En este vídeo compartimos con ustedes unas breves notas sobre el significado de la ceniza que se nos impone al comienzo de la cuaresma, así como el origen de esta práctica.
Como habíamos adelantado ayer, los pasajes
evangélicos que vamos a contemplar durante la Octava de Pascua nos narran las
apariciones de Jesús a sus discípulos luego de su gloriosa resurrección.
Hoy la liturgia nos presenta la versión de
Juan de la aparición de Jesús a María Magdalena (Jn 20,11-18). En los
versículos anteriores María había encontrado que la piedra que cubría el
sepulcro había sido removida, había ido a avisarles a Pedro y a Juan, estos
habían llegado y habían encontrado el sepulcro vacío. Al regresarse a casa los
discípulos, María se quedó llorando junto al sepulcro.
Al asomarse al sepulcro vio dos ángeles en
donde había estado el cuerpo del Señor. “Ellos le preguntan: ‘Mujer, ¿por qué
lloras?’ Ella les contesta: ‘Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo
han puesto’”. Vemos que el llanto de María se ve acentuado por la ausencia del
cadáver. Ya no solo llora por la muerte de Jesús, sino porque no sabe dónde
está su cuerpo. No podría sentirse más “abandonada”.
Jesús lo había adelantado: “Les aseguro que
ustedes van a llorar y se van a lamentar;… Ustedes estarán tristes, pero esa
tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20). Y esa Palabra no se hizo esperar.
Estando María ahogada en llanto se le presenta Jesús y le dice: “Mujer, ¿por qué
lloras?, ¿a quién buscas?”. Pero María no lo reconoce (Jesús estaba con su
cuerpo glorificado) y le confunde con el jardinero, diciéndole que si él se ha
llevado el cadáver que le diga dónde está para ir a recogerlo. Un acto de
misericordia y caridad.
Hasta este momento toda la conversación, tanto
con los ángeles como con Jesús, ha trascurrido en un plano impersonal, se le ha
llamado por el apelativo de “mujer”, tal vez reflejo del vacío y la tristeza que
ella experimentaba en su corazón. Ese mismo vacío que sintió María Magdalena,
lo sentimos nosotros en nuestros corazones cuando estamos en pecado. En ese
momento nuestra alma está tan vacía como lo estuvo aquel sepulcro hace casi dos
mil años. Jesús no está y no lo podemos encontrar…
Pero todo cambia cuando Jesús se le revela y la
llama por su nombre: “¡María!” En ese momento se le abren los ojos del alma, y
su vacío y tristeza se convierten en gozo, y reconoce a Jesús: “¡Rabboni!”.
Trato de imaginar lo que María debe haber sentido en ese momento. Sentiría que
su pecho iba a estallar; no encontraría palabras para expresar su alegría, por
eso trata de abrazarlo y Jesús no se lo permite: “Suéltame, que todavía no he
subido al Padre”. Y le envía a dar la buena noticia a sus hermanos.
Del mismo modo, cuando nuestra alma está vacía
por causa del pecado, cuando no encontramos a Jesús dentro de nosotros o, como
María, lo vemos, pero no le reconocemos. Pero si nos arrepentimos de corazón y
lloramos nuestra culpa, Jesús nos llamará por nuestro propio nombre. Y entonces
se nos abrirán los ojos del alma y le reconoceremos. Pero a diferencia de
María, quien no pudo abrazar al Resucitado porque todavía no había subido al
Padre, nosotros sí podemos fundirnos con Él en el abrazo más amoroso
imaginable. Y saldremos con júbilo a decir a nuestros hermanos: ¡Él vive!
Ya estamos en el umbral de la Pasión. Es
Miércoles Santo. Mañana celebraremos la Misa vespertina “en la cena del Señor”,
y pasado mañana será el Viernes Santo. El pasaje evangélico que nos presenta la
liturgia para hoy es precisamente la preparación de la cena, y la versión de
Mateo de la traición de Judas (Mt 26,14-25). Pero el énfasis parece estar en la
traición de Judas, pues comienza y termina con esta. Los preparativos y la cena
parecen ser un telón de fondo para el drama de traición.
