REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO 19-10-13

espiritusanto

Durante esa última subida a Jerusalén que san Lucas nos ha venido narrando durante las últimas semanas, Jesús ha estado enseñando a sus discípulos la importancia de la disposición interior sobre el ritualismo y observancia de la Ley de Moisés. Hemos visto cómo la emprende contra los escribas y fariseos por su exagerado énfasis en el cumplimiento estricto de los preceptos legales y los ritos por encima de la compasión y el amor al prójimo.

En la primera lectura que nos propone la liturgia para hoy (Rm 4,13.16-18), san Pablo nos recuerda que no fue la observancia de la Ley la que obtuvo para Abraham el cumplimento de la promesa de Yahvé de una descendencia numerosa que ocuparía la tierra de Canaán, a pesar de la ancianidad y la esterilidad de su esposa; fue “la justificación obtenida por la fe”, es decir el creer en la Palabra de Dios y ponerla por obra. “Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho”.

No quiere decir esto que podemos ignorar la Ley. Jesús fue claro: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Os lo aseguro: mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una tilde de la ley sin que todo se cumpla” (Mt 5,17-18; Cfr. Lc 16,17). Pero ese cumplimiento tiene que estar unido a la fe, es decir, a hacer la voluntad del Padre, que es ante todo misericordioso. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).

En la lectura evangélica de hoy (Lc 12,8-12), Jesús nos exhorta a ser valientes al proclamar su Palabra ante los hombres, asegurándonos que Él mismo ha de interceder por nosotros ante el Padre cuando llegue la hora del Juicio: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios”. De paso, nos promete el auxilio del Espíritu Santo cuando tengamos que enfrentar el juicio los hombres por proclamar su Palabra: “Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir”.

Pero, ¡ay de aquél que “blasfeme” contra el Espíritu Santo!, pues a ese “no se le perdonará”. Se refiere a aquellos que, viendo la Luz, la niegan, es decir, a los que rechazan al Espíritu Santo, los que no quieren salvarse.

Hagamos examen de conciencia. ¿Soy valiente a la hora de profesar mi fe ante los hombres, o prefiero ser lo que los norteamericanos llaman “politically correct” con tal de ganar la aceptación de todos? Si optamos por lo segundo no dejamos espacio al Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio y nos enseñe lo que tenemos que decir.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL VIGESIMOSEXTO DOMINGO DEL T.O. 29-09-13

Rico epulon

El relato evangélico que nos ofrece la liturgia para este vigesimosexto domingo del tiempo ordinario (Lc 16,19-31) nos presenta la parábola del rico epulón y el mendigo Lázaro. Aunque el nombre del rico no se menciona en el relato, se le llama el rico “epulón” y muchas personas creen que ese es su nombre (y hasta lo escriben con mayúscula), lo cierto es que epulón es un adjetivo que significa: “hombre que come y se regala mucho”.

La parábola, con cierto aire escatológico (del final de los tiempos), nos muestra el contraste entre un hombre rico que gozaba de banquetear y darse buena vida, y un pobre mendigo que se acercaba a la puerta de la casa del rico con la esperanza de comer algo “de lo que tiraban de la mesa del rico”. De la lectura no surge que el hombre rico fuera malo. Tan solo que era rico y que disfrutaba de su riqueza (que de por sí no es malo), lo que nos da a entender que ponía su confianza en esa riqueza y de nada le sirvió, a juzgar por el final que tuvo. El pobre, por el contrario, dentro de su pobreza, puso su confianza en el Señor y eso le llevó a la felicidad eterna, al “seno de Abraham”, al “sheol” que iban las almas de los justos en espera de la llegada del Redentor, pues las puertas del Paraíso estaban cerradas. Esas son las almas que Jesús fue a liberar cuando decimos en el Credo de los Apóstoles que “descendió a los infiernos” (pero eso será objeto de otra enseñanza).

