéndose segura, desobedeció a Dios, miró hacia atrás, y se convirtió en estatua de sal. ¡Cuántas veces nos ocurre que cuando Dios nos libra de una catástrofe, no bien nos sentimos a salvo, se nos olvida lo magnánimo que Él ha sido con nosotros, y a la menor provocación le desobedecemos!

Se nos olvida a veces también que se nos ha librado del mal, no necesariamente por nuestros propios méritos (tenemos la tendencia a pensar que se nos libró de la catástrofe “porque nos lo merecemos”), sino por los de aquellos que sí están en gracia de Dios y oran constantemente por nosotros, como nuestros padres, cónyuges, hijos, familiares y amigos. Ese fue el caso de Lot y su familia, a quienes Yahvé libró de la catástrofe en consideración a su tío Abraham. “Así, cuando Dios destruyó las ciudades de la vega, arrasando las ciudades donde había vivido Lot, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe”.

Si Dios está con nosotros, no hay calamidad de la que no podamos salvarnos, si esa es su voluntad. Ese es el mensaje que nos trae la lectura evangélica de hoy (Mt 8,23-27).

Nos narra el pasaje que Jesús subió a una barca y “sus discípulos lo siguieron” (el domingo antepasado leíamos la versión de Marcos de este pasaje). Mientras navegaban por el lago de Galilea, se desató una fuerte tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la barca. Recordemos que los discípulos eran marineros experimentados. Aun así, sintieron miedo, pues se percataron de que sus habilidades habían llegado a su límite. A todo esto, Jesús dormía plácidamente (¡Me encanta este simbolismo!). Inmediatamente lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Jesús los regañó (¡otra vez!) y les dijo: “¡Cobardes! ¡Qué poca fe!” Inmediatamente “se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma”.

Tres cosas queremos resaltar. Primero: Los discípulos habían decidido “seguir” a Jesús; por tanto, Dios estaba con ellos. Segundo: Jesús “dormía”. Tercero: Les flaqueó la fe.

Cuando nos embarcamos en la aventura del “seguimiento” de Jesús, vamos a enfrentar muchas “tormentas”. Y cuando estamos en medio de la tempestad, si no sentimos de inmediato la mano de Jesús, al estar conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar las olas y el viento por nuestras propias fuerzas, nos desesperamos. Sentimos como si Jesús durmiera, completamente ajeno a nuestra calamidad. ¿Dónde está Jesús? Es ahí cuando caemos de rodillas y clamamos: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Entonces veremos la sonrisa de Jesús que nos dirá: ¿Dónde está tu fe? ¿Se te olvida que te dije que iba a estar siempre a tu lado? Y la tormenta se calmará…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 23-06-15

Entrad por la puerta estrecha

La primera lectura de hoy (Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de Abrán (todavía Yahvé no le había cambiado el nombre a Abraham – Gn 17,5) y los de su sobrino Lot. Cabe señalar que aunque la narración se refiere a Lot como “hermano” de Abrán, era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).

Abrán, hombre de Dios, antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Lot, por supuesto escogió las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn 12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su promesa de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el polvo”. Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de retener las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot (hermano de su padre Harán) y podía imponer su autoridad.

Si nos encontráramos en una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?

Abrán fue más allá. Cuando Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para adorarle y darle gracias.

La lectura evangélica para hoy podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros”. Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al Evangelio. Los perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una actitud “cerrada” hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos que ser prudentes al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a aquellos que se muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio. El mismo Jesús más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no fuese bien recibido en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se marcharan a otro lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).

La segunda es la llamada “regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo que hizo Abrán con su sobrino.

La tercera es “Entrad por la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El que quiera seguirme…”

¿Te animas?