La lectura comienza así: “En aquel tiempo, uno
de los Doce, llamado Judas Iscariote, se presentó a los sumos sacerdotes y les
propuso: ‘¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?’ Ellos se ajustaron
con él en treinta monedas (Mateo es el único que menciona la cantidad acordada
de “treinta monedas” Marcos y Lucas solo mencionan “dinero”). Y desde entonces
andaba buscando ocasión propicia para entregarlo”.
La trama de la traición continúa
desarrollándose durante la cena: “Os aseguro que uno de vosotros me va a
entregar”. Luego sigue un intercambio entre Jesús y sus discípulos, que culmina
con Judas preguntando: “¿Soy yo acaso, Maestro?”, a lo que Jesús respondió: “Tú
lo has dicho”. Esto ocurría justo antes de la institución de la Eucaristía.
Siempre que escucho la historia de la traición
de Judas, recuerdo mis días de infancia y adolescencia cuando en mi pueblo
natal se celebraba la quema de una réplica de Judas. Era como si emprendiéndola
contra Judas, el pueblo entero tratara de echarle a este toda la culpa por la
muerte de Jesús; como si dijéramos: “Si yo hubiese estado allí, no lo hubiese
permitido”.
La realidad es que la traición de Judas fue el
último evento de una conspiración de los poderes ideológico-religiosos de su
tiempo, que llevaban tiempo planificando la muerte de Jesús. La suerte de Jesús
estaba echada. Judas fue un hombre débil de carácter que sucumbió ante la
tentación y se convirtió en un “tonto útil” en manos de los poderosos.
Es fácil echarle culpa a otro; eso nos hace
sentir bien, nos justifica. Pero se nos olvida que Jesús murió por los pecados
de toda la humanidad, cometidos y por cometer. Eso nos incluye a todos, sin
excepción. Todos apuntamos el dedo acusador contra Judas, pero, ¿y qué de
Pedro? ¿Acaso no traicionó también a Jesús? ¡Ah, pero Pedro se arrepintió y
siguió dirigiendo la Iglesia, mientras Judas se ahorcó! Esta aseveración
suscita tres preguntas, que cada cual debe contestarse: ¿Creen ustedes que Dios
dejó de amar a Judas a raíz de la traición? ¿Existe la posibilidad de que Judas
se haya arrepentido en el último instante de su vida? De ser así, ¿puede Dios
haberlo perdonado?
¿Y qué de los demás discípulos, quienes a la
hora de la verdad lo abandonaron, dejándolo solo en la cruz?
No pretendo
justificar a Judas. Tan solo quiero recalcar que él no fue
el único que traicionó a Jesús, ni será el último. ¿Quiénes somos nosotros para
juzgarlo? Hoy debemos preguntarnos: ¿Cuántas veces te he traicionado, Señor?
¿Cuáles han sido mis “treinta monedas”?
El confesionario está abierto… ¡Todavía estamos a tiempo!
“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Estos versos, tomados del Miserere, Salmo que nos presenta la liturgia de hoy (50) y ha estado resonando en la liturgia cuaresmal, sientan la tónica para las lecturas del día.
La primera, tomada del profeta Oseas (6,1-6),
nos habla del arrepentimiento y la misericordia divina: “Vamos a volver al
Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En
dos días nos sanará; al tercero nos resucitará (prefigurando la gloriosa
resurrección de Jesús); y viviremos delante de él”. A lo que el Señor contesta:
“Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que
holocaustos”.
Durante este tiempo de Cuaresma se nos hace un
llamado a la conversión. Esa conversión está relacionada al arrepentimiento,
pero no a un arrepentimiento que implique culpa, remordimiento, o temor al
castigo, sino más bien un arrepentimiento que sea producto de una
transformación interior, en lo más profundo de nuestro ser, que nos haga
reconocer nuestras faltas, lo que se ha de reflejar en nuestra forma de
relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.