La parábola nos enseña, además, que la opción tenemos que hacerla aquí y ahora; que después del juicio será muy tarde. El rico epulón, al verse en el infierno, intentó obtener el favor de Abraham: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Ante lo infructuoso de su gestión, entonces intentó interceder por sus hermanos que aún vivían, pidiéndole a Abraham que le permitiera a Lázaro ir a advertirles lo que les esperaba si no cambiaban su conducta.

Abraham le contesta que para eso están las enseñanzas de Moisés y los profetas, añadiendo que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”. ¿Qué podía añadir Lázaro a lo dicho por Moisés y los profetas? Hoy nosotros podemos preguntarnos, ¿hay algo que alguien pueda decirnos (aún con el dramatismo de la aparición de un muerto resucitado) que añada algo al mensaje de Jesús?

La Palabra, como el pasaje de hoy, nos interpela, nos llama a hacer una opción, recordándonos que para nosotros también habrá un juicio. ¿En qué o en quién vamos a poner nuestra confianza? ¿En nuestra fuerzas, nuestras capacidades, nuestras habilidades, nuestras posesiones materiales? ¿O, por el contario, vamos a poner nuestra confianza en nuestro Señor y Salvador y seguir sus enseñanzas?

La opción es nuestra…

REFLEXIÓN PARA EL DECIMONOVENO DOMINGO DEL T.O. 11-08-13

sara abraham bebe med

La liturgia para este decimonoveno domingo del tiempo ordinario nos presenta como segunda lectura un fragmento de la carta a los Hebreos (11,1-2.8-19), que comienza con la definición de la fe que su autor nos brinda, y que es tal vez la más citada: “La fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven. Por ella recibieron testimonio de admiración los antiguos”.

Les invito a leer y meditar el capítulo 11 de la carta a los Hebreos, especialmente  los versículos 1-22, que nos presentan una magnífica catequesis sobre la fe, incluyendo un recuento de todos los personajes del Antiguo Testamento que perseveraron en la fe, y cómo su fe logró acercarlos a Dios y lograr su favor; desde el justo Abel, cuyos sacrificios eran agradables a Dios porque poseían el ingrediente de la fe, pasando por los patriarcas y Moisés, hasta Salomón y los profetas.

Por supuesto, ninguna reflexión sobre la fe puede prescindir de Abraham, el “padre de la fe”. Abraham, por sus actos, nos mostró inicialmente el camino a seguir en el camino de la fe. Abandonó su tierra, su patria y su parentela para ir a un lugar que no conocía, pero que el Señor le había prometido que sería para él y su descendencia. Para ese entonces Abraham tenía setenta y cinco años (Gn 12,4) y su esposa era estéril.

Creyó en la promesa de una descendencia numerosa a pesar de su avanzada edad y la esterilidad de su esposa Sara. Después que finalmente su esposa dio a luz a Isaac, el hijo de la promesa, no vaciló cuando Yahvé le pidió que le ofreciera su hijo en sacrificio. “Porque pensaba que Dios tiene poder incluso para resucitar a los muertos. Por eso recobró a su hijo. Esto es un símbolo para nosotros”. Abraham creyó en Dios y en su Palabra salvífica. Es decir, creyó en Dios y le creyó a Dios. No en balde es considerado el padre de la fe por las tres grandes religiones, el judaísmo, el cristianismo y el islam.

Como nos dice esa segunda lectura: “Precisamente por esto, de un solo hombre, ya casi muerto, nació una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y como los incontables granos de arena que hay en las playas del mar”. Abraham tuvo que esperar veinticinco años para que se cumpliera la promesa del hijo, que nació cuando él ya tenía cien años. Pero nunca dejó de confiar en la palabra de Dios; nunca perdió la fe.

En este día del Señor, pidamos el don de la fe en las promesas de Dios. Que no busquemos nuestra seguridad en las cosas visibles y palpables, sino en sus promesas, y en aquella verdad que Él nos ha revelado y que nos hace verdaderamente libres (Jn 8,32): su Amor incondicional.

