La Provincia Eclesiástica de Puerto Rico celebra hoy las Témporas de Acción de Gracias y Petición por la Actividad Humana. Por eso las lecturas que nos propone la liturgia (Dt 8,7-18 y Mt 7,7-11) tienen que ver con la providencia divina y el agradecimiento que debemos a Dios por su generosidad.
En el Evangelio, Jesús nos asegura que el Señor nos dará todas las cosas buenas que le pidamos: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre de ustedes que está en el cielo dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!” El problema estriba en que muchas veces no sabemos pedir; pedimos cosas que no nos convienen o que están en contra de la voluntad del padre. “Piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones” (St 4,3).
Lo cierto es que si analizamos nuestras vidas, y los dones que recibimos de Dios diariamente, todos frutos de su generosidad, comenzando con la vida misma, no podemos más que mostrar agradecimiento. Lo que ocurre es que se nos olvida o, peor aún, somos tan soberbios de creer que todo lo que tenemos se debe únicamente a nuestro propio esfuerzo. Solo el que lo ha perdido todo puede apreciar lo que es en realidad la Providencia Divina.
Por eso la primera lectura advierte: “Pero ten cuidado: no olvides al Señor, tu Dios, ni dejes de observar sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, que yo te prescribo hoy. Y cuando comas hasta saciarte, cuando construyas casas confortables y vivas en ellas, cuando se multipliquen tus vacas y tus ovejas, cuando tengas plata y oro en abundancia y se acrecienten todas tus riquezas, no te vuelvas arrogante, ni olvides al Señor, tu Dios. No pienses entonces: ‘Mi propia fuerza y el poder de mi brazo me han alcanzado esta prosperidad’. Acuérdate del Señor, tu Dios, porque él te da la fuerza necesaria para que alcances esa prosperidad, a fin de confirmar la alianza que juró a tus padres, como de hecho hoy sucede.”
Hoy celebramos en Puerto Rico el día de Acción de Gracias, y aunque nuestra primera y última oraciones de cada día deben comenzar con una acción de gracias, es justo que dediquemos al menos un día del año especialmente para dar gracias a Dios por toda las gracias y dones recibidos: las cosas buenas y las alegrías; y las cosas no tan buenas y los sufrimientos que nos hacen acercarnos y asemejarnos más a Él y nos ayudan a crecer espiritualmente y purificarnos. Por eso, cuando nos sentemos a la mesa a compartir el alimento que hemos recibido de su generosidad, digamos: “Señor Dios, Padre lleno de amor, al darte gracias por estos alimentos y por todas tus maravillas, te pedimos que tu luz nos haga descubrir siempre que has sido tú, y no nuestro poder, quien nos ha dado fuerza para obtener lo que tenemos” (adaptada de la Oración Colecta para hoy).
El tema dominante de la liturgia de este trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario (Ciclo C) es la resurrección de los muertos.
La primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.914) nos narra la historia de siete hermanos que fueron arrestados y hechos azotar junto a su madre por negarse a cumplir con el mandato del rey Antíoco IV Epifanes que pretendía obligarles a comer carne de cerdo prohibida por la Ley. Pero ellos se mantuvieron firmes en su fe. Uno de ellos le dijo: “¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres”. Mientras otro manifestaba su confianza en la resurrección a la vida eterna: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna”.
En la lectura evangélica (Lc 20,27-38), continuamos acompañando a Jesús en esa “última subida” que comenzó en Galilea y culminará en Jerusalén, durante la cual Jesús ha estado instruyendo a sus discípulos. Hoy se le acercan unos saduceos y le ponen a prueba con una de esas preguntas cargadas que sus detractores suelen formularle. Los saduceos eran un “partido religioso” de los tiempos de Jesús quienes no creían en la resurrección, porque entendían que esa doctrina no formaba parte de la revelación de Dios que habían recibido de Moisés. De hecho, la doctrina de la resurrección aparece hacia el siglo VI antes de Cristo en una de las revelaciones contenidas en el libro de Daniel (12,2): “Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán”.
Hoy los saduceos le plantean a Jesús el caso hipotético de la mujer que enviuda del primero de siete hermanos sin tener descendencia, se casa con el hermano de su esposo (Cfr. Dt 25,5-10), enviuda de este y así de con todos los demás. Entonces le preguntan que al ésta morir, “cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.