Se trata de que el arrepentimiento y la
penitencia sean producto de la conversión y no a la inversa. Se trata de
abrirnos incondicionalmente al Amor de Dios y rendirnos ante Él con la firme
determinación de cumplir Su voluntad.
No se trata de decirlo de palabra, ni de
confesarlo en público, ni de ponerse en pie frente a una asamblea y decir: “Yo
acepto a Jesucristo como mi único Salvador”. No. Tampoco se trata de gestos
exteriores como orar en público, ni de dar limosna donde todos nos vean, ni de
ayunar por ayunar. No son las devociones las que hacen a un hombre “bueno” ante
los ojos de Dios. Él no halla en ellas el Amor recíproco que espera de nosotros.
“No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino
el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).
El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas
(18,9-14) nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo
a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a
dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones,
injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía
con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo
que tengo”.
En cambio, el publicano se mantenía en la
parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba
golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció:
“Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
La diferencia estaba en la actitud interior,
en el corazón. “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”…
En esta Cuaresma, abramos nuestros corazones
al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le
hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado
y humillado. Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el
abrazo más amoroso que hayamos recibido.
La primera lectura que nos brinda la liturgia
para hoy está tomada del libro de Jonás (3,1-10), y para comprenderla tenemos
que ponerla en contexto. Afortunadamente el libro de Jonás es corto (apenas dos
páginas). Nos narra la historia de este profeta que es más conocido por la
historia del pez que se lo tragó, lo tuvo tres días en el vientre, y luego lo
vomitó en la tierra (!!!!), que por la enseñanza que encierra su libro.
Lo cierto es que Yahvé envió a Jonás a
profetizar a Nínive: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama
contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (1,2). Jonás se sintió
sobrecogido por la magnitud de la encomienda, pues Nínive era una ciudad enorme
para su época, de unos ciento veinte mil habitantes (4,11), que se requerían
tres días para cruzarla (3,3). Decidió entonces “huir” de Yahvé y esconderse en
Tarsis. Precisamente yendo de viaje a Tarsis en una embarcación es que se
suscita el incidente en que lo lanzan por la borda y Yahvé ordena al pez que se
lo trague.
Jonás había desatendido la vocación (el
“llamado”) de Yahvé. Pero Yahvé lo había escogido para esa misión y, luego de
su experiencia dentro del vientre del pez, en donde Jonás experimentó una
conversión (2,1-10), lo llama por segunda vez: “Parte ahora mismo para Nínive,
la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que yo te indicaré”.
Jonás emprendió su misión, pero esta vez
consciente de que era un enviado de Dios, anunciando Su mensaje: “Dentro de
cuarenta días, Nínive será destruida”. Tan convencido estaba Jonás de que su
mensaje provenía del mismo Yahvé, que los Ninivitas lo recibieron como tal, se
arrepintieron de sus pecados, e hicieron ayuno y se vistieron de saco (hicieron
penitencia). Esta actitud sincera hizo que Yahvé, con esta visión antropomórfica
(atribuirle características humanas) de Dios que vemos en el Antiguo Testamento,
“se arrepintiera” de las amenazas que les había hecho y no las cumpliera.
Dos enseñanzas cabe destacar en esta lectura.
Primero: ¿cuántas veces pretendemos ignorar el llamado de Dios porque nos
sentimos incapaces o impotentes ante la magnitud de la misión que Él nos
encomienda? Recordemos que Dios no
escoge a los capacitados para encomendarles una misión; Dios capacita a los que
escoge, como lo hizo con Jonás, y con Jeremías, y Samuel, y Moisés, etc. Si el
Señor nos llama, nos va a capacitar y, mejor aún, nos va acompañar en la
misión.