Que tengan un día del Señor lleno de paz y colmado de bendiciones. Y si aún no has visitado la Casa del Padre, todavía estás a tiempo. Recuerda, ¡Él te espera!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES 08-07-13

tu fe te ha salvado

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (Gn 28,10-22a), continúa narrándonos la historia de la descendencia de Abraham, que es también el comienzo de la historia del pueblo de Israel, y la historia de nuestra fe, pues nosotros, al igual que los pueblos árabes, somos herederos de la fe de Abraham.

En este pasaje Yahvé reitera a Jacob, el hijo de Isaac, las promesas que había hecho a Abraham al establecer su Alianza con él: “La tierra sobre la que estás acostado, te la daré a ti y a tu descendencia. Tu descendencia se multiplicará como el polvo de la tierra, y ocuparás el oriente y el occidente, el norte y el sur; y todas las naciones del mundo se llamarán benditas por causa tuya y de tu descendencia. Yo estoy contigo; yo te guardaré dondequiera que vayas, y te volveré a esta tierra y no te abandonaré hasta que cumpla lo que he prometido”. Jacob creyó en Yahvé y en su Palabra.

La lectura evangélica (Mt 9,18-26), por su parte, nos narra dos milagros de Jesús entrelazados en una sola trama: la revivificación de la hija de Jairo (aunque Mateo no menciona el nombre del personaje, Marcos y Lucas lo identifican en sus relatos paralelos) y la curación de la hemorroísa. Mateo es bien parco en ambos relatos, mientras Marcos y Lucas se explayan en los detalles (Mc 5,21-42; Lc 40-56).

En el relato de la mujer que sufría flujos de sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se curaría, y actuó conforme a lo que creía: se acercó entre la multitud hasta tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es algo “que se ve”. Nos dice la escritura que cuando tocó el borde del manto de Jesús, se curó instantáneamente. Se ha dicho que la fe es el “gatillo” que dispara el poder de Dios. Y eso fue lo que la hemorroísa hizo, “disparar” el poder de Dios. Por eso la lectura nos dice que Jesús se volvió hacia ella y le dijo: “¡Ánimo hija! Tu fe te ha curado”.

Al llegar Jesús a casa de Jairo encontró “a los flautistas y el alboroto de la gente” (signo de que la niña había muerto), y dijo a todos: “¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida”. Nos dice la lectura que todos se reían de Él, y que una vez echaron la gente, “entró Él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie”.

Al comienzo del relato, Jairo le había dicho a Jesús que su hija había muerto, añadiendo: “Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá”. Nuevamente nos encontramos ante la importancia de la fe. Jairo creyó, y actuó conforme a lo que creía. Ante la muerte de su hija, realizó un acto de fe. Con su fe “disparó” el poder de Dios; Jesús tomó la niña de la mano, y esta se levantó ante el asombro de todos.

Estamos celebrando el Año de la fe, y en ocasiones anteriores hemos dicho que no basta con creer (hasta el demonio “cree” en Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe. Entonces verás manifestarse la gloria de Dios.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES 28-06-13

La primera lectura que nos ofrece la liturgia hoy (Gn 17,1.9-10.15-22) continúa narrando la historia de Abrán y la Alianza. El pasaje nos presenta el momento en que se sella definitivamente la Alianza entre Dios y Abrán, y su descendencia: “Tú guarda mi pacto, que hago contigo y tus descendientes por generaciones. Éste es el pacto que hago con vosotros y con tus descendientes y que habéis de guardar: circuncidad a todos vuestros varones”.

En la antigüedad toda alianza se sellaba con un signo que servía para recordar las obligaciones que se contraían por la misma. En este caso, como la Alianza iba a ser transmitida por herencia de la carne (“con vosotros y con tus descendientes”), Yahvé escogió un signo carnal: la circuncisión.