La explicación de Jesús es sencilla: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección”. En otras palabras, como no pueden morir, ya no tendrán necesidad de multiplicarse, que es el fin primordial del matrimonio (Cfr. Gn 1,28).
Y como para rematar, dice a sus detractores: “Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Podemos afirmar que hay resurrección porque Dios nos creó para la vida, no para la muerte, y la resurrección es la culminación de nuestra existencia (Cfr. Ap 7,9).
El “Dios de vivos” te espera en Su casa. No desaproveches la invitación. Si no lo has hecho, todavía estás a tiempo.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 22,34-40) nos dice que un fariseo se acercó a Jesús y le preguntó: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”. Los fariseos y los escribas tenían prácticamente una obsesión con el tema de los mandamientos y los pecados. La Mitzvá contiene 613 preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y fariseos gustaban de discutir sobre ellos, enfrascándose en polémicas sobre cuales eran más importantes que otros.
La respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. (Dt 6,4-5). Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas”.
Si leemos el libro del Deuteronomio, este mandamiento está precedido por “Escucha, Israel” (el famoso Shemá)… Tenemos que ponernos a la escucha de esa Palabra que es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb 4,12-13), que nos interpela. Una Palabra ante la cual no podemos permanecer indiferentes. La aceptamos o la rechazamos. No se trata pues, de una escucha pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra parte. Cuando la aceptamos no tenemos otra alternativa que ponerla en práctica, como los Israelitas cuando le dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica”. O como le dijo Jesús a los que le dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que actuar conforme a esa Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos que “creerle” a Dios y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en otras ocasiones hemos dicho que la fe es algo que se ve.
¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Que no quede duda. Jesús quiere abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar. Amor absoluto, sin dobleces, incondicional (a Jesús no le gustan los términos medios). Corresponder al Amor que Dios nos profesa. Pero no se detiene ahí. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia inevitable de abrirnos al Amor de Dios. Cuando nos abrimos al amor de Dios no tenemos otra alternativa que amar de igual manera.
La fórmula que nos propone Jesús es sencilla. Dos mandamientos cortos. Cumpliéndolos cumples todos los demás. La dificultad está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”. Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo.
La lectura evangélica que contemplamos en la liturgia para hoy (Mt 19,23-30), es la continuación de la del joven rico que hubiésemos leído ayer, de no haber coincidido con la Solemnidad de la Asunción. En la lectura de hoy Jesús dice a sus discípulos: “Os aseguro que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios”. El “ojo de una aguja” a que se refiere Jesús era un pequeño portón que tenían las puertas principales de las ciudades como Jerusalén, por donde entraban los mercaderes después de la hora que se cerraban las mismas. Si el mercader traía camellos, le resultaba bien difícil entrarlos por “el ojo de la aguja”. Para poder lograrlo (no siempre podían), tenían que quitarle la carga y entrarlo arrodillado. ¿Ven el simbolismo?
De nuevo vemos a Jesús poniendo el apego a la riqueza como impedimento para alcanzar el reino de Dios, pero esta vez es, como ocurre a menudo, en un diálogo aparte con sus discípulos, luego del episodio. Los discípulos acaban de escuchar a Jesús pronunciarse en esos términos y están confundidos, pues en la mentalidad judía la riqueza y la prosperidad son sinónimos de bendición de Dios. ¿Cómo es posible que la riqueza, que es bendición de Dios, sea un impedimento para alcanzar el Reino? Pero Jesús se refiere a la conducta descrita en el Deuteronomio (8,11-18) que nos manda estar alertas, no sea que: “cuando comas y quedes harto, cuando construyas hermosas casas y vivas en ellas, cuando se multipliquen tus vacadas y tus ovejas, cuando tengas plata y oro en abundancia y se acrecienten todos tus bienes, tu corazón se engría y olvides a Yahvé tu Dios que te sacó de Egipto, de la casa de la servidumbre”.
Lo que Jesús nos propone es comprender que para seguirle tenemos que “desposeernos” de todo lo que pueda desviar nuestra atención de Dios como valor absoluto. Tenemos que aprender a depender, no de nuestra propia riqueza ni de aquello que pueda darnos “seguridad” humana, sino de los demás, y ante todo, de Dios, recordando que solo siguiéndole a Él podemos alcanzar la salvación. Por eso cuando los discípulos le preguntan: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”, Él les mira y les contesta: “Para los hombres es imposible; pero Dios lo puede todo”…. “El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna”.
