La lectura evangélica de hoy, tomada de san Mateo (1,1-17), nos presenta la Genealogía de Jesús. Esta genealogía abarca cuarenta y dos generaciones (múltiplo de 7) desde Abraham hasta Jesús (v. 17), pasando por el rey David, de cuya descendencia nacería el Mesías esperado. Esta parecería ser una lectura aburrida. ¿A quién le interesan tantos nombres raros, muchos de los cuales son desconocidos para la mayoría de nosotros? ¿Por qué ese interés desmedido en establecer el linaje de Jesús?
Debemos recordar que Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías prometido. Por eso pasa el trabajo de establecer, de entrada, su nacimiento dentro de la estirpe de David. Esto se refleja también en el uso continuo de la frase “para que se cumpliese…”, a lo largo de todo su relato (en los primeros tres capítulos se repite seis veces). Es decir, su tesis es que en Jesús se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento relativas al futuro Mesías, que comenzaron desde el libro del Génesis.
Así, en la primera lectura de hoy (Gn 49,1-2.8-10), Jacob manda a reunir a sus doce hijos (de quienes saldrían las doce tribus de Israel), y les dice: “A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos, se postrarán ante ti los hijos de tu padre. Judá es un león agazapado, has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se tumba como león o como leona, ¿quién se atreve a desafiarlo? No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos”. David fue el primero en reinar sobre ambos reinos, el de Judá y el de Israel, antes de que se dividieran, y su linaje continuó reinando sobre Judá. De esa estirpe es que nace José, “esposo de María, de la que nació Jesús, el Cristo” (v. 16), heredero del trono de David (Lc 1,32b).
Aunque sabemos que José no tuvo nada que ver con la concepción de Jesús en el seno virginal de María, al reconocerlo y darle su nombre se convirtió para todos los efectos legales en el padre de Jesús, a quien asumió como hijo suyo. De este modo se convirtió también en el padre espiritual de Jesús, a quien le transmitió toda la tradición de su pueblo, convirtiéndolo en un verdadero hijo de Israel.
Si comparamos los relatos de Mateo y Lucas, vemos cómo en el primero la figura principal es José, a quien el ángel le anuncia la concepción milagrosa de Jesús y le encomienda ponerle el nombre cuando nazca (tarea fundamental en la mentalidad bíblica), mientras María permanece como un personaje secundario que ni tan siquiera habla. En Lucas, por el contrario, María es la verdadera protagonista, el personaje alrededor del cual giran los primeros dos capítulos. En Lucas es a ella a quien el ángel anuncia el embarazo milagroso, recibe el nombre de “llena de gracia”, y se le encarga ponerle el nombre a Jesús.
María es también la figura clave, la protagonista del Adviento. En ella, concebida sin pecado original y preparada por el Padre desde la eternidad, nacida judía hija de Israel, se concentran todas las esperanzas del pueblo judío y de toda la humanidad. De ella recibimos al Salvador, y hoy sigue conduciéndonos hacia su Hijo.
Nuestra Señora del Adviento, ¡muéstranos el Camino!
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años, el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Del mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le había sido revelado a santa Catalina Labouré cuando en la tercera aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa, dando forma a la figura, había una inscripción: “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
El tema dominante de la liturgia de este trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario (Ciclo C) es la resurrección de los muertos.
La primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.914) nos narra la historia de siete hermanos que fueron arrestados y hechos azotar junto a su madre por negarse a cumplir con el mandato del rey Antíoco IV Epifanes que pretendía obligarles a comer carne de cerdo prohibida por la Ley. Pero ellos se mantuvieron firmes en su fe. Uno de ellos le dijo: “¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres”. Mientras otro manifestaba su confianza en la resurrección a la vida eterna: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna”.
En la lectura evangélica (Lc 20,27-38), continuamos acompañando a Jesús en esa “última subida” que comenzó en Galilea y culminará en Jerusalén, durante la cual Jesús ha estado instruyendo a sus discípulos. Hoy se le acercan unos saduceos y le ponen a prueba con una de esas preguntas cargadas que sus detractores suelen formularle. Los saduceos eran un “partido religioso” de los tiempos de Jesús quienes no creían en la resurrección, porque entendían que esa doctrina no formaba parte de la revelación de Dios que habían recibido de Moisés. De hecho, la doctrina de la resurrección aparece hacia el siglo VI antes de Cristo en una de las revelaciones contenidas en el libro de Daniel (12,2): “Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán”.
Hoy los saduceos le plantean a Jesús el caso hipotético de la mujer que enviuda del primero de siete hermanos sin tener descendencia, se casa con el hermano de su esposo (Cfr. Dt 25,5-10), enviuda de este y así de con todos los demás. Entonces le preguntan que al ésta morir, “cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.
La explicación de Jesús es sencilla: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección”. En otras palabras, como no pueden morir, ya no tendrán necesidad de multiplicarse, que es el fin primordial del matrimonio (Cfr. Gn 1,28).