La lectura evangélica (Mt 8,1-4) nos presenta el primero de una serie de milagros de Jesús después de su discurso evangélico, que convierten en acción lo que ha expresado en su enseñanza. Y para ello Mateo escoge la narración de la curación de un leproso. Este hecho es significativo pues, como hemos señalado en otras ocasiones, Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo. Para los judíos la lepra era la más catastrófica de todas las enfermedades, pues no solamente iba carcomiendo lentamente a la persona, sino que la tornaba “impura” (por lo que le estaba prohibido tocarle, ni él podía tocar a nadie), lo que le impedía participar del culto y le excluía de toda convivencia social. Para evitar el contacto con la gente, tenía que llevar la ropa rasgada, desgreñada la cabeza, taparse “hasta el bigote”, e ir gritando: “¡Impuro, impuro!” (Lv 13,45). De hecho, se creía que la lepra era resultado del pecado.

A pesar de eso, el leproso se atreve a acercarse a Jesús (un caso parecido, aunque más dramático que el de la mujer hemorroísa – Mc 5,25-34). Y en un acto de fe, se arrodilla ante Jesús y le dice: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. No le está pidiendo un “favor”. Dice “si quieres, puedes”, es decir, reconoce que para Jesús TODO es posible… también reconoce que no depende de él, sino de la voluntad de Dios, y está dispuesto a acatarla…

La respuesta de Jesús es tan inesperada como la osadía de aquél hombre. Convirtiendo en obra su predicación sobre la primacía del amor, “extendió la mano y lo tocó”. Algo impensado para un judío, pues la Ley declaraba también impuro al que tocara a un leproso. La compasión, el amor, por encima de todo. Ese acto sencillo de parte de Jesús le devolvió la dignidad a aquel hombre que había sido marginado de la sociedad.

Trato de imaginar cómo se sintió aquel hombre ante el toque tibio de la mano amorosa de Jesús al posarse sobre sus llagas… ¡Cuánto tiempo haría que su piel no sentía el contacto con otro ser humano! Entonces Jesús le dijo: “Quiero, queda limpio”. Su fe le había curado.

Y para demostrar que Él no había venido a abolir la Ley sino a darle plenitud, mandó al hombre a presentarse al sacerdote para que le declarara limpio de la lepra, según mandaba la Ley (Lv 14).

Señor, a veces mi alma está carcomida por el pecado, como la carne del leproso. Hoy me arrodillo ante ti y te digo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES 26-06-13

Wolf in sheep's clothing

Como primera lectura para hoy (Gn 15,1-12.17-18), la liturgia continúa presentándonos la historia de Abrán y las promesas divinas que culminarán en la Alianza entre Dios y él y su descendencia (Cfr. Gn 17).

Abraham se presenta a todo el pueblo judeo-cristiano como modelo de fe y de respuesta a Dios. Yahvé le ordenó dejar tierra, patria y parentela a cambio de una triple promesa: tierra, descendencia y bendición. Esa palabra de Dios se convirtió para él en mandato, promesa y anuncio, y su respuesta fue obediencia, esperanza y fe. La fe de Abrán fue la que hizo posible la Alianza entre Dios y su pueblo.

En este pasaje Dios le reitera a Abrán su promesa de una descendencia numerosa, esta vez comparándola con las estrellas del cielo. Más adelante, cuando pacte con él la Alianza, le cambiará el nombre por Abraham, que quiere decir “padre de muchedumbre de pueblos” (del hebreo “Ab” = Padre, y “ham” = muchedumbre). Abraham confió y esperó pacientemente durante veinticinco años el nacimiento del “hijo de la promesa”. Tenía setenta y cinco años cuando salió de Ur de Caldea, y cien cuando nació Isaac (Gn 21,5).

¡Cuán diferente ocurre con nosotros, que si Dios no nos “complace” nuestras peticiones con premura nos desesperamos, y hasta renegamos de Él!

La lectura nos presenta también a Dios reiterando la promesa de una tierra abundante: “A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates”.