Tarea harto difícil, la verdadera “pobreza evangélica”, imposible para nosotros si dependemos de nuestros propios recursos. Solo si nos abandonamos a Dios incondicionalmente podemos lograrlo, porque “Dios lo puede todo” (Cfr. Lc 1,37).
En este pasaje se nos describe, además, la renuncia a las cosas del mundo llevada al extremo, que encontramos en aquellos que abrazan la vida religiosa abandonando “casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras” con tal de seguir a Jesús.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de aprender a desprendernos de todo lo que nos impide seguirle plenamente; que podamos hacer de Él, y de su seguimiento, el valor absoluto en nuestras vidas, para así ser acreedores a la vida eterna que Él nos tiene prometida.
“Estudiáis las Escrituras pensando encontrar
en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis
venir a mí! (Jn 5,31-47). Los judíos se concentraban tanto en las Escrituras,
escudriñando, debatiendo, teorizando, que eran incapaces de ver la gloria de
Dios que estaba manifestándose ante sus ojos en la persona de Jesús. “Las obras
que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de
mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, Él mismo ha dado
testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su
palabra no habita en vosotros, porque al que Él envió no le creéis”.
Nosotros muchas veces caemos en el mismo
error; “teorizamos” nuestra fe y nos perdemos en las ramas del árbol de las
Escrituras en una búsqueda de los más rebuscados análisis de estas, mientras
desatendemos las obras de misericordia, que son las que dan verdadero
testimonio de nuestra fe y, en última instancia, de la presencia de Jesús en
nosotros.
Jesús dice a los judíos: “No penséis que yo os
voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis
vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí
escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis
palabras?” Jesús se refería al libro del Deuteronomio (que los judíos atribuían
a Moisés), en el que Yahvé le dice a Moisés: “Por eso, suscitaré entre sus hermanos
un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo
que yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta
pronuncie en mi Nombre, yo mismo le pediré cuenta” (Dt 18,18-19). En Jesús se
cumplió esta profecía, y los suyos no le recibieron (Cfr. Jn 1,11).
Jesús se nos presenta como el “nuevo Moisés”,
que intercede por nosotros ante el Padre, de la misma manera que lo hizo Moisés
en la primera lectura de hoy (Ex 32,7-14) por los de su pueblo cuando adoraron
un becerro de oro, haciendo que Dios se “arrepintiera” de la amenaza que había
pronunciado contra ellos. Jesús llevará esa intercesión hasta las últimas
consecuencias, ofrendando su vida por nosotros.
En la lectura evangélica de ayer Jesús (Jn 5,17-30)
nos decía: “En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al
que me envió posee la vida eterna”.
Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Hemos acogido a Jesús, escuchado su Palabra, y reconocido e interpretado justamente las grandes obras que ha hecho en nosotros? Habiéndole reconocido e interpretado sus obras, ¿seguimos sus pasos a pesar de nuestra débil naturaleza y ponemos en práctica su Palabra (pienso en el mensaje del papa Francisco para esta Cuaresma: “No nos cansemos del hacer el bien”)? ¿O somos de los que “no creen al que (el Padre) envió”?
Durante esta Cuaresma, pidamos al Señor que
reavive nuestra fe y afiance nuestro compromiso en Su seguimiento, de manera
que podamos imitarle en su entrega total por nuestros hermanos. Esto incluye
interceder ante el Padre por los pecadores, incluyendo aquellos que nos hacen
daño o nos persiguen. Lo hemos dicho en ocasiones anteriores. El seguimiento de
Jesús ha de ser radical. No hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16).
La liturgia de hoy nos presenta a los fariseos
una vez más poniendo a prueba a Jesús, para ver si “resbala” para poder
acusarlo de predicar contrario a la Ley de Moisés o, al menos, desprestigiarlo
(Mc 10,1-12). El asunto que le plantean tiene tanta o más vigencia hoy que en
aquél momento.
La pregunta es una cargada: “¿Le es lícito a
un hombre divorciarse de su mujer?” Jesús no pierde tiempo y, sabiendo lo que
le van a contestar, les devuelve la pregunta: “¿Qué os ha mandado Moisés?” La
respuesta no se hace esperar: “Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer
un acta de repudio”. Jesús lo sabe, en su tiempo el divorcio era legal en
ciertas circunstancias. Jesús, un verdadero maestro del debate, los desarma con
su respuesta: “Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al
principio de la creación Dios ‘los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el
hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola
carne’. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido,
que no lo separe el hombre”.