Y como para rematar, dice a sus detractores: “Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Podemos afirmar que hay resurrección porque Dios nos creó para la vida, no para la muerte, y la resurrección es la culminación de nuestra existencia (Cfr. Ap 7,9).
El “Dios de vivos” te espera en Su casa. No desaproveches la invitación. Si no lo has hecho, todavía estás a tiempo.
La primera lectura de hoy (Gn 17,3-9) nos
presenta la alianza que Yahvé Dios pacta con Abraham. Una alianza que por sus
propios términos iba a ser perpetua. Una alianza que se trasmitiría por la
carne (por herencia), por eso Dios utiliza un signo carnal para sellar la
misma: la circuncisión. Dios le cambia el nombre a Abrán para significar su
cambio de misión, y le llama Abraham, que quiere decir padre de muchedumbre de
pueblos (Ab = padre, y ham = muchedumbre). Pero más allá de la
herencia carnal, Abraham se convierte en “padre de la fe” para todos los que
creen en las promesas de Dios.
En la lectura evangélica (Jn 8,51-59), Jesús
alude a esa genealogía que comienza con Abraham: “Abrahán, vuestro padre,
saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría”.
En ocasiones anteriores hemos señalado que Juan
resalta la divinidad de Jesús, ya que el objetivo principal de su evangelio es
combatir una herejía (los “ebionistas”) que negaba la divinidad de Jesucristo (Cfr. Jn 20,30-31). De ahí que cuando Él
aludió a Abraham de esa manera los judíos le dijeron: “No tienes todavía
cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” A lo que Jesús respondió: “En verdad,
en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy”. Jesús está
diciendo que Él “es” antes de Abraham y “es” ahora, es eterno, por lo tanto es
Dios. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la
Palabra era Dios” (Jn 1,1). De igual modo fue presentado por Juan el Bautista:
“A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede,
porque existía antes que yo” (Jn 1,30).
Pero Jesús va más allá: “En verdad, en verdad
os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Eso resultaba
inaceptable para los judíos que le escuchaban, quienes lo tildaron de
endemoniado, diciéndole: “¿y tú dices: ‘Quien guarde mi palabra no gustará la
muerte para siempre?’ ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió?
También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?”
La actuación de Jesús sigue incomodando cada
vez más al poder político-religioso de su época. El complot para eliminarlo se
acrecienta. El cerco sigue cerrándose, pero todavía no ha llegado su hora. “Entonces
cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo”.
La liturgia continúa acercándonos al Misterio
Pascual de Jesús. Ya pasado mañana es la víspera del domingo de ramos. Ayer nos
decía que en Él encontraríamos la Verdad y que esa Verdad nos haría libres. Hoy
ha añadido: “quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Es decir,
que además de ser libres, tendremos vida en plenitud, y vida eterna.
El llamado a la conversión está vigente.
Todavía estamos a tiempo. Si creemos en Él y “le creemos” (tenemos fe),
tendremos Vida. Anda, ¡atrévete! El sacramento de la reconciliación está a
nuestro alcance. ¿Y sabes qué? Él te está esperando para darte el abrazo más
tierno y cálido que hayas sentido. Entonces comprenderás…
Hoy la liturgia nos ofrece como primera
lectura a Is 55,10-11, un pasaje corto pero lleno de poder y esperanza: “Como
bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar
la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y
pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mi
vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”.
La Palabra de Dios es viva y eficaz, más
cortante que espada de dos filos (Hb 4,12), una Palabra que tiene fuerza
creadora. Todo lo creado lo fue por el poder de la Palabra. Cada día en el relato
de la creación en el libro del Génesis comienza con “Dijo Dios”, o “Dios dijo”
(Cfr. Gn 1).
Y cuando llegó la plenitud de los tiempos (Cfr. Gál 4,4), esa Palabra se encarnó,
“acampó” entre nosotros (Jn 1,14). Y esa Palabra no volvería al Padre hasta
hacer Su voluntad y cumplir Su encargo. Este tiempo de Cuaresma nos invita a prepararnos
para la celebración de ese acontecimiento salvífico, el Misterio Pascual de
Jesús, cuya sangre empapó la tierra e hizo germinar nuestra salvación.
Y como parte de esa preparación, se nos invita
a practicar la oración. La lectura evangélica de hoy (Mt 6,7-15) nos narra la
versión de Mateo del Padrenuestro, esa oración que rezamos los cristianos y que
el mismo Jesús nos enseñó. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una
petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan
había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar
propiamente, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de
los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Jesús les
da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que
contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de
ellos, respecto a Dios y al prójimo.
De paso, Jesús aprovecha la oportunidad para
enseñarles a referirse al Padre como Abba,
el nombre con que los niños judíos se dirigen a su Padre. Ya no se trata de un
Dios distante, terrible, cuyo nombre no se puede pronunciar. Se trata de un
Dios cercano, familiar, amoroso, a quien podemos acudir con nuestras
necesidades, como un niño acude a su padre con su juguete roto, con la certeza
que solo él puede arreglarlo.
