REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. 27-10-13

FARISEO Y PUBLICANO ORANDO

La primera lectura para este trigésimo domingo del tiempo ordinario (ciclo C), tomada del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18), nos habla de la Justicia Divina y cómo Dios escucha las súplicas del oprimido: “su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia”.

El Salmo (33) nos reitera que “el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él”.

La segunda lectura, tomada de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (4,6-8.16-18) contiene una de las frases lapidarias del apóstol: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida”.

El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas (18,9-14), nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

En cambio, el publicano se mantenía en la parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció: “Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

La diferencia estaba en la actitud interior, en el corazón. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha” (Salmo). El Señor nos está diciendo que si reconocemos nuestros pecados y nuestra pobreza espiritual, y nos acercamos a Él con humildad, Él nos hará justicia.

Estamos acercándonos al final de tiempo ordinario para dar paso al Adviento y  al llamado a la conversión que se tiempo nos hace. No tenemos que esperar. El llamado a la conversión, aunque se enfatiza en los tiempos “fuertes” como Adviento y Cuaresma, es continuo. Abramos hoy nuestros corazones al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado y humillado (Cfr. Sal 50). Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el abrazo más amoroso que hayamos recibido.

“Oh Padre amable y misericordioso, con las manos vacías nos presentamos ante ti. Perdónanos por las veces que presumimos por el bien que sólo con tu gracia pudimos hacer. Llena nuestra pobreza con tus dones, líbranos de despreciar a ninguno de nuestros hermanos y danos un corazón agradecido por todo lo que hemos recibido de ti. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).

Recuerda, si aún no has visitado la Casa del Padre, todavía estás a tiempo.

REFLEXIÓN PARA EL UNDÉCIMO DOMINGO DEL T.O. 16-06-13

pecadora perdonada

Todas las lecturas de la liturgia para este undécimo domingo del tiempo ordinario tienen un hilo conductor: el perdón de los pecados.

La primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel (12,7-10.13), nos presenta el pasaje en el que Yahvé, por medio del profeta Natán, enfrenta al rey David con sus pecados, recordándole todas las bendiciones que ha derramado sobre él: “¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal?”. David reconoce sus pecados, y en un acto de arrepentimiento exclama: “¡He pecado contra el Señor!” La respuesta no se hace esperar: “El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás”. Es la manifestación de la misericordia divina. “Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: ‘Confesaré al Señor mi culpa’, tú perdonaste mi culpa y mi pecado” (Sal 31). Dios perdona al pecador arrepentido.

En la segunda lectura (Gál 2,16.19-21) el apóstol san Pablo nos recuerda que si fuera por la Ley todos estaríamos muertos para la vida eterna. Solo si nos unimos al sacrificio de Cristo, quien nos amó hasta entregarse por nosotros, podemos alcanzar la salvación. “Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús”. Si nos convertimos en otros “cristos” viviendo nuestra fe en Él, podremos decir con Pablo “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, porque la “justificación” es una transformación en Cristo por medio de la gracia.

La lectura evangélica (Lc 7,36-8,3) nos presenta el pasaje de “la pecadora perdonada”.

El Antiguo Testamento nos había presentado la misericordia de Dios. Los relatos evangélicos nos muestran un Jesús que se atribuye a sí mismo el poder de perdonar los pecados, poder que solo le pertenece a Dios. Jesús no se limita a enseñarnos que el Padre está dispuesto a perdonarnos nuestros pecados, sino que Él mismo perdona los pecados. La explicación a esta actitud de Jesús nos la da Él mismo: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30).

Desde el comienzo de su misión mesiánica Jesús deja claro que Él tiene poder para perdonar los pecados: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados” (Cfr. Mc 2,10). Vemos cómo en los relatos evangélicos repite en numerosas ocasiones: “tus pecados te son perdonados”, o frases similares que resultan blasfemas para los escribas y fariseos quienes no reconocían la divinidad de Jesús.

En el pasaje de hoy encontramos a una pecadora que se postra ante Jesús, lava sus pies con sus lágrimas, los unge con perfume y los besa. Esa mujer arrepentida nos proporciona la clave para obtener el perdón de los pecados (siempre volvemos a lo mismo, ¿no?): el Amor. “‘Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama’. Y a ella le dijo: “Tus pecados están perdonados’”. Es el amor lo que nos lleva al arrepentimiento y a buscar la reconciliación. Aquella pecadora conoció el amor de Jesús y le reciprocó con la misma intensidad de sus pecados. Y en ese amor conoció el perdón, que es fruto del Amor.

Más tarde, luego de su Resurrección, Jesús confiaría ese “ministerio” del perdón de los pecados a los apóstoles (Jn 20,22-23) y a sus sucesores, quienes conferirán el perdón, no por sí mismos, sino por el poder del Dios Uno y Trino, que es amor.

Hoy es un buen día para reconciliarte con el Señor. ¡Aprovecha ese regalo tan hermoso que Jesús te dejó!

REFLEXIÓN PARA EL TERCER SÁBADO DE CUARESMA 09-03-13

FARISEO Y PUBLICANO ORANDO

“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Estos versos, tomados del Salmo que nos presenta la liturgia de hoy (50,3-4.18-19.20-21ab), sientan la tónica para las lecturas del día.

La primera, tomada del profeta Oseas (6,1-6), nos habla del arrepentimiento y la misericordia divina: “Vamos a volver al Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En dos días nos sanará; al tercero nos resucitará; y viviremos delante de él”. A lo que el Señor contesta: “Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”.

Durante este tiempo de Cuaresma se nos hace un llamado a la conversión. Esa conversión está relacionada al arrepentimiento, pero no a un arrepentimiento que implique culpa, remordimiento, o temor al castigo, sino más bien un arrepentimiento que sea producto de una transformación interior, en lo más profundo de nuestro ser, que nos haga reconocer nuestras faltas, lo que se ha de reflejar en nuestra forma de relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.

Se trata de que el arrepentimiento y la penitencia sean producto de la conversión y no a la inversa. Se trata de abrirnos incondicionalmente al Amor de Dios y rendirnos ante Él con la firme determinación de cumplir su voluntad.

No se trata de decirlo de palabra, ni de confesarlo en público, ni de ponerse en pie frente a una asamblea y decir: “Yo acepto a Jesucristo como mi único Salvador”. No. Tampoco se trata de gestos exteriores como orar en público, ni de dar limosna donde todos nos vean, ni de ayunar por ayunar. No son las devociones las que hacen a un hombre “bueno” ante los ojos de Dios. Él no halla en ellas el Amor recíproco que espera de nosotros. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).

El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas (18,9-14) nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

En cambio, el publicano se mantenía en la parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció: “Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

La diferencia estaba en la actitud interior, en el corazón. “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”.

En esta Cuaresma, abramos nuestros corazones al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado y humillado. Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el abrazo más amoroso que hayamos recibido.