Jesús deja establecida la diferencia entre un
precepto y un mandamiento. La ley del Deuteronomio no es un mandamiento; es un
precepto, un “permiso” que Moisés se vio prácticamente obligado a concederles
“por vuestra terquedad”. Pero ese precepto no alteró de modo alguno la ley
fundamental del matrimonio, que permaneció intacta. Jesús va a las mismas
raíces de la ley, a la creación, a la ley del matrimonio contenida en la
Palabra de Dios (Gn 1,27; 2,24): “macho y hembra los creó”… “Por eso abandonará
el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una
sola carne”. Cualquier desviación de esa ley no es mandamiento de Dios, es
precepto de hombre, y no puede prevalecer en contra de aquél.
Todo está en la voluntad expresa de Dios al
crear al hombre y a la mujer con diferentes sexos para que se complementaran,
para que pudieran unirse y formar “una sola carne”, para cumplir el mandato de:
“Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”. Esa es la base
del matrimonio establecido por Dios. Y su indisolubilidad la encontramos, tanto
en el hecho de que en lo adelante ya no serán dos, sino que “serán los dos una
sola carne”, como en la radicalidad del voto, que implica romper con todos los
lazos familiares sagrados para los judíos: “Por eso abandonará el hombre a su
padre y a su madre”. No hay términos medios; no hay marcha atrás. “Lo que Dios
ha unido, que no lo separe el hombre”.
Hoy día vivimos en una sociedad sujeta a las
“modas”, al relativismo moral, al culto al placer, a la búsqueda constante de
la satisfacción personal, la que se ha elevado a nivel de “derecho”. Es la
cultura del “yo”; “y ‘como Dios es amor’, Él tiene que reconocer mi derecho a
buscar mi propia ‘felicidad’”, aunque ello implique negar unos principios y mandamientos
fundamentales de la Ley de Dios. En otras palabras, pretendemos imponerle a
Dios nuestras propias pautas de lo que es lícito y lo que no lo es. Estamos
dispuestos a quemar el Decálogo, y hasta al mismo Dios, en aras de nuestra
“felicidad”. Pretendemos redefinir el matrimonio y, de paso, hacerlo sujeto a
la voluntad de los contrayentes.
¿Hasta dónde vamos a llegar? Señor, ten piedad
de nosotros…
La Provincia Eclesiástica de Puerto Rico
celebra hoy las Témporas de Acción de Gracias y Petición por la Actividad
Humana. Por eso las lecturas que nos propone la liturgia (Dt 8,7-18 y Mt
7,7-11) tienen que ver con la providencia divina y el agradecimiento que
debemos a Dios por su generosidad.
En el Evangelio, Jesús nos asegura que el
Señor nos dará todas las cosas buenas que le pidamos: “Si ustedes, que son
malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre de ustedes que
está en el cielo dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!” El problema
estriba en que muchas veces no sabemos pedir; pedimos cosas que no nos
convienen o que están en contra de la voluntad del padre. “Piden y no reciben,
porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones” (St 4,3).
Lo cierto es que si analizamos nuestras vidas,
y los dones que recibimos de Dios diariamente, todos frutos de su generosidad, comenzando
con la vida misma, no podemos más que mostrar agradecimiento. Lo que ocurre es
que se nos olvida o, peor aún, somos tan soberbios de creer que todo lo que
tenemos se debe únicamente a nuestro propio esfuerzo. Solo el que lo ha perdido
todo puede apreciar lo que es en realidad la Providencia Divina.
Por eso la primera lectura advierte: “Pero ten
cuidado: no olvides al Señor, tu Dios, ni dejes de observar sus mandamientos,
sus leyes y sus preceptos, que yo te prescribo hoy. Y cuando comas hasta
saciarte, cuando construyas casas confortables y vivas en ellas, cuando se
multipliquen tus vacas y tus ovejas, cuando tengas plata y oro en abundancia y
se acrecienten todas tus riquezas, no te vuelvas arrogante, ni olvides al
Señor, tu Dios. No pienses entonces: ‘Mi propia fuerza y el poder de mi brazo
me han alcanzado esta prosperidad’. Acuérdate del Señor, tu Dios, porque él te
da la fuerza necesaria para que alcances esa prosperidad, a fin de confirmar la
alianza que juró a tus padres, como de hecho hoy sucede.”