Segundo: Vemos cómo el Pueblo de Nínive se
arrepintió, ayunó e hizo penitencia, logrando el perdón de Dios. No fue que
Dios se “arrepintiera” pues Dios es perfecto y, por tanto no puede arrepentirse.
De nuevo, estamos ante la pedagogía divina del Antiguo Testamento, con rasgos
imperfectos que lograrán su perfección en la persona de Jesús.
El tiempo de Cuaresma nos invita a la
conversión y arrepentimiento, que nos llevan a ofrecer sacrificios agradables a
Dios, representados por las prácticas penitenciales del ayuno, la oración y la
limosna.
No hagamos como los de la generación de Jesús, que serían condenados por los de Nínive, quienes se convirtieron por la predicación de Jonás mientras que los ellos no le hicieron caso a la predicación del Hijo de Dios (Evangelio de hoy – Lc 11,29-32).
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Conversión de san Pablo. Y la liturgia nos ofrece como primera lectura la
narración de Pablo de su propia conversión (Hc 22,3-16). Como lectura alterna,
se nos ofrece el mismo relato desde la perspectiva del narrador (Hc 9,1-22).
El relato de la conversión de san Pablo es tan
denso, y lleno de simbolismo, que resulta imposible pretender analizarlo en el
poco espacio disponible.
Nos limitaremos a preguntar: ¿Qué ocurrió en
ese instante, en esa fracción de segundo que pudo haber durado ese rayo
improviso, enceguecedor, que hasta le hizo caer en tierra? Se trató sin duda de una de esas experiencias
que cambian nuestras vidas y que, por su intensidad, resultan inenarrables;
esas experiencias que producen la verdadera metanoia,
palabra griega que se traduce como conversión, y se refiere a ese movimiento
interior que solo puede surgir en una persona que tiene un encuentro íntimo con
Cristo. “Metanoia” se refiere
literalmente a una situación en que un caminante ha tenido que volverse del camino
en que andaba y tomar otra dirección. Se trata de morir al hombre viejo para
resucitar a una vida nueva en Cristo Jesús (Cfr.
Rm 1,4).
En teología, esta metanoia se asocia al arrepentimiento, mas no un arrepentimiento que
denota culpa o remordimiento; sino que es producto de una transformación en lo
más profundo de nuestro ser, en nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo
y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la gracia divina.
Este encuentro fue el que le cambió radicalmente
la existencia a Pablo. En el camino a Damasco
Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, “creyó en el Evangelio”. En
esto consistió su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y
resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su
salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del
hecho que Jesús, por amor, había muerto también por él, el perseguidor, y había
resucitado.
Pablo de Tarso era un hombre bueno; un buen
judío; temeroso de Dios, observante de la ley; un verdadero fariseo. Pero nunca
había tenido un encuentro con el Resucitado; nunca había experimentado ese Amor
indescriptible.
Cuando nos enfrentamos a esa Verdad, que
gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente
nuestro modo de vivir. Convertirse
significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús “se entregó a sí
mismo por mí”, muriendo en la Cruz (Cfr.
Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí; sí, contigo y en ti.
Todo el que se “convierte”, todo el que ha
tenido un encuentro personal con Jesús y ha experimentado su Amor infinito, su
Misericordia, tiene que comunicarlo a otros, tiene que compartir esa
experiencia. Por eso Pablo, tan pronto fue bautizado, se alimentó y recuperó
las fuerzas, “en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él
era el Hijo de Dios” (Hc 9,19).
Hoy, en la fiesta de la Conversión de san
Pablo, pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre nosotros, para que
podamos tener una profunda experiencia de conversión y de encuentro íntimo con
Él, como la que tuvo Saulo en el camino de Damasco.
La lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia para hoy (Lc 7,36-50) nos presenta el pasaje de “la pecadora
perdonada”.