En el relato de Mateo, que es la lectura que
nos ocupa hoy, este pasaje se da dentro del contexto del Sermón de la Montaña,
como parte de una serie de consejos sobre la oración. Aquí, nos enfatiza que la
actitud interior es lo verdaderamente importante, no la palabrería hueca,
repetida sin sentido: “No uséis muchas palabras, como los gentiles, que se
imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro
Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis”.
Hoy, comenzando la Cuaresma, debemos examinar
nuestra actitud respecto a la oración. ¿Tengo una verdadera conversación con mi
“Papacito” cuando oro, o me limito a repetir oraciones compuestas por otros que
de tanto repetir mecánicamente ya han perdido su sentido? Mi oración, ¿es un
monólogo, o es una conversación con Papá en la cual escucho su Palabra?
Estamos en la “segunda parte del Adviento”, en la novena de Navidad.
La lectura evangélica de hoy, tomada de san Mateo (1,1-17), nos presenta la Genealogía de Jesús. Esta genealogía abarca cuarenta y dos generaciones (múltiplo de 7) desde Abraham hasta Jesús (v. 17), pasando por el rey David, de cuya descendencia nacería el Mesías esperado. Esta parecería ser una lectura aburrida. ¿A quién le interesan tantos nombres raros, muchos de los cuales son desconocidos para la mayoría de nosotros? ¿Por qué ese interés desmedido en establecer el linaje de Jesús?
Debemos recordar que Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías prometido. Por eso pasa el trabajo de establecer, de entrada, su nacimiento dentro de la estirpe de David. Esto se refleja también en el uso continuo de la frase “para que se cumpliese…”, a lo largo de todo su relato (en los primeros tres capítulos se repite seis veces). Es decir, su tesis es que en Jesús se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento relativas al futuro Mesías, que comenzaron desde el libro del Génesis.
Así, en la primera lectura de hoy (Gn 49,1-2.8-10), Jacob manda a reunir a sus doce hijos (de quienes saldrían las doce tribus de Israel), y les dice: “A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos, se postrarán ante ti los hijos de tu padre. Judá es un león agazapado, has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se tumba como león o como leona, ¿quién se atreve a desafiarlo? No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos”. David fue el primero en reinar sobre ambos reinos, el de Judá y el de Israel, antes de que se dividieran, y su linaje continuó reinando sobre Judá. De esa estirpe es que nace José, “esposo de María, de la que nació Jesús, el Cristo” (v. 16), heredero del trono de David (Lc 1,32b).
Aunque sabemos que José no tuvo nada que ver con la concepción de Jesús en el seno virginal de María, al reconocerlo y darle su nombre se convirtió para todos los efectos legales en el padre de Jesús, a quien asumió como hijo suyo. De este modo se convirtió también en el padre espiritual de Jesús, a quien le transmitió toda la tradición de su pueblo, convirtiéndolo en un verdadero hijo de Israel.
Si comparamos los relatos de Mateo y Lucas, vemos cómo en el primero la figura principal es José, a quien el ángel le anuncia la concepción milagrosa de Jesús y le encomienda ponerle el nombre cuando nazca (tarea fundamental en la mentalidad bíblica), mientras María permanece como un personaje secundario que ni tan siquiera habla. En Lucas, por el contrario, María es la verdadera protagonista, el personaje alrededor del cual giran los primeros dos capítulos. En Lucas es a ella a quien el ángel anuncia el embarazo milagroso, recibe el nombre de “llena de gracia”, y se le encarga ponerle el nombre a Jesús.
María es también la figura clave, la protagonista del Adviento. En ella, concebida sin pecado original y preparada por el Padre desde la eternidad, nacida judía hija de Israel, se concentran todas las esperanzas del pueblo judío y de toda la humanidad. De ella recibimos al Salvador, y hoy sigue conduciéndonos hacia su Hijo.
Nuestra Señora del Adviento, ¡muéstranos el Camino!
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad
de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la
doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de
su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en
previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano,
preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios,
por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con
esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido el
dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años, el 8 de diciembre de 1854.
Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma
Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Del
mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le había sido revelado a
santa Catalina Labouré cuando en la
tercera aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa, dando forma a la
figura, había una inscripción: “Oh María, sin
pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en
previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su
concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue
concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes
disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser
concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer
“sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso
Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas,
sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba
solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un
propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo
que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la
lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de
Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el
pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado
por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de
gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis
que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad
entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza
cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de
gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad”
inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia,
creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su
obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
De paso, si no loa hecho aún, te invitamos a ver los vídeos que publicamos en nuestro Canal de YouTube sobre el dogma y la solemnidad.