Hoy celebramos en Puerto Rico el día de Acción
de Gracias, y aunque nuestra primera y última oraciones de cada día deben
comenzar con una acción de gracias, es justo que dediquemos al menos un día del
año especialmente para dar gracias a Dios por toda las gracias y dones
recibidos: las cosas buenas y las alegrías; y las cosas no tan buenas y los
sufrimientos que nos hacen acercarnos y asemejarnos más a Él y nos ayudan a
crecer espiritualmente y purificarnos. Por eso, cuando nos sentemos a la mesa a
compartir el alimento que hemos recibido de su generosidad, digamos: “Señor
Dios, Padre lleno de amor, al darte gracias por estos alimentos y por todas tus
maravillas, te pedimos que tu luz nos haga descubrir siempre que has sido tú, y
no nuestro poder, quien nos ha dado fuerza para obtener lo que tenemos”
(adaptada de la Oración Colecta para hoy).
La liturgia de este trigésimo primer domingo
del Tiempo Ordinario, nos presenta la versión de Marcos (12,28b-34) del pasaje
en que un escriba preguntó a Jesús que cuál de los mandamientos era el más
importante; a lo que Jesús respondió: “El primero es: ‘Escucha, Israel, el
Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es
éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que éstos”.
De entrada hay que señalar que su interlocutor
le pregunta cuál es el primero de los mandamientos, y Jesús no se limita a uno.
Echa mano de dos preceptos contenidos en la Ley (Dt 6,4 y Lv 19,18), y los
funde en uno solo, con un elemento común: el Amor. El primero de ellos, el
“Shemá”, que los judíos aún repiten a diario y hasta tienen escrito en un
pequeño rollo que colocan en las jambas de las puertas de sus casas en un
envase que llaman “Mezuzá”. El segundo, tomado de la parte del libro del
Levítico que trata sobre la “humanidad en la vida diaria”.
De esa manera Jesús pone la ley del Amor por
encima del culto ritual que los judíos habían llevado al extremo, convirtiendo
los diez mandamientos originales en 613 preceptos, que se habían convertido en
una “pesada carga” (Cfr. Mt 23,4) casi imposible de llevar. A eso se refería
cuando dijo que no había venido a abolir la ley ni los profetas, sino a darle
plenitud. Y esa plenitud consiste en ver e interpretar la Ley desde la óptica
del Amor. Como dijera el papa San Juan Pablo II: “La relación del hombre con
Dios no es una relación de temor, de esclavitud o de opresión; al contrario, es
una relación de serena confianza, que brota de una libre elección motivada por
el amor”.
Uno de mis autores favoritos, Piet Van Breemen,
nos dice: “Este anuncio del amor de Dios es el núcleo central del mensaje
evangélico. Si comprendemos esto con nuestro corazón, podremos a la vez amar a
Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez, de amar a nuestro prójimo”. Es
decir, si nos abrimos al amor de Dios, ese amor va a inundar todo nuestro ser y
se va a proyectar, o más bien “derramar”, sobre nuestro prójimo. Habremos
llegado a la plenitud del Amor, que es Dios. De ahí que san Juan diga que miente
todo el que dice que ama a Dios pero no ama a su prójimo (1Jn 4,20). Porque si
amamos a Dios podremos ver su rostro reflejado en el hermano, especialmente el
más necesitado, y no tendremos más remedio que amarle tal cual es; como Dios
nos ama a nosotros. Cuando amamos de verdad no hay nada que no estemos
dispuestos a hacer por nuestro prójimo. Porque que lo que se hace por amor
adquiere un nuevo significado. El amor hace que cualquier yugo sea suave, y
cualquier carga ligera (Mt 11,30).
Hoy, día del Señor, pidámosle que nos permita
vivir sus mandamientos, especialmente el más importante, no como cargas
“impuestas”, sino como respuesta amorosa. Y no olvides visitarle en su Casa, Él
te espera para derramar su Amor infinito sobre ti.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc
10,25-37), nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta
parábola se han escrito “ríos de tinta”. Además de la historia, edificante por
demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del
samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del
samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de
Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un
reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del
Reino”.
La parábola está precedida por una discusión
sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al
prójimo como a ti mismo”; mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un
pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un
receptáculo llamado mezuzah, y el
mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último
mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como
a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al
pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me
refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos
que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos
en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las
actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar,
fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar
al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado…
Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”
“En el atardecer de nuestra vida seremos
juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él;
¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve
sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final”
Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer,
tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse
de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el
que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es
necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los
medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un
hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en
cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos
que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más
pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el
levita de la parábola!