El Antiguo Testamento nos había presentado la
misericordia de Dios. Los relatos evangélicos nos muestran un Jesús que se
atribuye a sí mismo el poder de perdonar los pecados, poder que solo le
pertenece a Dios. Jesús no se limita a enseñarnos que el Padre está dispuesto a
perdonarnos nuestros pecados, sino que Él mismo perdona los pecados. La
explicación a esta actitud de Jesús nos la da Él mismo: “Yo y el Padre somos
una sola cosa” (Jn 10,30).
Desde el comienzo de su misión mesiánica Jesús
deja claro que Él tiene poder para perdonar los pecados: “El Hijo del hombre
tiene poder en la tierra para perdonar los pecados” (Mc 2,10). Vemos cómo Él
mismo repite reiteradamente en los relatos evangélicos: “tus pecados te son
perdonados”, o frases similares que resultaban blasfemas para los escribas y
fariseos quienes no reconocían la divinidad de Jesús.
En el pasaje de hoy encontramos a una pecadora
que se postra ante Jesús, lava sus pies con sus lágrimas, los unge con perfume
y los besa. Esa mujer arrepentida nos proporciona la clave para obtener el
perdón de los pecados (siempre volvemos a lo mismo, ¿no?): el Amor. “‘Sus
muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se
le perdona, poco ama’. Y a ella le dijo: ‘Tus pecados están perdonados’”. Es el
amor lo que nos lleva al arrepentimiento y a buscar la reconciliación. Aquella
pecadora conoció el amor de Jesús y le reciprocó con la misma intensidad de sus
pecados. Y en ese amor conoció el perdón, que es fruto del Amor.
Vemos también cómo, al final del pasaje, Jesús
le dice a la pecadora: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”. La pecadora del relato
no solo creyó en Jesús y en su poder sanador de cuerpo y alma, sino que
convirtió su creencia en acción. Y esa acción le valió el perdón de sus pecados
y la Vida Eterna.
Más tarde, luego de su Resurrección, Jesús
confiaría ese “ministerio” del perdón de los pecados a los apóstoles y a sus
sucesores, quienes conferirían el perdón, no por sí mismos, sino por el poder
del Dios a través de la acción del Espíritu Santo que les infundió: “Al
decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: ‘Reciban el Espíritu Santo. Los
pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a
los que ustedes se los retengan’” (Jn 20,22-23). La misma sensación de paz que
sintió aquella pecadora la podemos sentir nosotros al escuchar las palabras
absolutorias en el sacramento de la reconciliación.
La lectura de hoy nos recuerda que mientras
más grandes sean nuestros pecados, más grande es el Amor que recibiremos de Él
si nos acercamos con un corazón genuinamente arrepentido. “Un corazón
quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 50).
Hoy es un buen día para reconciliarte con el
Señor. ¡Aprovecha ese regalo tan hermoso que Jesús te dejó!
Como habíamos adelantado ayer, los pasajes
evangélicos que vamos a contemplar durante la Octava de Pascua nos narran las
apariciones de Jesús a sus discípulos luego de su gloriosa resurrección.
Hoy la liturgia nos presenta la versión de
Juan de la aparición de Jesús a María Magdalena (Jn 20,11-18). En los
versículos anteriores María había encontrado que la piedra que cubría el
sepulcro había sido removida, había ido a avisarles a Pedro y a Juan, estos
habían llegado y habían encontrado el sepulcro vacío. Al regresarse a casa los
discípulos, María se quedó llorando junto al sepulcro.
Al asomarse al sepulcro vio dos ángeles en
donde había estado el cuerpo del Señor. “Ellos le preguntan: ‘Mujer, ¿por qué
lloras?’ Ella les contesta: ‘Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo
han puesto’”. Vemos que el llanto de María se ve acentuado por la ausencia del
cadáver. Ya no solo llora por la muerte de Jesús, sino porque no sabe dónde
está su cuerpo. No podría sentirse más “abandonada”.