En la lectura evangélica (Mt 7,15-20) Jesús advierte a sus discípulos contra los falsos profetas: “Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis”. Jesús nos señala que los falsos profetas son exteriormente iguales a los auténticos. Y cuando hablamos de “profetas” nos referimos también laicos comprometidos, movimientos, religiosos, y hasta sacerdotes. Jesús lo vivió en su tiempo en la persona de los fariseos y escribas, personas muy “religiosas” y “cumplidoras de la ley”, quienes bajo esa “piel de oveja” ocultaban un lobo rapaz.

Hemos dicho en otras ocasiones que, desgraciadamente, el fariseísmo está “vivo y coleando” en nuestra realidad religiosa. Aunque afortunadamente no es la norma, existen en nuestra Iglesia los “lobos cubiertos con piel de oveja”. Pero Jesús nos da la fórmula para descubrirlos: “Por sus frutos los conoceréis”. Hay que ver cómo actúan, eso los delata inmediatamente, pues el verdadero seguidor de Cristo es una persona humilde y dócil al Espíritu.

Jesús utiliza la metáfora del árbol: “Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos”.

Pero más que levantar un dedo acusador contra aquellos que podamos considerar “falsos profetas”, examinemos nuestra propia vida y nuestra fe. Mis actuaciones, ¿son realmente un reflejo de mi disposición interior, o son una “piel de oveja” que oculta el lobo rapaz que habita en mi interior? Mis actuaciones en la vida parroquial, guardan relación con mis pensamientos y mis actuaciones cuando “nadie me ve”? ¿Soy un árbol sano?

¡Cuidado! Jesús es misericordioso pero también es severo: “El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego”.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES 25-06-13

la puesrta estrecha

La primera lectura de hoy (Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de Abrán y los de su sobrino Lot. Cabe señalar que aunque la narración se refiere a Lot como “hermano” de Abrán (Gn 13,8; 14,16), era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).

Abrán, hombre de Dios, antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Lot, por supuesto escogió las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn 12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su promesa de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el polvo”. Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de retener las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot (hermano de su padre Harán) y podía imponer su autoridad.

Si nos encontráramos en una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?

Abrán fue más allá. Cuando Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para adorarle y darle gracias.

La lectura evangélica para hoy podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros”. Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al Evangelio. Los perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una actitud “cerrada” hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos que ser prudentes al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a aquellos que se muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio. El mismo Jesús más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no fuese bien recibido en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se marcharan a otro lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).

La segunda es la llamada “regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo que hizo Abrán con su sobrino.

La tercera es “Entrad por la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El que quiera seguirme…”

REFLEXIÓN PARA LA SOLMENIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO 02-06-13

Corpus Christi

Hoy celebramos la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, conocida por su nombre el latín: Corpus Christi. Esta solemnidad surge en la Iglesia universal mediante la bula “Transiturus” firmada por el papa Urbano IV el 8 de septiembre  de 1264, que la fijó para el jueves después de la octava de Pentecostés. No obstante, el origen de la celebración se relaciona con un Movimiento Eucarístico originado en la Abadía de Cornillón (Bélgica), de donde surgieron otras costumbres eucarísticas, como la Exposición y Bendición con el Santísimo Sacramento y el uso de campanillas en la Santa Misa durante la elevación.

La liturgia para hoy nos presenta tres lecturas, todas relacionadas con la Eucaristía, el sacramento alrededor del cual gira toda la liturgia de la Iglesia, y en la que se hace presente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, quien antes de marcharse de este mundo, quiso dejarnos el regalo de su presencia (Cfr. Mt 28,20).

La primera lectura (Gn 14,18-20) nos presenta a Melquisedec, rey-sacerdote de Salem, celebrando un rito de bendición con pan y vino en favor de Abram (todavía Yahvé no le había cambiado el nombre por “Abraham”). Muchos ven en este pasaje una prefiguración del sacrificio eucarístico que Jesús ofrecería siglos más tarde.

La segunda lectura (1 Cor 11,23-26) nos presenta la narración más antigua que conocemos sobre la institución de la Eucaristía, cuyas palabras todavía conservamos en nuestra liturgia eucarística: “Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía’”.

