REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (1) 14-08-15

lo que Dios ha unido

La liturgia de hoy nos presenta uno de esos pasajes en que los fariseos ponen a prueba a Jesús para ver si “resbala” y poder acusarlo de predicar contrario a la Ley de Moisés o, al menos, desprestigiarlo (Mt 19,3-12). El asunto que le plantean tiene tanta o más vigencia hoy, que en aquél momento.

Le preguntan: “¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?” Jesús, un verdadero maestro del debate, además de conocedor de la Ley, les devuelve la pregunta: “¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: ‘Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne’? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Ellos contestaron lo que Jesús esperaba: “¿Y por qué mandó Moisés darle acta de repudio y divorciarse?”

La respuesta de Jesús no se hace esperar: “Por lo tercos que sois os permitió Moisés divorciaros de vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Ahora os digo yo que, si uno se divorcia de su mujer –no hablo de impureza– y se casa con otra, comete adulterio”.

Jesús deja establecida la diferencia entre un precepto y un mandamiento. La ley del Deuteronomio no es un mandamiento; es un precepto, un “permiso” que Moisés se vio prácticamente obligado a concederles “por lo tercos que sois”. Pero ese precepto no alteró de modo alguno la ley fundamental del matrimonio, que permaneció intacta. Jesús va a las mismas raíces de la Ley, a la creación, a la ley del matrimonio contenida en la Palabra de Dios (Gn 1,27; 2,24): “macho y hembra los creó”… “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. Cualquier desviación de esa ley no es mandamiento de Dios, es precepto de hombre, y no puede prevalecer en contra de aquél.

Todo está en la voluntad expresa de Dios al crear al hombre y a la mujer con diferentes sexos para que se complementaran, para que pudieran unirse y formar “una sola carne”, para cumplir el mandato de: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”. Esa es la base del matrimonio establecido por Dios. Y su indisolubilidad la encontramos, tanto en el hecho de que en lo adelante ya no serán dos, sino que “serán los dos una sola carne”, como en la radicalidad del voto, que implica romper con todos los lazos familiares sagrados para los judíos: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre”. No hay términos medios; “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Hoy día vivimos en una sociedad sujeta a las “modas”, al relativismo moral, al culto al placer, a la búsqueda constante de la satisfacción personal, la que se ha elevado a nivel de “derecho”. Es la cultura del “yo”, que plantea que “como Dios es amor”, Él tiene que reconocer nuestro derecho a buscar nuestra propia “felicidad” aunque ello implique negar unos principios y mandamientos fundamentales de la Ley de Dios. En otras palabras, pretendemos imponerle a Dios nuestras propias pautas de lo que es lícito y lo que no lo es. Estamos dispuestos a quemar el Decálogo, y hasta al mismo Dios, en aras de nuestra “felicidad”. ¿Hasta dónde vamos a llegar? Señor, ten piedad de nosotros…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. 20-01-15

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La lectura evangélica de hoy (Mc 2,23-18) nos presenta a Jesús, un sábado, atravesando un campo con sus discípulos, quienes arrancaban espigas mientras caminaban para comerse los granos. Éste último detalle no surge explícitamente de la lectura, pero el evangelio paralelo de Mateo (12,1-8), dice que los discípulos “desgranaban” las espigas para comerse los granos porque “tenían hambre”.

Los fariseos que observaban la escena les critican severamente: “Oye, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?” Al decir eso se referían a la prohibición contenida en Ex 20,8-11 que ellos interpretaban de manera estricta, considerando una transgresión lo que los discípulos hacían. Los fariseos pretenden utilizar las escrituras para condenar a Jesús, pero Jesús demuestra tener un vasto conocimiento de las escrituras. Eso lo vemos a lo largo de todos los relatos evangélicos. Por eso les riposta citando el pasaje en el que el mismo rey David hizo algo prohibido al tomar los panes consagrados del templo para saciar el hambre de sus hombres (1 Sam 21,2-7).

Esta observancia estricta del sábado, la circuncisión, la pureza ritual, fueron fomentadas por los sacerdotes durante el destierro en Babilonia para que no se perdieran esas tradiciones, y para distinguir al pueblo judío de todos los demás. Esto dio margen al nacimiento del llamado “judaísmo”. Estas prácticas llegaron al extremo de controlar todos los aspectos de la vida de los judíos. La observancia de la Ley, por la ley misma, por encima de los hombres. Es por eso que Jesús dice: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”. El amor, la misericordia, están por encima de la Ley. Jesús es Dios, es el Amor. Por tanto, termina diciendo Jesús que “el Hijo del hombre es señor también del sábado”.

Dar cumplimiento a la ley no es suficiente (la palabra cumplimiento está compuesta por dos: “cumplo” y “miento”). Estamos llamados a ir más allá. Si aceptamos que Jesús es el dueño del sábado, y que Él nos invita a seguirle (como lo hicieron los discípulos en la lectura), todo está también a nuestro servicio, cuando se trata de seguir sus pasos. De ahí que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”.

El Evangelio de ayer nos hablaba de la necesidad de guardar el “vino nuevo” en “odres nuevos”. De eso se trata el mensaje de Jesús. No podemos permitir que la observancia de los ritos y la interpretación estricta de los preceptos nos impidan practicar el amor y la misericordia (“Misericordia quiero, que no sacrificio” – Mt 12,7; Cfr. Os 6,6). A eso se refería el papa Francisco cuando dijo: “Quien se acerca a la Iglesia debe encontrar puertas abiertas y no fiscales de la fe”.

Para seguir a Jesús no es necesario que nos convirtamos en “beatos” ni que nos apartemos del mundo. No podemos vivir un ritualismo artificial que raye en la hipocresía. Por eso el papa Francisco también nos ha dicho que necesitamos santos que amen la Eucaristía y que no tengan vergüenza de tomar una cerveza o comer pizza el fin de semana con los amigos.  Necesitamos santos a los que les guste el cine, el teatro, la música, la danza, el deporte.  Necesitamos santos sociables, abiertos, normales, amigos, alegres, compañeros.  Necesitamos santos que estén en el mundo y que sepan saborear las cosas puras y buenas del mundo, pero sin ser mundanos.

Ese es el cristiano del siglo 21… ¡Atrévete!