Jesús lo había adelantado: “Les aseguro que
ustedes van a llorar y se van a lamentar;… Ustedes estarán tristes, pero esa
tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20). Y esa Palabra no se hizo esperar.
Estando María ahogada en llanto se le presenta Jesús y le dice: “Mujer, ¿por qué
lloras?, ¿a quién buscas?”. Pero María no lo reconoce (Jesús estaba con su
cuerpo glorificado) y le confunde con el jardinero, diciéndole que si él se ha
llevado el cadáver que le diga dónde está para ir a recogerlo. Un acto de
misericordia y caridad.
Hasta este momento toda la conversación, tanto
con los ángeles como con Jesús, ha trascurrido en un plano impersonal, se le ha
llamado por el apelativo de “mujer”, tal vez reflejo del vacío y la tristeza que
ella experimentaba en su corazón. Ese mismo vacío que sintió María Magdalena,
lo sentimos nosotros en nuestros corazones cuando estamos en pecado. En ese
momento nuestra alma está tan vacía como lo estuvo aquel sepulcro hace casi dos
mil años. Jesús no está y no lo podemos encontrar…
Pero todo cambia cuando Jesús se le revela y la
llama por su nombre: “¡María!” En ese momento se le abren los ojos del alma, y
su vacío y tristeza se convierten en gozo, y reconoce a Jesús: “¡Rabboni!”.
Trato de imaginar lo que María debe haber sentido en ese momento. Sentiría que
su pecho iba a estallar; no encontraría palabras para expresar su alegría, por
eso trata de abrazarlo y Jesús no se lo permite: “Suéltame, que todavía no he
subido al Padre”. Y le envía a dar la buena noticia a sus hermanos.
Del mismo modo, cuando nuestra alma está vacía
por causa del pecado, cuando no encontramos a Jesús dentro de nosotros o, como
María, lo vemos pero no le reconocemos, si nos arrepentimos de corazón y
lloramos nuestra culpa, Jesús nos llamará por nuestro propio nombre. Y entonces
se nos abrirán los ojos del alma y le reconoceremos. Pero a diferencia de
María, quien no pudo abrazar al Resucitado porque todavía no había subido al
Padre, nosotros sí podemos fundirnos con Él en el abrazo más amoroso
imaginable. Y saldremos con júbilo a decir a nuestros hermanos: ¡Él vive!
Ya estamos en el umbral de la Pasión. Es
Miércoles Santo. Mañana celebraremos la Misa vespertina “en la cena del Señor”,
y pasado mañana será el Viernes Santo. El pasaje evangélico que nos presenta la
liturgia para hoy es precisamente la preparación de la cena, y la versión de
Mateo de la traición de Judas (Mt 26,14-25). Pero el énfasis parece estar en la
traición de Judas, pues comienza y termina con esta. Los preparativos y la cena
parecen ser un telón de fondo para el drama de traición.
La lectura comienza así: “En aquel tiempo, uno
de los Doce, llamado Judas Iscariote, se presentó a los sumos sacerdotes y les
propuso: ‘¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?’ Ellos se ajustaron
con él en treinta monedas (Mateo es el único que menciona la cantidad acordada
de “treinta monedas” Marcos y Lucas solo mencionan “dinero”). Y desde entonces
andaba buscando ocasión propicia para entregarlo”.
La trama de la traición continúa
desarrollándose durante la cena: “Os aseguro que uno de vosotros me va a
entregar”. Luego sigue un intercambio entre Jesús y sus discípulos, que culmina
con Judas preguntando: “¿Soy yo acaso, Maestro?”, a lo que Jesús respondió: “Tú
lo has dicho”. Esto ocurría justo antes de la institución de la Eucaristía.
Siempre que escucho la historia de la traición
de Judas, recuerdo mis días de infancia y adolescencia cuando en mi pueblo
natal se celebraba la quema de una réplica de Judas. Era como si emprendiéndola
contra Judas, el pueblo entero tratara de echarle a este toda la culpa por la
muerte de Jesús; como si dijéramos: “Si yo hubiese estado allí, no lo hubiese
permitido”.