Jesús fue claro y directo en sus palabras: “Esto es mi cuerpo”; “la nueva alianza sellada con mi sangre”. Por eso hoy celebramos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no como algo que ocurrió en el pasado, sino como algo vivo, presente entre nosotros en las especies eucarísticas. ¡Jesús está vivo! Es una presencia “real y efectiva”, no simbólica ni metafórica. Por eso se puede reservar en el tabernáculo, y puede ser objeto de adoración, y llevada a los enfermos. Esto es un dogma de fe de nuestra Iglesia, algo que nos caracteriza como cristianos-católicos.

La liturgia ha escogido como pasaje evangélico para hoy la versión de Lucas de la multiplicación de los panes (Lc 9,11b-17), un episodio que aparece en los sinópticos y en Juan. Y aunque hay algunas variaciones menores en los cuatro relatos, todos coinciden en la multitud de personas, en la escasez de los alimentos, en la actitud de los discípulos, en el número de personas y, sobre todo, en el hecho de que Jesús, al igual que haría después en la última cena, antes de repartir los alimentos, pronunció la bendición sobre ellos.

Jesús satisfizo el hambre física de aquella multitud. Hoy en día, cada vez que el sacerdote, actuando “in persona Christi” pronuncia la bendición sobre las especies eucarísticas, Jesús mismo, su cuerpo, sangre, alma y divinidad, se “multiplica” para saciar nuestra hambre de Él y hacerse uno con nosotros.

Oremos para que el Espíritu Santo nos dé una auténtica hambre del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 23-04-13

Durante este Año de la fe, hemos dicho en innumerables ocasiones que no basta con creer en Jesús, hay que creerle a Jesús; creer lo que Él nos dice, y actuar conforme a su Palabra. Ese era el problema de los judíos que cuestionaban a Jesús en el pasaje evangélico de hoy (Jn 10,22-30), instándolo a decirles si Él era o no el Mesías: “¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente”.

Jesús les contesta siguiendo la alegoría del pastor y las ovejas: “Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”.

“Os lo he dicho y no creéis… porque no sois ovejas mías”. Las ovejas del rebaño escuchan la voz de su pastor y le siguen. Los judíos pertenecían al “pueblo elegido” vinculado por la Alianza de Abraham, una alianza que se transmitía por la carne, por herencia biológica. Por eso estaba representada por un signo canal: la circuncisión. La Nueva Alianza en la persona de Jesús no se transmitiría por la carne, sino por la infusión del Espíritu.

Los judíos no comprendieron esto, por eso no le creyeron. “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron [la Palabra]. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios” (Jn 1,11-13).

Las ovejas del Buen Pastor son las que le escuchan y le siguen, sin sujeción a la carne o la herencia; y a esas Él les dará vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de Su mano.

No fue por casualidad que el lugar donde por primera vez se llamó “cristianos” a los seguidores de Jesús fue en Antioquía, territorio pagano. Hasta ese momento se les conocía como “seguidores del Camino” (Hc 9,2), un grupo de judíos que eran discípulos de un rabino llamado Jesús de Nazaret.

La primera lectura de hoy nos narra cómo la Palabra de Jesús-Buen Pastor es escuchada y abrazada por los paganos de Antioquía ante la predicación de Bernabé, a quien más tarde se le une Pablo, y entre ambos fundan allí una Iglesia. Ya no se trataba de un grupo de judíos siguiendo a su rabino; era un grupo de judíos y gentiles, creyentes en el Cristo resucitado y su anuncio de Reino. Era pues propicio que se les llamara “cristianos”. El nuevo “rebaño” de Jesús.

Nosotros somos herederos de la fe de esos cristianos gentiles. Hemos sido incorporados a Jesús y a la Nueva y Eterna Alianza instituida por Él, no “por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre”, sino porque hemos sido “engendrados por Dios” a través de la infusión del Espíritu que recibimos el día de nuestro Bautismo. El mismo Espíritu que recibieron los Apóstoles el día de Pentecostés, fiesta que ya se divisa en el horizonte.