La realidad es que la traición de Judas fue el
último evento de una conspiración de los poderes ideológico-religiosos de su
tiempo, que llevaban tiempo planificando la muerte de Jesús. La suerte de Jesús
estaba echada. Judas fue un hombre débil de carácter que sucumbió ante la
tentación y se convirtió en un “tonto útil” en manos de los poderosos.
Es fácil echarle culpa a otro; eso nos hace
sentir bien, nos justifica. Pero se nos olvida que Jesús murió por los pecados
de toda la humanidad, cometidos y por cometer. Eso nos incluye a todos, sin
excepción. Todos apuntamos el dedo acusador contra Judas, pero, ¿y qué de
Pedro? ¿Acaso no traicionó también a Jesús? ¡Ah, pero Pedro se arrepintió y
siguió dirigiendo la Iglesia, mientras Judas se ahorcó! Esta aseveración
suscita tres preguntas, que cada cual debe contestarse: ¿Creen ustedes que Dios
dejó de amar a Judas a raíz de la traición? ¿Existe la posibilidad de que Judas
se haya arrepentido en el último instante de su vida? De ser así, ¿puede Dios
haberlo perdonado?
¿Y qué de los demás discípulos, quienes a la
hora de la verdad lo abandonaron, dejándolo solo en la cruz?
No pretendo
justificar a Judas. Tan solo quiero recalcar que él no fue
el único que traicionó a Jesús, ni será el último. ¿Quiénes somos nosotros para
juzgarlo? Hoy debemos preguntarnos: ¿Cuántas veces te he traicionado, Señor?
¿Cuáles han sido mis “treinta monedas”?
El confesionario está abierto… Todavía estamos
a tiempo.
“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Estos versos, tomados del Miserere, Salmo que nos presenta la liturgia de hoy (50) y ha estado resonando en la liturgia cuaresmal, sientan la tónica para las lecturas del día.
La primera, tomada del profeta Oseas (6,1-6),
nos habla del arrepentimiento y la misericordia divina: “Vamos a volver al
Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En
dos días nos sanará; al tercero nos resucitará (prefigurando la gloriosa
resurrección de Jesús); y viviremos delante de él”. A lo que el Señor contesta:
“Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que
holocaustos”.
Durante este tiempo de Cuaresma se nos hace un
llamado a la conversión. Esa conversión está relacionada al arrepentimiento,
pero no a un arrepentimiento que implique culpa, remordimiento, o temor al
castigo, sino más bien un arrepentimiento que sea producto de una
transformación interior, en lo más profundo de nuestro ser, que nos haga
reconocer nuestras faltas, lo que se ha de reflejar en nuestra forma de
relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.
Se trata de que el arrepentimiento y la
penitencia sean producto de la conversión y no a la inversa. Se trata de
abrirnos incondicionalmente al Amor de Dios y rendirnos ante Él con la firme
determinación de cumplir Su voluntad.
No se trata de decirlo de palabra, ni de
confesarlo en público, ni de ponerse en pie frente a una asamblea y decir: “Yo
acepto a Jesucristo como mi único Salvador”. No. Tampoco se trata de gestos
exteriores como orar en público, ni de dar limosna donde todos nos vean, ni de
ayunar por ayunar. No son las devociones las que hacen a un hombre “bueno” ante
los ojos de Dios. Él no halla en ellas el Amor recíproco que espera de nosotros.
“No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino
el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).
El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas
(18,9-14) nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo
a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a
dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones,
injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía
con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo
que tengo”.
En cambio, el publicano se mantenía en la
parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba
golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció:
“Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
La diferencia estaba en la actitud interior,
en el corazón. “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”…
En esta Cuaresma, abramos nuestros corazones
al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le
hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado
y humillado. Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el
abrazo más amoroso que hayamos recibido.